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Gracias a todos.

Janis.

DOMINACIÓN FINAL.

Zara abrió los ojos con un parpadeo. La luz que entraba por las altas vidrieras del loft le indicó que era media mañana, al menos. Un vistazo al despertador lo confirmó. Las once de la mañana. Tanto Cristo como su madre debían haberse marchado a trabajar. Ella aún seguía de vacaciones, al menos lo que quedaba de semana.

Se sentó sobre la cama, las piernas aún envueltas en las cálidas sábanas y mantas, y estiró lánguidamente sus brazos hacia el techo, junto con un monumental bostezo que la hizo parecer, por un momento, una pantera negra. ¡Qué bella es la vida!, pensó con una sonrisa. Se había pasado todo el día de ayer durmiendo, reponiéndose del jetlag de su estancia en la isla de Kapu Tasa y del insidioso y largo viaje.

Se sentía famélica y sacó su cuerpo de la cama. La camiseta con la que dormía se quedó arrugada por encima de sus caderas, mostrando el holgado boxer femenino que usaba. No le importó, el loft era cálido y no había nadie para verla. Enfundó sus pies en las zapatillas de fieltro que tenía bajo la cama y chancleteó hasta la cocina. Solo había cereales y sentía apetito por algo más, así que se decidió por ducharse.

Bajo los chorros de agua caliente, enjabonó parsimoniosamente su esbelto cuerpo, agradecida por la suavidad que mostraba su piel. Por un momento, quiso ser blanca para se pudiera notar el bronceado que habría obtenido. Al menos Candy lo había conseguido, con un magnífico tono dorado en su piel. Sin embargo, en ella su piel solo estaba más brillante, pero el tono no había cambiado.

Sonrió al recordar los intensos días que habían pasado en aquella paradisíaca isla. No solo habían tomado el sol, sino que habían sido verdaderas y fastuosas reinas, con todo un harén bajo sus órdenes. Lo que le extrañaba es que hubieran dispuesto de tiempo para tomar el sol, teniendo aquellas espléndidas hembras a su disposición. La verdad era que estaba muy contenta con el mundo que Candy le había mostrado. Ahora, la comprendía mucho mejor y, no solo eso, sino que se sentía ansiosa por emularla. En respuesta a ello, gimió suavemente al apretar la esponja entre sus piernas. Una sensual crispación subió por su espalda, advirtiéndola de una posible necesidad.

Terminó de ducharse, se vistió con unas cálidas mallas de esquí, y un amplio jersey de tres lanas. Se calzó unas de sus botas de invierno. El mal tiempo ya había llegado a Nueva York y los días eran gélidos. A Zara no le gustaba nada pasar frío. Se dio un toque de color sobre los labios. Se lanzó un beso al espejo y, tomando su bolso, salió a la calle.

Tal y como pensaba, hacía demasiado frío como para ir andando hasta la agencia, así que tomó el cercano metro. Pensaba dar una vuelta y saludar a Candy. Iría a almorzar con ella o con alguna de las chicas, o incluso con su primo Cristo. De esa forma, pasaría la mañana.

Divisó a Cristo a través de las grandes cristaleras del 52’s, justo cuando estaba a punto de entrar al vestíbulo. Entró en la cafetería y abrazó fuertemente a su primo por la espalda. Los clientes se quedaron mirando a aquella hermosa mulata que aplastaba casi completamente al extraño jovencito sobre su taburete y escucharon el inteligible reniego que surgió de los labios masculinos.

— ¡Me cago en tos los muertos del rabino…! ¡El puto café sobre los huevos! ¡No te jode!

— ¡Cristo! – Zara se retiró, impresionada por la imprecación.

— Coño, prima, que me has derramado el café caliente sobre las piernas – explicó él, girándose a medias y mirándola.

— Lo siento mucho, primo. No me he dado cuenta. Solo he sentido mucha alegría al verte. No te he visto desde que llegué…

— Lo sé, lo sé, no te preocupes – dijo Cristo, poniéndose en pie sobre el taburete y abrazándola a su vez. Sintió sus puntiagudos pechitos contra su propio pecho, lo que era siempre una alegría. — ¿Cómo han estado esas vacaciones, golfa?

— ¡Geniales, Cristo! ¡Ha sido una pasada!

— ¿Así que tu jefa te ha llevado a la costa Oeste?

— Sí, a Los Ángeles – mintió ella con todo descaro.

— Vaya, California. Os habréis tostado al sol, ¿no?

— Por supuesto – contestó ella, sentándose a su lado y pidiendo un café y un trozo de tarta de manzana. – Hemos paseado por Beverly Hills, comprado en Rodeo Drive, y perseguido famosos en Pasadena.

— Se te ve radiante, prima. Me alegro mucho por ti, chiquilla – le dijo Cristo, cambiando el tono de su voz.

¿Podía Cristo ver la felicidad en su rostro?, se preguntó ella, los ojos clavados en el café que estaba meneando. Podría ser. Sin duda ella la sentía hormiguear bajo su piel, como una leve corriente eléctrica, dispuesta a ruborizarla a la menor ocasión. Nunca creyó que Candy pudiera cambiarle la vida como lo había hecho.

Charlaron mientras almorzaban. Cristo le contaba los últimos chismes de la agencia y ella inventaba pequeñas anécdotas sobre la marcha. No le gustaba mentir, pero no era cuestión de confesarle a su primo dónde había estado y lo que había hecho, en realidad.

Subieron a la agencia en quince minutos y Alma la saludó con su efusividad característica, recorriendo sus largas piernas con ojos impregnados en deseo. La culpa la tenía la apretada malla de esquí que modelaba perfectamente sus torneadas piernas.

— Rowenna Maddison ha preguntado por ti – le informó Alma a Cristo.

— ¿Dónde está?

— En el plató dos, pero creo que había acabado en el set, así que mira en los camerinos.

— Vale. Tengo que irme, prima, a ver que es lo que quiere la bruja.

— Pues parece que os habéis hecho amiguitos – respondió Zara con sorna.

— Más bien me tiene de negrito para sus caprichos. “Ay, Cristo, necesito un batido. ¿Me traes tabaco? ¡No hay toalla en el camerino!” – Cristo imitó perfectamente la modelo inglesa, falseando la voz.

Tanto Alma como Zara se rieron con ganas.

— Venga, machote, no te quejes – susurró Alma – que las tienes a todas loquitas.

— Si, claro. ¿No ves el turbante de pachá que llevo? – escupió él. – Nos vemos después.

— Bueno, yo iré a saludar a la jefa – le dijo a Alma, agitando la mano en respuesta al gesto de su primo.

— Creo que estaba reunida, pero no lo sé con seguridad.

— Ya miraré. Ciao, guapa.

Cristo llamó a la puerta del camerino y asomó la cabeza cuando escucho la voz de la modelo inglesa. Rowenna estaba sentada ante el tocador iluminado, quitándose todo el maquillaje que había llevado en la sesión.

— ¿Me buscabas?

— Ah, Cristo… si, pasa – contestó ella, mirándole a través del espejo, sin girar la cabeza.

El gitano admiró las largas piernas de la chica, que quedaban fuera del albornoz. Se obligó a encontrarse con los ojos femeninos, reflejados en el espejo.

— Necesitaría vitaminas complementarias y algo para el estrés – musitó Rowenna antes de componer un gesto de fastidio. – La semana que viene tengo la sesión de Victoria’ s Secret y ya sabes como es eso.

— ¿Te han elegido para los angelitos?

— Si, eso me acaba de comunicar la Dama de Hierro.

— Enhorabuena – sonrió Cristo. – Mañana traeré lo que necesitas.

— Eres un encanto – sonrió ella a su vez, girándose en el taburete y colocando una mano en el antebrazo del gitano. – No como ese inútil de amigo que tienes…

“Ya estamos otra vez”, suspiró Cristo.

— Ya te he pedido perdón, Rowenna. Más de una vez…

— No lo digo por ti. Fuiste una ricura, preocupándote por mí y acompañándome. No me hiciste daño y me lo pasé muy bien – dijo ella, alzándose un poco hasta darle un suave besito en la punta de la nariz.

— Gracias.

— Pero el cabrón de Spunky…

— Spinny.

— Ese puto irlandés rojizo no tiene tus dimensiones – gruñó la modelo. – Estuve una semana sin poder sentarme. Y lo que es peor… no ha dado la cara desde entonces.

Cristo suspiró de nuevo, apoyando las nalgas en el tocador. Era cierto. Spinny no había querido escucharle y aprovechó el estado de la modelo para sodomizarla. Tenía esa fijación desde que había visto a Cristo hundirse entre las nalguitas inglesas. Por mucho que Cristo le dijera y le advirtiera, no sirvió de nada. El cabezota Spinny acabó metiendo su larga serpiente por el ano de Rowenna, lo cual no le sentó nada bien, todo había que decirlo. Para colmo, tal como decía ella, no se había ni siquiera disculpado. Ni unas flores, ni una nota, ni tan solo una llamada. Spinny podía ser de lo más bruto que existía.

— Si hablo con él y consigo que se disculpe… ¿te sentirías mejor?

— Sería un primer paso – contestó ella, volviendo a la tarea de limpiar su rostro.

— Está bien. Te lo enviaré aunque sea encerrado en una caja.

Cristo no se dio cuenta de la contenida sonrisa que curvó los labios de la modelo.

Zara, por su parte, entró en el despacho de Candy sin llamar, para encontrarse que Priscila estaba reunida con la jefa. Se disculpó e intentó retirarse.

— No, pasa, Zara, tengo que comentar algo contigo – la llamó Candy. – Priscila está terminando los asuntos del día.

Saludó a la Dama de Hierro con un gesto de la cabeza y se sentó en el amplio sofá de cuero, lo más alejado de ellas.

— ¿Así que este año tenemos a dos de nuestras chicas en la sesión navideña de Victoria’ s Secret?

— Si, Candy. Como te he dicho antes, ya se lo he comunicado a Rowenna Maddison. Calenda Eirre regresa mañana de Florida. Ya la he llamado por teléfono.

— Nuestras dos mejores chicas – musitó Candy, dejándose caer contra el respaldo de su acolchado sillón.

— Es todo un reconocimiento para la agencia – asintió Priscila.

— ¿Qué proyectos tenemos para estas fechas?

— Varias campañas publicitarias, dos proyectos de calendario, dos entrevistas para Magazine y Cosmo, y tengo una reunión programada con un promotor de Florida para algo sobre Año Nuevo – enumeró la eficiente mujer.

— No está mal. Quizás aún te consigamos algo para ti, querida – sonrió Candy hacia su callada novia.

— Seguro que si – afirmó Priscila.

Zara sonrió también, más por educación que por ganas. Desde hacía unas semanas, su ilusión por el multicolor mundo del modelaje se resentía un tanto, y aún no estaba muy segura del motivo. Se levantó cuando la Dama de Hierro recogió su agenda, dando por terminada la reunión con la jefa. Se acercó a Candy en cuanto la puerta se cerró, dejándose abrazar por la bella mujer. Sus labios se unieron delicadamente.

— Hola, preciosa. ¿Has descansado bien?

— He dormido cerca de veinte horas.

— Las necesitabas – susurró Candy, deslizando la punta de su lengua por la oscura garganta. – Gastamos muchas energías en esa isla…

— Ya se sabe con las vacaciones – rió Zara. – Suelen ser agotadoras.

— Pues habrá que coger de nuevo el ritmo – Candy la obligó a seguirla en una improvisación de un vals sin música.

— ¿A qué te refieres? – Zara se reía a carcajadas, girando en el gran despacho.

— Esta noche cena romántica. Te recojo a las siete. Ponte guapa…

Ambas siguieron bailando, aunque sin tantos aspavientos. Se quedaron abrazadas, meciéndose al son de su imaginación, y aplicadas en depositar decenas de suaves besitos en los labios de la otra.

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Faely contempló la hermosa estampa que formaba su hija ante el gran espejo de pared frente a su cama. Aquel escueto vestido crema con ribetes marfil le sentaba estupendamente, sobre todo porque Zara estaba dejando atrás las estilizadas formas adolescentes. Su cuerpo alcanzaba la plenitud como hembra. Los genes africanos de su padre y los gitanos de ella estaban convirtiendo a Zara en una mujer totalmente adulta y muy hermosa, aún sin haber cumplido aún dieciocho años.

