Lord Onsnorth, el soberano nigromante de Drakenwald, releyó aquel pesado tomo prohibido de nuevo. El abominable libro pareció susurrar bajo sus dedos, las páginas decrépitas deslizándose con vida propia, gimiendo y musitando sus secretos malditos. La conquista de Grendopolán marchaba a la perfección. Las Fortalezas del Norte, baluartes de defensa frente a los invasores, guardadas por las sacerdotisas-guerreras de la Sagrada Orden de la Llama Eterna, estaban siendo conquistadas una por una por sus ejércitos. En pocas semanas, se abriría el camino hacia el corazón del Reino enemigo. Pero la preocupación persistía en su interior.

Conocía bien las leyendas. El Ejército Durmiente. Hacía muchos cientos de años, un ejército de Grendopolán cayó defendiendo su capital, Amaniel, de las huestes combinadas de varias naciones enemigas. Se decía que lograron repeler el asedio, pero a un alto coste: todos los soldados murieron defendiendo su reino. Los dioses, conmovidos, tomaron las almas de esos valientes y formaron con ellas el Ejército Durmiente: Una guardia de espíritus inmortales que, según la leyenda, despertarían cuando su reino se viera amenazado para salvaguardarlo del peligro exterior.

Cuentos para niños, reirían al escucharlos la mayoría de la gente. No Lord Onsnorth. Él era un nigromante y conocía de primera mano el poder de los muertos y la oscuridad. Si pudiera conseguir controlar un ejército como aquel, no solo Grendopolán sino todas las naciones del mundo se arrodillarían a sus pies. Las deidades intentarían por todos los medios impedirlo, pero él acabaría por imponerse. Pero, ¿dónde? ¿Dónde se hallaría tal ejército? ¿Quizás las sacerdotisas de la Llama Eterna conocieran el secreto de su localización?

Continuó repasando el vetusto libro. Sabía en su muerto corazón que la clave estaba cerca.

Como en un sueño, Isura contempló aturdida cómo la puerta del carro-jaula de esclavos se cerraba tras ella. El golpe que había recibido en la cabeza durante la batalla le había hecho perder el conocimiento y había sido apresada por los guerreros de Drakenwald. Poco a poco, las imágenes se fueron aclarando y dejó de contemplar puntitos brillantes ante ella, los sonidos a su alrededor ganaron también consistencia.

-Ésta es la última -Gruñó una voz amenazadora. -Toda una sacerdotisa-guerrera. En el mercado de esclavos nos darán un buen pico por ella y por el resto.

Esclavistas. Los soldados norteños tenían fama de ser unos crueles mercaderes de carne. Un destino aciago se cernía sobre ella. Sabía que las muchachas jóvenes de cabellos rubios como ella eran muy apreciadas entre los salvajes del norte. Isura quiso incorporarse y aferrar los barrotes pero un fuerte dolor en la cabeza la sumió en la inconsciencia.

La muchacha no supo cuánto tiempo permaneció dormida. Al abrir los ojos contempló un rostro femenino. Cabello castaño, semblante preocupado, grandes ojos negros, era una mujer joven, de su edad. Estaba sentada sobre sus talones y sostenía la cabeza de Isura en su regazo mientras acariciaba su corto cabello rubio.

-¿Quién eres? -preguntó Isura con voz ronca.

-Chissshhh… -Dijo ella. -Descansa. Duerme.

Y los párpados de Isura pesaron tanto que volvieron a cerrarse.

Atisbos del paisaje desfilaron al otro lado de los barrotes del carro-jaula. Montañas, bosques, una llanura herbosa. El bambolear y traquetear del carro tirado por las mulas producían una extraña somnolencia. El zumbido en su cabeza había disminuido paulatinamente hasta desaparecer. Las figuras fueron aclarándose progresivamente. Los bultos del carro-jaula se convirtieron en siluetas y luego en figuras de seres humanos.

