Miss Karlsten no cabía en sí de la sorpresa ni de la indignación; no lograba dar crédito a sus oídos.  Era tanto su enojo que hasta tironeó inútilmente de los grilletes que retenían sus muñecas aun sabiendo bien que no podían ser abiertos por quien permanecía cautivo.
“¿Qué… estás diciendo?” – masculló, mostrando los dientes y girando la cabeza por sobre su hombro.
“Lo que oye, Miss Karlsten – respondió el androide -; el mandato de mi cerebro positrónico me impide hacer daño a una persona”
“¡No me vengas con tecnicismos absurdos! – vociferó Miss Karlsten, cada vez más contrariada y fuera de sí -.  Yo soy tu dueña y te estoy dando una orden… Tu maldito cerebro posinosecuanto bien te dice que debes obedecerme… ¡Dime que no te compré para que simplemente hagas o dejes de hacer lo que simplemente te venga en gana!”
“No se trata de lo que me venga o no en gana, Miss Karlsten; es mi mandato instalado, son las leyes de Asimov que, al estar jerarquizadas unas por sobre otras, me imposibilitan de realizar ciertas acciones.  La segunda ley reza: un robot debe obedecer las órdenes impartidas por un ser humano en la medida en que tales órdenes no entren en conflicto con la primera ley.  Pues bien, Miss Karlsten, la primera ley, tal como se lo he recordado hace un momento, me impide hacer daño a un ser humano; por ende, se impone en orden de jerarquía por sobre la segunda y ello me impide cumplir con lo que usted me ha ordenado… Le repito que lo siento”
El rostro de Miss Karlsten lucía desencajado y cada vez más de rojo de furia.  Crispaba sus puños y masticaba rabia, mientras maldecía y moría de  ganas de golpear a alguien en caso de poder hacerlo.
“¡Libérame! – ordenó a su androide con sequedad -.  ¡Libérame ya, pedazo de lata!”
La junta de accionistas se hallaba reunida en el piso setenta y cuatro del hotel Robson Plaza pero en esta oportunidad no se trataba de ninguna presentación en sociedad de producto alguno ni  tampoco de ninguna puesta en común sobre posibles estrategias futuras de World Robots.  El hecho de que Sakugawa hubiese pagado la reserva de un piso completo en tan lujoso y prestigioso hotel obedecía esta vez a razones festivas ya que, de hecho, era a tales fines que habitualmente se destinaba ese piso.  Siendo él el principal anfitrión y animador de la fiesta, se ocupó de llegar en último lugar como dándole a su llegada el carácter central que merecía.  La orquesta, de hecho, dejó de tocar apenas él se hubo hecho presente en el lugar y bastó que la música cesara par que el poderoso líder empresarial se subiera a una tarima que hacía las veces de escenario para hablar desde allí a los presentes, los cuales, por cierto, eran todos hombres.
“Señores – anunció -.  Hace apenas semanas tuve el agrado de reunirlos y dirigirme a ustedes para presentarles el lanzamiento mundial de nuestros Erobots.  Hoy, a tan poco de aquel glorioso día, tengo el agrado de oficiar como vuestro anfitrión para lo que nos convoca, que es simplemente festejar el éxito arrasador y absoluto de nuestros androides que han revolucionado totalmente el mercado de consumo elevando el precio de nuestras acciones a valores históricos…”
Un aplauso cerrado coronó sus palabras; Sakugawa, siempre fiel a su estilo, se mantuvo sonriente y cortésmente aguardó a que el mismo mermara para continuar con su parlamento.
“Por lo tanto, señores, este día sólo es de… ¡fiesta!”
Como si sus palabras estuviesen dotadas de poderes mágicos, una pared se abrió por detrás de él apenas las hubo pronunciado y recién entonces se percataron los presentes de que, en realidad, lo que habían tomado por un sólido muro no era otra cosa que un gran telón camuflado el cual, al correrse,  dejó ver a un grupo de empleados que avanzaba hacia el centro del salón llevando sobre ruedas una inmensa torta que tendría unos dos metros de altura por seis de diámetro.  Desde ambos flancos de la misma, se fueron desplegando dos hileras de mozos que, portando bandejas con champagne, se desparramaron por todo el salón ofreciendo a cada accionista una copa con la burbujeante bebida.  Desde algún lado resonó un redoble y alguien se acercó a la torta para tomar una enorme cinta que salía desde un gran moño que coronaba la enorme estructura y llevar el extremo hasta alcanzárselo en mano a Sakugawa quien, agradeciendo con un asentimiento de cabeza, lo tomó entre sus dedos.  El líder empresarial caminó hacia atrás tirando de la cinta y, al hacerlo, la torta se desarmó por los costados con suma facilidad permitiendo que, una vez que los flancos cayeran derribados, un mar de hermosas muchachas quedara a la vista de la concurrencia, la cual lanzó al unísono una gran exclamación de asombro.  Las chicas fueron saliendo del interior de la torta y el sólo verlas era, por cierto, un festín en sí mismo, suficiente como para justificar la presencia de cualquiera en aquel particular evento.  Algunas lucían en bañador, otras en ropa interior o con ligueros, otras daban un look más ejecutivo al estar enfundadas en ajustadísimos vestidos y no faltaban, por supuesto, ni las colegialas, ni las mujeres – gato, ni las enfermeras, ni las diablitas o las mujeres policía;  todas, sin distinción, sólo rezumaban sensualidad por cada poro y llamaban, con su sola presencia, a la lujuria más feroz.  Las había rubias, morochas, castañas, pelirrojas o bien con cabellos teñidos de colores exóticos y extravagantes.  Las había más pulposas, más menudas, más esbeltas o más avasallantes, algunas con más cola, otras con senos portentosos o bien dotadas de magníficas y estilizadas piernas, pero lo cierto era que todas juntas en un mismo lugar constituían un cuadro dotado de tanta belleza que atiborraba y aturdía los sentidos, dando a cualquiera que allí estuviese la sensación de hallarse en el mismísimo paraíso.
