Al llegar a casa al atardecer, pasé casi sin saludar a mis padres con rumbo hacia mi habitación.  Me preguntaron algo acerca de cómo había estado mi día y no sé qué contesté.  Me encerré en mi habitación y me dejé caer en la cama sintiéndome terriblemente baja… y sucia.  Yo, Luciana Verón, estudiante siempre brillante y de personalidad segura y bien formada, había sido degradada al punto de sentirme la peor basura del mundo y todo había sido obra de una muchachita rubia con aires de engreída… Las sensaciones se encontraban y chocaban, tanto que en algún momento lloré… pero también en algún momento me toqué, me acaricié el sexo mientras a mi mente acudía el recuerdo de cada una de las escenas vividas en el buffet y en baño de la facultad.  Reconstruí todo mentalmente mil veces porque hasta tenía temor de olvidarme de algún detalle con el correr de las horas… ¿Y qué habría sido de Tamara?  No la vi al irme; claro, yo no asistí la clase que aún nos quedaba y quizás ella sí lo hizo… o tal vez no; ignoro qué tan turbada pudiese estar ella ante lo que había presenciado.
          Permanecí en la habitación hasta asegurarme de que ya no había movimientos en la casa; mi madre me llamó a cenar, pero le dije que no me sentía bien… Se preocupó, obviamente, como toda madre, pero le dije que ya se me pasaría, que cenaran sin mí y que yo vería después cómo me las arreglaba.  Ya era más de medianoche cuando me cercioré de que nadie estaba aún levantado y salí finalmente del cuarto.  Lo primero que hice fue darme una ducha…y debo admitir con vergüenza que el hecho de hacerlo era una necesidad (ese día había sido orinada nada menos) pero al mismo tiempo sentía pena porque no quería eliminar de mi cuerpo los vestigios que pudiesen quedar de la meada que Loana me había propinado, como si se tratase de haber sido rociada con el néctar de una diosa… Una vez duchada me dirigí hacia la cocina… Estaba a punto de abrir la heladera para rescatar algo, pero la verdad era que no tenía hambre… Tantas sensaciones nuevas vividas en un solo día me habían cerrado el estómago… En lugar de ello fui a buscar mi notebook; entré otra vez a ver el facebook de Loana, ése que se me presentaba inaccesible y sin poder ver nada de lo que en él había.  Me quedé subyugada con la única foto que podía ver, es decir la del perfil.  Sólo se veían su rostro y tórax, aparentemente sentada y acodada en algún lado, luciendo ese aire orgulloso y diríase despreciativo que era tan característico en ella.  Guardé la foto como archivo en mi notebook y, más aún, la puse como fondo de pantalla… Ello aumentaba la sensación de sentirme vigilada, controlada y poseída… Realmente no podía pensar en otra cosa que no fuese en Loana: ¿en dónde estaría ahora? ¿en su casa tal vez? ¿haciendo qué? ¿estaría en su cama? ¿desvistiéndose para acostarse?  Dios… las imágenes se me venían a la mente y yo sólo quería estar allí, quzás preparando la cama o quitándole la ropa para luego permanecer toda la noche de rodillas junto a su lecho mientras ella dormía… ¡Qué pensamiento enfermo! ¿En qué me había convertido? ¿Adónde había ido a parar mi dignidad?
         Dirigí mi atención a la foto de portada que, sacando la de perfil, era lo único a lo que prácticamente podía yo tener acceso.  Si no había reparado más detenidamente en dicha foto antes, era porque no se trataba de ninguna imagen de ella, lo cual me había hecho, seguramente, perder interés.  De hecho, se trataba de una imagen con fondo blanco que era recorrida por una línea rugosa y serpenteante de derecha a izquierda.  Al clicar en la foto advertí algo de lo que antes no me había dado cuenta: no era otra cosa que la silueta de la cola de un escorpión y, por cierto, hacía acordar mucho al tatuaje que ella llevaba ascendiendo desde el empeine de su pie…  La lista de sus amigos permanecía oculta y ni siquiera me aparecía la indicación de que hubiera algunos en común… Nadie en absoluto, como si la vida de aquella muchacha transcurriera en otro mundo, en un universo inasible e inaccesible para mí…
          Me fui a la cama, no sin antes masturbarme pensando en los sucesos del día; tardé en dormirme, pues mi cabeza no hacía más que divagar en torno a Loana y a la naturaleza oculta que en mi persona había yo encontrado por obra de ella… El sueño me venció finalmente… No sé bien con qué soñé porque no lo retuve al despertar, pero no me extrañaría que lo hubiera hecho con aquella diosa rubia… y con escorpiones… y con orquídeas…
 
             Desperté con los nudillos de mi madre golpeteando contra la puerta.  Tanto ella como mi padre salían a trabajar en la mañana relativamente temprano y, seguramente, notaron que yo aún no lo había hecho siendo que en algún momento más debería partir hacia la facultad.  Miré el reloj y eran las ocho menos cuarto.
          “Lu… Lu… – repetía – se te hace tarde, nena.  ¿A qué hora cursás hoy?”
            Me restregué los ojos y me sacudí un poco la modorra… Era viernes y, por cierto, ese día, yo entraba algo más tarde que de costumbre, pero había una realidad… ¿podría ir a la facultad después de los sucesos del día anterior?, ¿estaba preparada para soportar las miradas, los comentarios y las burlas de todos?, ¿para encontrarme con Tamara y, peor aún, cruzarme con Loana? Y de ocurrir esto último, ¿cómo iba yo a comportarme?… O quizás la pregunta era más bien cómo DEBÍA comportarme…   La realidad era que yo no sabía cuál sería mi futuro con respecto a la vida universitaria pero por lo pronto lo que sí sabía es que ESE viernes no podía asistir… Por suerte después llegaría el fin de semana y eso ayudaría a poner un poco de distancia con lo sucedido… o al menos eso creía… Ilusa de mí…
             “No, mamá, no voy… a ir” – dije, a la vez que bostezaba.
             “Nena, ¿qué te pasa? ¿Se puede entrar?” – preguntó mi madre, obviamente cada vez más preocupada.
              Decidí que lo mejor era que me viera… y así supiera que, después de todo, lo que le pasaba a su hija no era para preocuparse o, al menos, no en la medida en que ella lo estaría haciendo.  Le abrí la puerta, hablamos un rato sentadas en la cama y le expliqué que había tenido mucho dolor de cabeza el día anterior y que necesitaba recuperarme… que pensaba que era mejor faltar el viernes y así recuperarme entre el sábado y el domingo.  Me preguntó cien veces si tenía fiebre, tantas como apoyó el canto de su mano contra mi frente y, al cerciorarse de que no era así, insistió también varias veces en si yo no tendría baja presión o algo así… Busqué tranquilizarla de todos los modos posibles, diciéndole que ya me sentía mucho mejor pero que sólo pensaba que si asistía a clase, el tener que fijar la vista, prestar atención, etc., iban a hacer que no lograse una absoluta recuperación.  Demás está decir que me dijo cien veces que llamara al médico y que la pusiera al tanto si me sentía mal durante el día; a todo contesté como tratando de no darle importancia al asunto.  Lo que quería era que se marchara a su trabajo lo antes posible y, siendo la hora que era, ya seguramente mi padre lo habría hecho, con lo cual me quedaría sola en la casa, situación más que ideal para evaluar lo vivido en la víspera.  Se marchó finalmente…
 
