LAS REVISTAS DE MI PRIMO (parte 1/4):

Ayer estaba tranquilamente preparando la cena, cuando Lidia, mi hija de 18 años, me pidió permiso para pasar las vacaciones de verano en casa de su prima Yoli, en el pueblo, como hacía yo de niña.

Al oírla, fue como si el mundo se pusiera a dar vueltas a mi alrededor, angustiándome, no porque la petición de la niña fuera ningún disparate, sino porque sus palabras evocaron en mí recuerdos que… pánico me da de que Lidia pudiera llegar a descubrirlos.

Tras decirle a mi hija que me lo pensaría, no pude dejar de darle vueltas al asunto. No a lo de dejarla ir, no, sino a lo que hice yo a su edad en el pueblo y a las tardes que pasé allí con Clara y Diego, mis primos.

Yolanda es hija de mi prima Clara (o sea, que mi hija y ella son primas segundas) y están tan unidas como siempre lo hemos estado su madre y yo. Habitualmente, es Yoli la que se desplaza a la ciudad a pasar las vacaciones con nosotros, pero, esta vez, las niñas querían quedarse en el pueblo durante el verano, quizás para librarse un poco de mi control (pienso que la ciudad es más peligrosa que el campo, así que las ato más en corto).

Y, la verdad, es que no sé qué hacer.

Cavilando y sin dejar de darle vueltas al coco, me pasé casi toda la noche en blanco, rememorando los sucesos de aquel verano, que conservo en mi memoria prácticamente intactos. Sé perfectamente que las posibilidades de que Lidia pase por las mismas experiencias que yo son prácticamente nulas (especialmente, porque estoy segura de que Clara no les iba a quitar ojo ni un segundo) pero… ¿Estoy dispuesta a correr el riesgo?

Esta mañana me levanté agotada, tras pasarme prácticamente toda la noche sin dormir. Lidia hizo un tímido intento de obtener una respuesta durante el desayuno, pero intuyó rápidamente que mi estado de ánimo no era el mejor, así que no insistió.

He pasado de ir a trabajar. He llamado diciendo que me tomaba el día libre, qué demonios, para algo soy la jefa. Y he seguido dándole vueltas al asunto. Entonces se me ha ocurrido. Antes, cuando tenía que tomar una decisión importante, hacía sendas listas con los pros y los contras. En vez de hacer eso, me he decidido por plasmar mis recuerdos en papel, a ver si así soy capaz de ver qué debo hacer.

En papel he dicho, ja, ja. Bueno, ya me entienden, es una forma de hablar. Hoy en día, con los ordenadores e Internet, el papel parece ser algo condenado a la extinción, pero, rememorando lo que sucedió entonces, me ha parecido que la expresión era de lo más adecuada, pues fue precisamente el papel uno de los protagonistas en mi historia.

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Verano del 90.

Ya ha llovido desde entonces, ya. No les voy a decir mi edad. Hagan un poco de cálculo mental, que es bueno para el cerebro. En aquel entonces estaba a punto de cumplir 18, así que ya saben.

Mi nombre es Paula y mi trabajo, mi carácter y mi aspecto actuales son algo que… no les importa en absoluto.

Pero sí cómo era en aquel entonces.

En aquellos tiempos mi cabello era rubio como el trigo y lo llevaba largo y liso hasta casi el final de la espalda (sin una cana, snif, qué recuerdos). Mis ojos azules eran (y siguen siendo, je, je) el punto fuerte de mi rostro, pues son muy grandes y claros, habiendo perdido ya la cuenta de la cantidad de veces que me han dicho que son preciosos.

Para esa edad, era ya una jovencita perfectamente formada, me había desarrollado años atrás (de las primeras de mi clase) y gozaba de un cuerpo curvilíneo y lozano. Y no sigo. Imagínenme como les plazca.

Clara era muy parecida a mí (o más bien yo a ella, pues había nacido un par de meses antes que yo y ya tenía 18), tanto, que muchas veces nos confundían con hermanas.

Desde pequeñas, éramos uña y carne, a pesar de que tan sólo podíamos vernos en vacaciones, bien fuera en verano o bien en Navidades y Semana Santa.

Además estaba Diego, el hermano de Clara. Era mayor que nosotras, un par de años, pero, a pesar de ello, siempre se mostró muy simpático y afectuoso con nosotras. Cuando éramos niños, participaba en nuestros juegos, así que era uno más del trío polvorilla; pero claro, a medida que fue haciéndose mayor, empezó a juntarse con sus amigos y nos dejó a nosotras un poco de lado.

Pero no piensen mal, seguía siendo muy bueno y amable con nosotras, siempre dispuesto a alquilarnos una peli en el videoclub del pueblo o a invitarnos en el bar.

Era bastante guapete, lo admito y yo, en aquel entonces tímida y apocada, empecé a notar que me ponía un poquito nerviosa cuando estábamos juntos. Nada de importancia, no piensen mal, porque, al fin y al cabo, me pasaba lo mismo con todos los chicos. Pero, tengo que admitir, que él me hacía bastante “tilín”.

No era culpa mía, era cosa lógica si tenemos en cuenta que mis padres me habían matriculado años atrás en un colegio femenino privado. No es que estuviera interna, ni nada de eso, pero mi contacto con muchachos de mi edad era prácticamente nulo.

Hablando en plata: estaba hecha una pánfila de cuidado.

Clara tenía un poco más de experiencia. Había tenido un novio en Julio del verano anterior, un chico de Madrid que había estado veraneando en el pueblo. Yo aparecí en Agosto, así que no llegué a conocerle, pero, aún así, recuerdo cómo de emocionada me sentía cuando Clara me contaba por las noches lo que habían hecho durante el mes que estuvieron juntos. ¡Si hasta se habían besado!

Yo tenía a Clara en un pedestal y la admiraba profundamente. Me parecía super valiente, sólo porque era capaz de intercambiar tres palabras con un chico sin enrojecer hasta la raíz de los cabellos. Yo era la seguidora en la pareja y siempre hacíamos lo que a ella se le ocurría, cosas que, normalmente, eran tremendamente divertidas.

Adoraba pasar el verano en el pueblo. Me lo pasaba genial con Clara. Además, al no estar inmersas en el caos de la ciudad, gozaba de una libertad que mis padres jamás hubieran permitido en la urbe. Allí era normal quedarnos hasta tarde en el parque, bien entrada la noche, disfrutando de la brisa y la agradable temperatura nocturna, simplemente charlando con amigas, cosa que, en casa, mis padres no me permitían hacer ni por asomo.

Y, además, estaba la piscina. Ese año, mi tía Jimena había comprado una casa en una urbanización del pueblo. En el 90, era la más moderna del lugar, recién construida y ella y mis primos acababan de trasladarse. Clara me había hablado de la piscina por carta y yo estaba que me moría por probarla.

Según me decía, la urbanización era de casas pareadas, de forma que tenían un vecino con el que compartían patio y piscina. Pero, por lo visto, su vecina era una mujer muy mayor que vivía sola, o sea que, en la práctica, la piscina era para nosotros solitos.

Tras mucho insistir, convencí a mis padres de que me dejaran pasar todo el verano con Clara en vez de un único mes como solíamos. Mi tía les dijo que estaría encantada de tenerme allí y como había sacado buenas notas y, además, mis padres tenían que trabajar esos meses (por lo que estoy segura de que, en el fondo, fue un alivio para ellos no tener que encargarse de mí), acabaron dándome permiso.

Como papá estaba ocupadísimo, fue mamá la encargada de llevarme a casa de su hermana en coche, quedándose a pasar todo el fin de semana. Nos lo tiramos prácticamente entero en la piscina, que, aunque no era muy grande, nos sobraba y bastaba para nosotros solos.

El lunes mamá se fue y fue entonces cuando comenzaron mis verdaderas vacaciones.

Me pasaba todo el día con Clara. Salíamos por el pueblo con sus amigas (que ya me conocían de otros años), nos bañábamos en la piscina, tomábamos el sol… era estupendo.

Hasta Diego nos hacía compañía de vez en cuando, sacándonos por ahí a tomar café algunas tardes, conduciendo con mil precauciones el coche de su madre tras colocarle un cartelito con una “L” enorme en el cristal trasero.

Mi primo se mostraba encantador, aunque se sobreentendía que nos sacaba de paseo para que su madre accediera a prestarle el coche, llevándonos casi siempre a donde se reunía su pandilla (en la que había un par de chicas bastante monas), para fardar así un poco por haber sido el primero en sacarse el carnet.

El único lunar de aquellos días eran el par de horas que todos los días tenía que pasarse Clara pegada a los libros siguiendo órdenes de su madre. Había suspendido dos asignaturas y mi tía estaba más que decidida a que aprobara en Septiembre.

Durante esos ratos, me aburría mucho, pues, a esas horas (después de almorzar) el sol caía a plomo en el patio, por lo que no apetecía nada estar en la piscina. Yo me entretenía como podía, viendo un poco la tele, leyendo o, si estaba cansada, echando la siesta.

Un par de veces intenté ayudar a Clara con los estudios, pero, por supuesto, en cuanto estábamos las dos solas nos poníamos a cascar y la pobre no avanzaba nada. Así que tía Jimena acabó prohibiéndonos estar juntas. Los estudios eran sagrados.