— Estás preciosa, hija – le dijo, casi en un susurro.

— Gracias, mamá – Zara miró a su madre, quien se sentaba en la cama.

— ¿Celebráis algo esta noche? – preguntó Faely, dándose cuenta que no había visto antes aquel vestido.

— Nada especial. Solo una cena romántica en algún sitio coqueto.

El tono de Zara era sincero y no le daba mayor importancia, pero algo rondaba por la intuición de Faely, algo que no podía definir pero que no le gustaba. Los celos y la ira burbujearon en su interior, como un buen puchero sobre el fuego. Se obligó a reprimirse. No tenía ningún derecho a culpar a Zara, ni siquiera a su ama. Ella no tenía opinión como esclava que era, pero no podía doblegar el sentimiento hiriente que asaetaba su bajo vientre.

Por otra parte, no le había sacado gran cosa a su hija sobre las dos semanas de vacaciones que habían disfrutado juntas. Tan solo que habían estado en California y en México, tostándose en las playas. Sin embargo, había un brillo inusual en los ojos de Zara, un destello que antes no estaba. Una madre se daba cuenta de cosas así, se decía.

¿Qué había pasado en esas dos semanas?

El móvil de Zara cantó con la voz de Christina Aguilera, atrayendo su atención así como una sonrisa.

— Candy está en la puerta – comunicó, sabiendo lo que significaba el toque.

Colocó una pierna sobre la cercana banqueta y, con pericia, estiró las trasparentes medias; primero una, luego la otra. Tomó un largo abrigo de fieltro Burdeos del armario y lo colocó sobre sus hombros. Se inclinó y besó a su madre levemente.

— No me esperes, mamá. No sé los planes de Candy para esta noche.

— Está bien. Pásalo bien – deseó Faely, mordiendo cada palabra.

La admirada Candy Newport esperaba ante el coche, envuelta en uno de sus maravillosos abrigos de pieles sintéticas y portando un gracioso bonete a juego. Abrazó a su joven novia, la piropeó galantemente, y la instó a subir rápidamente. Apenas hacía tres grados en la calle y Arthur, el chofer de Candy, mantenía la calefacción del Mercedes a unos perfectos veinticuatro grados, lo cual elevó el ánimo de ambas mujeres. Sin que su patrona tuviera que decirle nada, el chofer enfiló hacia el norte, subiendo por Broadway, junto al Hudson. Dejaron atrás la mole arbórea del Central Park y se desviaron hacia Harlem.

— ¿Dónde vamos? – preguntó Zara.

— He pensado que deberías conocer un sitio muy coqueto y exclusivo, en Harlem – respondió Candy, con aire de misterio.

Arthur se detuvo junto a la mole victoriana de la iglesia de St. Charles Borromeo, aprovechando los aparcamientos libres, y ellas caminaron hasta la siguiente manzana. Una pequeña marquesina estilosa y azulona, bien iluminada, dio una referencia a Zara. “Avalon”.

— No he escuchado hablar de ese restaurante – dijo la más joven, deteniéndose ante una puerta de recia madera.

— Y no escucharás nada. No es un restaurante, sino un club bastante exclusivo, solo para socios.

— ¿Qué clase de club?

— Mmm… digamos que histórico.

Zara se la quedó mirando con extrañeza. Candy seguía sorprendiéndola. La ex modelo sacó una tarjeta de su bolso y la introdujo en la ranura que había para tal menester en la puerta. Una voz metálica brotó de un pequeño altavoz.

— Buenas noches, señorita Newport.

Candy no se molestó en contestar, sabiendo que era un contestador automático. La puerta daba a un pequeño vestíbulo con un gran macetero donde brotaba una increíble palmera Kentia de innumerables tallos. Frente a ella, se abrió la puerta de un gran ascensor. Cuatro botones, tres plantas y un subsuelo. Candy pulsó el último. Zara notó que el ascensor era muy lento para tan corto recorrido.

— Este cacharro es más lento que el caballo del malo – gruñó, lo que causó una gran sonrisa en su novia.

— Cada planta cuenta con tres niveles, pero el ascensor solo se detiene en el nivel intermedio – le aclaró.

— O sea que hay más de nueve plantas.

— El club posee todo el edificio.

El ascensor se detuvo y abrió sus puertas en otro tiempo, literalmente. Zara se quedó con la boca abierta, incapaz de dar un paso. Candy, con una risita, tiró de ella para sacarla del ascensor. Se encontraban en el interior de una posada muy antigua, donde grandes vigas sin cuadrar sostenían la techumbre de paja y gruesas losas de piedra cubrían el suelo. Un pequeño mostrador, hecho de bastos toneles sobre los que se apoyaba una cubierta de lijada madera oscura, quedaba al frente, iluminado por lámparas de aceite, candiles, y varias antorchas.

El olor a grasa animal quemada, a cera y alumbre, a vino fermentado y, por encima de todo, la fragancia nocturna de una flora olvidada, la asaltó con fuerza. Varias mesas, con formas diferentes, se repartían por el local; mesas cuadradas, rectangulares, redondas, e incluso un par de ellas ochavadas, con los cantos rematados. Bajos y robustos taburetes se refugiaban debajo, esperando a ser usados. Sobre cada mesa, un grueso cabo de vela refulgía en el interior de un cuadrado soporte de cristal. Grandes lámparas de retorcidos brazos colgaban de las vigas, repletas de pequeños candiles de aceite.

— ¿Qué es esto? – murmuró Zara, con los ojos saltando de un detalle a otro.

— Una taberna medieval, construida con todos los detalles de la época. Claro que gana mucho al disponer de la tecnología del siglo XXI. Al menos, aquí las bebidas están frías – bromeó Candy.

Zara se fijó en la clientela. No es que hubiera mucha, quizás porque aún era temprano, pero parecían tan a gusto allí como si estuviesen en la cafetería de unos grandes almacenes. Algunos vestían ropas normales, de calle, pero otros llevaban polainas, capas, e incluso había uno con una cota de malla. Un grupo de templarios, con capas blancas, brindaban en una mesa larga, casi al fondo del local. Sin embargo, incongruentemente, un tipo maduro y fofo, vestido con traje ejecutivo, se sentaba en la barra, bebiendo de una jarra metálica mientras tecleaba en su tableta informática.

Tres mujeres, aunque la palabra que le vino a la mente fue “mozas”, servían las mesas, con real eficacia. Sus cabellos estaban recogidos por una grande y artística pañoleta de tono amarillo rojizo. Vestían una blusa blanca que dejaba sus hombros al descubierto y que se abrochaba sobre su pecho con un sistema de cordones. De esa manera, podían controlar la apertura de sus escotes. Los pechos se mantenían erguidos y desafiantes gracias al corsé de cuero que ceñía sus cinturas. Unas amplias faldas celestes susurraban entre sus piernas a cada paso. Un delantal blanco cubría el regazo. Zara observó que calzaban una especie de manoletinas de paño y esparto, suaves y silenciosas.

Una matrona controlaba la barra, vestida de la misma manera, pero sin pañoleta. Parecía ser totalmente capaz de levantar ella sola uno de aquellos barriles llenos de vino o cerveza. De una puerta batiente cercana, surgían grandes bandejas cuadradas con comida, porteadas por un par de chicos jóvenes. Estos vestían con calzones de paño oscuro que dejaban sus tobillos al aire, enfundados en unas calcetas marineras con rayas grises. Camisa blanca y un corto chaleco de lana, bajo el cual asomaba una faja del color de la pañoleta de las chicas. El calzado era el mismo para ambos sexos.

— Muchos socios gustan de disfrazarse, según el programa que exista ese día. Otros vienen de paso, con la ropa que llevan en sus trabajos. Hay ciertos días en el año en que es obligatorio asistir con ropa de época, y te aseguro que los socios se lo toman muy en serio. La verdad es que la mayoría son eruditos historiadores, catedráticos de diversas universidades, e incluso jueces y abogados. También hay muchos escritores y artistas – le sopló Candy.

Una de las mozas se acercó y realizó una bella y corta reverencia, con tal ligereza que era evidente que estaba muy acostumbrada a ellas. Candy le dijo que tenía una reserva a su nombre. Con un asentimiento, las condujo hacia un extremo del local que Zara no había visto aún. Los tacones de ambas repiqueteaban escandalosamente sobre las piedras del suelo, atrayendo la atención de los demás clientes. La moza se detuvo ante una mesa situada bajo uno de los amplios ventanales cubiertos de artísticas y antiguas vidrieras, que se repartían por el local. Zara, acertadamente, supuso que ocultaban las ventanas modernas que daban a la calle. No se podía ver la calle desde el interior, pero la vidriera filtraría perfectamente la luz del sol durante el día. Aunque no había prestado atención, no creía que, desde fuera, nada de todo esto resultara evidente.

La moza retiró dos regias sillas de alto respaldo tallado y comprobó que el cojín del asiento estuviera asegurado a los esbeltos barrotes del reposabrazos. Zara se fijó en el repujo artístico y comprobó que se trataba de un blasón heráldico. Tanto ella como su novia colgaron sus abrigos y bolsos de uno de los remates de la silla y se sentaron, frente a frente. El traje de cóctel, color marengo, que Candy llevaba era maravilloso. Falda tubular con dos volantes por encima de la rodilla. Corpiño anudado a la nuca, con un arabesco que dejaba el ombligo al aire. Y para rematar, una graciosa pajarita amarilla limón sobre una ancha cinta que rodeaba su cuello.

— Tráiganos un poco de cidra caliente mientras miramos la carta, por favor – pidió Candy a la moza.

— ¿Qué contiene esta planta? – preguntó Zara, con curiosidad.

— En el piso inferior, hay un montacargas junto con la bodega de vinos y el almacén necesario. Todo este piso está dedicado para la taberna y la cocina, que está en el centro del local, bien oculta.

— ¿Por qué oculta?

— No sería muy inteligente reconstruir un escenario como este y dejar a la vista los hornos modernos y todo el acero inoxidable que usa una cocina industrial, ¿no?

— Claro, claro – asintió Zara, con una sonrisa.

— En el piso superior, está la azotea. Se utiliza bastante en verano y está totalmente almenada. Se tienden toldos para proteger los clientes del sol y de los pájaros. Es muy chic y romántica, pero nos helaríamos en minutos – bromeó Candy.

— Aquí se está muy bien, aunque cuesta acostumbrarse al olor.

— Tendrás que lavar esa ropa mañana, pero vale la pena, ya lo verás.

La moza volvió, portando una bandeja ovalada con las dos manos. Dejó sobre la mesa una jarra de cerámica, chata y vulgar, junto con dos tazones del mismo material y tono. La boca de la jarra estaba precintada con un papel de estraza y un cordel. Finalmente, depositó con cuidado una pequeña tabla de madera con dos trozos de queso y un cuenco lleno de nueces, avellanas y pistachos, convenientemente peladas. La moza las entregó un pergamino encurtido en cuero a cada una y con una sonrisa se marchó. El menú…

— Tienes que probar la cidra caliente. Hace el tiempo ideal para ello – le dijo Candy, mientras quitaba el precinto de la jarra.

— ¿Cómo de caliente?

— Oh, no te preocupes. Tan solo está a unos veinte grados, ni siquiera humea.

Llenó los tazones con cuidado, dejando ver un líquido ambarino, parecido a la cerveza, pero sin espuma ni burbujas. Candy tomó uno de los dos cuchillitos curvos y con punta bífida que venían con la tabla. Cortó un trozo de queso, que parecía muy cremoso, y lo pinchó diestramente con la extraña punta retorcida del cuchillo. Sin más remilgos, se lo llevó a la boca, junto con un puñado de frutos del bosque. Tras mascar un poco, le dio un buen tiento al tazón.

— Pruébalo así, en ese orden – le aconsejó a Zara.

— Mmm… delicioso – el paladar de Zara intentaba asimilar los distintos rebrotes de sabor. Las hierbas que se fundían en el suave queso, el crujiente sabor de las nueces, la canela y el jengibre de la cidra, la acidez de la manzana.