 

Tomé el celular y envié un mensaje de texto a Tamara para avisarle que no iba, dado que solíamos encontrarnos en un punto determinado, a pocas calles de la facultad.  No me lo contestó… extraño en ella, por cierto… Pero, en fin, no tenía forma de imaginar qué estaría pasando por la cabeza de ella… Sobre la noche le envié otro preguntando si había ido a clase, pero tampoco me lo contestó…

         Si mi esperanza era que entre el viernes, el sábado y el domingo se iban a alejar de mi cabeza los pensamientos y sensaciones que me atormentaban, fue quedando en claro que me equivocaba a medida que los días fueron pasando.  Pasé un fin de semana casi de autorreclusión.  Un par de ex compañeras del colegio vinieron a visitarme, pero fue lo mismo que si no hubieran venido, tal el estado ausente y abstraído en que yo me encontraba.  Más sobre la noche recibí la vista de Franco, un muchacho que me andaba revoloteando alrededor desde hacía tiempo y con quien compartíamos, esporádicamente, alguna que otra salida pero sin título de noviazgo.  Tampoco eso ayudó a que me despejara; él, por supuesto, no es ningún tonto y me notó extraña… pero a la larga desistió de tratar de entender lo que me pasaba o, tal vez, se fue con la idea de que estaría atravesando uno de los clásicos procesos de confusión sentimental.  Pero como no éramos novios y él bien lo sabía, tampoco insistió demasiado al respecto.
        El domingo fue otro día de “ausencia” por mi parte; no había nada que me distrajera y los intentos por hacer las actividades de la facultad fueron en vano, como también el de ver una película, la cual abandoné a la mitad por mi poca capacidad de concentración.  Lo que más me angustiaba era que se acercaba el lunes y no sabía bien qué iba a pasar al día siguiente ni cómo debería actuar yo…
          Lunes… Para muchos el día más odiado de la semana; para mí nunca lo había sido demasiado pero ese lunes en particular aparecía cargado de dudas e inseguridades.  Faltar a clase un día más era un despropósito y definitivamente lograría que mis padres se preocuparan en serio, lo cual no resultaría productivo.  Tomé el colectivo como lo hacía siempre y mi estado era tal que cada vez que veía una mujer rubia algo me sacudía por dentro, como si la imagen de Loana estuviera sobrevolándome permanentemente.  De todas formas, por alguna razón, me resultaba difícil imaginar a Loana viajando en un transporte público.  Traté de pensar en otras cosas: puse algo de música en mi ipod y eché un vistazo a los apuntes como para reubicarme en el tema de la clase del día pero… una vez más, nada funcionó.  Me bajé a unas cinco cuadras de la facultad como siempre lo hacía y caminé hasta llegar a la esquina en la cual siempre me encontraba con Tamara, quien llegaba al lugar en otra línea de colectivos.  No habíamos quedado particularmente en nada y, a decir verdad, yo no le había enviado más mensajes después de que no me contestara los del viernes.  La esperé unos veinte minutos y no apareció, con lo cual decidí encaminarme hacia la facultad o bien llegaría tarde a clase.  ¿Estaría Tami decepcionada conmigo?  ¿Tan duramente me juzgaría mi amiga por la actitud sumisa y carente de autoestima que yo había exhibido en el buffet aquel día?
           Llegué al predio y recorrí el parque en dirección al aula magna con el corazón palpitándome a mil.  Es que apenas estuve en el lugar, empezaron a escudriñarme las miradas de aquellos que, seguramente, habían presenciado todo lo ocurrido el jueves.  Aunque yo no podía oír una sola palabra de lo que decían, era evidente que cuchicheaban entre sí y que hablaban de mí… y aquellos que quizás no hubieran sido testigos de lo que Loana me había hecho, estarían seguramente siendo puestos al corriente por aquellos que sí lo habían sido.  A medida que me iba acercando al recinto del aula, las miradas eran cada vez más… Noté sonrisas y algunas risotadas, pero estaba tan paranoica que no podía determinar si yo era el único y real motivo de las mismas… Posiblemente lo fuera en parte… Y en buena parte… Yo, de todos modos, bajé siempre la vista con vergüenza… Me fue inevitable, sin embargo, mirar de reojo hacia el lugar en el que siempre solía estar ubicada Loana; el corazón, por supuesto, latía en mi pecho con más fuerza que nunca.  Y, en efecto, la diosa rubia allí estaba… Situación típica, como si su rutina nunca se hubiera visto alterada, como si lo ocurrido el jueves sólo hubiera sido un incidente menor tras habérsele interpuesto en su camino una larva, un insecto insignificante sin ninguna consecuencia para la marcha de una diosa inmaculada e incorruptible como era ella.  Esta vez, al verla, ocurrió en mí el efecto inverso al que me había provocado en las anteriores oportunidades.  No pude quedarme con la vista clavada en ella aun cuando se me hiciera difícil, sino que bajé la vista avergonzada y hasta rogué que no me viera… Por suerte (y como parecía norma) no me advirtió en absoluto al parecer…
         Entré presurosa al aula saltando los escalones de dos en dos, como si quisiera refugiarme de las miradas de todos cuando la realidad era que en un momento más el lugar estaría atestado de todos aquellos que afuera aguardaban… la propia Loana incluida.  Me senté y estaba casi sola… apenas unos pocos estudiantes más desparramados por el inmenso anfiteatro que daba, de ese modo, apariencia de vacío.  En un momento entró el profesor y, casi de inmediato, el sitio comenzó a inundarse con la presencia de la estudiantina.  A medida que se iban ubicando, yo bajaba la vista y fingía estar viendo mis apuntes al solo efecto de no tener que mirarles a la cara: una mezcla de vergüenza y terror inundaba todo mi ser.  Sin embargo, la sorpresa fue que, si bien los cuchicheos, los rostros y los gestos de burla siguieron presentes, esta vez, a diferencia de lo que había ocurrido tantas veces antes, había muchos que me saludaban.  De algún modo extraño y casi enfermo, lo ocurrido con Loana me había introducido finalmente en el ámbito universitario.  Quizás para los demás yo era un energúmeno, una basura, un ser muy bajo… pero al menos era todas esas cosas… era algo; me veo tentada a decir que eso constituía un progreso para mí pero sé que corro el riesgo de que el lector deje de leerme por considerarme una enferma psicótica…
           Pero el momento clave fue, por supuesto, el ingreso de Loana… Las piernas comenzaron a temblarme y no exagero si digo que estuve a punto de hacerme pis encima.  Instintivamente bajé la vista hacia los apuntes, lo cual constituía más un gesto reflejo que algo necesario porque lo cierto era que la soberbia rubia pasaría caminando con su orgulloso paso como mucho a unos diez metros de donde yo estaba y, habiendo tanta cantidad de gente y teniendo en cuenta además su conducta habitual, era prácticamente imposible que reparase en mí.  Como era usual en ella, lucía vestido corto (difícil era creer que utilizara atuendo capaz de dejar oculto el tatuaje de la orquídea), sólo que esta vez de un color salmón; detrás de ella marchaba el habitual séquito de seguidores y obsecuentes: creo que mi desprecio hacia ellos rezumaba más bien una fuerte sensación de envidia.  Sin embargo, se me ocurrió pensar en ese momento si alguno de todos ellos habría sido meado por la magnífica rubia… y extrañamente… sonreí, como si hubiera sacado alguna ventaja sobre ellos.  ¡Por Dios! ¡Qué pensamiento más denigrante el mío!  Cada vez me sorprendía más la pseudo criatura aborrecible en que me estaba convirtiendo…
 