Mi tía (viuda desde años antes) era la farmacéutica del pueblo. Hoy en día hay tres farmacias además de la suya (con el turismo el pueblo se convirtió en una pequeña ciudad), pero, en aquel entonces, para menos de 5000 habitantes que había en el lugar, una farmacia bastaba y sobraba. Como era la dueña, habitualmente no se encargaba de abrirla por las tardes (para eso estaba la empleada), por lo que supervisaba personalmente los estudios de Clara. Vaya, que mi pobre prima no se podía escaquear de ningún modo. Normalmente.

Además de farmacéutica, mi tía prestaba otro importante servicio público a sus conciudadanos. Ella, junto a Pepa, la de la peluquería, se encargaba de la emisión, propagación y repetición de todos los chismorreos que circulaban por el lugar, lo que avergonzaba muchísimo a mis primos, aunque a mí me divertía horrores oírla durante las comidas hablando de lo que fulanito o menganito habían dicho o hecho, según le había contado ésta o aquella clienta. Se lo pasaba de fábula.

Pues bien, así estábamos, los cuatro viviendo juntos bajo el mismo techo, pasando un verano tranquilo y delicioso.

Entonces fue cuando estalló la bomba y cómo no, fue mi tía la que vino con el cuento: A Manoli, una de las mejores amigas de Clara, le habían hecho un bombo (valga la redundancia).

¡Imagínense el escándalo! Tía Jimena estaba que no daba abasto. Y lo mejor era que la chica no soltaba prenda de quién demonios era el padre, lo que dio lugar a mil y una especulaciones, para el inmenso regocijo de mi tía (cosa que no habría admitido ni en el potro de tortura).

Y así empezó todo. Una charla en apariencia intrascendente un viernes por la noche con mi prima. Las dos solas, ya bien entrada la noche, en nuestro dormitorio (compartíamos cuarto, con camas gemelas), hablando sobre la pobre Manoli.

Clara, que sabía perfectamente quien era el padre (aunque yo no voy a decíroslo, pues no os incumbe), me estaba dando todos los detalles que conocía de la historia. Yo me sentía un poco alterada, pues, al ser tan modosita, estaba alucinada al enterarme que dos chicos de mi edad, a los que yo conocía en persona… lo hacían.

– ¡Ay, hija! – me decía Clara – ¡Que no es para tanto! ¡Mucha gente lo hace!

– ¡Ya, habló la experta! – respondí yo – ¡Tal y como hablas parece que lo hubieras hecho cien veces!

– ¿Y tú? Bueno, no me extraña que flipes tanto. Si todavía no has besado a ningún chico…

– Y tú sólo a uno. No me llevas tanta ventaja…

Con eso se harán una idea de lo verdes que estábamos ambas en esas cuestiones. Aunque no lo admitiera, para Clara también había sido un tremendo shock descubrir que Manoli hacía ya esas cosas con M… Uy, casi se me escapa.

Estuvimos hablando un buen rato, como hacíamos todas las noches, lanzándonos estocadas la una a la otra. Era nuestra forma particular de esgrima y a ambas nos encantaba. Todas las noches nos quedábamos charlando hasta las tantas y luego nos levantábamos tarde, aprovechando que mi tía se había ido al trabajo y no iba a regañarnos por vagas.

Sin embargo, esa noche, la charla era más trascendente, más importante… estábamos hablando de sexo.

Sí, ya lo sé. Nuestra charla era estúpida y trataba de cosas sin importancia. ¿Y qué esperaban? Si éramos dos niñatas sin ninguna experiencia. Seguro que cualquier chica con esa edad de hoy en día (como Lidia, aaaajj, prefiero no saberlo) se hartaría de reír si escuchara lo tontas e inocentonas que éramos.

Pero, para mí, aquella charla estaba haciendo que me subieran los calores. Nunca antes habíamos hablado de chicos más allá de si eran o no guapos o de si éste o aquel nos habían mirado cuando pasábamos por el parque. Ya me entienden.

Pero esa noche no. La conversación iba sobre los lugares donde lo habrían hecho Manoli y su novio, sobre si habrían estado haciéndolo la otra tarde, cuando llegaron los últimos al parque, sobre si… bueno, se hacen una idea ¿no?

Hoy me río de las cosas de que hablábamos y me admiro de lo inocentes que éramos. Hasta me pregunto si era realmente yo la que estaba allí tumbada, agradeciendo que la luz estuviera apagada para que mi prima no se diera cuenta de lo colorada que tenía las mejillas y pudiera burlarse por ello.

Y entonces lo soltó.

– Pues, ¿sabes qué? Vale que yo tampoco lo haya hecho nunca, pero, al menos, ya le he visto el pito a un chico – me soltó Clara de repente, un poquito picada porque llevábamos un rato soltándonos pullas.

Silencio sepulcral. Sus palabras cayeron sobre mí como una losa. Clara se estaba pasando de la raya, no iba a colarme semejante bola.

– Ya – respondí en la oscuridad – Y yo me lo creo. A otro perro con ese hueso.

De repente, percibí cómo mi prima se movía en su lecho. Se escuchó un clic y la lámpara de la mesilla se encendió, obligándome a parpadear, sorprendida por la repentina luz.

Miré a mi lado y me encontré con el rostro serio de Clara, que me miraba desde su cama, incorporada sobre un costado.

– Te lo juro, Paula. Que se muera mi madre si miento – dijo mi prima, mientras dibujaba una rápida cruz con los dedos sobre su pecho.

Me quedé atónita, sin palabras. Clara había hecho el juramento de los juramentos. Que yo supiera, ninguna de las dos había mentido jamás tras haberlo invocado. La duda empezó a corroerme.

– No mientas. ¿A quién vas a haberle visto el pito tú? No me engañas – insistí con cabezonería.

– Y no una, sino varias veces. Te lo juro.

– Claraaaa – la advertí – Te estás pasando.

Ella no respondió.

– A ver, estúpida. ¿A quién has visto? No irás a decirme que en una foto… – dije, pensando haber encontrado una explicación satisfactoria al misterio.

Clara volvió a quedarse en silencio. Parecía dubitativa, sin animarse a hablar. En sus ojos, se leía el arrepentimiento por haberse ido de la lengua, aunque fuera conmigo.

– ¡Bah! – dije, dejándome caer sobre mi almohada al ver que no hablaba – No me lo creo. Muy graciosa.

– La de Diego – sentenció mi prima – Se la he visto a Diego.

Entonces me eché a reír.

– ¡A tu hermano! ¡Ja, ja! ¡Vaya cosa! ¿Qué me vas a contar? ¿Que le has visto duchándose? ¿O que se le bajó el bañador en la piscina, como te pasó esta mañana cuando se te salió la teta? – exclamé riendo y con la vista clavada en el techo.

– No, tonta – dijo mi prima, hablando muy seria – Me refiero a ver su picha tiesa. Ya sabes… con una erección.

Me incorporé de nuevo como un rayo, mirando a mi prima desde mi cama. Las mejillas literalmente me ardían de rubor, pero, en ese momento, no me importaba que Clara se burlara de mí.

– Mentirosa – sentencié, mirándola con ojos brillantes.

– Y no una sola vez – siguió ella, envalentonada al ver que me había alterado tanto – Se la he visto varias veces.

– No te creo – insistí.

– Y una vez… Incluso se la toqué.

Me quedé con la boca abierta. Clara no era tan buena mentirosa. Normalmente, yo sabía cuándo estaba tratando de colarme una bola. Pero esa vez… Además, estaba tan seria que… estaba empezando a creerla.

Aunque todavía no iba a admitirlo.

– Explícate. Y que conste que no me creo nada – le espeté.

Ella aún dudó unos instantes antes de continuar.

– Jura que no se lo contarás a nadie – me dijo.

– Lo juro – respondí al instante.

– Por tu madre – contraatacó ella, inflexible.

– Lo juro por mi madre – prometí, imitando su gesto de antes.

– Vale – asintió Clara – Te lo voy a contar.

Antes de empezar, mi prima se incorporó en el lecho, arrastrando el trasero por el colchón hasta quedar sentada con la espalda apoyada en la cabecera. Yo, atenta a no perderme detalle, me tumbé vuelta hacia ella, con la cabeza apoyada en la almohada y el brazo debajo.

– A ver, cómo te lo cuento… La primera vez fue hace unos meses.

– ¡Leñe! – pensé para mí – O sea, que es cierto que ha sido más de una vez…

– Era un sábado por la mañana, temprano. No debían ser ni las diez. Yo quería que Diego me prestara un libro. Sabía que lo había terminado el día anterior, pero se había olvidado de dármelo.

Eso cuadraba. A Clara le encantaba leer y hacía cualquier cosa por pillar un libro nuevo. Las mates se le atravesaban, pero la literatura…

– Total, que, como no se levantaba, decidí entrar a su cuarto a buscarlo. Ni iba a enterarse, ya sabes que no se despierta ni con un cañonazo.

– Sí, ya – asentí.

– Pues eso, entré y lo encontré enseguida, sobre su escritorio. Supongo que lo puso allí para dármelo y luego se le olvidó.

– Entiendo – respondí con calma, aunque interiormente me moría de ganas porque entrara en materia de una vez.

– Iba a salir, cuando me di cuenta de que Diego estaba medio desarropado y, como estábamos todavía en invierno, hacía frío, así que me acerqué a ponerle bien las mantas.

– ¡Ay, qué hermanita más cariñosa! – bromeé, tratando de simular estar muy tranquila.