“¡Señores! – anunció Sakugawa -.  Con ustedes nuestras invitadas de honor y, en buena medida, protagonistas centrales en el éxito que estamos disfrutando en estos días: las… ¡Ferobots!”
Una nueva exclamación de asombro surgió de entre los presentes quienes, aun después del impacto logrado con el producto que habían lanzado al mercado semanas atrás, no dejaban de sorprenderse cada vez que se hallaban cara a cara con el mismo y  sus ojos eran testigos de la increíble calidad de las réplicas; ni qué decir al verlas juntas y en semejante número.  A medida que las muchachas emergían de la torta se fueron desplegando y yendo hacia los azorados accionistas que las miraban con ojos hambrientos de emociones fuertes; en cuestión de segundos no había uno solo que no tuviera encima de él a algún Ferobot que no paraba de besarlo o de toquetearle los genitales.  Si sólo con tal escena no fuera de por sí suficiente y cuando parecía que ya todas las chicas hubieran salido de la torta, una segunda tanda comenzó a hacerlo y, con ojos que no cabían en sí por el encandilamiento, los presentes vieron surgir de allí a varias de las más conocidas y hermosas actrices, modelos o cantantes del mundo, o mejor dicho… a sus perfectas réplicas, las cuales se fueron arracimando en torno a Sakugawa y se ubicaron sobre él, unas de pie y echándole los brazos alrededor del cuello, otras con una rodilla en el piso y acariciándole la entrepierna.
“¿No recordaste incluir ningún Merobot en la torta?” – protestó, aunque en tono de sorna, un accionista conocido por sus preferencias homosexuales, lo cual motivó la risa generalizada.
“Por supuesto que me acordé de ti” – respondió Sakugawa luego de reír él también.
Como corolario a sus palabras, un hermoso joven de fulminante belleza y atlética contextura se convirtió en el último en salir de la torta: marchaba absolutamente desnudo y luciendo entre sus piernas un espléndido falo que no pudo menos que levantar un coro de murmullos de admiración,  en tanto que el accionista que había hablado instantes antes se relamió lascivamente.
Tal como las cosas estaban dadas, no había necesidad de preguntar cómo seguía la fiesta.  Los hombres se entregaron a la lujuria absoluta en brazos de aquellos robots que, aun a pesar de su artificial condición, lograban lucir sedientos de sexo.  Así, las distintas Ferobots fueron pasando alternadamente por la verga de cada uno de los accionistas, algunos de los cuales se perdieron y hasta desaparecieron en el medio de un mar de piernas, senos y nalgas en el cual no era difícil zozobrar.  Echados sobre los sillones o diseminados a lo largo de las alfombras, los invitados simplemente se entregaron a la pasión y el descontrol de aquella robótica orgía, mientras uno de ellos, de manera muy especial, se encargaba de dar cuenta de la magnífica verga del único Merobot que había en el lugar. 
Sakugawa era uno de los que estaba perdido en aquel océano de belleza y lujuria.  Echado de espaldas sobre la alfombra, dos de las más afamadas y hermosas actrices del cine mundial se dedicaban a lamerle el miembro a un mismo tiempo,  mientras que una de las más celebres y cotizadas top models del mundo se dedicaba a lamerle con fruición los testículos y otra, casi sentada sobre su rostro, le hundía la vulva en la boca haciéndole hasta difícil respirar al empresario: tal escena, claro, bien podía verse como exagerada, ampulosa u orgiástica en exceso, pero en realidad era sólo una más en el contexto del festejo que estaba llevándose a cabo en el piso setenta y cuatro del Robson Plaza…
En medio de tal pandemónium, Geena, la secretaria de Sakugawa, ingresó al salón procedente del vestíbulo en el cual había permanecido hasta el momento: su ropa de ejecutiva pacata y sus lentes desencajaban por completo en aquel mar de lujuria y, al caminar, debía esquivar los manotazos que le arrojaban aquellos brazos que salían de entre una marea humana para tratar de asirla y, casi con seguridad, de sumarla.  Seria y profesional, sin embargo, Geena esquivó con habilidad cada intento pareciendo concentrarse en el motivo que la había llevado hasta allí.  Portando en la mano un “caller”, al cual se advertía claramente encendido, se paró en el centro del salón y giró sobre sí misma mirando en todas direcciones como si buscase a algo o a alguien.  Cuando finalmente logró distinguir a su jefe en medio de aquella demencial barahúnda de sexo colectivo y desenfrenado, caminó prestamente hacia él debiendo, cada tanto, dar saltitos para no pisar a nadie, ya fuera hombre o robot, en aquella ciénaga de cuerpos. 