Por suerte Loana se ubicó lejós de mí y eso hizo que incluso levantara algo más decididamente la vista hacia ella.  En ese mismo momento escuché una voz femenina contra mi oído izquierdo:

          “Qué momento, ¿no?”
           Sorprendida, giré la cabeza lentamente para descubrir que quien me hablaba era una muchacha simpática y bonita aunque algo regordeta a quien yo había visto varias veces por allí, pero con la cual jamás me había hablado.  Estaba ubicada detrás de mí, en la fila inmediatamente superior del anfiteatro.
           “¿Perdón…?” – inquirí, como fingiendo no entender o tal vez directamente no entendiendo ya que no sabía específicamente a qué se refería, si bien lo más probable era que fuese algo relacionado con Loana.
            La chica se sonrió de oreja a oreja.
            “Loana… – aclaró, confirmando lo que yo suponía –, qué momento te hizo pasar el otro día, ¿no?”
           Bajé la cabeza avergonzada y, al parecer, ella lo notó…
           “No te sientas mal – me dijo, con tono misericordioso -.  Es el estilo de Loana… nadie va a cambiarla, jaja”
            En ese momento la clase comenzó.  Honestamente no tengo idea de sobre qué giró.  Por momentos yo ni siquiera estaba tomando apuntes sino que más bien garabateaba con la lapicera sobre el papel.  Dibujos aleatorios y anárquicos, sin sentido.
            A la hora, el profesor decidió hacer un alto, un pequeño recreo.  Y la muchacha regordeta volvió a hablarme:
           “ Se ve que te dejó mal” – me dijo.
           Giré la cabeza y levanté la vista hacia ella sin entender del todo.
           “Loana… – aclaró -. Se nota que te dejó mal” – señaló con su dedo índice hacia los dibujos que yo había estado garabateando sobre el papel.
            Bajé la vista, los miré, me encogí de hombros.
          “Hmmm… no te entiendo” – le dije.
            Esta vez la joven, más que sonreír, soltó una pequeña risa.
           “Estuviste dibujando todo el tiempo una orquídea y un escorpión” – apostilló.
             El comentario me hizo dar un respingo como si me hubieran apoyado un cuchillo de hielo en la base de la espalda.  Bajé una vez más los ojos y agucé la visión para descubrir que… ¡la chica tenía razón!  Lo que hasta un momento atrás eran sólo trazos sin sentido, al hacer una visión global del conjunto daba claramente formas que se asemejaban mucho a los pétalos y al tallo de una orquídea así como al cuerpo de un escorpión… ¡Y yo ni siquiera me había dado cuenta!  Yo que tanta fascinación tenía por los testes de Rorschach y por la interpretación de los dibujos infantiles… Y de pronto era mi propio inconciente el que estaba siendo develado por una compañera de estudios a quien ni siquiera conocía.  Supongo que debo haber quedado mirando los dibujos con una expresión estúpida y con el labio inferior caído.  La joven volvió a hablarme:
             “No te preocupes – adoptó un tono tranquilizador -.  Loana tiene una personalidad muy fuerte y no te sientas mal por haber caído bajo su influjo”
             Más que tranquilizarme, sus palabras me mortificaron aun más.  La chica se me presentó: se llamaba Alejandra.
             “¿Y le pediste disculpas después de lo del otro día? – me inquirió en un momento.
             Me sentí perdida.  Recapitulé a velocidad supersónica los pormenores del episodio del jueves y, en efecto, recalé en el hecho de que en ningún momento me había disculpado.  En parte, claro, eso había sido porque Loana tampoco me dejó hacerlo.  Cada vez que yo empezaba a tratar de emitir alguna palabra llegaba alguna orden, algún cachetazo o alguna humillación indecible.  La verdad era que no había pensado en eso.  El carácter profundamente denigrante de los castigos que había recibido parecían eximir de cualquier pedido de disculpas.

             “Yo que vos lo haría” – me dijo Alejandra; sonrió y se levantó de su asiento para dirigirse al exterior del aula.