– Calla, tonta – retrucó – Agarré las mantas y estiré, pero, al levantarlas, vi…

Sin darme cuenta, me incorporé un poco, atenta a las palabras de mi prima.

– ¿Qué viste? – pregunté estúpidamente.

Un dragón de Komodo, ¿no te jode?

– Ya sabes… su cosa… – dijo mi prima, enrojeciendo también.

– Su… ¿su pene? – me animé a preguntar.

Clara asintió vigorosamente con la cabeza. Estaba muerta de vergüenza.

– ¿Estaba desnudo en la cama? – inquirí, tratando de hacerme una imagen mental de la situación.

– No, no es eso. No se la vi directamente…

– No te entiendo…

– Lo que vi, fue, bueno… ya sabes. La tenía tiesa y formaba un bulto en su pijama que…

– ¡Pues vaya cosa! – exclamé, volviéndome a dejar caer sobre la almohada – ¡Le viste el bulto en el pijama! ¡Si eso lo vemos todos los días en la piscina!

Nada más decirlo, me di cuenta de lo que acababa de admitir. Clara, con la boca abierta y los ojos como platos, se echó a reír descontroladamente.

– ¡Así que le miras el paquete a Diego cuando va en bañador, ¿eh?! ¡Serás guarra! ¡La próxima vez que te vea haciéndolo se lo digo!

– ¡Guarra, tú! – retruqué, riendo a mi vez – ¡Y ya me estás contando cuándo se la tocaste!

Seguimos un par de minutos riendo y metiéndonos la una con la otra. Por suerte, esa noche de viernes Diego había salido con sus amigos, pues si llega a estar en casa, seguro que habría venido a echarnos la bronca, pues su dormitorio estaba pared con pared con el nuestro.

Aunque, pensándolo bien, con el sueño tan pesado que tenía, igual no se hubiera enterado de nada.

– ¿Y eso es todo? – pregunté, tratando de que Clara retomara el hilo de la narración.

– ¡Qué va! – dijo ella meneando la cabeza – Ya te he dicho que esa fue la primera vez.

– Cuenta, cuenta…

– No sé qué me pasó, me quedé paralizada, sosteniendo las mantas en alto y mirando el bulto que había en su pijama. Estuve así un buen rato. Me sentía extraña, acalorada, no entendía qué me pasaba.

Yo sí la entendía perfectamente. Me sentía igual.

– Entonces Diego se movió en sueños y te juro que faltó poco para que me diera un infarto. Así que salí disparada de allí, con el corazón a cien por hora.

– No es para menos.

– Estaba acojonadita, de veras. Tenía miedo de que Diego se hubiera dado cuenta de algo y me cayera una buena. Pero qué va, cuando bajó al rato, todavía medio dormido, ni siquiera me regañó por haber entrado en su cuarto sin permiso.

– Menos mal.

– Pero yo no podía dejar de pensar en lo que había visto. Yo tenía entendido que, a los chicos, la cosa se les pone dura, ya sabes… cuando están con una chica. Así que les pregunté a las compañeras en el insti…

– ¿Se lo contaste a tus amigas? – exclamé atónita.

– No, no. No di detalles. Sólo saqué el tema. Ya sabes, siempre estamos dispuestas… a hablar de esas cosas. Yo sólo pregunté si a los chicos se les podía poner tiesa cuando duermen y Manoli me dijo que era normal, que los chicos jóvenes siempre se levantan con el pito duro.

– ¡Madre mía! – exclamé sin poderlo evitar – ¡Yo me volvería loca con eso entre las piernas!

– Por lo visto no es para tanto.

– ¿Y estás segura de que la tenía…? Ya sabes… ¿Tiesa? Lo digo, porque, en la piscina, se le marca un poco… A lo mejor lo que viste fue eso…

– No, tonta – respondió Clara, con seguridad – Sé perfectamente lo que vi. Aquello parecía una tienda de campaña.

– ¡Ah! Vale – asentí, mientras trataba de imaginarme el cuadro.

– Durante unos días, no pude dejar de pensar en eso. Sentía mucha curiosidad y… algo más. Así que, al sábado siguiente, lo hice otra vez.

– ¡Ostras! – exclamé, admirando el valor de mi prima.

– Repetí unas cuantas veces, más tranquila cada vez, pues siempre preparaba una buena historia por si Diego me pillaba, pero, como te digo, con lo profundo que duerme, no se enteraba de nada.

– ¿Y qué hacías?

– ¿Yo? ¿Tú qué crees? Nada de nada. Lo único era levantar las sábanas y mirar debajo. ¿Y sabes qué? Manoli decía la verdad, todas las mañana lo tenía tieso como un palo.

– Pero, ¿llegaste a vérselo de verdad o siempre llevaba el pijama?

– Pues verás… A medida que el invierno fue quedando atrás… Imagínate. Ya no usaba las mantas, sólo las sábanas y cuando empezó a apretar el calor… dejó de llevar pijama.

– ¡Oh!

– Y por fin, hace algo más de un mes. Me atreví a vérsela.

Yo miraba alucinada a mi prima, flipando por un tubo como decíamos entonces. No acababa de creerme lo que estaba escuchando y, sin embargo… lo creía.

– Entré con la excusa del libro, como siempre, atenta a ver si estaba despierto. Con el tiempo, había descubierto que las mañanas después de que Diego hubiera salido, eran las más seguras, pues el muy gamberro se toma algunas copas con sus amigotes (que no se entere mi madre, que lo mata) y duerme más profundamente de lo habitual.

– ¡Ah, claro! – asentí, recordando a mi padre por las mañanas después de haber sacado a mamá a cenar – Tiene lógica.

– Pues, ese día, al levantar las sábanas me encontré con que Diego llevaba únicamente el slip. Si vieras cómo se le marcaba el bulto…

No podía ni imaginármelo.

– Estuve mirándole la cara por lo menos cinco minutos, cerciorándome de que estaba dormido. Para estar completamente segura, le di unos toquecitos con el dedo en la mejilla, pero el tío seguía como un tronco.

– ¿Y qué hiciste? – pregunté expectante.

– Me atreví. Con mucho cuidado, agarré la goma del slip y la levanté.

– ¿En serio? – exclamé alucinada.

– Sí, tía. Te lo juro. Y, cuando lo hice, su picha se escapó de inmediato por la cinturilla. Parecía que estuviera viva. Me dio un susto de muerte, a punto estuve de soltar la goma y, si lo hubiera hecho, imagínate el papelón de explicarle a mi hermano por qué le había dado un gomazo en la ingle mientras miraba su picha tiesa.

– ¡Ja, ja! – reí, aunque por dentro no me sentía divertida precisamente – ¿Y cómo era?

– ¿Cómo va a ser? Una picha tiesa. ¿No has visto ninguna en foto?

– Sí, claro – mentí, con tanto descaro que hice sonreír a Clara.

– Es una especie de tubo de carne durísima… se le marcan todas las venas y la cabeza sale de una especie de pellejo que se echa para atrás…

Les ahorraré los detalles de la confusa descripción que me hizo mi prima de una polla empalmada. Pero, se hacen una idea ¿verdad?

– Pero, ¿cómo sabes que estaba dura? – pregunté con ingenuidad.

– ¿No te lo he dicho ya? Porque la toqué…

– ¡Serás guarra! – dije, riendo alborozada, por más que la respuesta no fuera ninguna sorpresa.

– ¡Guarra, tú!

Riendo sin control, Clara y yo nos liamos a almohadazos. El momento íntimo y calenturiento había pasado. Ahora comprendo que, si empezamos a pelearnos en broma, fue para no reconocer que la historia nos había puesto un poquito… lascivas. Era una forma como cualquier otra de disimular la turbación que sentíamos.

Tras unos minutos de reyerta, Clara se rindió, diciendo que era mejor que paráramos antes de que se despertara su madre.

Recuperando el resuello, me dejé caer en mi cama mirando al techo, todavía un poquito alterada por la historia. Entonces Clara largó la segunda andanada.

– ¿Te apetecería verla? – preguntó.

Yo me levanté de un salto, asustada e interesada al mismo tiempo.

– ¿Es que estás majara? ¡Ni loca! – casi grité.

– ¿En serio? Pues parecías muy atenta…

– ¡Calla ya, idiota!

Y me tapé la cabeza con las sábanas. Lo que fuera para que Clara no viera el rubor de mis mejillas.

Segundos después se apagó la luz. Me costó horrores conciliar el sueño.

Lo que no supe entonces, fue que a Clara le pasó lo mismo. Y su rubia cabecita maquinaba un plan…

…………………………………..

Me desperté bien temprano en la mañana. Bueno, más bien me despertó Clara, dándome unos buenos meneos.

– Déjame en paz, estúpida – le espeté, tratando de darme la vuelta e ignorarla – Quiero dormir un rato más…

– Venga, Paula, levanta. ¿No oíste a qué hora llegó Diego anoche? Seguro que ha bebido… Y mi madre se ha ido ya…

Sus palabras tuvieron la virtud de despejarme por completo. Se me quitó el sueño de golpe, pero yo seguí fingiendo ignorar sus intenciones.

– No, no le oí. ¿Y a mí qué me importa?

– Bueno, si quieres ir a verle… la cosa, no habrá mejor ocasión que ésta.

– Pero, ¿te has vuelto loca? – siseé, incorporándome con brusquedad – ¡Yo no voy a hacer eso ni muerta!

– Venga, tonta, si no es para tanto. Además, ya eres mayorcita y es hora de que veas tu primera polla.