“Señor Sakugawa – le dijo, inclinándose un poco para que el empresario pudiera verle y oírle por entre las réplicas de actrices y modelos que sobre él se abatían -.  Tiene un llamado…”
“Bien sabes que no estoy para nadie – respondió, desde el piso, el empresario, cortésmente pero a la vez con firmeza -.  A quienquiera que sea, dile que ahora estoy… mmm… muy ocupado…mmmmmmmfff…” – cerró sus palabras enterrando su boca en la vagina de la sensual modelo replicada que tenía encima.
“Lo sé, señor… – se disculpó la secretaria -.  De hecho, se lo expliqué, pero… insiste en que quiere hablar con usted…”
“¿Quién puede ser tan importante como para….mmmmfffffff… merecer que yo quite mi boca de aquí para…mmmmffff… hablarle?”
“Es Miss Karlsten, señor…”
La mención de ese apellido pareció funcionar como un reloj despertador para Sakugawa.
“¿Carla?  ¿Qué le pasa a esa viciosa degenerada?  Pásamela…”
La muchacha le tendió el “caller” que el empresario tomó sin siquiera amagar a levantarse del piso; echó un vistazo a la pantallita para comprobar que el rostro era el de Miss Karlsten y, una vez habiendo comprobado que así era, dispensó a las Ferobots que sobre él se hallaban.
“Les pido que sepan disculparme, hermosas damas – dijo, con total galantería -.  Créanme que en un momento estaré con ustedes… Mientras tanto…hmm… ¡entretengan a mi secretaria!”
Las cuatro réplicas giraron sus cabezas a un mismo tiempo y Geena se sintió como ante un hato de vampiresas sedientas de sangre; sin embargo, lo que aquellos ojos dimanaban no era sangre sino… sexo.  La joven no pudo evitar ponerse nerviosa y miró hacia todos lados; los Ferobots, en un santiamén, se arrojaron sobre ella como aves de presa y, sin más prolegómeno, se dedicaron a desnudarla: en cuestión de segundos y sin solución de continuidad, la habían despojado de la blusa, la falda tubo, el sostén,  las bragas y hasta de los lentes.  Geena, de todos colores, se removía para librarse del mar de manos que se abatía sobre su anatomía pero a la vez luchaba contra una extraña excitación que la llevaba a entregarse al torbellino no sabía si en contra de su voluntad o, más bien, respondiendo a una voluntad oculta y reprimida.  A los pocos instantes, la joven yacía en el piso absolutamente fuera de sí y entregada por completo al éxtasis desenfrenado de dos top models que le lamían los senos, así como a una prestigiosa actriz que le enterraba la lengua en su vagina y a otra más que hacía lo propio pero dentro de su boca y llegándole casi hasta la garganta.
“¡Carla! – saludó, sonriente, Sakugawa mirando a la pantalla del “caller” mientras permanecía ladeado y acodado sobre el alfombrado -.  Primero que nada, quiero felicitarte y agradecerte porque he visto tu nombre entre nuestros clientes VIP y verdaderamente es un gusto y a la vez un honror para nosotros tenerte allí… He solicitado de hecho un descuento especial para ti porque fueron muchas las deudas que hemos logrado cobrar gracias a la Payback… Pero, ¿qué te lleva a llamarme?  Estoy en una reunión importante…” – cerró sus palabras con una mueca mordaz que era todo un guiño para su interlocutora.
“Sí, ya me he dado cuenta de lo importante que es tu reunión – ironizó Miss Karlsten,  con el semblante y el tono de voz notoriamente alterados -.  En cuanto al descuento especial, te lo agradezco, pero el precio que he pagado sigue siendo caro si tu robot no me sirve…”
“¿Hubo algún problema? – Sakugawa enarcó las cejas y su rostro viró hacia una expresión ligeramente preocupada -.  De ser así te recuerdo que tu Erobot está en garantía y que, incluso, si lo deseas, se te puede devolver el dinero en caso de que el equipo no te haya dejado satisfecha o inclusive cambiártelo por uno nuevo sin cargo alguno…”
“Se niega a obedecerme” – le cortó en seco Miss Karlsten; Sakugawa frunció el ceño.
“¿Cómo dices?”
“Lo que oíste…, se niega a obedecerme…”
“Hmm, no debería ocurrir eso: la segunda ley de Asimov lo lleva a obedecerte…”
“Me sale anteponiendo la primera ley…”
“¿Primera ley?”
“Primera ley”
Sakugawa quedó pensativo; levantó por un momento la vista hacia el pandemónium sexual que bullía a su alrededor pero sólo lo hizo por mirar hacia algún punto indefinido, como si buscase alguna respuesta entre el festín de cuerpos danzantes.  Luego bajó nuevamente los ojos hacia el “caller”.
“Pero la primera ley es la que imposibilita a un robot a hacer daño a un ser humano…” – repuso, confundido.
“Exacto… Y allí está el problema…”
El líder empresarial pareció entender súbitamente, tal como lo demostraron sus ojos al abrirse enormes y el asentimiento que hizo con su cabeza.
“Creo que… voy entendiendo, pero… Carla… Comprendo y respeto tus preferencias fetichistas pero… no puedes de ninguna forma pedirle a tu robot que golpee, castigue o torture a ninguno de tus muchachos…”
“No lo he hecho” – repuso, terminante, Miss Karlsten.
Sakugawa pareció aun más confundido que antes, como si la súbita luz que había creído llegar a ver sobre el asunto se hubiera difuminado muy rápidamente.
“Entonces… no estoy entendiendo, Carla… ¿Puedes ser más explícita?”