— Son sabores que nuestros paladares cosmopolitas han olvidado, cariño. Algo tan normal como un pedazo de queso fresco y algunos frutos secos…

— Tienes razón – se rió Zara. – Demasiadas hamburguesas y pizzas. ¿Qué hay en el resto del edificio?

Mientras sus cuchillitos se afanaban con el queso, Candy le habló de la sala de exposición del primer piso y del área cultural del segundo, donde se ubicaban las dependencias del club en sí. También le detalló del área de maquetación del sótano, donde se recreaban diversos proyectos de recreación de los socios. Reconstruían catapultas, carrozas, monturas, y había toda una verdadera forja artesanal para crear armaduras y armas.

— Esta asociación es muy reconocida en diversos ambientes. Proporciona consultores en películas históricas, expertos en restauraciones de castillos y pueblos medievales. Exporta artículos garantizados a todo el mundo… en fin, que financian bien su hobby, diría – puntualizó Candy.

— ¿Qué me recomiendas? – preguntó la mulata, mirando el pergamino ajado de la carta.

En una caligrafía manual muy elaborada, a dos tintas, se exhibía una corta lista.

— El chef cambia el menú cada dos días. Su especialidad son las carnes, por supuesto. Por lo que veo, hoy podemos escoger entre distintas aves, cordero, o jabalí. Te recomiendo el cordero en panal. Te chuparás los dedos.

— Bien. Confío en ti. ¿Y tú?

— Me apetece pescado esta noche – dijo Candy con un cierto retintín en su tono, que hizo reír inmediatamente a su novia. – Ajá… brochetas de sepia y Emperador a la cazuela… perfecto.

La moza no tardó en tomarles nota y Candy pidió un blush rosado y seco que iba bien tanto para la carne como para el pescado. Estuvieron bromeando sobre el trabajo y los últimos chismes que se habían encontrado al volver de sus vacaciones, cuando llegó una panera de mimbre con varias lonchas de un pan moreno y tostado.

— Aquí se hace el pan a diario, con una buena mezcla de cereales y piñones. Es un pan sin levadura, muy distinto al que puedes probar de cualquier panadería industrial. Puede que no te guste, hay que estar acostumbrado a su sabor. Puedo pedir unos colines si quieres.

— Pues habrá que probarlo – dijo Zara, tomando un trozo.

La miga tenía el color de las galletas caseras y estaba apelmazada pero, a la vez, suave. La corteza era dura y gruesa. Olía a trigo y mijo y tenía pintas repartidas por doquier. Piñones, se dijo. Cortó un trozo y se lo llevó a la boca. Era mucho más áspero que el pan francés y dejaba cierto regusto en la garganta.

— De nuevo te repito que hemos perdido los hábitos nutritivos de nuestros antepasados. El pan constituía, por sí solo, un importante grupo alimentario. Se comía pan, punto. La gente subsistía con pan y queso o pan y fruta, simplemente. Hoy en día, el pan es optativo, casi un capricho – comentó Candy, pellizcando ella también un trozo.

— Si, ya se nota. Te comes una rebanada de esto y puedes correr todo el día – sonrió Zara.

— Pero, sin embargo, viene muy bien con las carnes de fuerte aroma, como el venado, el jabalí, o la cabra. Y no te digo si tienes que mojar en una de las magníficas salsas de Chef Pastrine.

Zara clavó sus ojos en su novia. Había algo en la postura de sus hombros que la mantenía tensa, rígida. Parecía como si toda aquella verborrea, encantadora no obstante, estuviera dedicada a simular un estado que Zara aún no podía definir. ¿Ansiosa? ¿Asustada? ¿Preocupada por algo? Se moría por preguntarle, pero la mulata sabía que Candy era muy suya y que si no era el momento adecuado, se cerraría en banda y sería aún peor. Así que la dejó hablar de todos aquellos temas banales e incluso preguntó aún más sobre algunos detalles, como si la ayudara con ello a calmarse.

El rosado estaba muy bien, y más servido en copas de finísimo cristal y pie de latón. Dejaba cierto regusto dulzón al final de la lengua, pero sin llegar a ser como un vino de uva moscatel. Zara desorbitó los ojos cuando los platos llegaron. En si no eran platos, sino grandes fuentes de latón bruñido que se podían utilizar hasta de trineo, llegado el caso.

— ¡Dios mío! – exclamó cuando su bandeja aterrizó delante de sus ojos. Aquello era como una obra de arte. Ni siquiera sabía por donde empezar.

En el centro de la gran fuente, se levantaba una especie de pirámide, compuesta por diferentes pisos de alimentos. En la base, formando un fuerte contrapunto para su equilibrio, se encontraban varias patatas enanas, redondeadas y horneadas sin pelar. La piel aparecía tostada y crujiente. Entre las patatas, varias hortalizas como zanahorias y cebolletas, salpicaban aquella base. Sobre ella, varias chuletas de cordero estaban colocadas formando una estrella con sus largos huesos. Varias hojas blancas de endivia las recubrían para sostener, como regletas vegetales dispuestas una al lado de las otras, varios dados de carne humeante. Para rematar, como si fuese un extraño piramidión, un trozo de celdillas de un panal de abejas se derretía lentamente sobre todo el conjunto gastronómico.

— Deja que la miel impregne todo. No rompas la cohesión. Ve hurgando y comiendo a medida que se enfría – aconsejó Candy.

Sin embargo, los ojos de Zara habían saltado de su fuente a la de su novia. Dos largos estiletes redondos reposaban sobre un piso de escarola aliñada al limón. Los trozos de blanca sepia, bien cortados y atravesados por el acero, despedían un aroma increíble. En el centro de la fuente, separando los estiletes, un cuenco de rojiza cerámica siseaba aún por su alta temperatura. Los dados de Emperador flotaban en aceite hirviendo y vino, espolvoreados con perejil muy picado y finas láminas de ajo.

— ¿Nos vamos a comer todo esto? – balbuceó Zara.

— Nos ayudaremos mutuamente, pequeña, pero no te preocupes, cuando quitas los adornos no hay tanto como parece.

— Tengo que tener cara de tonta. Todas estas cosas me pillan siempre por sorpresa. No he comido nunca en estos sitios sibaritas del mundo, y tú pareces haberlos recorrido todos – masculló Zara, tomando el cuchillo y el tenedor.

— Bueno, ya te llevaré a los mejores. Por el momento, debo decirte que éste es uno de los pocos sitios en que todo el mundo come con las manos – contestó Candy, señalando hacia otras mesas.

Y era cierto. Los comensales se ayudaban de unos afilados cuchillos cuando necesitaban cortar algo voluminoso o pescar un trozo entre la salsa o en algún caldo, pero, por lo que podía ver, todo el mundo estaba remangado y usando sus dedos a voluntad.

— Recuerda que esto está dedicado a la Edad Media. No había cubiertos en aquella época, salvo la cuchara de palo. Ni siquiera los nobles y los reyes usaban tenedor y cuchillito. Todo lo que necesitaban era una buena daga para cortar tajadas de carne o rebanadas de pan.

— Ah, y se limpiaban con las mangas – asintió Zara, alzando la blanca servilleta de lino que tenía sobre las piernas.

— Colocan tenedores para los más medrosos y servilletas de tela para que no nos manchemos la ropa, pero es solo un gesto para el socio. Muchos vienen aquí a almorzar y después regresa a trabajar. No estaría nada bien ir luciendo lamparones de aceite.

Zara soltó la carcajada y pescó una redonda patatita con los dedos. La peló con esmero, soplando un poco sobre ella, y la engulló como una piraña.

— ¡Sabe como a caramelo! – exclamó, abriendo los ojos.

— Es por la miel. Penetra en todo…

Candy tironeó con los dientes de un trozo de sepia hasta sacarlo por la punta del estilete. Lo mojó en el jugo de limón que cubría el fondo de la fuente y lo devoró con ganas. Ambas mujeres se dedicaron a calmar su apetito e intercambiar deliciosos bocados de ambas fuentes. No fue hasta que las fuentes estuvieron medias cuando Candy retomó la palabra.

— Tienes razón en lo que antes dijiste, Zara. He estado en muchos sitios, algunos muy pintorescos, y he conocido a mucha gente. De estas amistades, no me siento demasiado orgullosa, pero es algo que no he empezado a sentir hasta hace poco…

Zara se chupeteó los dedos y se limpió en la servilleta.

— ¿De qué estás hablando? – preguntó.

— Pude ver la expresión de tu rostro en la isla, cuando te expliqué qué hacíamos allí. No conoces nada sobre mí, salvo lo que han escrito en las revistas de modas, y sé que no te atreves a preguntarme, aunque sabes perfectamente que no soy ninguna santa – Zara prefirió callar y escuchar. – Desde muy pequeña he tenido una meta fijada en mi mente: el poder. Por él, me despegué de mi familia, de mis amistades, y acepté lo que el diablo me ofrecía.

— ¿A qué te refieres?

— A mi vida, por supuesto. No he amado a nadie, no me he preocupado de nadie más que de mí. Conseguí trepar entre modelos, promotores, y toda la divina fauna que existe en este mundillo. Apuñalé por la espalda cuando fue necesario y me metí en la cama de quien necesitaba, y nunca me he arrepentido de ello. Llegó el día en que alcancé un puesto lo suficientemente alto como para imponer mis deseos; por fin, conseguí entrar en el Poder…

— Pero eso no quiere decir que…

— Déjame hablar. Esto no es tan fácil como para retomar el hilo una y otra vez. Como bien sabes, no he mantenido una relación formal con nadie. Solo he cogido lo que me ha apetecido y lo he usado hasta hartarme. Con los años, me he ido endureciendo y mi… faceta dominante ha asumido el control. Como bien sabes, me he pasado diez años muy cómodos con tu madre y ya me había hecho a la idea que mi vida sería así hasta el final.

Ambas habían dejado de comer, ahítas por fin. Candy hizo un gesto con la mano y una de las mozas retiró los platos. Otra compañera vino a ayudarla a limpiar la mesa.

— La dominación ha sido el condicionante de mi vida, tanto sentimentalmente como laboralmente. No soy una excéntrica sádica, pero tampoco la Madre Teresa. Se lo he hecho pasar malamente a mucha gente, en el trabajo, como parte de mis negocios, y, como no, para divertirme.

La chica trajo dos tartaletas de barro, no más grandes que el puño, que contenían pastel de mora y castañas ebrias de kirsh; uno de los chicos trajo una botella de champán que abrió tras mostrar la etiqueta a Candy. Ésta, interrumpida en su monólogo, asintió con una sonrisa. Cuando el chico sirvió ambas copas y dejó la botella enterrada en el hielo picado de la cubitera, Zara pudo ver que se trataba de un Dom Pérignon de 1978. ¡Una burrada!

— No me cabe el postre – musitó.

— Haz un esfuerzo, cariño, no probarás de nuevo una tarta como ésta en tu vida. Te lo aseguro – susurró Candy, tomando la cucharilla y atacando la suya. – Como te iba diciendo, estaba muy feliz con mi vida, pero llegaste tú…

— Vaya, ¿qué he hecho yo? – Zara cerró los ojos al tragar su primera porción de tarta. Deliciosa, compacta, con un toque de bizcocho en su base y el “mil feuilles” más suave que hubiera probado jamás.

— Sacudiste mi vida con una inocencia y una ingenuidad que me han ido debilitando cada día – Candy alargó una mano y acarició los nudillos de su chica. — ¿Cómo oponerme a tu habitual candor, a la innegable bondad que transmites por cada uno de tus poros?

— ¿No he sido mala alguna vez? – dijo Zara con tono traviesa.

— Ya sabes a que me refiero. Mantenía a tu madre esclavizada y, por ello, estaba muerta de miedo al pensar que cualquier día lo descubrirías. Ese fue el motivo por el cual me alejé totalmente de Faely, sin darle explicaciones. Sé que lo hice mal, que le he hecho daño, pero no era yo misma…

— Entonces, lo que pasó en… en el cumpleaños de Cristo – Zara musitó tras tragar una nueva cucharada. Candy la miró y supo ver el imperceptible rubor que cubría las mejillas de café con leche.