              Me quedé pensando sobre el asunto.  Lo que ella había dicho era absolutamente válido.  Resultaba inconcebible no haber pedido disculpas formalmente después de haberle derramado la gaseosa encima.  Pero por otra parte, con todas las humillaciones degradantes a que me había visto sometida por Loana, ¿no era el pedido de disculpas en tal contexto una humillación más?  Presa de tales cavilaciones, me dirigí fuera del aula magna, saliendo al parque en el cual los estudiantes disfrutaban de su recreo.  Caminé buscando con la vista el sitio en el cual siempre se solía sentar Loana… y allí estaba.  La imagen de siempre: sólo ella sentada y un grupito de chicos y chicas de pie congregados a su alrededor.  Me detuve en seco; tragué saliva.  ¿Sería capaz de abrirme paso hacia ella para pedirle humildemente mis disculpas por lo ocurrido? ¿Yo? ¿Acercarme a Loana por propia iniciativa?  No sé de dónde saqué coraje verdaderamente.  Tragué aire, hinché el pecho y caminé a paso decidido hacia el semicírculo de estudiantes que se formaba en torno a ella.  Pasé entre ellos y, súbitamente, me encontré frente a la diosa rubia.  Me miró con algo de sorpresa, pero a la vez con cierto desprecio y un deje de indiferencia, como si un insecto hubiera importunado su desayuno al aire libre.
               “Lo… ana – comencé a decir, tartamudeando aun a pesar de los grandes esfuerzos que hacía por hablar segura -.  Quería… pedirte mis humildes disculpas por el momento que te hice pasar el jueves… No fue mi intención derramar… la gaseosa sobre tu vestido ni… sobre tu cuerpo…”
               Durante unos segundos me miró sin emitir palabra y con la misma indiferencia que venía exhibiendo.  En derredor nuestro, el grupo de testigos involuntarios de la escena estaba envuelto en un silencio que hasta erizaba la piel.  Loana revoleó un poco los ojos hacia arriba y luego hacia el costado; es decir, dejó de mirarme directamente.
              “Ponete de rodillas” – me ordenó.
 Algunos rumores se elevaron del grupo.  Yo, una vez más, me sentía ensartada en mi dignidad por aquella arrogante muchacha.  Me puse blanca… pero por otra parte sabía que TENÍA que cumplir con lo que me había sido ordenado.  Así que, sin dudar más, me puse sobre mis rodillas, con lo cual mi rostro quedó a la altura de sus piernas al estar ella sentada… y ello hizo que quedara momentáneamente hipnotizada por la magnífica visión de la orquídea sobre su muslo.
             “En primer lugar – comenzó a explicar Loana sin volver a mirarme en ningún momento – no tenés por qué tutearme… Así que ahora vas a repetir tu pedido de disculpas como se debe..”
             Una nueva estocada contra mi dignidad.  Ella me tuteaba pero yo no podía hacerlo… yo le debía otro respeto y otra reverencia.  Tragué saliva y me aclaré la garganta.  Comencé a hablar nuevamente…
            “Quiero… pedirle mis disculpas…”
             “¡Más alto! – me interrumpió -. Así nadie te escucha, idiota”
             Otra estocada.  Las palabras de Loana evidenciaban que la intención era que no sólo ella me escuchara, sino que lo hicieran todos los que en el lugar se hallaban.  Al pensar después sobre el asunto, llegué a la conclusión de que ese tipo de método era un doble mecanismo para humillar a quienes ella consideraba inferiores, pero a la vez para mostrar poder ante los demás.  Volví a aclarar mi voz y comencé nuevamente:
           “Quiero pedirle humildes disculpas por el mal momento que pasó Usted el jueves.  Fui una estúpida y no tuve intención de derramar la gaseosa sobre su ropa y su cuerpo”
             Lo dije de corrido, sin pausa pero claramente.  Había logrado hablar sin  que mi voz saliera entrecortada.  Alcancé a oír el coro de rumores a mis espaldas y pude apreciar la sonrisa de satisfacción que se dibujó en los labios de Loana.  Seguramente el agregado mío acerca de mi estupidez le había gustado; volvió a mirarme, con aire complacido.
            “Besame los pies” – ordenó secamente.
              Definitivamente a Loana ninguna humillación de mi parte parecía terminar de conformarla; era como que siempre había lugar para alguna degradación más… Estábamos en el parque, a la vista de prácticamente todos los estudiantes de mi clase y algunos de otras comisiones… Y me estaba pidiendo que besara sus pies.
            Sin girar la cabeza eché un vistazo de reojo a un lado y luego al otro, comprobando que no sólo los chicos y chicas seguían allí, sino que se apreciaba a simple vista que se había congregado aun más gente, seguramente atraída por un nuevo espectáculo, en este caso al aire libre.  Las murmuraciones, por supuesto, iban en aumento… Me incliné hacia adelante; Loana estaba sentada, como solía hacerlo, de piernas cruzadas y besé, por lo tanto, en primer lugar, la punta de la sandalia del pie izquierdo, es decir el del escorpión… Y la imagen del arácnido ante mis ojos reavivó otra vez mi conciencia acerca de la situación a que me hallaba sometida.  Una vez más caía yo profundamente en el insondable foso que parecía no encontrar fondo… Luego de besar el pie izquierdo, apoyé las palmas de mis manos contra el suelo y bajé mi cabeza hasta que mis labios tocaron la sandalia del pie derecho, todo ello mientras escuchaba como el murmullo de voces seguía aumentando y se convertía ya en un coro de comentarios a viva voz; aun así, creo que era tal el estado en que yo me hallaba que no fui capaz de retener una sola palabra de las que pronunciaban…  Una vez hube cumplido con la orden de besar ambos pies me incorporé hasta volver a quedar con la espalda erguida pero seguía arrodillada.
           Loana asintió ligeramente en señal de aprobación, pero ya sin mirarme… Dirigió su atención a la cartera que, apoyada sobre la superficie del banco, tenía a su lado… y extrajo un atado de cigarrillos de la marca del camellito.  En ese momento llegó a mis oídos el sonido simultáneo de varios tipos buscando algo en sus bolsillos y supe que tenía que ser más rápida… Extraje del bolsillo trasero de mi pantalón mi encendedor y, avanzando sobre mis rodillas, lo puse frente a su cigarro.  Loana enarcó una ceja (una sola) e hizo un gesto satisfecho y aprobatorio.  Acercó su cigarrillo a la lumbre que yo le acercaba e inspiró profundamente la primera pitada.  Hasta el acto de dejar escapar el humo, lo hizo con su aire cargado de presuntuosidad y pedantería.  Yo, por mi parte, me sentía satisfecha porque les había ganado a todos en la carrera por darle fuego.
            “Muy bien taradita – aprobó la diosa rubia -.  Ahí tenés un trabajito para hacer de acá en más, a ver si redimís tu culpa… Cada vez que estemos en el parque te quiero cerca de mí para encender mi cigarrillo”
          No puedo describir la emoción que sentía por dentro.  La pérdida de la autoestima hasta niveles indecibles se batía a duelo en mi interior con una felicidad que me embriagaba.  ¡Dios! Jamás había sentido algo así en toda mi vida… Es que las palabras de Loana implicaban una sola cosa… que yo de allí en más ya no necesitaría excusas para estar cerca de ella… Ahora pertenecería a su “círculo”… con un rol no muy decoroso, por cierto: yo estaba para encenderle el cigarrillo mientras otros charlaban con ella; casi podría decirse que mi papel era el de ser la escoria del grupo… Pero eso poco me importaba en ese momento; durante días había buscado el acercamiento con aquella mujer increíble y ahora, de manera no prevista, se me había entregado una credencial para entrar en su círculo, para estar cerca de la diosa…
          En ese preciso instante recomenzó el desfile hacia el aula magna, señal de que el profesor retomaba la clase.  Loana, por supuesto, siguió incólume en su sitio, fumando su cigarrillo y hablando con algunos de quienes la rodeaban.  Yo, que en otro momento, hubiera ido hacia el aula apenas comenzaran a hacerlo los demás estudiantes, permanecí allí junto a ella… como sentía que debía hacerlo… y ya sé que al lector le debe costar entender esto… pero me sentí feliz en ese momento.
          Cuando Loana terminó con su cigarrillo, lo dejó caer y lo pisoteó con su sandalia (incluso a ese simple acto lo cargaba de sensualidad y altanería) y se puso de pie para encaminarse hacia la clase.  El resto lo fueron haciendo tras ella y yo, en último lugar, me incorporé para seguirlos también.  Ese día ingresé al aula magna siendo parte de ese séquito de obsecuentes a los que yo siempre veía con desprecio… y con envidia…
             Ese día me senté en el aula relativamente cerca de ella y así lo hice también en los siguientes.  Era como que yo me consideraba ya lo suficientemente apta para integrar el círculo de los que estaban más cerca de Loana.  No era que me ubicase junto a ella por supuesto; ello hubiera parecido una osadía y una desfachatez y, de algún modo, la propia Loana, con su actitud, daba a entender que sentarse junto a ella no podía ser para cualquiera.  Había algunos chicos que parecían tener más afinidad y se ubicaban a su lado pero noté, como lo venía advirtiendo ya antes, que nunca nadie se sentaba a menos de medio metro, como si hubiera que dejar forzosamente una cierta distancia libre a los efectos de no profanar el espacio de la diosa.  No daba la impresión de ser algo hablado o acordado, sino más bien tácito e implícito.  La mayoría de las veces Loana no necesitaba hablar para imponer su superioridad y su poder…
           Pero mis momentos de mayor éxtasis coincidían, paradójicamente, con los de mayor humillación.  Todos los días, en los recreos o en la antesala de alguna clase, me tenía Loana a mí arrodillada a su lado mientras los demás conversaban con ella… Esa sola situación me hacía ser quien más cerca estaba de su magnífica presencia, aun cuando esa cercanía no obedeciera a un motivo muy decoroso que digamos.  No importaba: cada vez que Loana amagaba a extraer un cigarro, yo estaba ya presta con el encendedor en mano; lo normal era que ella prendiese su cigarrillo sin siquiera dedicarme una mirada (mucho menos una palabra de agradecimiento) y continuara la plática con el resto… En general la charla giraba sobre lo que podría uno llamar frivolidades: salidas nocturnas, eventos del fin de semana, etc. ; jamás se trataba de algún tema académico o que hiciera a la carrera en sí.  Pero además de todo y ya desde mi segundo día de “servicio” se notó que Loana no me tenía sólo para encender su cigarrillo; ese mismo día (un martes) me ordenó que lustrase sus sandalias con mi lengua, de modo análogo  a como lo había hecho en el baño unos días atrás… y demás está decir que así lo hice: recorrí cada centímetro del calzado con la húmeda superficie de mi lengua y con especial afán me dediqué a suelas y tacos.  Todo ello ante la vista entre divertida y azorada (aunque cada vez más acostumbrada) de todo el mundo.  Yo había sido convertida en la peor mierda del planeta… Y sin embargo me sentía feliz.  Cada noche al regresar a mi casa no podía dejar de excitarme al recordar los momentos que durante el día de clase vivía… y por momentos me atacaba la angustia de extrañar a Loana…
 