“Le ordené que me golpeara…”
El tono de la confesión sacudió al empresario e incluso la propia Miss Karlsten, a pesar de la seguridad al pronunciar sus palabras, daba la impresión de haberlas soltado como resultado de una profunda batalla interna en la cual finalmente se había resignado a la derrota.  Para ella era terrible admitir lo que acababa de admitir, pero a la vez su indignación era tan grande que no podía dejar de hacerlo… Sakugawa achinó los ojos un poco más de lo que ya los tenía y parpadeó varias veces a toda velocidad.
“Carla… – dijo -; no sabía que también tenías ese costado…”
“No es de lo que estamos hablando – le interrumpió ella con acritud -.  He comprado un producto y exijo que me satisfaga…”
“Hmm, entiendo, pero…, bien, esto es algo inesperado; debo confesar que me tomas por sorpresa porque no habíamos pensado en la posibilidad de que los Erobots no fueran aplicables a ese tipo de prácticas… Tal como te he dicho y como seguramente él mismo lo debe haber hecho al presentarse, su mandato positrónico no le permite hacer daño a seres humanos…”
“Pues bien, en ese caso déjame decirte que tu producto es imperfecto desde el momento en que no contempla la posibilidad de que, a veces, dolor y placer pueden ir de la mano…”
“Claro, claro,  te entiendo… – decía Sakugawa rascándose la cabeza -.  Mira, el problema es que el robot no tiene forma de unir ambos conceptos ya que para él son contradictorios…”
“¿Y no hay forma de resolver esa contradicción?  ¿No se lo puede adaptar?” – preguntó Miss Karlsten, molesta.
“Hmm, te diría que no.  Es decir: el cerebro positrónico es un sistema en sí mismo; si alteramos una de sus partes corremos riesgo de alterar el todo y en ese caso la compañía no puede hacerse responsable por las fallas del Erobot o las consecuencias que ello pudiera traer… Si buscas una forma de que disocie el… golpearte del concepto de daño, creo que debes apuntar a otro lado…: hacer que lo vea desde la lógica, pero por nada del mundo  tocar sus circuitos…”
“Ahora soy yo quien no está entendiendo…”
“Claro… – dijo el líder empresarial, levantando algo más la voz para lograr hacerse oír por sobre los alocados gemidos de su secretaria,  quien sucumbía ante los cuatro Ferobots que la habían convertido en objeto de festín -.  Los Erobots tienen sensores que detectan la actividad de la mayoría de los neurotransmisores del organismo humano; por lo tanto son capaces de saber cuándo la persona está sintiendo dolor o placer según cuáles sean justamente los neurotransmisores que entren en acción.  Viéndolo desde la lógica, dolor y placer no son para un robot conceptos compatibles ya que ponen en marcha distintos mecanismos orgánicos que son contradictorios entre sí.  Habría que buscar la forma de que el robot viera que no hay incompatibilidad…”
“Pero, ¿cómo podría hacerse eso?”
“Hmm, Carla…, eres lo suficientemente inteligente y perceptiva.  De lo que te estoy hablando es de hacerlo presenciar una demostración práctica: que el robot vea qué es lo que ocurre cuando eres golpeada y que, de ese modo, pueda percibir que estás gozando y no sufriendo…”
“A ver si te entiendo correctamente… ¿Me estás diciendo que tal vez debería dejarme azotar en presencia del robot como para que de ese modo él vea que lo disfruto?”
“Claro, querida… El problema, desde ya, será cómo lograr que el robot se mantenga inactivo durante la demostración ya que la primera ley de Asimov no sólo le impide hacer daño a un ser humano sino también dejar que éste sufra daño por su inacción”
“Hmm, entiendo…” – dijo lacónicamente Miss Karlsten en un tono en el que se mezclaban su azoramiento ante la inusual sugerencia del empresario  y su decepción ante las aparentes limitaciones para llevar a la práctica el plan.
“Otra cosa no puedo decirte, querida Carla… Lo dejo librado a tu inventiva que sé que no es poca, je… Ahora te pido mil disculpas pero debo dejarte y seguir con la reunión… Recuérdalo: si quieres otro androide, no hay problema en cambiarlo aunque, claro está, volverás a tener el mismo problema.  Y si, directamente, no estás conforme con el producto y deseas devolverlo se te reintegrará el dinero por completo”
Sakugawa se despidió cortésmente de Miss Karlsten y notó en la parquedad verbal de ésta claros síntomas de preocupación y desencanto.  Miró en derredor y no pudo evitar sonreír al ver a su secretaria llegando a su tercero o cuarto orgasmo ininterrumpido mientras era llevada al éxtasis más idílico por cuatro hermosas Ferobots.  La vida es para vivirla, se dijo el empresario, en el mismo momento de arrojarse casi como un clavadista  sobre el quinteto…
Desde la charla que mantuviera en el auto con su amigo Ernie, Jack no había dejado nunca de pensar en los Ferobots.  Había, de hecho, recorriendo con su ordenador el sitio de World Robots a los efectos de ver el catálogo y los diferentes modelos.  Se detuvo particularmente en las fichas de presupuesto, las cuales el usuario se encargaba de ir completando con los datos necesarios de tal modo de ir construyendo el androide deseado para, finalmente, obtener un monto estimado.  Como no podía ser de otra manera, llenó dos fichas a las que cargó, obviamente, con los datos de Theresa Parker y Elena Kelvin ocupándose de mejorar los modelos con todo aquello que las hiciera aun más apetecibles de lo que ambas beldades, ya de por sí, eran; así, le aumentó, por ejemplo, el busto a Elena… Sin embargo, cuando la pantalla le arrojó los números, un cierto desencanto le invadió ya cayó tristemente en la cuenta de que el costo era para él bastante prohibitivo, a menos, claro, que pensase en sacar un crédito y en empeñar algunos de sus bienes: sus robots, el conductor y el perro, eran, por mucho que le doliese desprenderse de ellos, potenciales y más que probables artículos de venta.  Ello, claro, sería una decepción para Laureen, pero si se trataba de su esposa, no era ése, ni por asomo, el mayor problema a resolver: lo difícil seguía siendo, desde ya, el convencerla.  Se le ocurrió, al respecto, que la única forma era meter en la cuestión a algún Merobot y, evidentemente, el replicable más adecuado sería ese actor de culebrones que a ella tanto le gustaba.  Jack bien sabía que ya había fracasado la experiencia con el VirtualRoom, con el cual ella había manifestado sentirse vacía tras los “viajes” , lo cual ni siquiera había solucionado el hecho de que el guapo actorcillo fuese parte de los mismos. 