El oír a mi prima soltar la palabrota con tanto desparpajo, me turbó notablemente.

– Que no, que paso – me negué – No me voy a meter en el cuarto de mi primo a verle la picha. Imagínate que se despierta. Tu madre me echa de casa y luego mis padres me meten en un convento.

– ¡Te digo que no pasa nada! Diego no se despierta ni aunque se derrumbe la casa. Y, si lo hace, le decimos que hemos entrado a por un libro y ya está. Total, la excusa está sin usar, pues nunca se ha enterado de nada.

– Que no, tía, que no voy. Me moriría de vergüenza.

Entonces Clara, que me conocía como si me hubiera parido, usó el arma con el que siempre se salía con la suya.

– Vale, ya veo que sigues siendo una cría. Si te dan miedo los penes, te vas a quedar para vestir santos. Iré yo sola, da igual.

Muy hábilmente, jugó la doble baza de meterse con mi edad y de dejar tirada a una amiga. Demasiado para mí.

– Ya voy, vale, estúpida. Pero, como nos pillen, lo cuento todo – la amenacé en vano, como ambas sabíamos perfectamente.

– Venga, levanta.

Con mucho cuidado, salimos las dos de la habitación. Esa mañana, mi tía tenía que abrir la farmacia y por eso había salido temprano. Caminando de puntillas, nos acercamos a la puerta de Diego y, tras mirarme un segundo, Clara la abrió, dejando parado mi corazón en el proceso.

Innecesariamente, mi prima se llevó el dedo a los labios, pidiéndome silencio y empezó a entrar al cuarto de su hermano. De repente, se quedó parada y, tras pensárselo mejor, estiró la mano y aferró mi muñeca, para evitar que reconsiderara aquella locura y saliera echando leches de allí.

Con mucho cuidado, las dos entramos sigilosamente al cuarto de mi primo. Como medida de precaución, Clara se deslizó hasta una estantería y cogió un libro, como pretexto por si nos pillaban.

Pero yo apenas si me di cuenta, pues, en cuanto estuvimos dentro, mis ojos buscaron de inmediato el lecho de Diego, donde éste yacía desmadejado, tumbado boca arriba, respirando profundamente.

El corazón me dio un vuelco al comprobar que, efectivamente, Diego no usaba pijama, pues su torso desnudo estaba perfectamente expuesto al tener las sábanas enrolladas en la cintura. Una pierna asomaba por un lado de la cama, descubierta hasta la altura de la rodilla.

No sé por qué, pero, el verle allí tirado, hizo que las mejillas volvieran a arderme y que un agradable calorcillo me recorriera de la cabeza a los pies. No lo entendía, total, ¿no le había visto cien veces en bañador en la piscina?

Sí. Pero aquel momento era mejor, más íntimo… no sé… Ahora puedo decir con sinceridad, que me sentía un poquito cachonda por lo prohibido y peligroso que era lo que estábamos haciendo, pero, en aquel entonces, no acababa de entender lo que me pasaba.

Entonces Clara se acercó, sacándome de mi ensimismamiento. Volviendo a indicarme que no hiciera ruido, se aproximó muy despacio a la cama de su hermano y me hizo un gesto para que me acercara, cosa que hice con el corazón a punto de salírseme por la boca.

Muy despacio, arrimó su mano al borde de la sábana y con desenvoltura (no en vano tenía ya bastante experiencia), la levantó sin titubear.

Y nos llevamos una buena sorpresa.

Efectivamente, todo lo que me había dicho mi prima era cierto. Punto por punto. Diego iba únicamente con slips y su pene estaba erecto.

Lo que nos dejó atónitas fue que el intrépido soldadito de mi primo había salido de exploración, por lo que no estaba escondido dentro de los slips como esperábamos, sino que había escapado por la cinturilla, asomando, gordo y erecto, con su único ojo mirándonos fijamente.

Así fue como vi mi primera polla.

Al ver aquella cosa empalmada entre las piernas de mi primo, comprendí perfectamente las palabras de Clara de la noche anterior. Me quedé paralizada, sin saber qué decir o cómo reaccionar.

Clara, ya curada de espantos, me miraba con una sonrisilla en los labios, viendo divertida cómo su prima era incapaz de apartar la mirada de la erección de su hermano. De hecho, por no ser, no era capaz ni de pestañear.

Sin embargo, no dijo nada, permitiendo que me regalase la vista en silencio, limitándose a mantener la sábana levantada para que pudiera mirar a gusto.

No sé cuanto rato estuvimos así, dos minutos, tres, cinco. No tengo ni idea. Y paramos porque Clara se hartó de tener la mano en alto, que si no, todavía estaríamos en aquel cuarto.

Entonces hizo algo que definitivamente casi me provoca un infarto. Ni corta ni perezosa (y sintiéndose completamente segura de que Diego no iba a despertar), metió su otra mano bajo la sábana y, con mucha delicadeza, recorrió toda la longitud de la erección de su hermano con un dedo, acariciando cuidadosamente la portentosa empalmada.

Yo la miré, alucinada, con la boca abierta. Ella me sonrió con picardía y, aunque no dijo nada, pude leer perfectamente en sus ojos lo que estaba pensando: “Ahora tú”

Volví a mirar el rostro de Diego. Ni se había estremecido. ¿Sería capaz de hacerlo?

Entonces vi que una mano se aproximaba al área de conflicto, pero no, qué va, aquella mano no era la mía. ¿O sí lo era?

Cuando quise darme cuenta, me había inclinado sobre el cuerpo yacente de mi primo y, con sumo cuidado, posé la palma de la mano sobre su carne endurecida.

Clara me miró boquiabierta, al parecer, ella nunca se había atrevido a ir más allá de rozársela suavemente con el dedo. Y ahora llegaba yo, la mosquita muerta y le plantaba toda la zarpa encima de la polla a su hermano. Me sentí exultante al ver que, por una vez, había sido más valiente que ella.

Pero Clara desapareció inmediatamente de mis pensamientos. En cuanto mi palma tocó la pulsante carne, ya no pude pensar en nada más.

Clara había dicho la verdad, estaba durísima. Pero no había mencionado nada de que además palpitaba, latía, podía sentir el corazón de mi primo bombeando sangre allí sin parar.

Y también estaba mojada, húmeda, especialmente en la zona de la punta. Diego se removió en sueños mientras le tocaba, pero yo apenas si fui consciente de ello.

Sin darme cuenta, mis dedos se cerraron alrededor de su polla, aferrándola y describiendo su contorno. La sopesé un instante en mi mano, admirándome de su tamaño y dureza, preguntándome cómo era posible que todo aquello cupiera en el interior de una mujer.

No, bueno, de una mujer cualquiera no. Dentro de mí.

Entonces Clara me aferró por un hombro, sacudiéndome y logrando sacarme de mi estupor. Miré hacia abajo y me di cuenta de lo que estaba haciendo, agarrándole con ganas la polla a mi primo.

Horrorizada, solté mi premio con rapidez y, con el rostro arrebolado, salí prácticamente corriendo de allí, con Clara pegada a mis talones.

– ¡Serás guarra! – exclamó mi prima tras cerrar la puerta de su cuarto tras de sí, mientras yo, avergonzadísima, me arrojaba sobre mi cama escondiendo el rostro entre las sábanas.

– ¡Déjame en paz! – fue lo único que atiné a contestarle.

– ¡Ja, ja! ¿Pero tú te has visto? ¡Si te llego a dejar, le cascas una paja allí mismo, a palo seco!

– ¡Calla ya, estúpida! – exclamé, arrojándole la almohada – ¡No iba a hacer nada de eso!

– ¿Se puede saber qué te ha pasado? Estabas como hipnotizada…

– Jo, tía, no sé – respondí, sentándome sobre el colchón – Ni siquiera me he dado cuenta de lo que hacía. Me sentía muy rara, te lo juro.

– Ya, te entiendo. A mí me pasó igual. No te preocupes, es normal.

Me quedé callada un segundo.

– ¿Tú crees que Diego se habrá dado cuenta de algo? – pregunté.

– ¿Ése? ¡Qué va, tía, tú tranquila! Ni se ha estremecido.

– Mejor.

– Y dime – dijo Clara con una sonrisa ladina en los labios – ¿Cómo te sientes?

¿Que cómo me sentía? Caliente, cachonda, lasciva, incrédula por lo que acababa de hacer, nerviosa… Pero lo que dije fue:

– Bien. Normal.

– ¿En serio? Pues estás roja como un tomate – dijo mi prima, riendo.

– ¡Y tú también! – respondí, un poquito picada.

– Sí, es verdad – dijo Clara, girando la cabeza para echarse un vistazo en el espejo – Pero ni la mitad que tú. Pareces una guiri que hubiera cogido una insolación.

Y nos echamos a reír, lo que me vino bien, pues conseguí relajarme bastante.

– Bueno, dejémoslo ya – dijo Clara – Te espero abajo preparando el desayuno.

– ¿Que me esperas abajo? – inquirí, extrañada – No seas tonta, que voy y te ayudo.

– ¡No, no te preocupes! – rió mi prima – He pensado que quizás necesites algo de tiempo a solas, ya sabes… para quitarte el sofoco…

Mientras me dirigía esas palabras, Clara hizo un gesto lascivo con dos dedos, moviéndolos sugerentemente cerca de su entrepierna. Avergonzadísima al ver cómo se burlaba de mí, le arrojé con fuerza la almohada y salí corriendo tras de ella, mientras huía partiéndose de risa escaleras abajo, rumbo a la cocina.