— Todo se complicó esa noche. Ninguna de nosotras estaba en sus cabales, o así lo recuerdo, al menos – suspiró la ex modelo, bajando los ojos también.

En ese momento, la cucharilla de metal de Zara resonó secamente sobre la base de cerámica, como si hubiera resbalado sobre algo duro. La joven escarbó un poco entre la pasta de castañas del interior de la tarta.

— Aquí hay algo duro – musitó, acercando los ojos a la tarta.

Con la cucharilla sacó algo envuelto en papel de seda. La imagen de los muñequitos escondidos dentro de las tartas de Pascua le vino a la mente. ¿Sería una tradición en Avalon? Levantó la mirada hacia su novia, para preguntarle: ¿Has encontrado algo en tu tarta? Sin embargo, la pregunta se le atascó en la garganta al ver la seria y ávida expresión que llenaba el rostro de su amada. Los ojos de Candy brillaban, como si tuviesen fuego interior. Inconscientemente, Zara empezó a desenvolver el papel mojado en crema de castañas ebrias, sin apartar sus ojos de los de su novia.

— Zara Belén Buller…

Con escuchar aquella manera de pronunciar su nombre, su corazón inició un redoble frenético, adivinando una situación que su mente aún se negaba a aceptar. No podía ser…

El papel de seda cayó y reveló una especie de tubito de tres centímetros de largo. Cuando lo giró, se dio cuenta de que se trataba de un extraño anillo, con la parte superior en forma de un tubo seccionado por la mitad. En su parte interna, el aro del anillo refulgía con la fuerza de un caro metal, quizás titanio o paladio. La superficie alargada y cóncava de la parte superior del anillo estaba recubierta de oro blanco con incrustaciones de pequeños diamantes. Zara ni siquiera notó las lágrimas que se deslizaron por sus mejillas; solo pensaba en lo hermoso que era aquel extraño anillo.

— ¿Quieres convertirme en la mujer más feliz de este mundo aceptando ser mi esposa? – la voz de Candy la sobresaltó y volvió a mirarla, mientras el concepto penetraba finalmente en su cerebro, como introducido por un lento berbiquí.

— ¡Oh, Dios mío! – dijo antes de tragar saliva. – Dios mío… Dios mío…

Candy alargó la mano y lentamente introdujo el dedo anular de su novia en el aro. La brillante cubierta casi cilíndrica cubrió el dedo por encima del nudillo más grueso. Zara solo podía mirarlo y repetir: “Dios mío… Dios mío”. Ni siquiera se daba cuenta de ello, pero había dejado de respirar, conteniendo el aliento.

— No quiero sentirme sola nunca más, mi vida. Tú me has salvado de una vida incierta y egoísta. Sé que te doblo en años, pero prometo hacerte feliz cada día de mi vida. ¿Qué respondes, corazón?

— ¡OOOOH, DIOS MÍO… CLARO QUE SÍ! ¡SÍIII!

Zara aferró el rostro de su novia y lo cubrió de rápidos besitos mientras no dejaba de farfullar y asentir. Detrás de ellas, las mozas y varios clientes empezaron a aplaudir. Para sobreponerse a la emoción, Candy se obligó a brindar con el caro champán y saludó a sus cómplices de la taberna. Lo había ideado todo durante el vuelo de regreso, desde Australia. Para ser una mujer sin sentimientos, según ella, Candy había fecundado un plan muy romántico, que llevó a cabo en apenas dos días. Necesitaba de un sitio de confianza y hacía muchos años que era socia de aquel club desconocido para la gran mayoría.

— Me encanta… ¡Me encanta! – chilló Zara, con la mano extendida y contemplando el alargado anillo de compromiso.

Se habían bebido la botella de Dom Pérignon y ya estaban más calmadas. Candy había colocado su silla al lado de su prometida y no dejaba de acariciarle el muslo enfundado en la media. Zara no dejaba de mirar lo bien que quedaba el anillo en su dedo anular.

— Supe que era el adecuado en cuanto le eché el ojo, en Tiffany’s. Quería algo diferente al clásico diamante de compromiso – susurró Candy.

— Diferente si que lo es, cariño. Es lo más bonito que he visto nunca… ¿Así que estamos comprometidas?

— Con toda la ley – bromeó Candy.

— ¿Y hay que poner una fecha?

— No, tonta. Primero tienes que cumplir los dieciocho y luego ya hablaremos. Aún es pronto. Solo debe preocuparte si quieres una gran boda o una cosa íntima.

— ¿De veras lo haremos público? – los ojos de Zara se nublaron. — ¿Qué hay de ti, de tu reputación? ¿Afectará a la agencia?

— No es la primera vez que hacen suposiciones sobre mis gustos, aunque nunca han tenido pruebas. No creo que me afecte en nada asumir mi inclinación, ni a la reputación de Fusion Models. Esto es algo personal y el estado de Nueva York acepta el matrimonio gay, así que…

— ¡Nos casamos! – exclamó Zara, alzando los brazos.

Aún no se lo acababa de creer. Nunca hubiera creído que Candy se lo propusiera, y menos tan rápidamente. Una mujer como ella, que lo tenía todo… ¿cómo se había colgado de ella, que no era más que una cría?

— Zara, tenemos que hablar seriamente…

“¡Lo sabía! ¡Tenía que haber algo!”, se dijo la joven, acodándose sobre la mesa. Sintió la boca seca y apuró el resto que quedaba en la copa.

— Te escucho.

— Básicamente, son tres planteamientos. El primero es sobre la separación de bienes.

— Por supuesto – asintió Zara. – Todo cuanto tienes es tuyo, te lo has ganado a pulso. Firmaré cualquier condición que…

— No, tonta. No pienso separar bienes. Lo que es mío es tuyo.

— P-pero… — parpadeó la joven.

— Como te he dicho, llevo muchos años separada de mi familia y no pienso dejar que ninguno de esos pijos desgraciados hereden nada de mí. No tengo a nadie más que a ti, al menos, por ahora.

— ¿Por ahora?

— Ese es otro punto que ahora discutiremos. Pero en éste, quedamos en que viviremos en mi apartamento por el momento, y que te iré poniendo al día de cuanto poseo. Tendrás que preocuparte de ciertas cosas.

— Está bien.

— El segundo asunto es la descendencia. Por mi parte, nunca he querido hijos, ni siquiera he pensado en ellos. ¿Y tú?

Zara se encogió de hombros. Sus genes gitanos si clamaban por tener hijos, pero ni siquiera tenía la edad necesaria para opinar legalmente, así que prefería abstenerse.

— Zara, durante muchos años he sido una persona brutal y sin escrúpulos, pero vuelvo a decirte que me encontraste y me has cambiado. Tengo treinta y cinco años y aunque sea algo tarde, desde hace unos meses, vengo sintiendo ciertos impulsos que, en otro tiempo, jamás reconocería.

— ¿Eso quiere decir que quieres hijos? – se asombró Zara.

— Quiere decir que, a tu lado, me siento capaz de cualquier cosa, y que ya no me espanta cuidar de alguien más, junto a ti – le confesó, besándola en la comisura de los labios. – Seguramente, cuando estemos decididas y preparadas, no pueda tenerlos yo misma… Por eso te pregunto: ¿Lo estarías tú?

— ¡Por supuesto, cariño! ¡Los que hagan falta! ¡Muchos churumbeles! – soltó Zara con una risotada.

— ¿Churu… qué?

— Es la palabra caló para niños. Candy, te aseguro que no me importará nada dejar la agencia dentro de unos años para dedicarme completamente a mi familia.

— Me alegra escuchar eso. Bien, hemos coincidido ambas en estos puntos. Queda el tercero… ¡Tu madre!

Zara se tapó los ojos, sabiendo que acabarían tocando ese tema. Toda la alegría que había llegado con la petición, se esfumó. Su madre estaba mal; no aceptaba su noviazgo en absoluto, por mucho que intentara disimular. ¿Cómo reaccionaría ahora con la noticia de que habría boda en algún momento?

— Mira, Candy, cariño, debo confesarte algo sobre lo que no hemos hablado. Mi madre ha empeorado, emocionalmente hablando. Parecía que, al principio, aceptaba nuestra relación, pero ha quedado evidente que no es así. Se ha ido retrayendo durante estos últimos meses. Discutimos por cualquier cosa y nos echamos muchos asuntos a la cara. Creo que está dolida, celosa, y deprimida.

— Dios… es culpa mía – jadeó Candy. – La he dejado de lado, sin una explicación, sin ni siquiera una orden. He sido una loca, pero no quería complicaciones en nuestro… romance.

— Pienso que cree que la has abandonado por mí, pero tiene aún esperanzas de que la llamaras algún día – el dedo de Zara recorría los nudos de la mesa, casi con obsesión. – Si ahora le digo que nos casamos… su esperanza desaparecerá y no sé lo que puede suceder. No quiero hacerle daño, Candy.

— Lo sé, amor mío. Es tu madre y la quieres. Las dos la hemos querido, a nuestra manera. ¿Qué podemos hacer? – susurró.

— No sé… no sé. Con lo fácil que sería si fuera una suegra normal. Nos la podríamos llevar a casa para que no se quedara sola, aunque está Cristo y…

Zara no se dio cuenta del cambio de expresión de Candy. Su ceño se frunció con fuerza, dándole vueltas a una súbita inspiración que le había revuelto el estómago en un segundo. Podía ser la solución perfecta, si se atreviera… pero la situación podría degenerar y perderlo todo…

— Cariño, voy al baño – le dijo a Zara. – Pide un par de cafés, que tenemos que darle vueltas al asunto.

— Podríamos ir a TriBeCa, a tu casa, y ponernos cómodas.

— Eso más tarde – comentó Candy, poniéndose en pie y tomando su bolso. – Te conozco. Si ahora fuéramos a casa, solo querrás celebrar el compromiso y no saldríamos de la cama, zorra.

Zara sonrió, sabiendo que le había leído la mente. Alzó la mano y llamó a la moza, mientras Candy contoneaba su hermoso culo hacia la zona de los lavabos.

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El apartamento estaba en silencio y en penumbras. El suave tictac del antiguo péndulo Zimmerman que colgaba de una de las paredes del salón, marcaba un tempo para el corazón de Faely. Se sentía frenética desde que había recibido la llamada telefónica de su ama. Se sintió ligera como una pluma y realmente agradecida al escuchar su voz, aunque el tono fuese seco y dominante. Pero le había dado una nueva orden y ella era feliz al cumplirla.

Por eso mismo, se encontraba desnuda y arrodillada, con las manos a la espalda, en el salón del apartamento de TriBeCa. Faely aún poseía una llave de la puerta, de cuando vivía allí con su ama. El pulido suelo de madera resultaba reconfortante bajo sus rodillas y los cuatro gruesos cirios celestes dotaban de una suave luminiscencia a la sala, uno en cada punto cardinal, tal y como se lo había exigido.

Faely mantenía los ojos bajos y respiraba lentamente. Sin embargo, sus dedos, que abarcaban ambas muñecas sobre sus riñones, no dejaban de frotar nerviosamente la enrojecida piel. No quería pensar en lo que podía significar aquella orden, que la había llevado de noche a acudir al ático de su ama; no quería edificar unas esperanzas que podían derrumbarse como un castillo de naipes. Pero, aún así, algo debía querer su ama de ella. Con toda claridad, volvió a escuchar sus palabras: “Ve a mi apartamento. Espérame allí como lo hacías antes, en el salón, como una buena perrita. Puedes subir la calefacción a tu conveniencia.”

Para ella estaba claro. “Como antes.” Así que lo había escenificado todo como lo había hecho una y mil veces. Había preparado una cubitera para enfriar el champán y, sobre la mesita, dos copas y un cuenco de cristal con bombones. Después se despojó de toda la ropa, bragas y sostén incluidos; colocó con todo cuidado las velas, y se situó en el centro, dispuesta a esperar toda la noche si hacía falta. Tras un buen rato, descubrió que no había dejado de sonreír, por lo que se obligó a mantener una expresión de buena esclava, neutra.