Había, inclusive, otro problema extra: si iba a adquirir dos Ferobots y un Merobot, la situación se haría harto más complicada para la economía hogareña.  Cabía, por supuesto y a los efectos de mantener más o menos conforme a Laureen, la opción de terminar adquiriendo sólo un ejemplar de cada tipo debiendo él, por lo tanto, renunciar a uno de los Ferobots.  Bien, era una posibilidad, pero… ¿a cuál renunciaba?  Por momentos pensaba en descartar la réplica de Theresa Parker pero le bastaba pensarlo para sentir que se desgarraba por dentro ante la resistencia que tal idea le generaba: ¿cómo renunciar a Theresa?  Pensaba entonces, como alternativa, en la posibilidad de dejar de lado a Elena, pero… no, imposible.  Su fantasía erótica sólo se vería satisfecha en la medida en que las incluyera a las dos; no podía volver a conformarse con una sola, no después de haber tenido a su alcance a la hermosa dupla y aun cuando sólo se hubiera tratado de un sueño virtual que, viéndolo ahora en retrospectiva, le resultaba insulso. 
Pensar, pensar, pensar…: eso era lo que tenía que hacer, jugar su movida con inteligencia; debía haber alguna solución para su dilema.  La tecnología le estaba prácticamente sirviendo sus sueños en bandeja; lo único que tenía que hacer era estirar los brazos tomarlos y, en todo caso, armar el mejor plan para llevarlo a cabo sin sacrificar su matrimonio ni su solvencia económica…
No era extraño que Carla Karlsten le convocase a su despacho tal como lo hizo ese día; constituía parte de la rutina de trabajo el que le llamase para solicitarle informes o bien acercárselos, o para darle detalles sobre alguna empresa de la cual había que obtener el pago de una deuda contraída con algún cliente de Payback Company.  Y aunque no fuera ninguna de esas variantes, estaba más que claro que, aun Miss Karlsten hubiese manifestado en infinidad de oportunidades que Jack no era su tipo, ella disfrutaba de hablar con él y lo tomaba como su confidente, sobre todo al momento de desembuchar sus más bajos deseos y pasiones.  Era una relación extraña porque no eran amigos y, de hecho, era dudoso que Miss Karlsten tuviese en su entorno gente a la que llamar así; más aun,en todo momento, Miss Karlsten hacía notar su superioridad jerárquica sobre Jack; y sin embargo, existía una especie de código compartido entre ambos que excedía a cualquier relación entre jefa y subalterno.  Cuando ese día Jack se presentó a la oficina de ella, rápidamente detectó en los ojos y en el semblante de su jefa que el motivo por el cual le había convocado no estaba vinculado a lo laboral.
“Toma asiento…” – le instó ella, secamente.
Jack, en efecto, se ubicó frente a ella, al otro lado del escritorio; le sorprendió, al mirar en derredor, no ver por el lugar a ninguno de los jovencitos que ella usaba para sus servicios del tipo que fuesen.  Cuando la oficina era, como lo era en ese momento, exclusiva para ellos dos, significaba que el tema convocante revestía un carácter diferente a los habituales, por lo cual requería ser tratado de manera privada.  Jack quedó allí, sentado y sin decir palabra, a la espera de que fuera su jefa quien rompiera el silencio producido tras la invitación a ocupar el lugar frente a ella.  La notó extraña: algo dubitativa y alejada de la habitual seguridad que irradiaba y,de hecho, no lo miraba directamente a la cara sino que tenía la vista perdida en algún punto indefinido de la alfombra.
“Bien, al grano – dijo, finalmente, Miss Karlsten, levantando la vista hacia él -.  He hecho una adquisición: un Merobot…”
Jack asintió, enarcando las cejas y frunciendo los labios; su gesto, no obstante, mostraba que no estaba del todo sorprendido.
“Lo sé – dijo, sonriendo -; sé reconocer el logo de World Robots y no es habitual ver pasar en dirección a tu oficina una caja que, sospechosamente, tiene el tamaño justo para llevar un símil humano en su interior… Me sorprendió en su momento porque siempre dijiste que preferías los muchachitos de carne y hueso. ¿Y bien?  ¿Satisfecha?”