Tras desayunar y un poquito más repuestas de tantas emociones, regresamos al cuarto, nos pusimos los bañadores y nos fuimos de cabeza a la piscina.

Estuvimos un par de buenas horas en remojo y tomando el sol, más que otros días, pues nos habíamos levantado más temprano de lo habitual.

Diego apareció a media mañana, adormilado y, tras saludarnos como hacía siempre, se fue a la cocina a tomar algo. Un rato después se reunió con nosotras y se dio un chapuzón, todo bastante normal.

Cuando Diego no miraba, Clara se burlaba de mí, haciendo gestos en dirección a su paquete, lo que me divertía y avergonzaba a partes iguales. Al final, acabé intentando ahogar a mi prima en la piscina, mientras su hermano no nos hacía mucho caso, leyendo tranquilamente en su hamaca.

O eso creía yo.

Un poco más tarde de las dos, tía Jimena regresó, cargando dos pollos asados que había comprado para comer (la pobre sabía que, si nos encargaba a nosotras preparar la comida, iba lista) y, como hacía muy bueno, almorzamos en el patio, en una mesa de picnic.

Como hacía todos los días, me puse unos shorts y una camiseta encima del bañador, que total, apenas si estaba húmedo por el calor que hacía. Sé que era una tontería, pero me daba vergüenza comer medio desnuda con mi familia, cosas mías.

Charlamos amigablemente, como siempre, entre risas, salvo quizás Diego, que estaba un poco callado, aunque yo lo atribuí a que se habría pasado de copas la noche anterior.

Y luego, la rutina de costumbre. Aunque era sábado, Clara tenía que tirarse las siguientes dos horas hincando los codos, así que se fue a su cuarto a por sus libros, mientras su madre la esperaba en el salón.

Yo, sin sospechar nada raro, me encargué de fregar los platos que iba trayendo mi primo, que era quien recogía la mesa.

Estaba allí tranquilamente, de fregoteo, pensando en mis cosas, por fin olvidados los escabrosos sucesos de por la mañana, cuando de pronto, Diego se aproximó por detrás y, tras dejar a mi lado el último montón de platos, me dijo simplemente:

– Cuando termines, sube un momento a mi cuarto. Tenemos que hablar.

El alma se me cayó a los pies, las rodillas me flaquearon tanto que estuve a punto de caerme. Si en ese momento se hubiera abierto una sima a mis pies con el averno al fondo, me habría arrojado sin pensármelo dos veces.

¡Dios mío! ¡Diego lo sabía! ¡Me quería morir de vergüenza! ¿Cómo se me había ocurrido hacerle caso a Clara? ¡Me iban a matar por su culpa! Sólo de imaginar lo que dirían mis padres cuando se enteraran de las guarrerías que hacía su hija…

¿Y mi tía? ¿Qué diría? ¿Me mandaría derechita de vuelta a casa? ¡Seguro que mis padres me sacaban del colegio y me metían interna! ¡De cabeza, vamos!

Tardé casi 30 minutos en fregar los platos, de nerviosa que estaba y, por puro milagro, me las apañé para terminar sin romper ninguno. Todavía no me explico cómo lo conseguí, por cómo me temblaban las manos.

¿Qué podía hacer? Se me ocurrió esperar a que Clara acabase, para ir las dos juntas y compartir el marrón. Estuve pensando en ello un buen rato. Pero no, no era justo. Había sido yo la que lo había manoseado y, obviamente, Diego lo sabía, pues quería hablar sólo conmigo.

Finalmente, logré armarme de valor y subí muy despacio las escaleras. Parecía una condenada a la horca subiendo los peldaños del patíbulo. Así me sentía, en serio.

Sin las más mínimas ganas de hacerlo, llamé muy despacio a la puerta del cuarto de mi primo, implorando en silencio porque se hubiera echado la siesta y no respondiese. Mi gozo en un pozo.

– Pasa – se escuchó desde el otro lado de la puerta.

Respiré hondo y entré, con la vista gacha, sin atreverme a mirar a Diego a la cara.

– Siéntate – dijo simplemente, mientras él hacía lo propio directamente sobre su cama.

Obedecí sin rechistar, cogiendo la silla que había frente a su escritorio, aguantando a duras penas las ganas de echarme a llorar.

– A ver, Paula. Supongo que sabes por qué te he llamado.

¿Para qué negarlo? Asentí lentamente con la cabeza, evitando todavía la mirada de Diego.

– Paula, comprende que lo de esta mañana ha sido pasarse un poquito de la raya. Imagínate mi sorpresa cuando me despierto y me doy cuenta de que estabas… bueno, ya sabes… tocándome ahí.

Me quería morir. Hasta ese instante, conservaba la loca esperanza de que Diego quisiera hablarme de otra cosa, de mi regalo de cumpleaños por ejemplo, que estaba al caer. Pero qué va, mi primo se había despertado por la mañana y sabía perfectamente que había estado toqueteándolo.

– Mira, entiendo que estás en una edad en que esas cosas… te interesan mucho. Tienes muchas preguntas y necesitas respuestas, pero no creo que sea apropiado colarte en mi cuarto para… tocarme mientras duermo, ¿no crees?

– No – respondí lacónicamente, con un hilo de voz.

– Yo también pasé por lo mismo a tu edad, me atraían mucho las chicas y no sabía nada de ellas y…

Ya no pude más. Mis lágrimas estallaron en un torrente, interrumpiendo a Diego en plena frase. Posteriormente, con los años, en reuniones con amigos, cuando empezamos con los típicos juegos de confesiones, siempre digo que el momento más vergonzoso de mi vida fue cuando me caí de cabeza en plena clase en segundo de B.U.P y me estampé contra la mesa de la profesora. Miento como una bellaca, la vez que más vergüenza pasé fue durante aquellos agobiantes minutos en el cuarto de Diego.

– ¡Pe… pero, Paula, no llores! – exclamó mi primo, alarmado, levantándose de un salto y tratando de consolarme con palmaditas torpes en la espalda – Pero, chiquilla, cálmate, que no es para tanto. Te estaba diciendo que lo que te pasa es normal y que no tiene importancia. Sólo iba a decirte que no lo hicieras más.

– ¿Qu… qué? – balbuceé, alzando mis ojos vidriosos hacia mi primo – ¿E… entonces no se lo vas a contar a tu madre?

– Pero, ¿estás loca? ¿Por qué iba a hacer eso? ¿Chivarme yo? Tía, parece que no me conozcas. Sólo quería decirte que no lo hagas más…

Trompetas celestiales. Jesucristo en carroza por los cielos. Casi podía escuchar los coros de ángeles cantando gloria.

– ¿En serio? ¿No vas a decir nada?

Diego no dijo nada, simplemente se encogió de hombros e hizo un gesto con las manos, como diciendo: “¿Pero cómo se te ocurre?

Dando un grito de alegría, me arrojé en brazos de mi primo y le abracé con fuerza. No pueden ustedes imaginarse el alivio que sentí cuando comprendí que Diego no iba a abrir la boca.

Los siguientes minutos están confusos en mi memoria. Seguí llorando un rato, de profundo alivio esta vez, mientras le pedía perdón a mi primo una y mil veces y le juraba y perjuraba que jamás volvería a hacer una cosa semejante.

Un rato después, los dos estábamos sentados en la cama, de través, con los pies asomando por un lado del colchón y la espalda apoyada en la pared. Me sentía más calmada, aliviada al saber que Diego iba a guardar el secreto y nadie iba a enterarse de lo que había hecho.

– Diego, en serio – le dije con toda el alma – Gracias por no decir nada, ni echarme la bronca. Estoy muy avergonzada por lo que he hecho y…

– Déjalo ya, tonta – me interrumpió – Ya te he dicho que no pasa nada. Tú no lo hagas más y punto.

– Te lo prometo – juré, haciendo nuevamente el signo de la cruz en mi pecho.

Nos quedamos callados unos instantes, hasta que Diego rompió el silencio.

– Fue idea de Clara, ¿a que sí?

– No, bueno, yo… – balbuceé sin saber qué decir, no queriendo traicionar a mi prima.

– Y me parece a mí que no es la primera vez que lo hace. Vengo sospechando algo raro desde hace algún tiempo…

Leches. Y Clara que creía tenerlo todo tan bien calculado.

– Es como si lo viera. Mi hermanita anda últimamente un poco salida y bueno, ya sé que estáis en la edad, pero no me gustaría que acabara como su amiga Manoli.

– No, claro – asentí, sin admitir nada.

– Seguro que te convenció para tener una aventurilla. Y tú, como siempre bailas al son que ella marca….

Aquello me molestó un poco. Supongo que por tratarse de la verdad pura y dura.

– Pues no te creas que fue todo idea suya. No tuvo que obligarme ni nada.

– O sea, que tú también estás un poco salida, ¿eh? ¡Ja, ja! – se burló Diego, tratando de relajar el ambiente, dándome un ligero codazo.

– Eres idiota – respondí, enfurruñada.

– Venga, Paula, no te cabrees, que estaba bromeando. La verdad es que me da igual de quien fue la idea. No lo hagáis más y punto. He querido hablar con vosotras por separado, para que os fuera más fácil. Ya hablaré luego con ella…

No sé por qué, pero el hecho de que Clara se enterara de aquello me molestó. Prefería que fuera un secreto entre los dos.