No reconoció a ninguna. Un punzante dolor atravesó su corazón. ¿No había sobrevivido ninguna de sus hermanas? ¿Era ella la última sacerdotisa-guerrera de la Sagrada Orden de la Llama Eterna? No podía ser… Sus ojos se humedecieron y su boca se torció en una mueca de dolor. Junto a ella, reconoció a la muchacha que había visto antes.

-¿Quién eres? -Logró preguntar de nuevo, intentando que su voz no se quebrara en sollozos.

-Mi nombre es Preridien. Soy una campesina. O lo era. Ahora no soy más que una esclava, como todos los demás.

Las fuerzas de Isura fueron regresando poco a poco y con ellas, los recuerdos. Los guerreros de Drakenwald, aullando como bestias salvajes con sus amenazadoras armaduras negras, sus hermanas cayendo a su alrededor, sus gritos, la sangre y el fuego rodeándola, el golpe en su cráneo, dolor, negrura…

Se llevó una mano a su cabeza. La muchacha a su lado la sujetó para que no se tocara el terrible chichón.

-Hiciste lo que pudiste.

-No fue suficiente.

-No hagas muchos esfuerzos todavía. La herida en tu cabeza no está cicatrizada del todo.

Isura contempló algunas figuras oscuras en torno al carro, fuertemente armadas. Contó cinco. Cuatro hombres y una mujer, de aspecto brutal y peligroso. Su corazón se encogió. ¿Cómo podría escapar? Si el carromato llegaba hasta el norte, podía darse por perdida.

Gimió y una mano cálida y suave acarició su frente. Se sintió agradecida.

-Te estás recuperando. Eso es lo más importante ahora.

Isura contempló las siluetas inmóviles e imprecisas de los otros esclavos, sentadas contra los barrotes. Uno estaba comiendo lentamente algo de un bol de barro que sostenía entre sus manos. Ninguno le había dirigido la palabra y, de hecho, nadie decía nunca nada a nadie. Parecía como si todos estuvieran sumidos en un profundo letargo.

El susurro de Preridien, la campesina, la sobresaltó.

-Les dan algo.

-¿Cómo?

-Todos parecen atontados. Cuando les meten en la jaula no están así, pero apenas comen algo, todos se sumen en esa especie de letargo. Supongo que ponen alguna droga en la comida para mantenerlos así. Una forma sencilla de mantener a los prisioneros dóciles.

-¿Y tú no…?

La campesina sonrió débilmente.

-Cuando me apresaron, estaba muy mal del estómago y no pude comer nada. Sólo he bebido agua.

-¿No es posible que el agua…?

-No. El Camino del Norte sigue el curso del río Drak. Cada noche llenan los barriles de agua del carro directamente del río. -Señaló una especie de barril atado con cuerdas en la parte posterior del carro-jaula, por la parte de fuera. -Es algo que mezclan en la comida y las cantidades son tan escasas que todo el mundo las devora.

-¿Cómo vamos a… a escapar?

-Lo veo muy difícil. Sólo podemos encomendarnos a la voluntad de los dioses.

Isura no pudo evitar sollozar. Se sintió terriblemente avergonzada al hacerlo. Era una sacerdotisa-guerrera, no una niña asustada, pero las lágrimas surcaron su rostro sin poder evitarlo.

-Tranquila, cariño. Todo saldrá bien.

Preridien acarició su mejilla antes de depositar un beso en su frente y otro en su sien. Los labios de la campesina se movieron muy lentamente, tanto que al principio Isura pensó que lo estaba imaginando, hacia los suyos hasta cerrarse sobre ellos.

La sacerdotisa-guerrero sintió cómo una mano de la campesina se cerraba suavemente sobre su pecho. Tras varios días en el carromato, se sentía sucia y miserable, pero la cercanía de la muchacha campesina la sumió en un deseo casi doloroso. Dentro de poco, unos días, unas semanas, ¿quién sabía?, puede que ambas estuvieran muertas o algo peor, así que le pareció lógico aferrarse a la vida como pudiera.

La mano de Preridien se hundió en su corto pelo rubio mientras se besaban, jadeantes, ansiosas, como si ambas no pudieran aguantar un segundo más sin hacer el amor.