La proximidad del fin de semana, normalmente celebrada y festejada, se convertía para mí en una frustración inminente porque sabía que eran días en que no vería a Loana y por lo tanto no podría servirla.  En mi cuarto día de sumisión a sus pies, ella me ordenó que apoyara mi mejilla contra el suelo y, una vez adoptada la posición exigida, pude sentir cómo apoyaba su pie sobre mi nuca, evidenciado ello en el punzante taco que parecía querer entrar en mi cerebelo.  Lo hacía, aparentemente, para descansar el pie… y mantuvo ese hábito durante casi todos los días siguientes: el día en que no lo hacía, yo me salía de mí misma por mi deseo de recordárselo o bien de ofrecérselo… pero no, no podía osar decirle a una diosa lo que tenía que hacer.  Un detalle: jamás Loana preguntó mi nombre y, obviamente, nunca me llamó por él… Las veces en que a mí aludía, utilizaba epítetos tales como “imbécil”, “idiota”“estúpida”, “tarada”, “retardada”, “infradotada”, etc.  Un día me llamó “putita” y yo sentí que me humedecía… Repitió también ese apelativo varias veces en días sucesivos.  Nunca Loana se iba a molestar en aprender mi nombre porque eso iría en contra del proceso de deshumanización a que me sometía: para ella yo era una cosa… un objeto… Y los objetos carecen de nombres propios…

           Extrañé, eso sí, y de manera enferma, la paliza, el dedo en el ano y la meada a que me había sometido en el baño el primer día.  ¿Habría posibilidad de que esas cosas se repitieran?  No sabía yo aún decirlo, pero además de eso tampoco sabía si temía que eso volviera a ocurrir o bien lo deseaba…
            En uno de esos días en que Loana tenía su pie sobre mí, yo permanecía con mi rostro en tierra, ladeado y, por lo tanto, disponiendo de alguna visión lateral.  Fue entonces cuando vi pasar, a unos veinte o treinta metros de distancia, a Tamara… Había reaparecido… Marchaba, como era su costumbre, presurosa a clase llevando sus carpetas y cuadernos de notas contra su pecho.  Pude ver cómo dirigió una mirada de soslayo hacia donde yo me encontraba y no llegué a determinar si su gesto fue de repulsión, de lástima o una mezcla de ambas.  Hacía ya más de una semana que faltaba a clase…
             Ese día, cuando entré al aula siguiendo, como siempre, a Loana y a su séquito, eché un vistazo hacia el lugar en el que típicamente Tami solía ubicarse… y allí estaba.  Se me cruzó por la cabeza la idea de ir a sentarme junto a ella, pero no… yo ahora pertenecía al círculo de Loana y, como tal, debía seguirla… Jamás la rubia me había dado una orden acerca de dónde debía ubicarme yo en el interior del anfiteatro, pero yo interpretaba que debía ser así y temía sobremanera que si resignaba o dejaba ese sitial de privilegio, algún otro u otra rápidamente lo ocuparía.  Lo lamenté por Tamara, pero me senté lejos de ella.
             Al finalizar la clase la vi retirarse; una vez más me dirigió una mirada que, esta vez, me pareció de indulgencia… y sin decir palabra ni hacerme gesto alguno se fue… Yo permanecí un momento más en el aula hasta que Loana decidió marcharse.  Varias veces tuve la tentación de seguir a la diosa, intrigada por  saber adónde iría, con quién lo haría o en qué transporte lo haría… pero me abstuve.  Podía ser un insulto, una profanación.  Por lo tanto, apenas abandonábamos el predio de la facultad yo hacía mi propio camino: esas pocas cuadras que me separaban de la parada del colectivo.  Y ese día no fue distinto, sólo que cuando apenas me había alejado una cuadra del predio universitario, escuché que alguien me chistaba; al principio pensé en algún mujeriego pero no, al girarme me encontré con mi amiga Tamara.
           “¿Qué tal? ¿Cómo estás?” – me dijo en un tono que no supe interpretar si era o no de ironía.
           “Tami…” – comencé a saludarla.
            “Parece que ahora te sentás entre los lameculos de Loana” – me espetó, extrañamente sin perder el tono amable en la pronunciación de las palabras, aun cuando las mismas fueran durísimas.
            “Gracias por el concepto – le contesté, buscando ser igualmente irónica -.  Quiero pensar que no viniste a hablar para agredirme”
             Tamara me guiñó un ojo, como indicándome que todo estaba bien.
            “Para nada, Lu… pero me parece que tenemos que hablar sobre todo esto que está pasando, ¿no?  No se te ve bien con el pie de esa rubia presumida arriba de tu mejilla”
             Desvié la mirada.  Verdaderamente no sabía qué decir, ni hasta qué punto las intenciones de Tamara eran de ayuda o de sarcasmo liso y llano.
            “Es tu elección desde ya – agregó -… pero la pregunta es… ¿es realmente tu elección? ¿O ya perdiste tu capacidad de decidir por cuenta propia?  Siempre me di cuenta que esa chica es una líder, pero…¿tanto poder puede haber conseguido sobre vos?”
             Yo seguía sin articular palabra.  ¿Qué iba a decirle?  ¿Que a pesar de las humillaciones que a diario vivía me sentía a gusto a los pies de aquella joven arrogante?  Claro, era lógico que Tami estuviera algo molesta por el hecho de que no me hubiera sentado junto a ella; lo único que se me ocurrió como para objetar algo fue un “pase de factura”.
             “Te estuve enviando mensajes el viernes y no me contestaste – dije -.  No fui yo la que buscó alejarse”
            “Sí, amor, los recibí… Y admito mis culpas… ¿Podemos hablar por un momento?  Tengo algo para mostrarte…”
 

Entramos a un café que había en esa misma esquina.  Apenas nos sentamos a una de las mesas advertí que entre sus carpetas y apuntes Tamara llevaba también su notebook, lo que no era habitual.  Parecía tan ansiosa por mostrarme lo que me había anunciado que le dio encendido aun antes de que la camarera llegase a atendernos.

             “¿Oíste hablar del Rey Escorpión?” – me preguntó sin dejar de mirar su notebook.
             “Hmmm…. sí, recuerdo haber visto una película – respondí, tratando de hacer memoria -.  No muy buena, pero recuerdo que actuaba un morochote que se partía de bueno que estaba y que cada vez que aparecía en pantalla me hacía caer los calzones”
             “La leyenda del Rey Escorpión es un mito del Alto Egipto, de la etapa predinástica o protodinástica.  Durante mucho tiempo todo lo que hemos sabido sobre él tuvo que ver con una lápida a la que incluso se ha considerado como el documento escrito más antiguo de la humanidad…”
             “¿Vas a hablarme de historia? – le interrumpí -. Sabés que me aburre…”
             “Lo que pocos saben es que se ha encontrado también una serie de estelas en el desierto que ilustran mucho más sobre la historia de ese rey… – continuó sin hacerme caso -. Durante años se ha dudado de su existencia; algunos, sin embargo, afirmaron que fue el precursor de lo que luego sería la unificación de Egipto.  Pero lo que hasta ahora nadie sabía…”
            “Pero que vos tenés como data en tu notebook… “ – interrumpí sarcásticamente.
            Levantó la vista y me miró con severidad.
            “No te me hagas la rebelde – me espetó -.  No te queda bien considerando que andás tomando pis”
               El comentario fue realmente hiriente.  Se produjo justo en el momento en que la camarera llegaba con nuestros cafés e incluso llegué a advertir que dio un respingo al oír el comentario.
               “El Rey Escorpión parecía tener,  por lo que se sabe – continuó – la habilidad o el influjo de ejercer poder sobre sus súbditos con muy poco.  Seguramente fue esa característica la que lo convirtió en rey en una etapa en la cual las monarquías unificadas y centralizadas aún no existían.  Tenía, al parecer, la protección del dios Horus pero, en fin, eso es, claro, lo que la gente de la época quiso ver”
               “Horus es un mito, ¿verdad? – apunté -, pero el rey Escorpion resulta que no lo es…”
               “El Rey Escorpión parece no haber tenido rivales en su camino hacia el poder ni tampoco los tuvo una vez que el poder estuvo en sus manos.  Extendió sus conquistas hacia los cuatro puntos cardinales, pero fue en el sur en donde se encontró con problemas”
             “¿Problemas?” – pregunté, fingiendo algo de interés.
             Tamara giró la notebook hacia mí
              “¿Conocés esto?” – me preguntó.
            Quedé realmente absorta ante la imagen que me mostraba y que ocupaba prácticamente todo el monitor de la notebook.  Era una flor, pero no cualquier flor, sino una orquídea de color rojo violáceo, de una tonalidad semejante a la del vino tinto… y prácticamente idéntica a la que Loana lucía sobre su muslo.
             “Es una orquídea africana – explicó Tamara al notar que mi perplejidad probablemente no me permitía emitir sonido alguno -.  Te cuento… los días del Rey Escorpión terminaron cuando se encontró con una tribu de amazonas que obedecían a la Reina Orquídea”
               Demasiada información para mi cabeza… Me parecía una locura lo que Tamara me estaba contando… Solté una risita…

               “Tami… ¿de dónde sacaste todo este delirio?  ¿Es por esto que estuviste faltando?  ¿Estuviste día y noche ahondando en todas esas boludeces?”
               “La Reina Orquídea tenía el mismo poder que el Rey Escorpión – continuó ella haciendo caso omiso de mis intervenciones -, es decir tenía también el extraño poder de ser seguida por sus súbditas por alguna cualidad imposible de definir con exactitud.  Y entró en guerra con el Rey Escorpión… ¿entendés lo que eso significa?”
             “Algo así como la pelea del siglo, ¿no?”
             “O del milenio – corrigió Tamara -.  ¿Conocés algo sobre las propiedades de las orquídeas? – la miré sin entender -.  O sea… ¿sabés cómo se reproducen?”
            “Siempre esa mente tan perversa, ¿no? – bromeé -.  No, nunca me interesé verdaderamente por la actividad sexual de las flores”
            “Son plantas zoofílicas.  ¿Sabés lo que eso significa?” – me interrogó.
              Me reí nuevamente:
            “Seguimos con la idea fija, Tami… Me suena a sexo con animales de granja”
             “Las orquídeas son plantas que se valen de los animales para conseguir sus propósitos… De los insectos, sobre todo, que actúan como agentes polinizadores – explicó, con paciencia didáctica -.  Pero lo llamativo es el poder que tienen para atraer, seducir a los insectos y tenerlos a su servicio… llevarlos a hacer lo que ellos quieren”
             Por primera vez empecé a entender hacia dónde iba Tamara con todo aquello.  Aun así, me seguía pareciendo un delirio absoluto: estaba asociando la acción de una orquídea con la actitud de Loana; en realidad, no estaba tan mal la analogía entre un insecto y yo, ya que exactamente así era como me sentía en su presencia.
             “Para la Reina Orquídea – siguió explicando Tamara -, todos eran insectos a su servicio.  Incluso el Rey Escorpión.  Hubo una guerra… adiviná quién ganó…?”
              La respuesta era tan obvia que no hacía falta que yo dijera nada.
          “La Reina Orquídea apresó al Rey Escorpión – continuó -.  Lo hizo suyo, lo convirtió en su esclavo y posiblemente lo usó sexualmente”
           “Guau… – me reí -, una verdadera comehombres”
             “Tal cual – acordó -.  El mito dice que lo devoró… y que desde entonces lució sobre su pie la imagen de un escorpión… En el pie, claro… el lugar que le tocaba a alguien que había sido vencido.  Y al devorar al Rey Escorpión, también absorbió su poder, con lo cual aumentó el suyo”
             “Se quedó con el poder de los dos… pero puestos al servicio de ella” – agregué, para ver si había entendido; el asentimiento de Tamara con su cabeza me hizo entender que así era.
              “Pero hay más… – agregó -.  Las estelas encontradas muestran a la Reina Orquídea devorando al Rey Escorpión, mientras su vientre aparece hinchado”
              “¿Embarazada?” – yo ya no podía con mi incredulidad; era un disparate que estuviera sentada a la mesa de un café siguiendo los razonamientos de una amiga que parecía haber tenido una experiencia alucinógena con alguna sustancia.
                “Es de creer que la Reina Orquídea tuvo un hijo… o una hija… que continuó el legado, transmitiendo el influjo de la Orquídea y el Escorpión a lo largo del tiempo”
 