– Porfa, Diego, no le digas nada a tu hermana. La pobre está muy preocupada por lo de Manoli y sólo quería que nos riéramos un rato… Al fin y al cabo ella no hizo nada… Fui yo la que te tocó.

Al decir aquello, enrojecí hasta la raíz de mis cabellos, apartando la vista, avergonzada.

– Ya, ya lo sé – dijo él, aparentando no haberse percatado de mi rubor – Y, ¿por qué lo hiciste?

El corazón me dio un vuelco y empezó a latirme otra vez a mil por hora. Estaba nerviosísima de nuevo, pero, sin estar muy segura de por qué, no quería que aquella conversación terminara.

– No lo sé – respondí, diciendo la verdad a medias – Sentía curiosidad y eso… no sé.

– Ya veo – asintió él – Oye, Paula. Tú nunca has tenido novio, ¿verdad?

– ¿Y qué si no? – respondí, poniéndome a la defensiva de inmediato.

– Nada, no pasa nada. Simple curiosidad. Entiendo que entonces no sabes mucho sobre sexo, ¿no?

Meneé la cabeza, abochornada, aunque deseando seguir con la charla.

– No. No sé nada. Bueno, a veces he hablado con amigas… y con tu hermana…

– Comprendo – dijo él, muy serio – ¿Y tus padres no te han explicado nada?

– ¿Mis padres? – dije, sonriendo con socarronería – ¡Ni pensarlo! Antes se mueren que hablarme de esas cosas.

– No, si te entiendo. Mi madre es igual.

– ¿Y cómo aprendiste tú? – me atreví a preguntar.

– ¿Yo? ¡Bueno, chica, no vayas a creer que soy un experto! – rió – Pues, supongo que como todo el mundo, con amigos y eso. Y también con revistas…

– ¿Revistas? – exclamé sorprendida – ¿Revistas guarras?

Diego se carcajeó al escucharme decir aquello.

– Pues sí, hija, revistas guarras – asintió – Qué quieres, a todos los jóvenes nos interesan esas cosas… Las revistas están muy lejos de la realidad, pero bueno, cuando estás en plena pubertad, te mueres de ganas de ver culos y tetas, así que las revistas son una buena válvula de escape.

“Lejos de la realidad” había dicho. No se me había escapado.

– ¿Qué quieres decir? – pregunté sin pensar – ¿Cómo sabes que no son reales? ¿Es que tú ya lo has hecho?

Diego se calló de repente, mirándome muy serio. Yo me quedé muda, atónita por mi propio desparpajo para haber sido capaz de soltarle aquello a mi primo. Por un instante, pensé que se había molestado, pero entonces, me sonrió y, encogiéndose de hombros, respondió con sencillez.

– Pues sí, Paula. Yo ya lo he hecho. Aunque eso no sea asunto tuyo – me reprendió.

– Perdona – dije compungida.

Aunque, en el fondo, me encontraba sorprendidísima y admirada al saber que Diego, el mismo que un par de años atrás me enseñaba a subirme a los árboles, lo había hecho ya con una chica. O quién sabe, quizás con más de una. Me sentí emocionada.

– Bueno – dijo entonces mi primo, un poquito turbado por los derroteros que había seguido la conversación – Ya es hora de que vuelvas a tu cuarto. Quiero echarme la siesta.

¡Leches! Yo no me quería ir, estaba siendo la conversación más interesante de los últimos tiempos. No sabía qué inventar para seguir hablando un poco más, así que dije sin pensar:

– Oye y volviendo a lo de esta mañana. Si estabas despierto, ¿por qué no dijiste nada?

Diego se quedó callado, muy serio y me pareció que se ponía un poquito colorado.

– Bueno, verás – dijo, un poco dubitativamente – Al principio sí que estaba dormido y no me enteré de nada. Luego, me despertaron los ruidos y vi que estabais trasteando por el cuarto y se me ocurrió pegaros un susto. Pero claro, cuando comprendí lo que estabais haciendo… no supe cómo reaccionar… me dio vergüenza y no supe qué hacer.

Mentía. No sé cómo lo supe, pero estaba segura de que mentía.

– Vale, basta ya de charla – dijo incorporándose, decidido a librarse de mí de una vez.

– Diego.

– Dime.

– ¿Me enseñarías una de esas revistas?

Todavía hoy en día no me explico cómo fui capaz de pedirle aquello. Era impropio de mí; yo nunca era tan echada para delante (aunque fui mejorando aquel verano. Mejoré mucho y rápido. Vaya si lo hice).

Mi primo se quedó parado, mirándome muy serio, sin saber qué decir.

– Venga, primo. Todo lo que has dicho es verdad. Siento mucha curiosidad. Porfaaaa – canturreé, como hacía siempre que quería conseguir algo del chico – Te juro que no se lo diré a nadie. Ni Clara lo sabrá.

– Júramelo.

Me quedé estupefacta. No me esperaba que accediera tan fácilmente. No podía creérmelo.

– ¡Te lo juro! – afirmé con rapidez – ¡Que me muera si miento!

– Y tanto que te mueres – dijo él, muy seriamente – Como te vayas de la lengua te ahogo en la piscina. Si mi madre se entera de que te he prestado una revista porno, me tira al río, pero antes te liquido.

– ¡Vale! ¡Vale! ¡Te lo prometo! – exclamé ilusionada.

Diego caminó hacia una estantería en la que se amontonaban sus libros de texto. Pensé que era un buen escondite, pues ni de coña se iba a acercar Clara a libros que fueran para estudiar.

Mi primo, tras pensárselo un segundo, sacó un tremendo libraco de física de uno de los estantes y, tras abrirlo, sacó de entre sus páginas una revista. No me dio tiempo a ver su portada, pues Diego de inmediato hizo un rollo con ella, apuntándome muy serio con el mismo.

– Paula, te dejo esto con la condición de que no le digas nada a nadie. Entiendo que estás en la edad y que no tienes a nadie que te oriente en estas cuestiones. Quiero que me la devuelvas en unos días sin falta y sin que se entere nadie. Si te pillan con ella, te inventas un rollo. Que es tuya y la has traído en tu maleta, por ejemplo.

– Entonces, ¿me la puedo llevar?

Me había hecho a la idea de que Diego me dejaría echarle un ojo allí mismo, en su cuarto. Ni por un momento se me había ocurrido que me diera permiso para llevármela.

– Claro – dijo él con sencillez – Supongo que preferirás verla a solas, ya sabes, por si te entran ganas de…

Mientras decía esto, Diego no me miró directamente. De pronto, comprendí a qué se refería y me entró de nuevo un corte que te mueres. Aún así, fui capaz de alargar la mano y aferrar la revista enrollada que mi primo me tendía, aunque estaba pasando una vergüenza del copón.

– Sí, bueno… – balbuceé – Tú tranquilo, que no diré ni pío. Sólo voy a echar un vistazo… No voy a hacer nada…

– Ya. Claro, claro – dijo él, sonriendo levemente – Lo que tú digas. Yo tampoco hice nada la primera vez que pillé una revista porno, je, je. Tú, haz lo que quieras.

Ahora sí que tenía ganas de salir de allí. Muchísimas de hecho. Aturrullada, me despedí como pude de él, dándole mil gracias por no haberse chivado y por el préstamo.

Con el corazón a mil por hora, salí de su cuarto, haciendo un esfuerzo sobrehumano para no salir disparada hacia el mío. Cuando estuve dentro, cerré la puerta y me quedé unos instantes con la espalda apoyada en la madera, tratando de serenar mis latidos.

– Leches – pensé en silencio – Pero, ¿qué se habrá creído que voy a hacer? Sólo voy a echarle una miradita…

Miré la hora del reloj. Bien, todavía faltaba un rato para que Clara terminara su sesión de estudios. Tenía tiempo de echarle un ojo a la revista.

De un salto, me arrojé encima del colchón, colocándome de costado con la cabeza apoyada en la mano. Dejé la revista frente a mí, sobre la cama y ésta se desenrolló de inmediato, permitiéndome realizar el primer examen de la portada.

Es curioso, con el paso de los años, me he olvidado por completo del nombre de la publicación, pero, en cambio, recuerdo a la perfección las fotografías que tenía.

Me quedé con la boca abierta, mirándolas. En el centro, aparecía una rubia bastante guapa, con un par de tetas impresionantes. La joven iba vestida únicamente con un liguero y medias azules, además de una especie de pañuelo rojo atado al cuello y un extraño gorrito también azul en la cabeza.

Pero lo interesante no era su aspecto, sino su posición. La chica estaba completamente despatarrada en la portada, subida en el regazo de un hombre sentado en un sofá, bajo ella. Supongo que la chica estaba clavada en la erección del hombre y digo supongo porque en realidad no se veía.

Justo en la entrepierna de la pareja había impreso un enorme círculo rojo que tapaba todo el asunto, y, dentro del círculo, en letras grandes se podía leer: “Julia, la azafata caliente. Reportaje gráfico en el interior”.

¡Claro! ¡El gorrito era de azafata! ¡ Ya decía yo que me sonaba!

Repartidas por el resto de la portada, había fotos de menor tamaño, de varias mujeres de buen ver, todas con las tetas al aire y alguna… con algo más. Comprendí que era una especie de anticipo, para que pudieras hacerte una idea de lo que ibas a comprar si adquirías aquella revista.