Primero fue lentamente, con delicadeza. Luego con rapidez, como si fueran dos animales enjaulados –en parte, aquello era cierto-, como si el mundo se fuera a acabar en unos instantes. No les importó estar rodeadas de gente. Después de todo, el resto de esclavos estaban aletargados, ciegos y sordos a lo que ocurría alrededor.

Se besaron con hambre la una de la otra, se acariciaron, se frotaron sin poder siquiera desnudarse. Las manos de las muchachas se deslizaron por los ásperos ropajes, buscando sus delicados pechos, sus pálidas nalgas, sus humedecidos sexos. Hicieron el amor hasta gemir y ahogar sus gritos en la piel de la otra, hasta agitarse y convulsionarse, hasta que el orgasmo llegó y cayeron exhaustas y abrazadas.

Un sonido parecido a unos aplausos sobresaltó a las muchachas. Isura giró su cabeza asustada para contemplar a la mujer esclavista, mirándola con malicia y lujuria.

-Bravo, putitas, me habéis puesto muy cachonda. –La malcarada mujer se desabrochó el cinto de su armadura de cuero, comenzando a desnudarse. –Y eso no está nada bien, no pensaréis que voy a quedarme así sin más. Sácalas, Ermos.

El hombre, un desagradable guerrero con barba de tres días y aspecto zafio y brutal, la miró con fastidio.

-¿Estás loca, Losaina? Los jefes nos despellejarán si les ponemos un dedo encima. Ya sabes que eso baja el precio de la mercancía. La Perra Negra en persona mató a golpes a Némsell por violar a una esclava.

-La Perra Negra está muy lejos y no tiene por qué enterarse, estúpido.

Con fastidio, la propia Losaina sacó una llave y abrió la cerradura del carro-jaula.

-Además, creo que estás zorritas se lo van a pasar de lo lindo conmigo, ¿no es verdad, ricuras?

La enguantada mano de la guerrera se cerró sobre el cabello de Preridien, que gimió asustada.

-Por favor, no…

Isura, antes de darse cuenta de lo que hacía, golpeó el brazo de la guerrera.

-¡Déjala en paz!

Losaina rio con crueldad.

-Vaya, así que la gatita todavía tiene fuerzas para intentar defenderse.

Con una fuerza inusitada, la mujer agarró a la sacerdotisa por el brazo y la arrojó fuera del carromato. Mientras, Losaina se despojó de sus remendados pantalones de piel, revelando un oscuro y poblado sexo, para acto seguido cerrar su garra sobre la nuca de Isura y forzarla a permanecer arrodillada.

-Cómeme el coño, chica.

Losaina no esperó ni un segundo a ser obedecida. Apoyó una de sus botas en el eje de madera del carromato, abriendo sus piernas y mostrando impúdicamente su velludo sexo. Con impaciencia, agarró rudamente a Isura por su corto cabello rubio y estrelló su rostro contra su húmeda entrepierna, refrotándolo y embadurnándola con los efluvios de su interior. Isura sintió cómo su cabeza se hundía entre los recios muslos de la guerrera. Al abrir la boca para gritar, la muchacha no pudo evitar respirar el aroma de su sexo y saborear la humedad de aquella detestable mujer.

A escasos metros, Ermos, el guerrero de Drakenwald se repetía que debía detener a su compañera antes de que la cosa se descontrolase, pero una tremenda erección le impedía pensar con claridad.

-Losaina, deberíamos…

-Cállate, imbécil y deja… unggg… de cortarme el rollo…ufff… Vigila que no… mmmfff… se escape la campesina. –Rugió gruñendo la mujer, entre entrecortados jadeos.

Fue en aquel momento cuando una flecha se clavó en uno de los bárbaros del norte que permanecían al otro lado del carro-jaula. Dos más cayeron presa de invisibles arqueros antes de que varias figuras surgieran de la espesura.

Losaina y Ermos, sin saber bien qué estaba sucediendo, arrojaron al suelo sus espadas y levantaron los brazos.

-Nos… ¡nos rendimos!