“A decir verdad, no… – respondió ella meneando la cabeza -.  Es decir…, el robot responde sexualmente pero… no responde a todo lo que yo espero de él…”
“¡Caramba! No me decepciones que estoy pensando en comprar un par… ¿Y qué es eso a lo que no responde?”
“Le ordené azotarme… y no lo hizo” – disparó a bocajarro Miss Karlsten para, automáticamente, bajar la vista tras sus palabras.  De algún modo, parecía que se había sacado un peso de encima al pronunciarlas.
Jack abrió grandes tanto la boca como los ojos; estirando el cuello en dirección hacia su jefa, se llevó un dedo índice al lóbulo de la oreja y lo empujó hacia adelante como si tratara de oír mejor.
“¿Perdón?…” – preguntó, visiblemente sorprendido pero a la vez imprimiendo a su expresión un fuerte deje de ironía.
“Ya lo oíste; creo que no necesito repetirlo” – fue la lacónica respuesta de Miss Karlsten.
“¿Acaso… te decidiste finalmente a explorar ese costado oculto del cual me hablaste la vez pasada?”
“No te llamé para hablar de ningún costado mío, sino de mis problemas con el robot…”
“Ajá… ¿Y dices que no quiso azotarte?”
“No, no puede hacerlo; por primera ley de Asimov”
“Claro – asintió Jack -; no puede hacer daño a un ser humano…”
“Pero he llamado a World Robots y…”
“¿Te atendieron?” – preguntó él, extrañado.
“No sólo eso – dijo ella y, si bien no sonrió, exhibió la clásica mueca arrogante y triunfal que se apoderaba de su rostro cada vez que tenía oportunidad de hacer gala de su poder e influencias -; hablé personalmente con Sakugawa”
“No te burles de mí…”
“No lo hago; hablé con él…”
“Ajá… – aceptó Jack, cabeceando pensativo -.  ¿Y qué te dijo el samurai?”
“No me dio garantías de que funcione, pero me dijo que tal vez una posible forma de que el robot aceptase azotarme fuera viendo que yo disfruto y gozo con la azotaina…”
Una sonrisa se dibujó en los labios de Jack Reed, recorriéndole todo el rostro.
“Bien, esto se va poniendo divertido… – dijo -.  Ahora, dime, ¿para qué me llamaste?”
Miss Karlsten volvió a mostrarse insegura y dubitativa como al comienzo de la charla; dirigió otra vez su vista hacia el alfombrado y luego hacia los edificios de Capital City que poblaban la vista a través de los amplios ventanales.  Cuando habló, lo hizo como si le costara soltar las palabras y, de hecho, sin mirar a Jack.
“Tú sabes que eres para mí la persona en quien más confío dentro de esta empresa… Pues bien, se me había ocurrido que…”
“Ve al grano de una vez…”
Miss Karlsten se aclaró la garganta; giró la cabeza decididamente y miró a los ojos de su interlocutor.
“Lo que yo pensé, de acuerdo a lo que Sakugawa me sugirió, es que para que la cosa funcione, el robot debería verme siendo azotada y gozando con ello…”
Jack dio un respingo en su asiento; la jefa continuó hablando:
“No puedo exponerme a ser azotada por cualquiera ya que eso implicaría el riesgo de que saliera corriendo a contarlo…”
“Estamos de acuerdo – intervino él -; y convengamos, de hecho, que la poderosa Miss Karlsten siendo azotada es un muy jugoso rumor de corrillo…”
“Así es… Por esa razón he pensado en que lo ideal sería que si voy a ser azotada frente al robot, quien me propine esos azotes fuera la única persona en quien confío en todo este piso…”
Esta vez, más que un respingo, Jack Reed experimentó un violento sacudón en su asiento; se ahogó con su propia saliva y hasta debió tomarse de los apoyabrazos para mantener el equlibrio.
“¿Estoy… escuchando lo que creo escuchar?” – preguntó, desfigurado su rostro por la mueca de sorpresa.
“Jack…, no confío en nadie más…”
Él asintió con la cabeza, como evaluando la situación.  Una sonrisa se dibujó en su rostro por debajo del azoramiento.
“Créeme que es una propuesta interesante, je… Todos esos que se hallan ahí afuera – señaló con el pulgar hacia la puerta por encima del hombro -, estarían más que interesados en hacerte pagar unas cuantas… Pero, bien, creo que ya lo sabes…ése no es mi juego, no es lo que me gusta y, por lo tanto, no estoy seguro de poderte dar lo que quieres o de producir en el robot lo que quieres producir…”
“No es importante lo que el robot perciba en ti sino lo que perciba en mí…”
“Okey… ¿Y tú crees que podrás mostrarte ante él gozando mientras te azoto?  Después de todo, no soy tu tipo y no sé hasta qué punto la situación pueda llegar a excitarte si estoy involucrado en ella”
“Se trata de probar… – dijo Miss Karlsten y, por primera vez durante toda la charla, esbozó una sonrisa -.  Es absolutamente cierto que quizás yo no goce si sé que lo estás haciendo por obligación y sin comprometerte con el placer de azotarme como también lo es que, no siendo tú mi tipo, el efecto estimulador en mí no sea el mismo que pudiera ser con un hombre que me atrajese o bien con el robot mismo.  Pero puedo hacer el esfuerzo: concentrar mis pensamientos, imaginar otra situación, reemplazarte en mi mente por otro, no sé…; hay miles de caminos.  Es sólo cuestión de verlo…”
“¿Y el robot va a permitirlo?” – preguntó Jack levantando una ceja.
Miss Karlsten quedó momentáneamente en silencio.  Casi había olvidado que el propio Sakugawa le había advertido al respecto de la primera ley de Asimov y de sus implicancias en cuanto a que los robots no podían, por inacción, permitir que un ser humano sufriese daño.
“Es cuestión de verlo…” – repitió, simplemente, y bajó la vista hacia su escritorio a la búsqueda de la agenda de trabajo para el día.
Ni siquiera la conmoción por el peculiar pedido de su jefa logró abstraer a Jack de su obsesión por los Ferobots.  Al salir de su trabajo no pudo evitar pasar por uno de los locales de World Robots y, luego de extasiarse con la vista de las réplicas femeninas que le arrojaban sensuales miradas y besos soplados desde las vitrinas, entró para indagar por sí mismo acerca de las condiciones en que podían hacerse los pedidos.  La vendedora que tan cortés y seductoramente lo atendió (¿sería un robot?; llegó a preguntárselo), fue prestando particular atención a su pedido y, en efecto, en la medida en que iba cargando los datos en un ordenador que mostraba los eventuales resultados en pantalla, le iba poniendo al tanto de los costes y presupuestos, los cuales, por cierto y como no podía esperarse de otra forma, no distaban mucho de los que había indagado virtualmente en los sitios de la compañía.
“No son modelos complicados de hacer a pedido – le dijo la vendedora, siempre sonriente y agradable -; de hecho, el de Elena Kelvin lo piden bastante.  Theresa Parker no tanto, pero también nos lo han pedido, lo cual significa que ni siquiera demandarían demasiado tiempo puesto que se pueden usar como base las matrices ya utilizadas antes y, en todo caso, incorporarles los datos necesarios para adosar a cada androide los detalles que usted desease… En cuatro días, a más tardar, tendría los dos Ferobots listos…”
Una vez que le dio a Jack los presupuestos por ambos, éste no pudo evitar sentir una cierta vergüenza al pasar a preguntar por el Merobot, particularmente la réplica de ese actor que tanto encandilaba a Laureen.   La chica, sin embargo, no pareció sospechar  sobre la sexualidad a juzgar por su siguiente comentario:
“Ya veo: hay que dejar también contenta a la esposa, ¿verdad? – dijo, siempre tan sonriente y agradable; Jack la miró preocupado, llegando por un momento a creer que quizás le leyera el cerebro.  Ella pareció notarlo y seguramente a eso se debió su posterior aclaración -.  Es lo que les ocurre a la mayoría de los hombres casados que nos visitan: siempre tienen que llevar algo para sus mujeres… Y ese robot, particularmente, el de Daniel Witt, es también bastante pedido”
La vendedora le hizo, por lo tanto, el presupuesto del pack de tres robots: los dos Ferobots y el Merobot.  Tal como Jack sospechaba e incluso como había estado espiando con su navegador, los costos eran altísimos y ni siquiera ayudaba demasiado el hecho de que World Robots ofreciera un descuento especial cuando el cliente encargaba tres o más androides.  Podía, sí, desprenderse de los dos robots que poseía: conductor y perro eran firmes candidatos a ser considerados prescindibles.  Pero aun suponiendo que se desprendiera de esos y de otros bienes, su tarjeta de crédito no  disponía del cupo suficiente para semejante monto.  Si renunciaba a uno de los robots, posiblemente lograría que la compra entrase, pero…: ¿renunciar a Theresa?  ¿A Elena?  De ningún modo, eran las dos o no era nada…
Al momento de volver a subir a su vehículo, echó una mirada a su robot conductor, quien acababa de poner el mismo nuevamente en marcha para retomar el camino a casa.  Jack bien sabía que era una de las últimas veces en que lo vería hacerlo… Su mente, sin embargo, estaba lejos de allí y su siguiente acto lo evidenció.  Tomando el “caller” llamó a su jefa.  Miss Karlsten se mostró en la pantalla sorprendida ya que no era habitual que él la llamara a tan poco de haber terminado con su jornada laboral.
“Carla… – le dijo, con un deje de picardía en la mirada -.  Te propongo un trato: vas a tener los azotes que quieres recibir delante de tu robot, pero yo necesito que me prestes tu tarjeta de crédito para una compra…”
Cuatro días después, Jack ingresaba en auto a su propiedad como cualquier otro día.  Sin embargo, lo extraño del asunto, y Laureen lo notó, fue que no venía conduciendo su robot como era lo normal a diario.  Ya de por sí, le había extrañado no ver al perro correteando por el parque en todo el día y, de hecho, estaba esperando la llegada de Jack para preguntarle al respecto.
“Jack, ¿has visto a Bite?” – le preguntó ella apenas él descendió del vehículo y casi sin saludarle.  Jack, sin embargo, se mostraba sonriente y despreocupado sin, aparentemente, haber registrado en demasía la pregunta.
En ese momento, la puerta del acompañante se abrió y fue inevitable que Laureen acusara recibo de lo que desorbitados ojos vieron.  Las piernas le flaquearon por un momento y se notó que le tembló la mandíbula: en cuanto logró, siquiera por un momento, despegar los ojos del peculiar visitante, dirigió a Jack una mirada que era sólo interrogación.