Había perdido la noción del tiempo cuando tintineó la llave en la cerradura. Recuperó la postura adecuada y trató de respirar con calma. En el vestíbulo, Zara deslizaba sus manos por las caderas de Candy, con anhelo y pasión. Llevaba mordisqueando su cuello desde que tomaron el ascensor, con unas ganas tremendas de desnudarla y caer en la cama. Candy succionó fuertemente su lengua y la obligó a girarse hacia el interior del apartamento, atizándole una fuerte nalgada.

— Ay…

— Deja que cierre la puerta y ponga la alarma, quejica. Entonces vas a quejarte con ganas – musitó Candy.

Faely se estremeció, sintiendo como la bilis subía por su garganta. ¡El ama no venía sola! ¡No podía ser otra que su hija! Pensó en levantarse, pero su ama lo había dejado claro. Espérame como antes… ¿Qué debía hacer? Tomó la decisión, todo ello en dos segundos, de no moverse.

Zara taconeó con urgencia hacia el cuarto de baño, pero, al pasar por el salón, se quedó estática, con el corazón alterado y el rostro lívido. Miraba a su madre arrodillada, sin acabar de creérselo. Sus ojos contornearon las potentes caderas, las rodillas dobladas, el cabello corto que se pegaba a su cuello, los poderosos pechos que se proyectaban hacia delante… pero no podía ver su mirada. ¡Su madre no levantaba los ojos del suelo!

— M-mamá – balbuceó.

— He pensado que Faely ya no puede ser mi esclava. Si no pienso dejarte firmar una separación de bienes, entonces ella debe ser un bien común, de ambas – le dijo Candy casi al oído, al llegar por detrás.

— P-pero… ¿qué hace aquí?

— ¿No crees que este es el momento idóneo para decírselo? Así, en caliente…

— N-no puedo…

— Bueno, entonces se lo tendré que decir yo, cariño, aunque no tengo el mismo tacto que tú, ya sabes. Verás, Faely, nos…

Zara levantó una mano como una centella, tapando la boca de su novia. La miró intensamente a los ojos, pero no pudo enfadarse con ella. Candy era así de directa. Ambas sabían que debían solucionar el problema y de nada servía aplazarlo.

— Yo se lo diré, Candy. Tú siéntate – y apartó la mano de los labios de la ex modelo cuando ésta asintió.

Candy Newport se dejó caer con un suspiro en el mullido sofá de cuero crema y se quitó los zapatos, sin dejar de mirar el cuadro que tenía delante. Observó como Zara se mojaba sus gordezuelos labios, buscando cómo empezar. Faely, por su parte, había levantado algo la barbilla y la miraba a ella, casi de reojo. Quiso encontrar algo de rencor en la mirada, pero no lo halló, tan solo admiración y quizás amor. Candy se asombró de la pasión que embargaba el ser de la gitana.

— Mamá, puedes mirarme. Soy tu hija, no tu dueña – musitó Zara, avanzando hacia su madre un par de pasos. Faely clavó sus melosos ojos en ella, sabiendo que sus mejillas reflejarían toda su vergüenza, pero no le importó. – Esta noche, Candy y yo nos hemos comprometido.

Faely estuvo segura de que el corazón se le detuvo entre sus costillas. Fue como un doloroso pellizco en seco. Zara adelantó su mano izquierda, mostrándole un moderno y rectangular anillo en su dedo.

— ¿Comp-prometidas? – consiguió articular.

— Si, Faely – respondió Candy. – Vamos, levántate, vas a ser mi suegra.

Zara le tendió la mano a su madre para ayudarla a alzarse del suelo. Le sonreía, en un intento de hacerla partícipe de su alegría.

— Eres muy joven aún para casarte – contestó la gitana, intentando no gesticular y que sus brazos taparan sus pezones.

— No vamos a elegir fecha de momento. Cuando cumpla la mayoría de edad, viviremos juntas aquí.

— Ya buscaremos el mejor momento para el enlace – opinó Candy.

— Me… alegro mucho por ti, Zara – silabeó Faely, iniciando una sonrisa que no acababa de parecer auténtica.

— Joder, daos un abrazo, ¿no? – exclamó Candy.

Zara, más alta que su madre, hundió su rostro en el hombro de Faely, ocultando sus rasgos contra el pelo azabache. Faely puso sus manos en los costados de su hija, pero acabó llevándolas a la espalda, apretando con pasión. Ambas sintieron como sus ojos se humedecían y se besaron mutuamente las mejillas.

— Ha sido toda una sorpresa – musitó Faely, separándose pero manteniendo sus manos sobre la cintura de su hija.

— Más o menos como la mía. Candy me dejó clavada en la silla – se rió Zara, mientras limpiaba las lágrimas de su madre.

— ¿Hay abrazo para mí? – preguntó con sorna Candy, levantándose y acercándose a ellas.

Zara la abrazó fuerte, pero Faely no se atrevía a moverse. Era su ama y un abrazo le parecía algo fuera de norma. Pero Zara estaba al cuidado y sin soltar el talle de su novia, alargó la otra mano para atraer a su madre. Se fundieron en un abrazo entre las tres y, en esa ocasión, Zara fue consciente de la desnudez de su madre, del calor de su piel. Candy, por su parte, dejó resbalar su mano por la espalda de la gitana hasta alcanzar uno de sus duros glúteos. La dejó allí como si fuera lo más natural del mundo.

— ¿Qué va a…?

— ¿Pasar contigo? – acabó Candy la frase de Faely. – Como he dicho antes, ya no podrás ser mi esclava. No sería correcto ni ético, ¿verdad?

Faely negó con la cabeza, sin querer ver la mirada intrigada de su hija y su ceja enarcada.

— He pensado que cuando Zara se venga a vivir aquí, lo hagas tú también.

Zara clavó los sorprendidos ojos en su novia. Intentó decir algo, pero su boca solo se quedó abierta, sin movimiento, totalmente sorprendida. Faely las miraba alternamente, sin saber si su ama hablaba en serio.

— Zara me ha comentado que has pasado por una mala racha desde que salimos juntas – la dueña de la agencia levantó una mano, deteniendo la protesta de ambas mujeres. – Ya he admitido mi culpa en todo ello. He sido desconsiderada y cobarde. Tenía miedo de que Zara supiera demasiado pronto de nuestra especial relación, así que me aparté bruscamente. Ni siquiera dejé un mensaje para explicarte mis motivos. He sido mal ama; no he respetado a mi sumisa, lo sé.

La voz de Candy se quebró un tanto, dejando paso a la emoción contenida, y Zara le apretó el talle, dándole ánimos.

— No, mi señora, no ha sido culpa suya, sino mía. He abrazado sentimientos que no me correspondían – respondió Faely, con la cabeza gacha. – He sentido celos de mi hija, fruto de mis fantasías. Usted nunca me juró fidelidad ni amor…

— Pero, de cierta manera, eso va implícito en nuestra relación de ama y esclava. Puede que no fuera amor, pero si debe haber respeto, cariño, y obligación – las lágrimas surgían ya incontenibles de los lacrimales de Candy, quien llevó su mano desde la nalga de Faely hasta su barbilla.

— Ama, yo…

— Durante diez años has sido mi confidente y mi tesón. He volcado sobre ti mis insatisfacciones y mis victorias. Has llorado y reído a mi lado, Faely. Casi podría hablar de cierto matrimonio entre nosotras, ¿no es cierto? – la ex modelo atrajo a la mujer contra su pecho, en un abrazo tan tierno que Zara se emocionó.

— Si, mi señora, así ha sido – musitó Faely, llorando también.

— Pero ha sucedido algo que no creí nunca posible. He conocido el amor, el verdadero, Faely. Me he enamorado de tu hija como una colegiala y lo sabes. Jamás me habrás visto así con nada ni con nadie de mi vida. Sé que te he hecho daño y sé que te vamos a causar aún más.

— N-no, por favor…

— Debemos separar nuestros caminos, Faely, por respeto a tu hija. Debemos terminar la relación que nos unía, pero no quiero que tu hija pague por nuestros pecados. Ella debe tener a su madre a su lado. Sois la única familia que disponéis, tan solo os tenéis la una a la otra. Así que me gustaría que te vinieras a vivir con nosotras, como madre y suegra.

— Oh, Dios – jadeó Faely.

Zara estaba casi conmocionada. Candy no le había dicho nada de todo eso, ni de cuando lo había pensado. ¡Pero si habían estado comentando el asunto una hora antes y no habían llegado a ninguna conclusión! Sin embargo, la contestación de su madre la anonadó aún más.

— Me gustaría, mi señora, me gustaría muchísimo, pero sé que no seré capaz. No podré mantenerme calmada cuando vea como os besáis, como dormís juntas… Vuestra felicidad me matará… No, me quedaré en mi loft, con mi sobrino, y os dejaré tranquilas. Zara será bienvenida siempre en casa – dijo, restañando las lágrimas e irguiéndose todo lo que pudo entre las otras dos mujeres, más altas que ella.

— Es lo que pensaba, mi dulce Faely. Eres demasiado visceral para fingir en una situación como esta.

— Pero mamá, debes hablar con alguien. Estás depre y dolida. No quiero dejarte sola así – Zara se abrazó a su madre, con los dos brazos, sintiendo su aroma y los mórbidos pechos rozar los suyos.

— Has dicho que aún no vais a vivir juntas, ¿no? Me acostumbraré, no te preocupes – le acarició las trencitas mientras notaba el cálido aliento de su hija sobre su cuello. Las distintas emociones que sentía quitaban importancia al hecho de continuar desnuda ante ella.

— Es una lástima. Aquí hay sitio de sobra para las tres y, por otra parte, me he acostumbrado a que estés presente en mi vida, de una forma u otra. Te echaré de menos, sinceramente, Faely – le dijo Candy, inclinándose sobre ellas y besándola en la mejilla.

— Bueno, al menos viviremos en la misma ciudad y podremos vernos – sonrió Zara.

Las tres permanecían abrazadas en medio del salón, con Faely en el centro. La mano de Candy se unió a la de su novia, a la espalda de la madre, y suavemente la descendió hasta descansar las dos sobre las empinadas nalgas maternas. Ninguna dijo algo, limitándose a sorber sus húmedas narices.

— Si, viviremos aquí hasta que decidamos tener hijos. Después habrá que buscar una zona más residencial – soltó Candy la pulla que tenía preparada.

— ¿Hijos? – exclamó Faely, mirando a su hija. – Pero, ¿cómo…?

— Mamá, no seas burra. Hay muchos métodos hoy en día. No voy a ir buscando machos por ahí – la amonestó su hija.

— Claro, claro… ¿y os marcharéis? – su tono implicaba un fuerte desencanto. Faely tenía hambre de más familia, de hijos, nietos, sobrinos… y ahora le estaban diciendo que se marcharían lejos cuando llegara ese momento.

— Si, es lo mejor – respondió Candy, mientras restregaba suavemente la mano de Zara sobre el trasero de Faely. – TriBeCa no es un buen lugar para criar hijos. Tengo propiedades en Nueva Jersey y en los Hamptons. Ya veremos. Sé que te encantaría cuidar de tus nietos, pero es lo mejor.

— Podrás visitarnos siempre que quieras, mamá. Te lo prometo – pero lo dijo sin convicción, demasiado atenta a los círculos que la mano de su novia le obliga a hacer sobre la piel de su madre.

Sin embargo, Faely no era consciente de ello. Solo estaba pensando en que tendría que limitarse a visitarlos los fines de semana, y conocía muy bien los gustos y compromisos de su ama. Sería raro si las pillara en casa más de un fin de semana al mes. Eso contando con que se mudaran a una zona medianamente cercana a Manhattan…

Candy sonreía interiormente. Conocía bien el tremendo morbo que Zara sentía por la condición de esclava de su madre. Se lo había confesado muchas veces, pues Candy le arrancaba la confesión cada vez que la tenía a punto de correrse. No creía que Zara pusiera demasiados impedimentos a lo que pretendía proponer, pero no estaba segura de Faely. La gitana era una mujer muy sensual y ardiente, pero no tenía constancia que se sintiera atraída por el incesto. Si Candy hubiera sabido de las tremendas masturbaciones que Faely se obsequiaba en honor a sus fantasías con su hija, hubiera batido palmas de alegría. Inspiró, tomó la mano de su novia y la plantó abiertamente sobre la nalga de su madre, y luego dejó caer:

— A no ser…

— ¿Qué? ¿A no ser qué? – Faely conocía muy bien aquel tono. Su ama había pensado algo sucio y pecaminoso como solución y no sabía si quería escucharlo o no.

— Antes le he susurrado a Zara que no podía tenerte más como esclava, ya que si no iba a proponer una separación de bienes, mi esclava ya no sería mía, sino de las dos – Zara sonrió como una tonta, perdida en el magreo que le estaba dando a su madre. – No quieres vivir con nosotras porque envidias a de tu hija, pero… si fueras también la esclava de tu hija, si nos sirvieras a nosotras dos como una buena perra, ¿sentirías entonces esos celos?

Faely se quedó con la boca abierta y Candy no podía leer nada en ella. No sabía si era repulsión, sorpresa, o indignación lo que pasaba por la mente de la mujer. Zara dejó la mano quieta, el corazón acelerado como nunca, totalmente pendiente de la respuesta de su madre. A medida que las palabras de Candy calaban en su cerebro, más se convencía de que era la fórmula perfecta si conseguían dejar de lado sus prejuicios morales.

La gitana había entrado en otra dimensión. Como una buena perra entrenada, escuchar esa idea de boca de su ama había empapado su vagina en segundos. Había escuchado en voz alta su mayor fantasía, cuando creía que no sucedería nunca. Pero en vez de clamar su afirmación con vehemencia, un estúpido sentimiento censor se alzaba para rechazarla con fingido asco y desprecio. Tragó saliva y giró su cuello a un lado y otro, mirando a ambas. En el rostro de su dueña, podía ver la ansiedad por escuchar su contestación y el miedo a todo cuanto pudiera surgir de una negación. Sin embargo, en los rasgos de su hija, tan bellos y arrebolados por la vergüenza, era claro el anhelo, el deseo y el amor que sentía por las dos mujeres de su vida.

Sintió el estremecimiento de la mano de su hija sobre su nalga y eso la ayudó a decidirse y amordazar al gnomo con sotana que intentaba hacerse escuchar en su interior.

— No, creo que no – musitó, con la boca seca.

El peso de su hija cayó sobre ella, de repente, como si se desplomara. Candy la atrapó de la cintura, manteniéndola casi en vilo.

— ¡Zara! ¡Cariño! ¿Qué te pasa? – exclamó la ex modelo.

— Nada, nada… ha sido un vahído tonto… la impresión… – protestó Zara.

Su novia la llevó en volandas hasta el cercano sofá y se sentaron. Faely, más experimentada, estrujó la servilleta que envolvía la olvidada botella de champán, impregnada del hielo derretido, y la pasó sobre la frente y cuello de su hija. La atendió con mimo, mojándole la cara interna de las muñecas, y esperando que recuperara el color, arrodillada ante ella y sentada sobre los talones.

— ¿Estás mejor, vida? – preguntó Candy con verdadera preocupación.

— Si, si… ha sido un poco todo. El champán de la cena, la emoción, la sorpresa… – contestó Zara mirando el rostro de su madre.

— La confesión de tu madre – acabó Candy, seriamente.

— Mamá, yo no quiero que… – con un espasmo, se inclinó sobre Faely.

— Escúchame, cariño – la cortó su madre, alzando una mano. – Mi señora me ha preguntado y he respondido con la verdad. No sentiría celos porque os quiero a las dos y no me sentiría relegada a un lado. Sé que algo así suena muy degenerado y pecaminoso, pero soy sincera.

Zara estuvo a punto de gritarle: “¡Pero eres mi madre!”, pero apretó los labios. Estaban solas en el piso, lejos de cualquier testigo, y siendo así, ¿por qué no aceptaba el razonamiento de su madre? Ella sentía lo mismo, por mucho que intentara ocultarlo. La noche del cumpleaños de Cristo se había puesto malísima al meter su mano en la entrepierna de su madre. Su propio coñito se había empapado tanto que había calado el disfraz. Ni siquiera le había confesado a Candy que se había corrido sin tocarse, solo con escuchar el gemido de su madre. Tuvo que pedirle a su novia que la trajera a casa para follar con ella como una desesperada y tratar de sacarse el tacto del sexo de su madre de la mente.

— He sentido tu mano sobre mis nalgas, cómo me acariciaba. No te desagrada la idea, por mucho que intentes negarla, lo sé – Faely retomó la palabra, hablando suavemente, sin mirar a nadie. – Creo que tenemos parte del mismo diablo en el cuerpo, Zara. Yo me dejo dominar, busco el dolor y la humillación, pero ¿y tú? ¿Cuál es tu demonio?

Candy, callada, las miraba. Ella sabía que demonio llevaba Zara en su interior, pero era posible que no estuviera solo; podían ser varios. La había visto en la isla, había compartido sus reacciones. Zara era una aprendiza de Reina Pecadora, de Puta Babilónica, de Madre de las Tentaciones… Había aceptado su tendencia lésbica a muy temprana edad, “saliendo del armario” con toda naturalidad. Podía ser una dominatriz sin problemas, tal como podía someterse a las fantasías de una persona querida. Ahora se estaba enfrentando a la más pura atracción incestuosa y Candy no dudaba que superaría la prueba seguramente. Mentalmente, se frotó las manos por lo bien que estaba transcurriendo su improvisado plan. Las deseaba a ambas. A una la amaba, a la otra la necesitaba. Hija y madre. Esposa y esclava. Sería la persona más feliz de esta escombrera si conseguía que las dos se mantuvieran a su lado.

Zara no contestó, tan solo miró intensamente a su madre y asintió lentamente, apartando entonces la mirada. La sangre subió a sus mejillas, evidenciando su sentimiento, pero ni su madre ni su novia fueron conscientes del flujo que llenó su vagina.

— Creo que esto impone cierta prueba, digamos un experimento social – propuso Candy. – Pienso que deberíamos probar si podemos encajar, las tres; cada una aceptando su propio rol.

Zara se encogió de hombros cuando su novia buscó su mirada. Faely solo asintió con la cabeza, con expresión serena. Alargó uno de sus pies descalzos y rozó el pezón izquierdo de Faely, que ya estaba como una piedra.

— El collar sigue debajo del sofá. Póntelo, perrita – le dijo con una sonrisa.

Faely se dejó caer de bruces, apoyando la mejilla sobre la madera y estirando el brazo hasta rebuscar bajo el mueble. Sacó un gran collar de perro, sujeto a una corta cadena metálica enfundada en plástico verde. Sin una palabra, lo abrochó a su cuello con una facilidad que hablaba de las veces que lo había hecho antes. La cadena quedó tirante, impidiendo que se pudiera poner de pie o retirarse hacia atrás. Zara intentó buscar donde se enganchaba la cadena y acabó discerniendo que lo estaba en los bajos del propio sofá. De esa forma, Faely solo podía mantenerse arrodillada, con la barbilla pegada al filo del asiento de cuero. Cualquier otra postura le estaba negada.

Candy se giró hacia la mulatita y sonrió. Le tomó las manos y la miró a los ojos.

— Zara, ¿estás preparada para esto? ¿Quieres dejarlo? Si tienes otra idea mejor es el momento de exponerla.

Zara negó con la cabeza y se aclaró la garganta.

— No, creo que tienes razón por muy loco que suene. Mi madre será feliz y yo también, es la opción más lógica aunque… descabellada.

— Bien, entonces es hora de que veas de lo que es capaz tu madre, cariño. Tú déjate llevar. Sin prisas, Zara. Observa y siente…

Con estas palabras, Candy se remangó la estrecha falda hasta las caderas y bajó el culote rosa de encajes que llevaba. El oscuro liguero enmarcaba divinamente sus caderas, manteniendo las medias de seda en el lugar adecuado. Se abrió de piernas, mostrando a los famélicos ojos de su esclava un pubis que conocía de sobra, con una estrecha tira de vello que parecía más bien un signo de exclamación.

— Muy bien, perrita, ya sabes cómo me gusta esto. Muy despacio para que Zara pueda verlo bien – le comunicó.

Faely asintió, con una sonrisa de satisfacción en la cara. Se relamió e inclinándose entre los muslos, alcanzó el cerrado coño de su dueña. Tan solo utilizó la punta de su rosada lengua para separar los labios mayores, dejando hilillos de saliva entrecruzándose. Sentía sobre ella los ojos de su hija, muy atentos a lo que estaba realizando. La cadena enfundada golpeaba levemente contra el cuero y marcaba una cadencia rítmica, como el tambor de una galera, con la que la lengua de Faely trabajaba al unísono.

Candy deslizó su trasero hacia abajo, llevando sus caderas más adelante, con lo cual Faely tuvo que echar su cabeza más atrás, quedando la cadena ya tensa. Ahora no podía moverse en ninguna dirección; solo podía lamer, chupar y mordisquear en el sitio. Su lengua descendió hasta ensalivar el apretado ano de la ex modelo, lo que la hizo gruñir y agitarse. Zara conocía aquella delicada zona de su novia. Tras esto, la trabajosa lengua de Faely subió, centímetro a centímetro, palpando y lengüeteando sobre la vulva, hasta dar un rápido toque contra el clítoris. Y vuelta a empezar.

— Diosssss… – susurró Zara, atrapada por la escena.

Zara observó la postura del cuerpo de su madre. No usaba sus manos para nada. Las mantenía sobre sus muslos, manteniendo el equilibrio cuando era necesario. Parecía muy cómoda sentada sobre sus talones, como si hubiera estado media vida así. Los músculos de su espalda y de su cuello se marcaban al trabajar en aquella posición. Tenía que reconocer que su madre tenía un cuerpo exquisito para su edad. Tanto baile tenía que tener algo bueno, ¿no? Sus senos temblaban sensualmente cada vez que hundía su lengua entre los labios menores, de una forma muy erótica. Zara se encontró preguntándose a que sabrían aquellos pezones erectos. Se estrujó suavemente uno de sus propios senos, encerrados aún por el sostén y el vestido.

Fue consciente de que Candy la miraba con los ojos entrecerrados y sonreía ladinamente. Seguro que la muy guarra estaba disfrutando y no se lo podía reprochar. Ella misma estaba poniéndose más burra que un monaguillo en un sex shop.

— Así, perrita mía… que bien lo haces… cómo he echado de menos esa lengua de diablesa…

Faely se estremeció al escuchar los susurros de su ama. La había necesitado tanto en estos meses, que ahora, con solo decirle esas palabras, estaba a punto de conducirla hasta un orgasmo. Se retuvo como pudo y siguió aplicándose con todo esmero. Una mano se posó sobre su nuca, acariciándola muy delicadamente, apretando suavemente cuando intentaba ahondar con la lengua dentro del coño de su dueña. Aquello no era característico de Candy. La señora solía tomarla de los mechones de las sientes para frotar su rostro enérgicamente contra su coño. No quiso levantar los ojos pero estaba segura de que se trataba de la mano de su hija. Otro escalofrío recorrió su desnuda espalda, pero estaba vez la tensión sexual se acumuló en su vientre y en la punta de sus pezones.

— ¿Te sientes celosa, cariño mío? – preguntó Candy, dejando resbalar su espalda en el respaldo para acercarse al hombro de su novia.

— No, nada de eso. La verdad es que esperaba sentirme molesta al menos, pero… solo te veo gozar y gozar… así que ¿cómo voy a estar celosa si te veo feliz? – contestó antes de besarla y hundir su lengua plenamente en el húmedo interior de su boca.

— Gracias, diosa de chocolate… esto puede ser la mejor solución… si sale bien – respondió Candy tras un minuto de intenso forcejeo bucal. Mordisqueó la puntiaguda barbilla de Zara, antes de mirar hacia abajo.

Contempló, con mirada turbia, como la boca de Faely le comía el coño con pericia y delicadeza. Admiró aquella cabecita de corta cabellera morena, a lo pixie, que apenas se podía mover del cepo que originaba el collar. Y, sobre todo, suspiró al comprobar que la mano de su novia seguía allí, en la nuca de su madre, acariciando y empujando. Aquel detalle la hizo hundirse en la tormenta que venía arrasando desde su chacra más bajo. Cerró los ojos y se abandonó al dulce placer con un gemido que brotó de sus entrañas. Estaba en la gloria, en los brazos de la madre y de la hija, solo faltaba el espíritu de la diosa para estar en el mejor nirvana personal.

Zara obligó a su madre a recoger el fluido que brotaba de la vagina de su amante, aunque sabía que no era necesario. Faely tragaba con fruición mientras las caderas de su ama se agitaban, presas del orgasmo. Una mano de Candy atrapó la suya, la que estaba acodada en el respaldo, y apretó con fuerza, como si le quisiera transmitir la intensidad de su placer. Esta vez sintió envidia, pero una envidia sana y natural. Ella también quería gozar así. Ya tenía el coñito más encharcado que las marismas del delta del Hudson.

Candy se incorporó, permitiendo a Faely algo más de movimiento. Se apoyó en el respaldo y se pudo en pie sobre el sofá, bajándose de un salto. Se giró hacia la gitana y le dijo, alzando un dedo:

— Desnuda a tu hija. Ahora vuelvo – y, dando media vuelta, desapareció en el dormitorio.

Faely no podía moverse del sitio, así que apenas alcanzaba las piernas de su hija. Zara lo entendió y movió su cuerpo hasta colocarse al lado de su madre. Ambas estaban azoradas y los latidos de sus corazones retumbaban en las sienes, incrementados por los nervios que sentían. Sin embargo, en el momento en que sus ojos se encontraron, unos oscuros y otros castaños, todo se calmó como por encanto. Sus miradas parecían haberse enredado de tal forma que los ojos no se apartaban, como si compusieran el bálsamo que cada una necesitaba.

Las manos de Faely subieron hasta el cuello de Zara, bajando los estrechos tirantes del vestido y dejando el sujetador beige al aire.

— ¿Puedo, mi señora? – musitó Faely, señalando con un dedo el sostén.

— S…s-si – que extraño sonaba aquel titulo en sus oídos. Cuando su madre llamaba así a Candy parecía tan natural como un “buenas tardes”, pero ahora se lo había dicho a ella. Era su señora… ¡Su dueña!

Zara se mordió el labio mientras los ágiles dedos de su madre desabrochaban la prenda íntima. Sentía su bajo vientre pulsar como una vieja cafetera sobre ascuas demasiado calientes. Se estaba poniendo malísima, y eso que aún no había tocado su piel.

Faely se regodeó en la contemplación de aquellos dos senos pujantes, parecidos a dos gemelos conos volcánicos, que se sostenían erectos solo por la vitalidad de la juventud. Eran menudos y preciosos, con unos pezones grandes que acaban en forma de copa invertida sobre la cúspide de los montículos. Un pezón de los que están hechos para morder…

Tironeó del vestido hacia abajo, pasando las caderas. Zara estiró las piernas para que pudiera sacarlo. Tuvo cuidado de no engancharlo en los botines de fino tacón. Los pantys ocultaban parcialmente el escueto tanguita rosa, y aunque no podía notar la humedad que se escondía allí, si pudo olerla. Olía a mujer excitada, el mejor olor del mundo.

Introdujo los dedos en la cinturilla elástica del nylon y empezó a enrollar lentamente el panty. Primero las caderas y luego, con un movimiento sensual, deslizó la prenda nalgas abajo. Con el rostro más azorado que nunca, Zara alzó sus piernas para permitir que siguiera enrollándolos piernas arriba. Los finos tacones de los botines apuntaban al techo. Se dijo que parecía una puta actriz porno con aquel gesto, pero el caso es que se sentía aún más guarra; se sentía, puta, puta.

Su madre se detuvo en los tobillos y bajó las cremalleras de los caros botines, descalzándola. Luego acabó retirando los pantys, que quedaron hechos un lío en un rincón. Faely acarició los esbeltos pies de su hija, maravillándose en el colorido de las uñas y en la estupenda pedicura que presentaba. Siguiendo un impulso, se llevó el dedo gordo del pie izquierdo a la boca, ensalivándolo completamente con la lengua. Sus dedos masajeaban el empeine y la planta con energía y, con una sonrisa mental, escuchó el suspiro de Zara.

Dejó el pie en el suelo de madera y subió sus manos hacia la única prenda que quedaba: el tanga. Con los pulgares de ambas manos sujetó la delgadísima tira que subía por las caderas y bajó la prenda un tanto, revelando las manchas oscuras que impregnaban los bordes inferiores. Esta vez, la mujer sonrió físicamente. Su hija estaba muy excitada, al igual que ella. El collar no le permitía mirar hacia abajo, pero casi estaba segura que, en el suelo, bajo su pelvis, tenía que haber varios goterones de su flujo, ya que sentía el reguero deslizarse por el interior de su muslo.

Candy apareció en el momento en que Faely retiraba completamente el tanga de su hija. Se había quitado el vestido y el corsé, pero se había puesto un corpiño que ceñía su talle y dejaba sus bellas tetas al aire. Seguía portando el liguero y las medias, así como los zapatos de fino tacón. Sonrió al contemplar la escena, pues supo leer perfectamente en su cara lo que estaba sintiendo su novia. Traía una fusta bajo el brazo y en una mano, un largo consolador de doble cabeza, muy flexible y lleno de bultitos en todo su largo tallo.

— Toma, atrapa esto – le dijo a Zara, lanzándole el largo consolador, que se asemejaba a una anguila en tamaño y forma. La joven lo atrapó a malas penas. — ¡Perrita, a cuatro patas!

Faely obedeció con prontitud, acostumbrada a estos juegos. Zara miró a su chica y luego a la suave y flexible cosa que tenía entre las manos. La pregunta, aunque muda, era evidente.

— Eso es para que se le metas a tu mamita, bien adentro – le comunicó Candy con una diabólica sonrisa. – Por donde quieras. Está entrenada para aceptarlo todo.

Zara abrió la boca, atónita con la noticia. Pensó en el culo de su madre, duro, firme, trabajado, y apetitoso. Pero se echó atrás. Hacía varios meses que su madre no tenía relaciones. Al menos, eso es lo que ella creía, pues no sabía nada de sus encuentros con Cristo. Pensó que podría hacerle daño, así que se decidió por la vagina. Además, le daba mucho morbo trastear en aquella zona por donde ella había llegado al mundo.

Se arrodilló junto a las nalgas expuestas de Faely, la cual apoyaba la mejilla sobre el filo del mullido asiento del sofá, respirando fuertemente. Con una mano, abrió las nalgas morenas, dejando ver la estrella del ano. Era cierto. No estaba del todo cerrado, parecía flojo. Estuvo tentada de tocarlo, pero se contuvo con un sentimiento de vergüenza. Aún debía hacerse a la idea que ahora era también dueña de esa perrita.

Candy se arrodilló frente a ella, acodándose en los riñones de Faely. Miró a la mulata y sonrió.

— Es preciosa, ¿verdad?

— Si – contestó Zara.

— ¿Quieres ayuda?

Zara se encogió de hombros. Candy tomó su mano y la condujo hasta la vagina de Faely.

— Primero, debes comprobar su humedad – y obligó a su novia a pasar un dedo por la vulva de su madre. La instó a meter un dedo en profundidad. – Si no está lo suficientemente mojada, habrá que lubricarla…

— Está chorreando – confirmó Zara.

— Pues lame una de las cabezas para lubricarla, o que lo haga ella, como prefieras.

Zara prefirió hacerlo ella, sin dejar de mirar a su novia. El diámetro del glande de blanda silicona no era demasiado, así que entraba bien en su boca.

— ¡Dios! ¡Que cara de putón tienes en este instante! – se rió Candy.

Zara no lo dudaba. Nunca se había sentido más morbosa en su vida. ¡Estaba a punto de taladrar a la perra de su madre! Candy usó las dos manos para abrir la vagina de la gitana, mostrando el rojizo interior. Estaba lleno de flujo que empezó a gotear por la apertura. Sacándose el consolador de la boca, lo dirigió a su objetivo. Solo tuvo que maniobrar un poco para que empezara a tragar como una bestia hambrienta.

Faely retenía sus gemidos, mordiendo el cuero del asiento. No podía mirar por encima del hombro, pero con imaginar a su hija allí, arrodillada frente a su culo y su mojado coño de puta sumisa… Se le iba la cabeza. Las fuertes pulsaciones recorrían su cuerpo, sin control. En el cuello, en la frente, en el pecho, en los riñones, y, sobre todo, entre las piernas. Allí era como una batería antiaérea que no dejara de disparar salvas.

Para colmo, sentía sus dedos empujando la silicona al interior y en un par de ocasiones, le había pellizcado fugazmente el erecto clítoris, lo que la había hecho contonear sus caderas.

— Cuidado, Faely, ni se te ocurra correrte hasta que te lo diga – la avisó Candy.

— Si, mi ama – respondió mordiéndose la cara interna de la mejilla. “Mala suerte. La señora lo ha ordenado.”, pensó.

— Habrá que ayudarla un poco con la fusta, sino no aguantará – le sopló Candy a Zara, guiñándole un ojo. – Pellízcale los pezones, le encanta.

Zara no necesito más para alargar la mano y tironear de un contraído pezón hacia abajo, con fuerza, arrancando un nuevo gemido. Candy se apoderó del otro seno, el que quedaba en su lado, hincando la uña del pulgar como era habitual en ella.

— ¿Te acuerdas de Tanaka, perrita? – le preguntó Candy, como si le viniera un recuerdo. – Tanaka es un inversor japonés. Le encantaba las tetas de tu madre. Podía pasarse horas masajeándolas y corriéndose sobre ella. Cada vez que venía a Nueva York, me pedía que le dejara a Faely. Jamás la penetró, solo quería sus pechos y una mamada de vez en cuando.

— ¿La has entregado muchas veces? – preguntó Zara mientras retorcía el pezón con saña.

— ¿A hombres? No, solo a un par de ellos, de mucha confianza, pero a mujeres sí. Decenas de veces. Incluso la he hecho servir el té en reuniones de mujeres, desnuda y sabiendo que acabaría azotada por todas. Me encanta prestarla a esas zorras envidiosas…

— No sé quien es más zorra – masculló Zara.

— Cariño – se inclinó Candy por encima de la espalda de Faely, para besar a su chica. – Tu madre era la primera en pedírmelo. No sabes cómo se puede correr cuando le mojan una pasta de té en el coño…

Zara tragó saliva. No conocía nada de nada a su madre. Era una desconocida total con una máscara maternal, pero ahora descubriría quien era realmente, y con ello, todos sus límites.

— Vamos, es hora de que la azotes. Levántate – la instó Candy, entregándole la fusta de cuero trenzado.

Faely suspiró, agradecida. Estaba a punto de correrse, no solo por el consolador que estaba haciendo estragos en su vagina, sino por todo lo que había escuchado. Que su hija supiera aquello de los labios de su dueña, la estaba llevando a cotas de excitación jamás alcanzadas. Quería sentir dolor de inmediato, sino se mearía de gusto en segundos.

El primer golpe cayó sobre su nalga derecha, pero con una potencia ínfima. Aquello fue una caricia y, desde luego, no estaba para más caricias. Menos mal que su dueña corrigió a Zara, instándole a golpear con más fuerza y secamente, deteniendo la muñeca. El segundo trallazo sonó mucho más, pero aún así no fue lo que esperaba.

— Necesita un castigo, Zara. Ella espera que tú seas su ama, al igual que yo lo soy. Debe respetarte y temerte. Piensa en las veces que te ha dejado sola, en los años de internado, en su despego emocional, en todos las veces que te ha engañado – la voz de Candy iba despertando viejas heridas en el alma de Zara, e iba dejando caer la fusta con más viveza, casi con malicia.