Isura apenas podía creer lo que habían visto sus ojos. En apenas unos segundos había visto cómo sus carceleros caían muertos o deponían sus armas. ¿Era libre? Uno de los guerreros que la habían rescatado se acercó hasta el carromato mientras otros dos recogían las armas de los guerreros muertos. Al lado de ella, arrodillados y con las manos en la nuca aguardaban los dos esclavistas de Drakenwald.

-Losaina, vaca estúpida, si no pensaras con el coño, podríamos haberles visto y…

-Ermos, cierra el pico de una maldita vez. Si vamos a morir, quiero hacerlo sin escuchar tu insufrible cháchara.

El guerrero que se acercó miró a Isura con fijeza.

-¿Estáis bien?

La sacerdotisa asintió sin ser capaz de hablar, con su rostro todavía cubierto de los flujos del sexo de la esclavista. La voz de la recién llegada era indudablemente femenina. Correspondía a una mujer alta y rubia, de constitución fibrosa y rasgos nobles y bellos, ataviada con una ligera cota de malla de excelente factura. Su rostro se endureció mientras contemplaba con sus severos ojos verdes a los dos arrodillados guerreros esclavistas que se habían rendido.

-Soy Eressia, princesa de Grendopolán y habéis atacado a mi gente, perros esclavistas… Los cerdos de Drakenwald como vosotros creéis que las gentes del sur sólo existen para divertiros o para ser vuestros esclavos, ¿no es así?

El hombre estaba visiblemente asustado; la mujer, en cambio, escupió desafiante a la princesa. Ésta no se inmutó y continuó hablando, mientras dos de sus hombres ataban a los prisioneros.

-Nos consideráis poco menos que juguetes o meros trozos de carne que vender. Vais a aprender que no somos esclavos indefensos, vais a saber lo que significa estar al otro lado.

La princesa Eressia se desanudó el cinturón y se bajó los pantalones de cuero tachonado que portaba. Los esclavistas y la sacerdotisa no pudieron evitar gemir de la sorpresa. En su entrepierna, imposiblemente, se erguía una esplendorosa erección, una gruesa y venosa verga, y un poco más abajo, un bello sexo femenino, una vagina recubierta de una fina pelusa rubia.

Los guerreros de Drakenwald miraron con silenciosa fascinación y casi con ferviente devoción la imagen. Isura sabía qué significaba aquel fenómeno de la naturaleza: la princesa era una semidiosa, una hermafrodita, la hija de una deidad. Había escuchado rumores y leyendas, pero nunca pensó…

Los esclavistas apenas se resistieron cuando los soldados de Grendopolán les colocaron boca abajo y les levantaron las caderas y las nalgas. A continuación les arrancaron sus pantalones, dejando sus culos en pompa y al aire.

La princesa sujetó en primer lugar las caderas de la mujer morena e introdujo un dedo en la regata de sus redondas y pálidas nalgas. La esclavista no parecía atreverse a moverse, vencida y humillada, mientras la princesa estrujaba los cachetes de su culo, abriéndolos y cerrándolos. Pronto, su ano quedó al descubierto, un arrugado y oscuro agujerito que parecía abrirse y cerrarse ante el inquisitivo dedo de la princesa. Losaina jadeó cuando sintió, repentinamente, que la princesa Eressia apretaba su larga y gruesa verga contra su ano. Con un movimiento lento, presionó contra su orificio más estrecho y el gran falo fue abriéndose poco a poco paso por sus entrañas, hasta ensartarla completamente, ante los gemidos y quejidos de la mujer esclavista.

De pronto, la princesa Eressia salió de la mujer, que no pudo evitar gemir y repitió la misma operación con el hombre atado a su lado. Las velludas nalgas de Ermos recibieron con dificultad la gruesa verga de la princesa hermafrodita. El hombre jadeó y gimió lloriqueante, pero su ano, goloso, pareció tragar el falo con inusitada facilidad.