Revoleé mis ojos y me mordí el labio inferior.  Palmoteé el aire, como aplaudiendo.  No quería ser descortés con mi amiga, pero francamente no podía creer que expusiera con pretensiones de verosimilitud una historia tan demencial.

                 “¿Y de dónde sacaste eso? ¿De internet?  Si querés te puedo contar el nacimiento de Goku en Dragon Ball Z… Además, decime una cosa, Tami… Es decir, yo imagino a lo que vas: me vas a decir ahora que Loana tiene algún parentesco lejano con la Reina Orquídea y el Rey Escorpión.  Pero… no sé… a los egipcios no los veo muy rubios… y en cuanto a esas amazonas, si habitaban hacia el sur de Egipto, es de creer que fueran de raza negra… No me cierra en absoluto que hayan tenido descendencia rubia, jaja”
           Pero Tamara no se reía.  Volvió a girar la notebook hacia mí para mostrarme una nueva imagen.  Era un clásico bajorrelieve de esos que uno ha visto mil veces en los libros de historia del secundario.  Representaba a una mujer sentada rodeada de súbditas que aparecían en posición genuflexa, postradas ante ella… Pero lo más escalofriante del asunto era que mientras todas las mujeres que estaban arrodilladas presentaban un tono claramente oscuro en la piel y en sus cabellos, la que parecía ser la reina tenía su cabellera absolutamente clara, rubia diríase…
           Debo confesar que por primera vez me estremecí.  Pero de inmediato sacudí la cabeza y me dije que estaba entrando en la locura de Tamara.  Se lo dije:
          “Estás loca, Tami”
           “¿Loca? – repreguntó -. ¿Por qué?  ¿Por investigar un poco?  Loco es andar lamiendo el calzado de alguien  o bien tomando su meo”
            Suficiente.  Llamé a la camarera para pedir la cuenta.  Me encargué de  dejar en claro a Tami que no tenía ningún problema con ella y que la seguía respetando y queriendo… pero que no iba a entrar en semejante locura sólo por unos datos de dudosa fuente casi con seguridad extraídos de la red.  Nos despedimos bien a pesar de todo.  Ella me deseó suerte y yo a ella también… Cuando la dejé, me dio la impresión de que, al igual que lo había hecho en el aula magna, me miraba con una profunda lástima…
            Mentiría si dijera que el relato de Tamara no me afectó en modo alguno.  Esa noche en la cama se me cruzaron varias de las imágenes de la historia que me había contado.  Y se hacía inevitable pensar en Loana; realmente no había mejor analogía que la imagen de una imponente orquídea dominando el muslo y, por debajo, al pie, el escorpión vencido, domesticado…y también incorporado y asimilado.  Pero intenté por todo y por todo alejar tales pensamientos turbadores y, por el contrario, busqué concentrarme en los días que estaba viviendo con Loana, en mi sumisión, en mi degradación y cosificación a su lado.
             Durante los días siguientes continué a su servicio en el parque y, si algo lamentaba, era, una vez más, la proximidad del fin de semana, en que sabía que no la iba a ver.  Sin embargo ocurrió lo que, por lo menos para mí, era totalmente inesperado.  Alguien, dentro del semicírculo que, como siempre ocurría, se arracimaba alrededor de Loana, hizo referencia a cierto trabajo sobre los orígenes del conductismo que había que entregar el lunes.  Loana se lamentó:
            “Un fin de semana dedicado a eso… ¡qué espanto!… Espero que esas dos idiotas tengan idea de cómo hacerlo”
             Yo no tenía idea alguna de a quiénes aludía.  Alguien, una joven, le señaló a Loana que era un trabajo de bastante extensión como para hacerlo en un fin de semana y que implicaba, además, mucha lectura.
            “O sea que voy a necesitar más ayuda que la habitual – conjeturó, cavilativa, Loana, a la vez que se llevaba el cigarro a la boca.  Estaba en eso cuando pareció que algo se le hubiese ocurrido y se giró hacia mí -. ¿Vos tenés idea sobre cómo hacerlo?”
             La pregunta me tomó desprevenida pero el corazón me comenzó a latir con más fuerza.
             ¡Sí! – contesté enfáticamente sin poder ocultar mi entusiasmo y, a la vez, tratando de sonar segura ya que, a decir verdad, no me había puesto todavía a pensar demasiado en el trabajo, en parte porque la excitación de esos días me tenía absorbida y con la cabeza y los sentidos en otra cosa.
              La blonda diosa volvió a desviar su mirada de mí y se llevó nuevamente el cigarro a la boca.
             “Creo que voy a necesitar tus servicios de acá al lunes– anunció -.  Así que dejá dicho en tu casa que mañana te vas a lo de una amiga por todo el fin de semana”
              ¿Era real lo que estaban mis oídos oyendo?  ¿Iba a llevarme a su casa? Realmente no podía imaginar en ese momento una situación más excitante… Definitivamente, tantos días arrodillada a los pies de ella estaban dando largamente frutos.
                 En efecto anuncié a mis padres que pasaría todo el fin de semana en casa de una amiga y que el objetivo de tal visita era poder realizar un trabajo que debíamos presentar en la comisión de trabajos prácticos y que era harto demandante y exigente.  De alguna forma, no faltaba a la verdad… No hablé con Franco y, como sabía que la noticia de mi ausencia n le iba a caer bien, preferí dejar la noticia para dársela al otro día; le llamaría por teléfono.
              Al llegar el viernes, no cabía en mí de la excitación.  Al finalizar la última de las clases del día, Loana me ordenó que la siguiera y tuve el honor de hacerlo incluso más allá del predio universitario.  Me hubiera gustado ser la única que tenía tal satisfacción, pero había también tres varones y una chica que nos acompañaban.  Caminamos una cuadra y media pero con un rumbo diferente al que llevaba yo cada tarde al ir hacia la parada del colectivo.  Llegamos ante un Volkswagen de los llamados “escarabajo”, de estilo obviamente retro pero novísimo, pulcro y reluciente.  Yo permanecí de pie en la acera a la espera de instrucciones acerca de donde debería sentarme, para lo cual obviamente primero debía dejar que se sentasen todos los demás y, seguramente, mi sitio sería el que quedaba.  Error: Loana se dirigió hacia la parte trasera del coche y abrió el baúl; bastó un solo ademán y un gesto de su rostro para que yo entendiera que ése era mi lugar.  La cabina estaba reservada para los demás… La novedad, obviamente, me shockeó un poco, pero pensándolo bien, ¿qué se podía esperar?  ¿Podía un energúmeno, un insecto como yo, pretender viajar en donde lo hacían el resto?  Si consideramos, además, que adelante podían viajar sólo cinco, la cabina ya estaba completa y estaba más que obvio quien constituía el primer lastre a eliminar.