“¿No vas a saludar a nuestro visitante?” – le preguntó él, abriendo los brazos en jarras y con una sonrisa de oreja a oreja.
“Jack… – musitó ella -.  No… estoy entendiendo… ¿Qué es esto?  ¿Qué está pasando?”
“¿Así es como me agradeces? – preguntó él, con ofuscación claramente fingida -.  ¿No vas a saludar al muchacho?  Creo que lo conoces…”
“¡Claro que lo conozco! – aulló Laureen, perdiendo la paciencia -.  Es Daniel Witt, el actor que bien sabes cuánto me gusta…, pero…, ¿qué hace aquí?  ¿Vas a explicarme o no?”
Mientras hablaba, el Merobot que imitaba al afamado y sexy actor, iba caminando a través del parque en dirección hacia la joven esposa, imprimiéndole a cada paso que daba una carga sensual tan fuerte como la que irradiaba su mirada, con la cual no paraba de devorar ni por un instante a Laureen.
“Es que… en realidad no es él – aclaró Jack, sonriente y acodado aún contra la puerta del auto -.  Es un Merobot, Laureen… Nuestra nueva adquisición…”
Ella volvió a clavar la vista en los ojos del androide y quedó petrificada.  Había algo en aquella presencia que la inmovilizaba de la cabeza a los pies: algo indefinible pero inconfundiblemente sexual.  Aquellos ojos azules que se le clavaban como puñales de deseo y aquel cuerpo fantástico que lucía enfundado en una remera ajustada y desgarrada como las que solía usar en las series que ella veía en televisión, sumado a esos ceñidos shorts de jean que marcaban bien su bulto: todo era una mefistofélica invitación al placer carnal.  Laureen, más que nunca, comprendió que la voluntad es una cosa… y el deseo… otra.
“Hola, Laureen…” – le saludó el robot y ella sintió un poderoso estremecimiento en cada fibra de su cuerpo.  No sólo era la estocada de oír su nombre pronunciado de labios de Daniel Witt, sino además la forma en que lo había pronunciado, capaz de desarmar a cualquier mujer.
Ella se sintió nerviosa; un convulsivo temblor dominaba todo su cuerpo.
“Bueno, chicas, ya pueden bajar del auto…” – instó Jack a viva voz.
Aunque le costó hacerlo, Laureen desvió la vista por un instante del increíblemente hermoso macho que tenía enfrente.  Su expresión de sorpresa, de todos modos, no mermó un ápice al comprobar que del asiento trasero del auto descendían la conductora televisiva Theresa Parker y la top model Elena Kelvin o, lo que ya para entonces podía suponer, sus perfectas e increíbles réplicas.  Se ubicaron una a cada lado de su esposo: una lo tomó por la mejilla y la otra apoyó un codo contra su hombro.
“Jack… – comenzó a decir Laureen, quien aún no podía salir de la sorpresa -.  No… sé qué es todo esto, pero creo que te estás equivocando.  No me parece que…mmmmmmfffffff….”
No logró terminar la frase porque ya el Merobot la había tomado por la cintura aplastándola contra su formidable pecho al tiempo que le introducía en la boca su roja lengua para besarla con una profundidad que Laureen distaba de conocer.  En un primer momento, pareció como si ella quisiera rehuir el contacto: agitó los brazos y manoteó el aire como si intentara liberarse del abrazo y del beso pero fue se trató sólo de un lapso muy fugaz; pronto se rindió mansamente ante aquella lengua que se confundía con la suya y que parecía moverse dentro de su boca como si tuviera vida propia o como si fuera un órgano sexual; en una más que obvia muestra de entrega, los ojos de Laureen se cerraron.  Una de sus piernas se flexionó doblando la rodilla y la otra se destensó, como cediendo ante la intensidad del momento: ya no había en ella signos de resistencia.
“Dale a Laureen un momento que nunca olvide, Daniel” – ordenó Jack y, en efecto, el robot respondió a la orden con toda prontitud.  Sin despegar ni por un instante sus labios de los de Laureen, se inclinó sobre ella obligándola a arquear su espalda, le cruzó un brazo por debajo de los omóplatos y otro por debajo de los muslos, la cargó en vilo y así, en brazos,  la fue llevando a través del parque en dirección al porche de la casa.  Parecía un flamante esposo cargando a su reciente esposa y llevándola al lecho nupcial para su estreno; de algún modo, quizás eso era…
Viendo la imagen, Jack sonrió pero a la vez no pudo evitar sentir un cierto acceso de celos.  Sin embargo, todo se le pasó rápidamente en cuanto sintió que, sobre la comisura de los labios, le jugaban las lenguas de las réplicas de Theresa y Elena.  Y si eso, de por sí, no era ya motivo suficiente como para ponerse a mil, sólo unos segundos después cada una de ambas llevaba una mano hacia el bulto de Jack y se dedicaba a masajearlo haciendo que el mismo se irguiera y fuera mojando el pantalón a ojos vista.
Desde lo alto, unos metros por encima del muro que hacía de límite a la propiedad de los Reed, un módulo espía se mantenía suspendido observando la escena.  Sólo durante un instante prestó atención a Jack y las muchachas; luego giró el lente y lo enfocó claramente hacia el robot masculino, quien seguía caminando en dirección a la casa llevando en sus brazos a Laureen Reed…
                                                                                                                                                                                         CONTINUARÁ
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(martinalemmi@hotmail.com.ar)

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