Sin perder más tiempo, pasé la página. La contraportada estaba llena de anuncios de productos cuyo uso yo desconocía por completo y de otras publicaciones del ramo. En la siguiente hoja, había un índice, indicándote el número de página en que empezaban los distintos reportajes. El de Julia ocupaba las páginas centrales.

Aunque me moría de ganas por ver a Julita y a su amigo en acción, decidí tomármelo con calma, así que pasé la hoja.

El primer reportaje era sobre una mujer morena, con unos pechos más semejantes a los de una vaca que a los de una hembra humana. En la primera foto aparecía vestida con una negligee de color rojo, completamente transparente, que permitía ver perfectamente que la señora llevaba únicamente las bragas debajo.

Normal, con semejantes tetas, un sujetador debía salirle por un ojo de la cara.

En la segunda foto, la buena señora ya iba sólo con las bragas y en la tercera… ¡Ala! ¡Pelambrera al canto! La mujer tenía un bosque bien frondoso entre las piernas. No pude evitar pensar en mi propio bosquecillo. Hacía años que ya tenía pelo allá abajo, pero ni de lejos lo de aquella buena mujer.

En aquel momento, me sentía más divertida que otra cosa. Pensaba que aquello no era para tanto, total, una tía cuarentona enseñando las domingas y el chumino en unas fotos; además, una no demasiado atractiva.

Pasé las páginas con rapidez, saltándome el primer reportaje y un par de páginas de anuncios. El segundo también estaba centrado en una chica, pero una muchísimo más guapa que la anterior.

Morena, pelo sobre los hombros, ojos azules y un tipazo… además, las fotos eran de una calidad infinitamente superior. Estaban hechas en el campo, en el exterior de un granero. Al principio, la chica iba vestida de campesina, con camisa a cuadros y un peto vaquero.

A lo largo de varias ilustraciones, la chica iba desvistiéndose progresivamente, hasta quedar en pelota picada. Las últimas fotos estaban hechas sobre una paca de paja, en el interior del granero. Eran unas fotos bastante artísticas, que me gustaron mucho, pues la chica, a pesar de estar desnuda, no adoptaba poses obscenas (no como la anterior, a la que parecía habérsele perdido algo en la pelambrera, pues en todas las fotos salía explorándola con los dedos). Y, encima, era una auténtica preciosidad. La envidié un poco.

Además, me sorprendió mucho ver cómo llevaba recortado el vello púbico. Porque, obviamente, el pelo no le crecía así de forma natural, ¿o a alguna de vosotras os crece el vello en la entrepierna en forma de corazón, eh, chicas?

Así fue cómo descubrí que muchas mujeres se depilaban ahí abajo. Hoy es el pan nuestro de cada día (sospecho que hasta mi Lidia lo hace), pero, en el 90, no era algo tan corriente. Al menos aquí en España no.

Me di cuenta de que la boca se me había quedado seca y empezaba a sentir un calorcillo en mi interior que…

Meneé la cabeza y seguí a lo mío. Pasé, esta vez más rápidamente, un tercer reportaje con chica desnuda. Rubia esta vez.

Y por fin llegué. Tras pasar otra página repleta de anuncios, me topé con Julia, en una foto que ocupaba la página entera, sonriente con su elegante uniforme azul de azafata, con el pañuelo correctamente anudado y el simpático gorrito inclinado graciosamente sobre su rubio cabello, perfectamente recogido en un moño muy profesional.

Con mano temblorosa, pasé muy despacio la página. A diferencia de los anteriores reportajes, el de Julia era toda una historia, con columnas de texto por doquier que explicaban en detalle lo que acontecía en la fotos.

Pero, en ese instante, a mí me importaba un pimiento quién era Julia y qué hacía en aquella habitación. Yo sólo quería VER.

A continuación, Julia se iba quitando la ropa en varias tomas, hasta quedar únicamente con la falda, el pañuelo y el gorrito. En la última foto del striptease, la rubia aparecía acuclillada, las piernas bien abiertas, exhibiendo el coño con una amplia sonrisa en el rostro.

Pasé la página y, para mi sorpresa, Julia estaba de nuevo vestida por completo, con el uniforme correctamente abrochado. La novedad era que ya no estaba sola, sino que la acompañaba un morenazo guapísimo, vestido de piloto. La chica, muy zalamera, estaba muy próxima al hombre, sobre cuyo pecho había ubicado despreocupadamente una mano, como si estuviera calibrando sus pectorales.

En la siguiente instantánea, el piloto besaba en el cuello a la joven, que se reía echando la cabeza hacia atrás, sin dejar de acariciar el masculino pecho.

La serie continuaba con la pareja desnudándose mutuamente de forma progresiva, mientras el macho, poniéndose cada vez más a tono, magreaba las diferentes porciones de carne femenina que iban quedando expuestas, mientras su dueña reía y ponía cara de gusto ante los magreos.

Entonces, volví la página y me quedé unos instantes con los ojos clavados en la siguiente foto.

Julia, muy colaboradora, se había arrodillado justo delante del piloto, mientras éste acababa de librarse de su corbata y camisa, mostrando su torso desnudo. La chica, sin perder tiempo, había posado su mano justo en la entrepierna del afortunado hombre y palpaba lascivamente la tela, como tratando de hacerse una idea del calibre del arma que había debajo.

La duda duró bien poco, pues en la siguiente toma Julita ya había sacado el miembro del piloto y lo empuñaba con maestría, mientras sonreía ampliamente a cámara.

La boca se me quedó seca. Mi segunda polla, aunque aquella estuviera impresa en papel. Mirando cómo Julia se aferraba al instrumento, regresaron a mi mente las imágenes de por la mañana de forma muy vívida, cuando yo misma había palpado y sobado el pene de Diego.

Algo se agitaba dentro de mí, me sentía rara, febril, casi como por la mañana en el dormitorio de mi primo.

Muy despacio, pasé la página y me encontré con algo que me hizo dar un respingo de sorpresa, dejándome con la boca abierta. Todo lo contrario que Julita, que tenía la boca bien cerrada, mientras sus labios rodeaban sin asco alguno la tiesa picha del piloto.

– ¿Con la boca? – exclamé incrédula, en la soledad del cuarto – ¿Se la va a meter en la boca?

Y tanto que iba a hacerlo. En la siguiente fotografía, Julita había absorbido más de la mitad de aquel rabo entre sus labios, tragándose sin rubor alguno una extraordinaria ración de carne. Ya no miraba a la cámara, sino que había cerrado los ojos, luciendo una expresión de gozo tan intensa que me trastornó.

Aunque, si la chica ponía cara de estar disfrutando con la polla del hombre en la boca, la cara del mismo era todo un poema. Tenía la boca abierta, jadeando, con una expresión de placer tan intensa, que resultaba hasta cómica. Ya iba con el torso completamente desnudo, lo que me permitió recrearme con sus bien esculpidos músculos, completamente faltos de vello. Me acordé de papá, que tenía pelo hasta en las orejas, así que supuse que el hombre también se afeitaba el cuerpo, como la campesina del corazón.

Durante un par de fotos más, Julia se entregaba con pasión a la tarea de chuparle la polla al piloto. Obviamente experta en esas lides, las manos de la chica no permanecían ociosas, sujetando con una la erecta verga (supongo que para que no se escapara) y frotándose vigorosamente entre las piernas con la otra, manteniéndolas bien abiertas.

– ¡Jo! – pensé – ¡Mira cómo se toca el coñito! ¡Qué cara de gusto pone!

Y claro, una cosa lleva a la otra, así que se me ocurrió que no hacía mal a nadie si la imitaba un poco.

Sin pensármelo más, llevé una mano hasta el borde del short, tratando de colarla por la cinturilla. Como me iban un poco estrechos, era incómodo meterla, así que, levantando el culo del colchón, abrí el botón y bajé la cremallera.

En un único movimiento, volví a recostarme en el lecho, mientras mi inquieta mano se colaba dentro de la braguita del bañador y realizaba una primera exploración.

Tuve que morderme los labios para no dar un grito de placer cuando mis dedos rozaron la trémula carne entre mis piernas. Sin darme cuenta, apreté los muslos con fuerza, atrapando mi mano en medio, haciéndome sentir con más intensidad.

Sorprendida, noté por el tacto que estaba literalmente chorreando; nunca me había mojado tanto al masturbarme. Estaba cachonda perdida. Desde luego, mucho más que cuando lo hacía con la foto del actor o cantante de turno.

Sin acabar de creérmelo, saqué mi mano de nuevo al exterior, comprobando que, efectivamente, mis dedos estaban pringosos de mis propios jugos de hembra caliente.

No me hice esperar más y, de inmediato, devolví la mano a su cálido escondrijo entre mis piernas, comenzando a acariciarme muy suavemente.

Como ya no podía usar esa mano para pasar las páginas, tuve que cambiar de postura, incorporándome hasta quedar recostada sobre la almohada. Y todo esto sin dejar de acariciarme la vulva, soy muy mañosa para esas cosas, ja, ja.

Una vez instalada con comodidad, volví a centrar mi atención en las aventuras de Julia, tocándome muy suavemente, disfrutando de una placentera paja en soledad.

La azafata, a la que habíamos dejado con medio kilo de carne embutido en la garganta, pronto decidió que ya estaba bien de tanto chorizo y que ahora tocaba almeja.

Al pasar la página, la joven yacía despatarrada sobre el sofá, la blusa del uniforme abierta para que se vieran bien sus fenomenales pechos y brindándole en bandeja su vagina al guapo piloto, que la observaba de pié, esgrimiendo una tremenda erección, brillante por la saliva de la joven.

– Ahora le toca a él – exclamé, al ver cómo en la siguiente foto el piloto incrustaba la cara entre los muslos abiertos de la chica y empezaba a devolverle el favor.

La cara de Julita era un poema. Si antes me había parecido que ponía cara de gusto con la polla en la boca, ahora expresaba un auténtico paroxismo de placer. Empecé a preguntarme si realmente sería tan placentero que te chuparan allá abajo. A mí me daba un poco de asco, porque aquello debía saber mal ¿no?

Sin dejar de acariciarme, volví la página y me encontré con que la pareja entraba ya realmente en materia. No sé por qué, todos aquellos juegos previos no me parecían sexo realmente, porque para eso había que meterla, ¿verdad?

Y ellos no se hicieron de rogar. El piloto empitonó a Julia de inmediato, metiéndole media verga en el chichi, mientras ella resoplaba de placer.

Mi mano había ido poco a poco y sin que yo me diera cuenta incrementando el ritmo en mi coñito, con lo que ya me estaba haciendo una soberana paja. Y pensar que le había dicho a Diego que no iba a hacer nada… ¡Ja!

Durante sucesivas tomas, la pareja se dedicó a follar alegremente sobre el sofá. Para combatir la monotonía (cosa totalmente innecesaria, pues yo estaba cualquier cosa menos aburrida) adoptaban diferentes posturas: él encima, los dos tumbados con él detrás, ella cabalgando mirando hacia la cámara, la piragua, que es lo mismo, pero de espaldas…

Y entonces fue cuando se puso a cuatro patas. La foto me gustó, pues Julia miraba hacia la cámara, con las tetas colgando como melones (supongo que de situaciones como esa viene la expresión) con una sonrisilla titubeante en los labios, que me hizo preguntarme qué vendría a continuación. El macho tenía una rodilla sobre el sofá, mientras su otro pie se mantenía en el suelo. Estaba erguido, la espalda recta, de forma que exhibía impúdicamente a cámara la tremenda empalmada que llevaba.

Empecé a desear ser Julia. Pero se me pasó de golpe.

– ¿Por el culo? – casi grité, estupefacta cuando, al volver la página, me encontré con un enorme primer plano de la acción, en el que se veía cómo un buen trozo de rabo se clavaba sin remisión en el ano de la chica – Pero, ¿cómo es posible? ¡Se la ha metido por el culo!

Y tanto que lo había hecho. No podía creer lo que veían mis ojos. Aquello no podía ser. Era imposible. Jamás había escuchado que esas cosas se hicieran (como ven, era bastante estúpida y jamás me había parado a pensar en el sexo entre hombres).

¡Por el culo! Increíble, aquella tía estaba loca. Pero Julia, ¿cómo has podido? ¿A quién se le ocurre?

Ilusionada, volví a clavar los ojos en la revista, deseando saber qué pasaba a continuación. La pareja volvía a cambiar de postura, pero manteniendo la verga del piloto bien metida en el culito de la chica. Yo me preguntaba si aquello no debía de dolerle, aunque, a juzgar por la cara de gusto de la muchacha, no parecía molestarle mucho que estuvieran usando su orificio de salida como entrada.

Y el maldito gorrito… Ni dándole pollazos por el culo conseguía el tipo que se le cayera de la cabeza.

Mi mano, literalmente buceaba en mi encharcada entrepierna. Me encontré mordiéndome de nuevo los labios, para no empezar a berrear de placer. Volví la página y la cosa estalló. Literalmente.

El piloto, con la boca abierta en una especie de espasmo, había desenfundado su verga de la retaguardia de la joven, sobre cuya grupa aparecían varios churretones de una sustancia blancuzca, en una cantidad tal que me dejó sobrecogida.

Supuse con acierto que aquello era semen. Lo que echaban los chicos cuando se “corrían”, como decía Marga, una amiga del colegio. ¿Le pasaría lo mismo a Diego?, me pregunté.

El reportaje acabó, pero yo no pasé de página. Seguía hipnotizada por la escena de la eyaculación del hombre, mientras me preguntaba si era normal que echaran tanto.

¿Cómo sería? ¿Tendría sabor? ¿Estaría frío o caliente? ¿Sería pegajoso? Y, sobre todo, ¿qué se sentiría si te la metían por el culo?

Y lo hice. Sin pensármelo más, llevé mi mano libre hasta mi espalda y colándola por detrás, me metí un dedo en el ano. Pegué un respingo del demonio, mientras mi cuerpo se tensaba como un arco. Y entonces me corrí. Como una burra. Fue el orgasmo más intenso que había experimentado hasta entonces.

Para evitar que se oyeran mis berridos, aplasté la cara contra la almohada y entonces pude gritar a gusto el placer que estaba sintiendo. Mis dedos siguieron jugueteando inquietos, en mi culo y en mi coñito, alargando enloquecedoramente la monumental corrida que me estaba pegando.

Por fin, agotada, me derrumbé sobre el colchón, jadeando, sintiendo cómo la sangre me latía en los oídos, los ojos muy cerrados para sentirlo todo con más intensidad.

Muy despacio, retiré las manos de sus acogedoras cuevas y me miré los dedos con incredulidad. Estaban empapados, incluso el que había tenido metido en el culo. Estaba literalmente echa agua en las entrañas.

– Jo, qué pasada… – jadeé, tumbándome boca arriba, intentando calmarme y recuperar el resuello.

Le debía una a Diego. Madre mía. Si llego a saber cómo era esto… me habría pillado una revista de esas mucho antes. Que le dieran mucho al Superpop. Nunca había estado tan cachonda.

Pero, ¿sería mejor que hacerlo con alguien? ¿Más intenso? Julia parecía habérselo pasado de fábula; vale que era una actriz, pero las caras que ponía…

Entonces escuché la voz de mi prima, que me llamaba desde el piso de abajo, sobresaltándome. Asustada, miré el reloj y vi que la hora de estudio había terminado. Habitualmente, en cuanto eso pasaba yo bajaba a reunirme con Clara, para ir de nuevo un rato a la piscina; pero, esa tarde, se me había ido el santo al cielo. A saber por qué.

– ¡Paula! – aullaba mi prima – ¿Te has muerto o qué?

Me di cuenta de que su voz sonaba más nítida, con lo que comprendí que subía a buscarme.

Como un rayo, escondí la revista bajo la almohada y me tumbé de nuevo, fingiendo dormir.

Lo hice justo a tiempo, pues en ese instante la puerta se abrió y Clara entró en el cuarto como un huracán.

– ¡Despierta ya, pava! – exclamó, dándome un puntapié – ¡Vamos a darnos un baño rápido y luego salimos a dar una vuelta por ahí!

Fingiendo haberme quedado frita, simulé despertarme con pereza, estirándome voluptuosamente. Entonces Clara se quedó mirándome y sus ojos parecían mostrar cierta preocupación.

– Oye, Paula, ¿estás bien? Estás muy colorada, ¿no tendrás fiebre?

Sin esperar respuesta, mi prima se inclinó y posó su mano en mi frente.

– Sí que parece que estás un poco caliente. ¿Llamo a mi madre?

– ¡No! – respondí con nerviosismo – Me encuentro perfectamente. No sé, hace calor en el cuarto, habré sudado un poco mientras dormía.

– Sí, será eso – dijo mi prima, mirándome con una expresión extraña en el rostro.

Superado el incidente, bajamos las dos a darnos un último chapuzón. Tuve que tener especial cuidado antes de meterme en el agua, pues, cuando me quité la camiseta, me di cuenta de que seguía empitonada y mis pezones se marcaban claramente en el bañador.

Por suerte, Clara estaba de espaldas y no se dio cuenta, si no habría tenido que soportar sus burlas toda la tarde.

Estuvimos poco rato en el agua, pues Clara quería salir a encontrarnos con sus amigas. Justo cuando salimos, apareció Diego en el patio en bañador y, en cuanto le vi, me puse colorada como un tomate, sin atreverme a mirarle directamente.

Mi primo, sin poder evitarlo, me dedicó una sonrisilla a costa de mi rubor, lo que me hizo enrojecer todavía más. Era obvio que el chico sabía perfectamente lo que había estado haciendo. Pensándolo bien, era muy posible que me hubiera oído a pesar de mis precauciones, pues su cuarto estaba pegado al nuestro.

Sin despegar los ojos del suelo y abochornadísima, salí disparada al cuarto para coger ropa para poder darme una ducha y largarme de allí, cosa que hicimos poco después. Me sentí aliviada al no tener que enfrentarme aquella tarde con Diego.

Pasamos la tarde con la pandilla de Clara, charlando y riendo relajadas. Por supuesto, el tema de conversación fue Manoli y su problema. Algunas de las chicas no sabían la identidad del padre, así que Clara y las que sí lo sabíamos, nos convertimos en el foco de atención.

Lo pasamos bien. Y luego yo me dedicaba a reírme de mi tía por chismosa. ¡Ja!

Aquella noche dormí como un lirón. Estuvimos charlando hasta tarde, como siempre, pero menos de lo habitual, pues estaba muy cansada.

Tras apagar la luz, estuve rememorando los acontecimientos del día, mientras mi mano palpaba la revista que ocultaba bajo la almohada. Y así me dormí.

CONTINUARÁ

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