            Sin chistar, eché mi bolso adentro e ingresé seguidamente de un salto.  Me arrebujé como pude y adopté una posición que podría llamarse fetal mientras Loana cerraba la tapa del baúl y todo se convertía para mí en oscuridad… No sé bien cuánto duró el viaje: escuchaba las risotadas de quienes viajaban en la cabina y, cada tanto, notaba que teníamos una detención y alguno de los jóvenes se despedía.  Los iban dejando de a poco; difícil era creer que Loana los llevara hasta sus respectivas casas: lo más probable era que los dejase cerca en la medida en que su recorrido pasase por las proximidades de los hogares de cada uno.  O incluso cerca de alguna estación de subte o parada de colectivo.  En determinado momento ya no escuché voces, sólo el ruido del motor y algo de música que parecía sonar en la cabina.  Una nueva detención se produjo y esta vez se apagó el motor.  En cuestión de segundos la tapa del maletero se abrió y vi, recortándose contra el cielo del atardecer, la figura escultural e imponente de Loana.
            “Vamos… Abajo” – me ordenó, con voz de hielo.
             Yo no tenía idea de dónde podíamos estar y ni siquera podía presumirlo por el tiempo transcurrido porque, como ya dije, perdí noción temporal.  Tal como bien había supuesto, no había ya nadie más que Loana. Pensaba yo que habríamos llegado a la casa de ella y me embargaba una fuerte emoción de saber que estaba por conocer la misma, algo que la gran mayoría de las chicas de la facultad envidiarían.  Sin embargo al salir del baúl del auto, comprobé que nos hallábamos en una zona comercial en donde era altamente improbable que Loana residiera.  La espléndida rubia cerró la tapa una vez que yo hube salido del interior y, a continuación, comenzó a caminar en dirección a lo que parecía ser la entrada de una galería comercial.  A mí, por supuesto, no me quedaba más que seguir sus pasos.
            Entrando en la galería pasamos ante varios locales que vendían los artículos más diversos, desde juguetes hasta arañas de techo pasando por juegos de computación.  Pude comprobar una vez más el magnetismo que irradiaba Loana ya que las miradas, tanto de hombres como de mujeres, se clavaban en ella y, al caminar, daba la impresión de que, como acto mecánico, todos se apartaran.  Lo mismo que ocurría en la facultad ocurría allí.  Era casi imposible ver a Loana con alguna persona a menos de un metro de ella,  aun cuando (como en este caso) se tratase de un lugar comercial altamente concurrido y transitado.  Subimos por una escalera y recorrimos otro largo pasillo hasta llegar a un codo del mismo, lugar que era ocupado por un local de tatuajes.
             El tatuador, de unos cuarenta y cinco años y de aspecto bohemio, salió de atrás del mostrador y se dirigió a recibir a la recién llegada casi como si se tratase de una figura de la realeza.  El tono efusivo de los saludos evidenció que había una amistad importante entre ambos, lo cual debo decir, me produjo una cierta envidia, sobre todo cuando vi que aquel tipo besó a Loana en ambas mejillas y luego, en un acto que no supe interpretar si era de caballerosidad o de reverencia, hizo lo propio con la mano derecha de la muchacha.
              “Hace rato que no se te veía por acá – decía el hombre entre dientes, como si su boca estuviera ocupada por una sonrisa permanente. – ¿Me trajiste una nueva?”
              Un respingo me vino de pronto y recorrió mi espina dorsal.  ¿Una nueva? ¿Hablaban de mí?  ¿Y a qué se refería, exactamente, con lo de “nueva”?
              “Sí, sí – respondió Loana -.  Y supongo que te acordás bien de lo que tenés que hacerle… – sonrió malignamente -. Vas a ser bien recompensado”
               “Por supuesto que me acuerdo  – dijo enfático el tatuador, manteniendo siempre el mismo tono jocoso -. ¿Y vos? ¿Cuándo vas a dejarme hacerte un tattoo nuevo?”
           Interesante… parecía que estábamos ante el artista que había hecho las dos obras maravillosas que lucía Loana, tanto en el muslo como en el pie.
           “Por ahora estoy bien con los que tengo – repuso Loana -.  Y la verdad es que sos el mejor: un genio tatuando”
            “Ja… pero si ni siquiera llevás visibles los que yo te hice” – objetó el tatuador, un poco en broma y un poco en serio por lo que llegué a inferir.
             Lo cierto era que con aquel comentario, la suposición de estar ante el genial autor de la orquídea y el escorpión se caía hecha pedazos.  Y lo que dijo a continuación terminó de servir como corolario.
             “Alguna vez me vas a contar quién te hizo esa orquídea y ese escorpión…”
             Loana sonrió:
            “Jamás” – dijo, y rápidamente escapó del tema -.  Bueno, te parece que empezamos con ésta?”
            El tatuador estuvo ampliamente de acuerdo y fue en procura de sus instrumentos.  Loana se giró hacia mí y me miró con gesto imperativo:
            “Desnudate” – me dijo.
             La orden, por cierto, me descolocó y me hizo vacilar porque la realidad era que estábamos en un lugar terriblemente público.  Cierto era que en ese preciso momento no había nadie en el interior del local salvo nosotras y el hombre.  Pero dada la cantidad de gente que deambulaba por la galería era de esperar que en cualquier momento alguien pudiese hacer su ingreso.  Y algo más: el local, en forma de letra “ele”, estaba rodeado de cristales que daban a ambas callejas de la galería, con lo cual, sencillamente, cualquier que pasase por fuera vería perfectamente lo que adentro sucedía.
           “Para hoy, idiota, sacate todo” – insistió la diosa rubia.

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