Faely no pudo mantener los labios cerrados y al quinto golpe dejó escapar un gritito que encantó a su hija. Candy la obligó a espaciar los golpes, para no cansar a Faely y, sobre todo, para que sintiera todo el efecto sobre su piel. Contempló a su novia, quien ya jadeaba al manejar la fusta. En silencio, le indicaba los sitios mejores para golpear, los que aún no habían sido estrenados. Sonrió con picardía al notar como la mano de Zara se acercaba a su propio sexo cada vez que levantaba la mano con la fusta. No se había equivocado, la mulata era propensa al dominio y puede que hasta el sadismo, aunque eso era algo demasiado nuevo para saberlo con certeza.

Empujó el consolador más adentro de la vagina de Faely y manipuló su clítoris con firmeza. Una de cal y otra de arena. Las caderas de la bella gitana ondulaban, tanto por el placer como por el dolor. Justo lo que necesitaba, lo que llevaba tanto tiempo anhelando. Su hija estaba allí, castigándola. Su adorada hija, a la que quería tanto y a la que había dado tan poco… Ahora era Zara quien mandaba, quien la castigaba, la que llevaba a cabo aquella redención que tanto deseaba. Por fin, ya no tendría que decidir nada más en su vida; no tendría que tomar ninguna decisión que pudiese dañar a otros. Candy y Zara se ocuparían de eso, y ella solo de agradarlas y servirlas.

Zara tenía el rictus desencajado. No dejaba de azotar a su madre mientras musitaba algo que Candy no podía entender.

— Ya es suficiente, Zara – la avisó, pero la mulata no parecía entenderla. Seguía dejando caer la fusta con un silbido acusado.

Candy se puso en pie y la empujó sobre el sofá, cortando por lo sano. Los pechos de Zara se agitaron con su respiración ajetreada mientras recuperaba el fuelle y la cordura. Candy bajó una mano y tomó a Faely del cabello, levantándole la cara, toda arrasada de lágrimas.

— ¿Estás bien, perrita? Tu hija ha llegado al paroxismo. Habrá que tener cuidado con ella. Por un momento creía que era la discípula del marqués de Sade.

— S-sí, ama… puedo soportarlo…

— Pues entonces, ocúpate de ella – señaló a la jadeante Zara. – Necesita correrse para olvidar, ¿lo entiendes?

Faely asintió y subió sus manos para acomodar las piernas de Zara, pero ésta se agitó, apartándola. Cuando su madre volvió a intentarlo, dulcemente, Zara chilló y manoteó como una loca. Candy comprendió que su novia había entrado en una pequeña crisis nerviosa. Se arrodilló en el sofá, al lado de ella, y le tomó las muñecas, impidiendo que forcejeara. De esa manera, Faely pudo aprisionarle los muslos con sus brazos. Se quedaron las dos en aquella posición, mientras Zara forcejeaba y se agitaba, emitiendo grititos de furia. Pasados unos minutos, estalló en un fuerte llanto y Candy la abrazó, dejando que la joven sepultara su rostro en su pecho desnudo.

— Vamos, vamos, pequeña, eso es… suéltalo todo… estamos contigo – le susurraba la mujer de su vida, con una cantinela tranquilizadora. – No pasa nada. Estoy aquí… siempre estaré, y tu madre también. Empezaremos una nueva vida, las tres, cariño…

Faely soltó las piernas de su hija y alzó los ojos, tan llorosos como los de su hija, con una terrible expresión de pena y dolor en su rostro. No sabía qué hacer ni como solucionar aquella explosión de furia reprimida. Miró a su ama, esperando que ella se lo dijera, que le mostrara el camino. Ella era solo una esclava, no debía tomar esas decisiones… No podía enfrentarse a esa responsabilidad…

Los sollozos de Zara se acallaron, amortiguados por la carne desnuda de su amante, y se convirtieron en suaves hipidos mezclados con unos cuantos suspiros.

— Ahora. Hazlo suave, hazle comprender que la quieres – susurró Candy, empujando la cabeza de la agobiada gitana contra el pubis de su hija.

Faely recorrió el exterior de la vulva de Zara con timidez, muy lentamente y muy delicadamente. La joven respingó levemente al notar la lengua de su madre, pero se limitó a estrechar aún más el cuerpo de su novia. A los pocos minutos, había acoplado uno de los pezones de Candy en su boca, como si fuera una niña de pecho.

Faely degustó la carne íntima de su hija por primera vez y le encantó. No podía describir su sabor, pero le recordaba a la vainilla salvaje y un poco a aquel aroma que flotaba en Ceylan, cuando estuvo con la compañía, años atrás. Se dedicó a lamer y contornear aquel delicioso grano que trataba de escapar de su prisión de piel. Notaba como la pelvis de su hija se elevaba con cierto ritmo, nada frenético por el momento, pero ajustado a las pasadas de su lengua.

Muy despacio, la penetró con su dedo corazón, curvándolo con pericia y buscando el punto sensible. Le costó un poco, pero finalmente lo encontró, ya que los movimientos de pelvis se incrementaron y las caderas iniciaron otra rotación distinta que se alternaba cada pocos segundos.

— Aaaaahhh… mamá – gimió Zara, aún con el pezón de Candy entre sus dientes.

— Sssshhh… ¿Ves como te quiere? No te ha olvidado, cariño – murmuró Candy en su oído. – Disfruta de tu mamá, déjate llevar, corazón.

Faely unió el índice al dedo que mantenía dentro y, al mismo tiempo, succionó el clítoris de su hija con fuerza. Zara casi se levantó del sofá con el espasmo que la atravesó. Sus muslos se separaron aún más, intentando acomodar mejor a su madre, y una de sus manos se posó sobre la cabeza materna. Gruñó empujando la boca de Faely con una rotación de la pelvis, quien notó perfectamente como la suave piel del totalmente depilado pubis de su hija vibraba, como si tuviera un pequeño motor bajo la piel.

Zara cabalgaba hacia el horizonte de un sentimiento tan fuerte que le producía temor. Su madre le estaba comiendo el coño como nadie lo había hecho nunca, ni siquiera su amada Candy, y las emociones que estaba sintiendo no estaban claras, pero si eran muy intensas. Había mucho de lujuria, pero también paladeaba un amor y un cariño primarios, muy arraigados en sus entrañas. Se estaba derritiendo entre los labios de su madre, unos labios que estaba deseando besar y morder hasta hartarse. Era como si su madre la pudiera succionar enteramente y tragarla para luego volver a nacer.

Tuvo una súbita epifanía que la enloqueció de vergüenza, que desbordó su pudor, y disparó su libido hasta un límite desconocido. Tan solo quería correrse para irse a su casa y meterse en la cama con su madre. No le importaba Candy en ese momento, ni siquiera se acordaba de ella, a pesar de tener uno de sus senos metido en la boca. No, quería recorrer todo el cuerpo de su madre con la lengua, chupar cada uno de los recovecos, y lamer hasta desgastarla completamente. Pensaba estar toda la noche y toda la mañana amándola y devorándola, hasta que no tuviera más fuerzas. Entonces, le ordenaría que la mimara y la atendiera, como su dueña que era.

Faely notó la urgencia en las contracciones de su hija e incrementó el movimiento de los dedos e incluso mordió el hinchado clítoris, detonando una onda salvaje que oprimió el vientre de Zara, de una forma tan salvaje, que casi no pudo controlar la vejiga. La mano de la mulata que se apoyaba sobre la cabeza de su madre, se cerró en un espasmo, aferrando un buen puñado de cabellos. Tiró con fuerza de su madre, pegando la boca materna a su coño, en el mismo instante en que un chorro de fluidos surgía con fuerza. Nunca le había sucedido tal cosa, en tal cantidad. Chilló inconscientemente, sin saber qué estaba diciendo, pero si quedó claro para las demás.

— ¡Aaaaaaahh… que mamá m-más putaaaaaa! ¡TE AMO, MAMÁAAAA!

Quedó desmadejada en brazos de su novia, quien, con una sonrisa acarició su transfigurado rostro. Mientras tanto, su madre se tragaba todo fluido que surgió de ese maravilloso coñito, relamiéndose como una gata feliz.

— ¿Cómo te sientes, cariño? – le preguntó Candy.

— Rota… pero contenta.

— Me alegro, pero ahora me toca a mí. Además, tengo que ocuparme de tu mamaíta, que estará loca por correrse…

Zara dejó de abrazarla y se separó para dejar sitio a su chica. Ésta palmeó el anca de la gitana, indicándole que se girase. Zara no comprendió que pretendía, pero su madre seguramente lo había hecho más veces. Faely subió las rodillas sobre el asiento del sofá, girando la cabeza hasta tocar el suelo. Las manos quedaron dobladas y abiertas sobre la madera, en un remedo de una posición Pinal. Finalmente, estiró las piernas hasta apoyar los pies en lo alto del respaldo del mueble y así pudo flexionar los brazos, como si estuviese realizando ciertas flexiones de gimnasia.

Candy, puesta en pie sobre el asiento de cuero, entrelazó sus piernas con las estiradas de Faely, haciendo coincidir el doble consolador con su sexo. Se inclinó y dejó caer un buen chorro de saliva sobre el glande libre, y luego manipuló el instrumento hasta introducirlo en su vagina. Zara la observó, estirada lánguidamente en un extremo del mueble. Candy se metía centímetros de silicona gruñendo como una cerda. Tenía la boca entreabierta y dejaba caer un hilo de baba. Faely, de la misma forma, se quejaba al llegar el consolador a la cerviz donde hacía de tope para los embistes de la ex modelo.

A pesar del demoledor orgasmo que había obtenido hacía unos minutos, Zara se llevó un dedo al coño, excitada de nuevo por el ardor que las dos mujeres de su vida demostraban. Candy se encabritaba, se agitaba enloquecida, contra la ingle invertida de su esclava. Ésta estaba cansada de la postura y de servir de freno al cuerpo de su dueña, pero, al mismo tiempo, eso la enervaba aún más. Estaba sirviendo de alfombra para su dueña.

Intrigada por las intensas expresiones de placer en el rostro de su madre, Zara se tiró al suelo, quedando de bruces, con su rostro a escasos centímetros del de su madre. Ambas se miraron a los ojos, Faely con los suyos entrecerrados por el gusto que recorría su cuerpo, Zara son la barbilla apoyada sobre el dorso de su mano. Ya no existía vergüenza alguna en ellas.

— Estás gozando como nunca, ¿verdad, guarra? – preguntó Zara, en un silbido de aire.

— M-muchoooooo – resopló Faely con el rostro contorsionado por el esfuerzo.

— Deja que se corra, cariño – le pidió a Candy, alzando más la voz.

— ¡Ya lo… has oído, puta! ¡CÓRRETEEEEE! – gritó a la par que ella se frotaba frenéticamente el clítoris, con una velocidad endiablada.

La frente de Faely se apoyó en la madera del suelo, incapaz de sostenerse por más tiempo con las manos, mientras todo su cuerpo temblaba. Quiso seguir mirando a su hija, pero el orgasmo le cerró los ojos instintivamente. Los dedos de sus pies se curvaron, perdiendo agarre en el respaldo y resbalando hacia abajo. Candy cayó de rodillas al perder su apoyo, entre secos espasmos que erizaron todo el vello de su cuerpo.

Zara se levantó del suelo y aferró el consolador, sacándolo de ambas vaginas. La silicona estaba empapada por los fluidos, dejando una especie de espuma gelatinosa en la mano de la mulata. Ésta se llevo el consolador a la boca y lo lamió por completo, sacando mucho su lengua.

— ¡Qué hermosas sois y que bien sabéis! – les dijo.

Las dos hembras de su vida sonrieron, laxas, una tumbada en el suelo, la otra arrodillada en el sofá.

— Venga, mamá, recoge tu ropa pero no te vistas. Mañana trabajas. Nos vamos a casa ya. Tú así desnuda. Te buscaré una gabardina – informó Zara, con voz autoritaria.

— Vaya, cariño, veo que has aprendido pronto a dar órdenes – bromeó su novia. – Esperaba que te quedaras a dormir.

— Tengo que darle vueltas a un par de cosas aún, pero no te preocupes, amor mío, creo que hemos superado esto.

Y con esto, se marchó hasta el armario de Candy, donde buscó una de sus largas gabardinas mientras pensaba a lo que iba a someter a su madre en cuanto llegaran a casa.

CONTINUARÁ….

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