La princesa, sin piedad, meneó las caderas en un ritmo cada vez más frenético, alternando sus envites entre los dos villanos, penetrándolos inmisericorde. Ambos jadeaban y se retorcían, logrando tan solo que la espada de carne penetrara y se hundiera más en sus entrañas.

Isura, la sacerdotisa, se encontró que había estado aguantando la respiración ante la visión, y que su sexo había comenzado a humedecerse. Gimió cuando notó una presión contra su espalda, unos menudos pechos aplastándose contra ella y un cálido aliento que acarició su oreja. Era Preridien, la campesina que comenzó a acariciar su brazo para luego, desvergonzadamente, deslizar su mano bajo el vestido de la sacerdotisa.

No se quejó, estaba demasiado excitada y todos los ojos parecían puestos en la sodomización de los esclavistas. Isura gimió y tuvo que morderse los labios cuando la mano de la campesina rozó la intimidad de los labios de su sexo y ella misma se encontró meneando las caderas instintivamente, para incitar a esos dedos para que avanzaran más y más.

Mientras, el castigo proseguía. La princesa penetraba por turnos a los llorosos esclavistas, como si repartiera equitativamente el escarmiento entre ambos malhechores. De pronto, Ermos, el hombre, gimió lastimeramente y, sin poder tocarse pues se encontraba atado, descargó su semen mientras la princesa le sodomizaba, ante las risas de los guerreros de Grendopolán. Losaina no tardó mucho más. De pronto, su cabeza se irguió hacia atrás, casi incorporándose a pesar de estar atada, mientras sus flujos escapaban de su encharcado sexo y chillaba como un animal, convulsionándose por el fortísimo orgasmo, mientras la saliva caía desde la comisura de sus labios.

La princesa siguió penetrándoles un buen rato, pasando de las nalgas masculinas a las femeninas y viceversa, como si decidiera en cuál de las dos nalgas descargaría su esencia, hasta que el culo del hombre pareció triunfar y recibió en sus prietas nalgas la copiosa carga de la princesa. Cuando ésta retiró su grueso falo, un hilillo de espeso semen resbaló desde el ano del esclavista por sus muslos. La verga de la princesa tuvo fuerzas para disparar un último chorro de caliente semen que cayó sobre las nalgas de Losaina, como si, paradójicamente, ambos esclavistas fueran marcados como esclavos.

La princesa les miró con desdén antes de hablar a sus hombres.

-Liberad a los esclavos y lleváoslos junto a estos dos villanos al campamento. Interrogadlos sobre otras caravanas de esclavos.

Mientras los guerreros de Grendopolán se llevaban a los maltrechos y seminconscientes esclavistas, la rubia princesa se dirigió hacia la sacerdotisa. Ésta todavía tenía las mejillas enrojecidas por el rubor del furtivo orgasmo que la excitada campesina le había provocado segundos antes.

Isura y Preridien se arrodillaron con presteza ante la princesa, cuyo entrecejo se frunció.

-Por favor, levantaos. No me tratéis como a un señor feudal. Sois la sacerdotisa-guerrero de la Orden de la Llama Eterna.


Isura asintió, extrañada de que la princesa supiera quién era.

-S… sí. Me… ¿me conocéis?

-He visto vuestro rostro en sueños. Pero no hay tiempo para explicaciones. Debéis guiarme hasta el Santuario de Lady Geneveva. La supervivencia del Reino está en juego. –La mujer hizo un gesto a sus acompañantes. –Conducid a los prisioneros y a los esclavos al campamento. La sacerdotisa y yo partiremos inmediatamente.

Preridien agarró la manga de Isura y la miró con ojos asustados.

-Por favor… quiero ir contigo.

La sacerdotisa habló a la princesa.

-Ella es Preridien, una campesina de la zona. Nos puede servir de guía.

-Está bien. No hay tiempo que perder.

En breves instantes, las tres mujeres partieron al cabo de un minuto al galope hacia el oeste. La noche empezaba a cernirse negra como las alas de un cuervo sobre el oscuro bosque, como un mal presagio.

CONTACTAR CON EL AUTOR:

omicron_persei@yahoo.es

[paypal_donation_button]

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *