No tuve más visitas durante la noche y, por cierto, ya tenía suficiente.  La golpiza recibida de parte de Loana por mi desobediencia con respecto al celular había sido la frutilla del postre.  Ya no me quedaban más energías ni físicas ni morales y tenía aún que delinear el trabajo.  Terminé haciendo algo como pude: un borrador bastante precario con algunas líneas fundamentales: no debe ser difícil para el lector imaginar que yo no estaba en condiciones de tener demasiada capacidad de concentración ni inventiva.  En un momento tuve ganas de ir a orinar y recién caí en la cuenta de que nadie me había hablado de eso; no había margen, por ejemplo, para salir fuera de la habitación a satisfacer mis necesidades.  Y fue entonces cuando descubrí el sentido de la palangana que había sido dejada en el suelo, no lejos del cuenco maloliente que, por cierto, seguía rebosante de esa porquería que me habían traído: era, desde luego, allí donde se suponía que yo tenía que evacuar.  La idea me produjo una fuerte resistencia pero, poco a poco, la necesidad pudo más… y terminé utilizando la palangana.  Me producía desazón pensar que también tendría que utilizar el mismo recipiente en caso de que mi necesidad fuera la otra… ¿Se podía pensar en algo más humillante para mí?  Las horas fueron pasando y mi única referencia era el reloj de mi teléfono celular: Loana no me lo había vuelto a quitar a pesar de que yo no me había portado bien, sino que más bien parecía buscar que yo aprendiera la lección de allí en más… Más aún: creo que permitirme tenerlo era su forma de decirme que yo seguía controlada ya que yo sabía que lo tenía en manos pero con el uso limitadísimo según lo dispuesto por ella; a  propósito, seguía sin comprender cómo se había enterado de mi mensaje a Franco.

        Llegado cierto momento, una línea de claridad comenzó a dibujarse por debajo de la puerta y ello era señal de que estaba amaneciendo: única señal posible, por otra parte, siendo que la habitación no tenía ventanas.  En un punto el cansancio me venció y me dormí: no fue mucho, debieron haber sido unos minutos y, por cierto, se trató de un acto totalmente involuntario.  Me desperté sobresaltada al escuchar el sonido del picaporte de la puerta y, sabiéndome en infracción, me incorporé prácticamente de un salto para ponerme de rodillas.  Quien entró al lugar no fue Loana sin embargo, sino la mujerona obesa que me había traído la “comida”.  Esta vez llevaba en una misma mano una escoba y un secador de piso, en tanto que con la restante arrastraba una manguera de tres cuartos de pulgada.  Tal como lo había hecho durante la noche, no me miró al entrar; clavó, eso sí, sus ojos en el cuenco que seguía lleno… y su semblante pasó a ser decididamente otro.

          “¿Qué pasó con la comida? – preguntó, encendida en cólera y, ahora sí, mirándome con los ojos inyectados en furia – ¿Qué pasa?  ¿No es lo que te gusta?  ¿Qué sos?  ¿Una de esa putitas que se la da de fina?  ¿Querés que te prepare alguna otra cosita??? – el tono era de ira pero también de impiadosa burla y las preguntas caían sobre mí una sobre otra sin siquiera dejarme chance de empezar a contestar alguna; hablaba (o ladraba) sólo ella -.  ¡Seguro que te la pasaste toda tu vida comiendo vergas y ahora te venís a hacer la lady!”

          Interrumpió unos segundos su retahíla de despreciativos comentarios pero seguía mirándome con los mismos ojos de perro rabioso.  Se produjo un corto silencio que, quizás, me dejaba la oportunidad de decir algo en mi descargo, pero era tal el bombardeo verbal degradante a que acababa de someterme que prácticamente me había dejado sin posibilidad de respuesta alguna.  Dejando caer a un lado el secador tomó su escoba y me golpeó varias veces en distintas partes del cuerpo mientras yo intentaba desesperadamente cubrirme.  Los escobazos cayeron sobre mi cabeza, mis tetas, mis costillas, mis piernas… ¿Tanta saña podía tener aquella mujer en mi contra por el solo hecho de haber despreciado su “cena”?   Parecía que sí… De pronto soltó también la escoba e, inclinándose hacia mí, me tomó con una mano por mi ahora corto cabello y con la otra por mi antebrazo.  Me arrastró prácticamente por el piso en dirección al cuenco y,una vez allí, enterró mi cara en el hediondo preparado que me había dejado la noche anterior.  El asqueroso olor entró bien profundo por mis fosas nasales, en tanto que mi boca, aun a pesar de mis denodados esfuerzos por mantenerla cerrada, se pobló con el sabor de aquella inmundicia.  Trataba de levantar mi cabeza, pero la maldita bastarda me mantenía presionada por la nuca al tiempo que doblaba un brazo sobre mi espalda, quitándome con ello toda posibilidad de movimiento.  Por un momento sentí que me asfixiaba y, para ser honesta, temí que aquella horrenda criatura mitad mujer mitad bestia fuera capaz de matarme.
           “Comé  – me ordenó, casi en un ladrido -. O te juro que te entierro el palo de la escoba en el culo y te lo saco por la boca”
            Soltó mi brazo y, casi al instante, mis nalgas comenzaron a ser golpeadas con fuerza por lo que, pude percibir, era una ojota que seguramente acababa de quitarse.  No tuve más remedio que abrir mi boca y tragar.  El lector no puede darse una idea de lo desagradable del momento; aquella “comida” me producía arcadas y temí vomitar en más de un momento.  Al mismo tiempo trataba de engullir lo más posible para que la monstruosa mujer lo notase y así, tal vez, me permitiera levantar la cabeza para respirar.  Por suerte así fue: al notar que yo estaba tragando izó mi testa sosteniéndola por unos pocos pelos.  Yo me debatía entre tomar aire y vomitar allí mismo.
           “¿Ves que no es tan mala la comida , putita refinada?” – se mofó con crueldad y volvió a enterrar mi cara en el cuenco. 
            Así estuvo un rato, repitiendo el acto todas las veces que fue necesario hasta que el recipiente estuvo vacío y obligándome, incluso, a limpiarlo con la lengua.  Vi de reojo cómo sonreía satisfecha y me soltaba, dejándome caer.  Yo no podía más con el abatimiento y la humillación; parecía que en casa de los Batista siempre se podía esperar alguna denigración peor que la anterior.  Quedé en el piso, jadeando y con la respiración entrecortada.  La mujerona, que había vuelto a tomar la escoba, me golpeó con ésta en el estómago conminándome a levantarme del piso.
            “Vamos – me decía -; sacá afuera todos estos libros y las cosas que se puedan mojar… Tengo que limpiar la habitación”
             Yo, presurosamente y entre arcadas, fui recogiendo como pude todos mis libros del piso; al hacerlo, indefectiblemente perdía las páginas en que los tenía abiertos, pero francamente el terror que me inspiraba aquella mujer me hacía sentir que no podía perder siquiera un segundo en marcar las páginas.  Eché también mi teléfono celular dentro del bolso y, en cuatro patas pero a paso veloz y como un perrito con el rabo entre las piernas y las orejas gachas, me dirigí hacia el exterior, sin dejar de recibir los escobazos que aquel monstruo me propinaba sobre mis nalgas.  Sintiéndome como un animal sarnoso al que acababan de echar, crucé el umbral de la puerta y salí al camino de granza… Yo estaba desnuda, sucia por haberme sido refregado en mi rostro aquel pastiche pestilente y por haber sido orinada en la noche por dos hermanas con aires petulantes e insolentes.  Me sentí tan baja que hasta entendí que quizás era yo un estorbo si permanecía en el camino que conducía a mi “morada”, así que me arrebujé sobre un estrecho caminito de ladrillos que bordeaba todo el perímetro de la construcción.  En ese momento levanté la vista y, con las primeras luces de la mañana, pude tener una imagen más cabal de la finca de los Batista.  En particular noté que a unos sesenta o setenta metros de mi ubicación podían distinguirse tres cobertizos que cumplían función de cocheras, uno al lado del otro formando una hilera.  Los portones estaban levantados, con lo cual podía ver, de culata, los autos que allí había: reconocí en uno de ellos al “escarabajo” Volkswagen en cuyo baúl yo había sido traída al lugar por Loana; en el compartimento continuo había un Audi último modelo, pulcramente blanco y lustroso ,  en tanto que el restante era ocupado por un mini Cooper en color crema combinado con bordó.  Tres autos: no podía esperarse menos al ver el sitio en el que los Batista vivían y el estilo de vida que parecían llevar.  Por cierto, ¿dónde era eso?  Por más que traté de aguzar la vista para ver a lo lejos no llegaba siquiera a distinguir los confines del lugar; muy a la distancia, tal vez a unos doscientos metros,  parecía haber algo así como una valla o cerco perimetral, pero la ligustrina que lo cubría, así como algunas hiedras más las plantas y árboles que aquí y allá interrumpían una correcta visión, me impedían ver más.  Era ello lógico por otra parte: no me cerraba que, siendo los Batista, una familia tan particular y orgullosa, expusieran su vida ante los ojos de los demás; y no me daba la sensación de que lo hicieran por temor a ser juzgados (no creo que eso les importara en lo más mínimo) sino para hacer ostensible su superioridad sobre el resto de los mortales que pudiesen habitar o deambular por aquella zona, como si les dieran a entender que había todo un mundo que estaba fuera del campo visual de ellos.  Por la duración del trayecto durante mi viaje en el baúl del “escarabajo”, era perfectamente posible que hubiésemos salido de la ciudad y que nos hallásemos en alguna zona residencial de la periferia, tal vez al norte, pero no podía determinarlo. 
       
 

Desvié mi vista algo más hacia la derecha y a unos cuarenta metros de distancia pude distinguir dos piscinas de natación separadas por escasos metros.  Al medio de ambas había un quincho, un par de sombrillas, una gran mesa de mármol y algunas sillas y reposeras.  Una de las dos piscinas era descubierta y mostraba, en su contorno, formas sinuosas y caprichosas; la otra era cubierta, aunque en ese momento la lona aparecía izada y enrollada por uno de los flancos, con lo cual se transformaba en una piscina “parcialmente cubierta”.  Era bastante posible que el agua de ambas estuviera climatizada… Fue entonces cuando advertí que, junto al borde de la piscina descubierta había un hombre pasando un barrehojas, morocho y de unos cincuenta años.  Temí que notara mi presencia pero ya era tarde: me estaba observando…  Me sentí terriblemente expuesta, razón por la cual solté el bolso y me tapé el pecho con los brazos.  Alcancé a ver que sonreía, tal vez por mi ingenuo y tardío intento de mantener mi pudor a salvo.

           La mañana estaba fresca y eso me hacía temblar, pero creo que en realidad mi temblor era el resultado de una combinación entre el frío matinal, la vergüenza y las convulsiones que estaba teniendo mi estómago ante el revulsivo “alimento” que acababa de recibir.  En un momento, no pude más y vomité; repté hasta el cantero de un pequeño arbusto que estaba cerca del camino y descargué allí.  Tenía terror de ser descubierta, sobre todo por el monstruo abominable que se estaba encargando de la limpieza de mi cubil.  Llegaba a mis oídos el sonido del agua de la manguera corriendo dentro de la habitación, así como el de la escoba sobre los ladrillos del piso… y ello me producía un cierto alivio, aun cuando temía que, a la postre, mi vómito fuera descubierto.  Rogaba que aquella mujer no saliera nunca más de ahí adentro pero sabía que lo haría de un momento a otro; cuando finalmente lo hizo, yo ya había terminado de vomitar por suerte y estaba otra vez hecha un ovillo sobre el camino de ladrillos…  Salió con la palangana en la que yo había orinado durante la noche y arrojó el contenido a un costado, sobre el césped, del mismo modo que si se sacara de encima una inmundicia; hasta eso era dolorosamente humillante par mí.  Era tanto el terror que me inspiraba esa mujerona que me encogí aun más en mi lugar ante la sola visión de su presencia.  Por suerte volvió a ingresar a la habitación para continuar con su labor… Yo seguí oteando el parque: aquí y allá maceteros y parterres muy bien cuidados, pero sin flores, lo cual no era extraño considerando la época del año en que nos hallábamos.  Mi vista se topó con otro empleado, algo más lejos y, aparentemente, más joven: estaba, con una tijera de podar, dándole forma a un arbusto… tuve la sensación de que de tanto en tanto me miraba.  En cuanto al otro, el que pasaba el barrehojas por la piscina, lo seguía haciendo también, esporádicamente…
           La mujer de la limpieza salió y me sentí, como cada vez que aparecía, en presencia del demonio.
         “Ah… mirá vos… – masculló, con desprecio -.  Mirando a los empleados la putita…”
           Ni siquiera existía la posibilidad de protestar o replicar nada; por el contrario, yo lo que esperaba era que no advirtiese mi vómito sobre la tierra, detrás del arbusto.  Fue sacando a la rastra la manguera hacia nuevamente y yo abrigué la esperanza de que eso fuera señal de que yo volvía a mi habitación y su labor terminaba.  Sin embargo nada me dijo al respecto; fue hacia el grifo que había en el parque y al cual tenía conectada la manguera; llenó allí un balde que se hallaba debajo del mismo y luego se giró y se acercó hacia mí… Yo temblaba ante cada paso que daba arrastrando sus ojotas sobre el piso… Cuando estuvo aproximadamente a un metro y medio levantó el balde con ambas manos y descargó su contenido contra mí sin ningún miramiento… Si ya estaba temblando por el frío, ahora comencé a hacerlo mucho más, a la vez que no podía todavía asimilar la sorpresa.  La mujer regresó hacia el grifo y, tomando la manguera, volvió a llenar el balde; mientras lo hacía, levantó del piso un elemento que reconocí como un cepillo de mano.  Luego vertió dentro del balde lo que parecía ser jabón líquido.  Cerró la canilla y volvió hacia mí…
         “A ver… Ponete en cuatro patas, perra…” – ordenó, escupiendo las palabras con un desprecio visceral.
           Yo, aterrada como estaba y aterida por el frío, sólo atiné a obedecer tan rápido como pude.  Apoyando rodillas y manos sobre el caminito de ladrillo, adopté la posición que más se podía asociar con la de un can.  Ella se hincó a mi lado; mojó el cepillo en el agua jabonosa y comenzó a frotármelo con fuerza por sobre el lomo.  En un momento pasó la mano con el cepillo por debajo de mi cuerpo y, sin delicadeza alguna, se dedicó a hacer el mismo trabajo con mis tetas y mi vientre.  No puedo describir la humillación que sentía… Luego se dedicó a mis nalgas y estuve a punto de proferir un aullido de dolor cuando pasó con fuerza el cepillo por sobre la marca de la orquídea. 
           “Abrí bien el culo” – me ordenó.
           Era una exigencia difícil de llevar a cabo estando yo en cuatro patas, así que no tuve más remedio que bajar la cabeza hasta apoyar mi mejilla contra el piso y, teniendo así mis manos libres, apoyé las palmas sobre mis nalgas para separarlas como me pedía.  Entregada de ese modo, tuve que soportar que aquel demonio lejanamente semejante a una mujer me enjabonase la raja del culo con su mano y luego se dedicara a pasar por dentro el cepillo con fuerza.  Pude sentir cómo las cerdas entraban en el orificio de mi ano y eso me arrancó alguna interjección de dolor.
             “¿Qué pasa puta? – preguntó la arpía, siempre con esa mezcla de odio, rabia y burla -.  ¿Te duele???  ¿No te gusta cómo te lavo??? ¿Tenés algo para decir???”
             Y acompañando sus palabras, estrujó el cepillo aun con más fuerza dentro de la zanja de mi culo.  Y el dolor fue el doble…
             “No te oigo, perrita – insistía -.  Te estoy haciendo una pregunta… ¿Tenés algo para decir???”
             Un “no” muy débil brotó de mis labios y eso pareció encolerizarla aún más.  Golpeó con su manaza una de mis nalgas y me exigió que lo dijera más alto… Como pude, sacando fuerzas de donde ya no tenía, emití un “no” algo más firme y audible.  Rogaba que eso la conformara; si fue así o no, no lo sé, pero siguió pasando el cepillo con movimientos ascendentes y luego descendentes que se hacían cada vez más largos.  Así, el cepillo comenzó a pasar por encima de mi sexo y eso me hizo dar un respingo que ella advirtió.
             “Ahhh… te gusta eso, puta, eh…”
              Y aumentando al doble la intensidad de la cepillada se dedicó específicamente a limpiar mi vagina, arrancándome aullidos de dolor que yo, por más que quería, no conseguía reprimir.  La mujer trabajaba sin la más mínima delicadeza de su parte y, por cierto, sin cuidado higiénico alguno: estaba introduciendo en mi vagina el mismo cepillo que instantes antes entrara en mi ano.  Pero… ¿podía esperar yo ser tratada de otra forma para esa altura?  Lo más humillante de todo era que lo que me estaba haciendo era terriblemente doloroso pero a la vez muy excitante… y yo no lograba controlar esas contradicciones.  Cuando hubo terminado de “limpiar” mi sexo, me ordenó que levantara la cabeza y la orientara hacia ella.  Para hacerlo tuve que volver a poner las palmas de mis manos sobre el piso y, al verla allí, hincada y a escasos centímetros de mi cara, me pareció estar viendo sobrecogedoramente cerca el rostro mismo del mal… del resentimiento… del odio…
           “Abrí esa boca de puta” – me dijo.
           Yo no entendía qué podía tener en mente pero obedecí por temor a seguras represalias.  Separé mis labios y enseñé mi boca abierta.
          “¡Más! – me espetó -. ¡Como cuando chupás una pija!”
           
 

Ella posiblemente no lo sabría, pero el comentario era tanto más humillante considerando que yo jamás había practicado sexo oral a ningún hombre; era una práctica que, a primera vista, me parecía desagradable y degradante y que, por cierto, me había propuesto, en mi ingenua pretensión de chica segura y autosuficiente, no hacer nunca… De todos modos abrí la boca cuanto más pude como aquella mujer me ordenó, al punto de que mi mandíbula me dolía y también las comisuras de los labios, que parecían estar a punto de cortarse… Introdujo entonces el cepillo enjabonado en mi boca y lo zamarreó con fuerza, primero lateralmente y luego de arriba hacia  abajo y de abajo hacia arriba… No tuvo ningún reparo al hacerlo y un dolor insoportable se apoderó de mis encías y mis comisuras; un par de lágrimas rodaron por mis mejillas.

            “Aaaay… estás llorando – se mofó la maldita bruja, falsamente apenada -… ¡Pobrecita!!! ¿Te duele bebé??? Se ve que en tu casa tu mamita no te lavaba como corresponde…¿no???”
             Las arcadas volvieron a mí en la medida en que el agua jabonosa entraba en mi boca y me era imposible no tragar buena parte de ella considerando la violencia con que la maldita mujer me lavaba.  Cuando acabó con su trabajo, se incorporó y, alzando el balde, lo invirtió y descargó el contenido sobre mí… Se alejó unos pasos y yo rogué que el suplicio hubiera terminado pero, en realidad, fue a buscar la manguera… Abrió una vez más el grifo y se acercó hacia mí a chorro limpio.  El agua me golpeó con fuerza… en mi cara, en mis pechos, en todo mi cuerpo, a tal punto que el chorro me fue llevando contra la pared y allí fui sometida al último paso de mi limpieza.  Me ordenó que abriera la boca y el agua entró con tanta fuerza que por un instante me ahogó… Luego me hizo girar en cuatro patas y levantar mi cola… y pude sentir cómo el chorro prácticamente me violaba mi vagina e ingresaba por mi orificio anal como si se tratara de una enema.  Finalmente la mujer se alejó, volvió a cerrar la canilla y dejó caer la manguera a un costado; todo parecía evidenciar que la cosa había terminado.  Yo permanecía en cuatro patas, expuestas mis partes más íntimas.
            “Quedate así que con el sol te vas a secar – me dijo -.  Y no entres otra vez hasta que no estés seca.  No me gusta trabajar al pedo”
             Se marchó, al fin… Allí quedé, inmóvil y pudiendo adivinar sobre mí las miradas de los empleados del lugar: el cuidador de la piscina, el jardinero, vaya a saber quién más; a veces escuchaba pasos o voces cerca, pero no podía determinar yo de quien se trataba: yo estaba de cara hacia la pared y, por lo tanto, no podía ver lo que ocurría a mis espaldas… Echaba, no obstante, miradas de soslayo cada tanto, sobre todo cuando llegaban a mis oídos ruidos que delataran actividad en el lugar.   A veces pude determinar el origen de los sonidos, otras no.  Escuché una puerta al cerrarse y pude darme cuenta de que el ruido había provenido desde la casa: aun a pesar de estar lejos, llegué a ver a una mujer entrada en años pero muy elegante que cruzaba el parque en dirección a la zona de las cocheras.  Tenía la misma tendencia a la pulcritud que Loana y no me fue difícil inferir que pudiese ser su madre.  Usaba un vestido del mismo estilo pero algo más largo y abierto en la espalda.  Entró en donde estaba guardado el mini Cooper y, unos segundos después, el motor se ponía en marcha y el auto salía en reversa para luego alejarse. 
           Permanecí un rato más en la posición que me había sido ordenada.  Estaba muerta de frío con el viento matinal dando sobre mi piel húmeda… No había señales de la arpía en las cercanías, por suerte; tampoco las había de Loana, quien seguramente seguiría durmiendo y disfrutando de su sábado, tan diferente al que me tocaba vivir.  Cuando consideré que estuve seca, tomé el bolso: estaba un poco húmedo y ello había afectado en parte a algunos libros pero no, por suerte, al teléfono celular, que en aquel contexto en que me yo me hallaba, era la única vía de comunicación con el mundo exterior, aunque bien sabía yo que tenía permiso de uso limitadísimo y que, como dije antes, Loana me humillaba al permitirme tenerlo sabiendo eso.  Tener el celular y no poder usarlo menoscababa mi autodeterminación mucho más que no tenerlo…
            Entré a cuatro patas s la habitación; el piso todavía estaba algo húmedo, aun cuando la mujerona de la limpieza hubiera dejado la puerta abierta a los efectos de que se secase.  Pero claro, no había ventanas y la circulación del aire en el lugar era mínima.  Una vez dentro, prácticamente repté por el piso: me dolía todo, tenía el estómago revuelto y encima estaba muerta de sueño, ya que en la noche sólo había logrado dormir, y contra mi voluntad, unos pocos minutos.  A pesar de todo eso, volví a los libros e hice algunos retoques y agregados más al trabajo para Loana.  Quería aprovechar el tiempo al máximo; quizás, si lograba hacer a tiempo lo de ella, podría también dedicarme a mi propio trabajo… Eso, claro, en tanto y en cuanto Loana me lo permitiera…
           Había pasado una media hora y se abrió nuevamente la puerta; temí el regreso del monstruo de ojotas pero por suerte ingresó la “enfermera” (al menos era esa la imagen que me había quedado acerca de su función allí).  Me saludó otra vez como si yo fuera una chiquilla a quien había que atender y aun cuando había en su tono y en su talante algo de humillante y de mordaz, no se podía ni mínimamente entrar en comparaciones con la bruja de la limpieza.  Con amabilidad me preguntó cómo había pasado la noche: ¿se estaría burlando o sería sincera en la pregunta?  Me volvió a revisar los tatuajes y a frotar sobre ellos el líquido desinflamatorio para luego repetir otra vez el trabajo que había hecho la noche anterior sobre la marca de mi cola.  Resultaban paradójicos tantos cuidados por un lado y tantos golpes, castigos y laceraciones por el otro.  Ella, por supuesto, debió notar las marcas de los fustazos sobre mis nalgas.
          “¿Recibiste una paliza anoche?” – me preguntó, mientras seguía trabajando a mis espaldas.
            “S… sí” – contesté tímidamente y bajando la cabeza con vergüenza.
           “¿Qué pasó?”
            Yo me quedé en silencio sin responder o, más bien, sin saber cómo hacerlo.  Así que fue más específica con la siguiente pregunta:
          “¿Te portaste mal?”
           Su tono era el mismo que se utilizaría para hablar con una nena. 
           “Usé… el celular para… enviar un mensaje a alguien” – contesté como quien confesara un delito.
            “Ajá… a alguien a quien Loana no te había autorizado, ¿no? – continuó indagando, auque estaba harto evidente que conocía las respuesta de antemano, no sé si porque algo de lo ocurrido había llegado a sus oídos o bien porque simplemente lo iba deduciendo.
            No pude contestar; bajé la cabecita aun más de lo que ya la había bajado.
            “No te pongas mal – me dijo ella en tono sereno y tranquilizador, como siendo perfectamente consciente de que las palabras no me salían por la intensa vergüenza que me envolvía -.  Esas chiquilinadas tontas todas las hemos hecho alguna vez, cuando éramos nuevitas, jiji… A mí también me ha tocado recibir alguna paliza pero tenés que tener en cuenta que es por tu bien… Loana sabe lo que hace y estas cosas te van encarrilando… – hizo una pausa; pude ver de reojo que tomaba un pomo plástico -.  Te voy a pasar una cremita que te va a hacer bien… Te va a aliviar pero el dolor no pienses que el dolor se va a ir del todo; está bueno que el dolor se mantenga para recordarnos lo que hacemos”
           Y a continuación, previo acto de embadurnarse los dedos, comenzó a untar la crema sobre mi cola con marcada delicadeza, como acariciándome.  El momento era realmente placentero y yo, en ese momento, de espaldas a ella y con las manos apoyadas en la pared, cerré mis ojos para dejarme llevar; hubiera querido que nunca se detuviera pero, por supuesto, llegó un momento en que lo hizo.  Eché una mirada de soslayo y vi en sus manos la jeringa:
          “Segunda dosis – explicó -.  Esta vez lleva un refuerzo desinfectante.  Te  va a hacer bien”
        
 

Volvió a aplicarme la inyección hasta vaciar su contenido y luego comenzó a acomodar sus cosas para irse.  Antes de que lo hiciera, le pedí por  favor si no me pasaba algo más de la crema con que me había estado untando.  Se sonrió:

         “Sólo un poquito más – me dijo -. Tené en cuenta lo que te dije… Se necesita que sigas sintiendo un poco de dolor… De esa forma una recuerda lo que ha hecho y sabe qué es lo que no tiene que hacer la próxima vez”
         Así que, con la misma delicadeza de la que ya había hecho uso, untó algo más de crema sobre mis nalgas castigadas.  Luego, cariñosamente, besó mi cuello desde atrás y no pude evitar dar un respingo, como si un cosquilleo me hubiera recorrido todo el cuerpo.
        “Que tengas un lindo día – saludó, al retirarse -.  Nos vemos en la noche”
         Durante un par de horas nadie entró; yo continué con el trabajo y no hubo ninguna interrupción.  Cuando finalmente la puerta se abrió, quien entró fue Loana… En el momento en que su presencia inundó el lugar, me di cuenta de cuánto la había extrañado… Mi diosa, única, orgullosa e invencible, estaba allí nuevamente, luciendo gafas para sol… Lamentablemente llevaba puesta una bata que, si bien no dejaba de realzar en lo más mínimo su increíble figura, cubría por otra parte el magnífico tatuaje de la orquídea en el muslo… Aun así, para mí no hacía falta verlo: su hipnótico influjo se intuía aun cuando no era visible…  Con todo, la bata no llegaba a cubrir los tobillos de la deidad y sí podía distinguirse el escorpión sobre el empeine del pie izquierdo.  Detrás de ella ingresó la infaltable compañía: las patéticas muchachas a cuatro patas, siempre revoloteando en torno a sus pies y besándolos, ante lo cual la propia Loana a veces se abría pasos a puntapiés por entre ellas.  La esbelta rubia quedó de pie ante mí y yo, por supuesto, arrodillada; temí que trajera a colación el incidente con el celular durante la noche pero su rostro se notaba algo más relajado aunque igualmente severo.  Parecía esperar algo de mi parte…
           “¿No vas a saludarme como se debe, estúpida?”
           ¡Claro!  Era tanta mi conmoción tras los sucesos de la noche anterior y las posibles implicancias que los mismos aún pudieran tener, que había olvidado cumplir con un ritual que, ya para esa altura, era obligatorio.  Me quise morir y me puse roja de vergüenza, pero rápidamente me eché al piso y me arrastré hasta apoyar mis labios sobre sus sandalias.  Una vez que lo hice, quedé allí, prácticamente de bruces sobre el suelo mientras ella, como siempre comportándose hacia mí con humillante indiferencia, caminó por el lugar entre los libros esparcidos.
          “Imagino que ya tenés la base del trabajo armada, ¿no?” – inquirió.
          Yo sólo atiné a asentir con la cabeza y a pronunciar un “sí” muy leve; ella hizo una seña a las otras dos muchachas.
           “Van a llevar todos estos libros y vamos para la pileta – ordenó Loana . Vos… – me señaló a mí -.  Agarrá también algún bloc de notas y alguna lapicera…”
            Sin demorarse, las chicas comenzaron a recoger los libros del suelo.  Lo hacían con tal torpeza y descuido que, una vez más, mezclaban el material y perdían las páginas que yo tenía señaladas.  Un poco por eso y otro poco por considerarme incluida en la orden de Loana, intercedí tratando al menos de tomar algunos aun cuando ya me había provisto del bloc y las lapiceras que me había pedido, pero me arrancaron prácticamente los libros de las manos, enseñándome los dientes como ya era usual en ellas.
         Loana no dio visos de siquiera ver la escena, sino que simplemente giró sobre sus talones y comenzó a caminar hacia el exterior, seguida por las dos jóvenes que, más que a cuatro patas, marchaban ahora de rodillas por tener sus manos cargadas de libros.  Algo más atrás, a cuatro patas…yo.  Atravesamos el parque en dirección a la zona de las piscinas;  ya era mediodía y el sol picaba sobre mi cuerpo desnudo; la temperatura era agradable.  Llegamos a un sendero de lajas que iba hacia el lugar y que en un punto se bifurcaba en dos, siguiendo el borde de cada una de las piscinas.  Había una mesita plegable dispuesta allí y pude ver cómo justo en ese momento una joven que lucía uniforme de mucama estaba dejando una notebook sobre ella.  Se arrodilló para besar los pies de Loana al llegar ésta y, al momento de inclinarse para hacerlo, pude ver que también llevaba en la nalga la marca de la orquídea.
         Loana dejó caer su bata y su maravilloso cuerpo, deseable para cualquier hombre y envidiable (e incluso también deseable) para cualquier mujer, quedó expuesto en un bikini azul celeste que lucía magníficamente bien.  Ahora sí, la orquídea del muslo derecho se apreciaba en todo su esplendor y era como si bañara el lugar con una particular e invisible iridiscencia.  Fue entonces cuando noté por primera vez que Loana lucía otros tatuajes en su piel.  El primero que llamó mi atención y, por cierto, el mayor en tamaño, era una extraña figura que dominaba la base de la espalda, justo arriba de la cola.  Agucé la vista para tratar de discernir bien de qué se trataba pero la luminosidad del mediodía me encandilaba un poco: no pude llegar a distinguir si se trataba de una forma animal o vegetal.  También en la espalda pero más arriba y cerca de las costillas, lucía una inscripción en forma cruzada que no llegué a descifrar.  No vi otro tatuaje, no al menos en ese momento, pero ya empezaba a entender a qué se había referido el tatuador cuando dijo que Loana no mostraba a la gente, habitualmente, los tatuajes que él le había hecho. 
          Una de las chicas ayudó a Loana a descalzarse, tomando con un cuidado insospechado en ella primero un tobillo y luego el otro… La otra joven recogió la bata del piso y tomó los lentes de sol que Loana le extendía.  Con perfección casi ornamental, la diosa rubia extendió sus brazos hacia adelante y se zambulló en la piscina.  El agua gorgoteaba y eso terminaba de confirmar mi suposición de que debía estar climatizada, por lo menos a una temperatura más o menos moderada y agradable para contrarrestar los efectos de la fresca nocturna.  Por unos instantes se sumergió y me sentí terriblemente sola; deseaba fervientemente tenerla nuevamente ante mi vista.  Aun así, se distinguía su celestial figura nadando por debajo, a lo largo de la pileta, con la armoniosa gracia de una sirena extraída de algún cuento.  Al llegar al otro extremo, emergió con su dorada cabellera chorreando agua.  Se giró y permaneció flotando; sonreía, aunque era una sonrisa dominante y a la vez indiferente, como si estuviese en su propio mundo.  Tanto yo como las otras chicas nos habíamos quedado mirándola con una expresión que seguramente se vería estúpida.  Loana, sin mirarnos, lo notó:
         “Qué esperan para empezar con eso – nos conminó -.  Vos, la putita nueva, explicales a esos dos bodoques sin cerebro lo que tienen que hacer”
        Casi en una paradójica analogía con la zambullida de Loana en la piscina, me lancé hacia los libros; las dos chicas lo hicieron junto conmigo, seguramente no muy a gusto con tener que seguir mis instrucciones.  Yo, sabiendo que contaría con el apoyo obligatorio de ellas, había organizado el trabajo de tal modo que los siguientes pasos pudiesen ser llevados a cabo dividiéndonos las tareas.  Ellas dos leerían y resumirían, en tanto que yo me encargaría de coordinar, compaginar y armar las conclusiones finales.
    
 

 Rápidamente, me hice de la notebook y las tres nos sentamos sobre el pasto.  Yo sentía que, de algún modo, era la “jefa” del grupo de trabajo en ese momento; tácitamente Loana me había adjudicado ese lugar.  El gran problema que se me planteaba era cómo diablos iba a hacer para explicar los pasos a  seguir a lo que parecían ser casi dos criaturas descerebradas.  Cierto era que habían asistido a la facultad no hasta hacía mucho y que, de hecho, habían, según se decía, ayudado a Loana con las tareas y monografías presentadas previamente.  De hecho, era de creer que si la excelsa rubia, en su momento, las había reclutado, sería por algo.  Pero si en el pasado, aun cuando cercano, habían sido estudiantes brillantes, lo cierto era que ahora sólo emitían gruñidos y sonidos guturales que hacían pensar más en bestias que en seres humanos, tal el grado de deshumanización en el que habían caído.  Aun así y sin demasiadas esperanzas,  les expliqué la base que había preparado y los pasos a seguir con meticulosa paciencia.  Durante todo el curso de la explicación, no dejaron de mirarme con ojos llameantes y encendidos en odio, razón por la cual la mayor parte del tiempo me mantuve mirando a la pantalla de la notebook .  Para mi sorpresa, una vez terminada mi explicación, comenzaron hacendosamente con su trabajo; rápidamente pusieron libros y papel sobre sus regazos y al poco rato ya estaban escribiendo algo.  Era una rareza absoluta la ambivalencia de aquellas muchachas: seguían siendo capaces e inteligentes pero se convertían en bestias sumisas y patéticas al momento de servir personalmente a Loana.  Aun así, no dijeron palabra alguna: hasta llegué a pensar que se les hubiera practicado alguna incisión en las cuerdas vocales a los efectos de que no pudieran hacerlo, pero alejé rápidamente ese pensamiento por considerarlo una locura.   Más posible era que el influjo increíble de la rubia les hubiera convencido de que el hablar era una acción demasiado humana como para que ellas fueran merecedoras de su uso.

       Fuera como fuese, en el momento en que Loana salió del agua ambas me abandonaron absolutamente y, empujándose y atropellándose entre sí, como habitualmente lo hacían, corrieron a disputarse una toalla que se hallaba sobre una de las sillas.  La coloradita, que casi siempre prevalecía, logró asirla y la enseñó a la otra en señal de triunfo mientras una sonrisa de oreja a oreja atravesaba su rostro.  Presurosamente se dirigió hacia Loana en cuatro patas para arrodillarse frente a ella y comenzó, con una meticulosidad y suavidad que contrastaban con la naturaleza animal que habitualmente exhibía, a secarla prolijamente, comenzando por tobillos y  piernas.  No puedo describir cuánta envidia sentí en ese momento: había estado lenta; me habían “madrugado” y todo por no estar aún bien habituada a los rituales rutinarios en casa de los Batista.  La que había sido vencida en la carrera por la toalla quedó caída en el suelo y Loana, imperturbable, le señaló con un dedo índice hacia donde yo me encontraba, en clara señal de que retornase a su trabajo mientras la otra chica se dedicaba a secarla.
          Furiosa por dentro como estaba, no tuve más remedio que bajar la vista nuevamente hacia la notebook, aunque debo confesar que cada tanto espiaba por debajo de las cejas cómo la pelirroja servil iba pasando la toalla por el hermoso cuerpo de la diosa.  Me vinieron a la cabeza los recuerdos de aquel día en el baño, cuando tuve que limpiar el desastre que le había hecho y hasta había tenido que hacerlo con la lengua… Sentí que me mojaba y tuve ganas de tocarme, pero me contuve y traté de seguir atenta a mi trabajo.  En un momento escuché cómo Loana le ordenaba a la muchacha ponerse de pie… y espié cómo, con la toalla, la aludida se dedicaba a recorrer su cuerpo de cintura para arriba… Me di cuenta que un hilillo de baba corría por la comisura de mi labio y tuve vergüenza de mí misma, así que, una vez más, volví mi atención a la notebook.
            “Bueno… a ver… – anunció en un momento la imperativa voz de la rubia -. ¿Quién va a pasarme protector solar?”
           Fue como si un fuego hubiera centelleado en mi cerebro… Dos veces no… No perdería la carrera nuevamente… La chica que estaba junto a mí abandonó su trabajo y ya se estaba incorporando a toda velocidad… Yo tenía que ser rápida… Un vistazo supersónico me hizo descubrir un pomo sobre la mesa de mármol y deduje que sería el protector que Loana reclamaba… Salté como un gato, con una agilidad que desconocía en mí… Propiné un fuerte golpe con mi hombro contra la otra chica y la hice caer hacia un costado; intentó tirarme una zancadilla y, a decir verdad, lo logró parcialmente, porque trastabillé y estuve muy pero muy cerca de estrellar mi frente contra la mesa de mármol… Logré, sin embargo, apoyar una de mis manos de tal modo de evitar el impacto y luego estiré mi cuerpo sobre la superficie de la mesa hasta capturar, de un manotazo, lo que ya para esa altura estaba claro que era el pomo de protector solar… Casi me oriné por la emoción; eché un rápido vistazo a la otra chica que, desde el suelo, me miraba con un odio indescriptible, pero a la vez sin poder ocultar su profunda tristeza y decepción… Pobre, era la segunda vez que perdía una competencia en pocos minutos… En cuanto a la colorada, no había participado de la carrera por el pomo de protector ya que estaba en plena tarea de secar el cuerpo de la diosa y no podía incurrir en la herejía de interrumpir tan elevada labor…  De cualquier modo, el lector seguramente se dará cuenta de que en lo que menos yo pensaba era en ellas sino en mi deidad de cabellos dorados e invencibles, cuya piel, habitualmente para mí inalcanzable, se había convertido en el premio más soñado que mis manos y mis sentidos pudieran llegar a disfrutar… Me eché a sus pies y permanecí de rodillas con el pomo en mano…
            Loana se había vuelto a calzar los lentes de sol.  Pasó a mi lado y se dirigió hacia una de las reposeras.  Se echó boca abajo y eso me dio una fantástica visión de su escultural cuerpo… Yo me arrodillé a su lado y debo decir que no cabía en mí… No podía creer lo que estaba a punto de ocurrir… Ella se llevó las manos a la espalda y soltó la parte de arriba del bikini.  Su divina silueta quedó así en toda su plenitud expuesta, cubierta sólo  su cola por la parte inferior del bikini, por cierto una tanga ínfima que se terminaba perdiendo en un hilo que desaparecía por entre las nalgas más perfectas que pudiesen existir.  Yo estaba en otro planeta, extasiada mi vista y mis sentidos en general ante tanto deleite.  De haberme podido ver a mí misma, estoy segura de que lucía una expresión de obnubilada estupidez. 
           “¿Y…? ¿Para cuándo?” – demandó la rubia diosa, cerrados sus ojos y apoyado el rostro de lado sobre uno de sus brazos. 
          En ese momento fui conciente de que si me seguía retrasando podía llegar a perder mi turno y eso sería lo peor que podía ocurrirme.  Unté entonces mis manos con el ungüento protector y, despaciosamente, fui posando mis dedos sobre su piel y comencé a masajearla, desparramando la crema; fue como si una corriente de alguna extraña energía estuviera pasando desde su cuerpo hacia el mío.  Comencé por su espalda y acaricié con fascinada adoración la nuca y los hombros.  Ahora podía ver de cerca los tatuajes que antes había visto de lejos y que comúnmente Loana llevaba cubiertos por la ropa.  En efecto había una inscripción cruzada, casi sobre las costillas, que me había resultado indescifrable antes… y seguía resultándome así.  No podía entenderla; ni siquiera terminaba de reconocer las letras, mucho menos la lengua en que estaba escrito… Más tarde sabría que estaba en griego antiguo y que lo que allí se leía no era otra cosa más que la palabra “orquídea”; también sabría luego que en la mitología griega, las orquídeas van muy ligadas al erotismo, por ser consideradas como la reencarnación de Orchis, el hijo de una ninfa y de un sátiro a quien los dioses habían castigado con la muerte por hacer el amor a una sacerdotisa.  Todo eso lo supe luego pero en ese momento lejos estaba de saberlo: simplemente me dejaba llevar por la fuerza de las sensaciones y la belleza del tatuaje, fuera cual fuese el significado de la expresión. 
           Cuando bajé con mis manos hacia la base de la espalda pude detenerme en la figura que antes me costara definir si era animal o vegetal… y comprendí la razón de mi duda: era ambas cosas.  Se trataba, en realidad, de una gran orquídea, pero sus pétalos terminaban formando  las pinzas de un escorpión y el pedúnculo, en tanto, se iba transformando casi imperceptiblemente en la cola del mismo animal… Eran la orquídea y el escorpión juntos… o mejor que juntos, diríase fusionados… Fue inevitable que acudiera a mis recuerdos la leyenda sobre el Rey Escorpión y la Reina Orquídea que me había contado Tamara en aquel bar cercano a la facultad…  Pero más allá de eso el tatuaje era una obra de arte fantástica y sentí de pronto el satisfactorio placer de saber que yo había sido tatuada por el mismo artista que había dejado tan magnífica impronta sobre el cuerpo de Loana… Un privilegio, podía decirse…
             Tracé varios círculos con mis dedos sobre la piel justo por encima del tatuaje y lo sentí como si estuviera palpando algo sagrado, único, vedado a la gran mayoría de los mortales.  Sentía un irresistible deseo de besar la figura, de lamer aquella piel cuya tersura cautivaba y seducía al solo tacto… Pero me contuve, por supuesto… Seguí untando sobre sus nalgas y ésa fue, desde luego, otra experiencia inigualable.  Recorrí cada centímetro con las yemas de mis dedos y presioné con los pulgares masajeando, como si quisiera llevarme la piel conmigo.  Luego seguí deslizando en dirección hacia la línea del bikini que desaparecía entre ambas nalgas; mis dedos se enterraron en la zanja lo más que pudieron aun cuando era improbable que la acción nociva del sol llegase hasta allí.  Y luego continué, obviamente, con las piernas; otro éxtasis de belleza hecha carne que fue un disfrute para mis dedos que las recorrieron cuan largas eran con la mayor suavidad posible, como queriendo retener el momento. 
          Cuando terminé de untar todo el cuerpo, me quedé de rodillas al costado de la reposera esperando la próxima orden de Loana… No tardó en llegar:
          “Muy bien putita – aprobó -.  Estate atenta porque vas a tener que untarme otra vez cuando me dé la vuelta… – mi corazón saltaba en el pecho ante tal anuncio -.  Ahora andá a continuar con lo tuyo”
          Tanto yo como las otras chicas, entonces, retomamos el trabajo. En un momento llegaron al lugar la hermanita adolescente de Loana y su amiga, la misma chica morocha junto a la cual me habían visitado en mi “habitación” la noche anterior.  Bajé la vista con vergüenza recordando la meada que me había propinado aquella chiquilla insolente, pero la verdad fue que no prestaron atención a ninguna de nosotras.  Fueron hacia el borde de la piscina, intercambiaron algunas bromas, rieron y se empujaron mutuamente hasta que una de ellas cayó al agua y la otra, es decir la hermanita de Loana, se arrojó tras ella luego de dar rienda suelta a su hilaridad… Cosas de chicas en definitiva… cosas de adolescentes…
          
 

También la madre de Loana se acercó en un momento al lugar y, a juzgar por las bolsas que traía en la mano, había ido de compras a algún shopping o algo así.  Tal como yo había visto a la distancia era una mujer elegante y hermosa aun para su edad; realmente no podía ser de otra forma siendo la madre de tan perfecta criatura.  Congruentemente con el aire soberbio e indiferente de Loana o de su hermana, pasó junto a mí y las otras chicas sin mirarnos; estuvo hablando algunas cosas bastante superficiales con su hija mayor y luego fue hacia  la casa.  Las dos adolescentes también se fueron al rato y volvimos a quedar junto a la piscina Loana y nosotras tres… La diosa se giró sobre la reposera y exigió protector solar; yo, por supuesto, me había encargado de tenerlo junto a mí porque sabía que de un momento a otro iba a requerirlo y no permitiría que me lo arrebatasen; así que dejé la notebook y me dirigí presurosa a atender a Loana.

           La rubia en ningún momento se había vuelto a abrochar el sostén del bikini y por lo tanto sus senos, magníficos y puros, quedaron expuestos ante mis ojos.  Tan fue para mí el impacto de tan primorosa imagen ante mis ojos que no pude evitar comenzar por ellos; esparcí la crema protectora y masajeé con mis dedos formando círculos en torno a sus pezones, que se ofrecían a mí como una tentación prohibida.  Espié de soslayo hacia su rostro con la vana esperanza de captar algún atisbo de excitación, pero la realidad era que sus lentes de sol me impedían captarlo.  Por otra parte, ¿yo excitar a una diosa?  La sola idea me resultaba descabellada… Seguí haciendo meticulosamente mi trabajo sobre su cuello, sobre su vientre… y reparé entonces en que Loana tenía un quinto tatuaje en la pelvis, muy cerca del límite de la parte de abajo del bikini: otra vez se trataba de una inscripción y si la anterior me había resultado inteligible, ni hablar de ésta.  Los símbolos que componían lo que parecía ser una leyenda parecían ser glifos y remitían a la escritura egipcia, aun a pesar de mis pobres conocimientos de historia… De todas formas y, a diferencia de la otra inscripción , en este caso jamás llegaría a averiguar el significado y, al parecer, en la finca, nadie lo sabía… salvo, quizás los miembros de la familia Batista a quienes ni yo ni el resto de la servidumbre osarían jamás preguntarles.  Continué, una vez más, con sus increíblemente perfectas piernas, pero esta vez por delante… Una vez que (ay) hube terminado, me reclamó el pomo de protector solar, se embadurnó los dedos y me lo devolvió; retiró sus lentes de sol y se dedicó a desparramar la crema por su cara.
            “Volvé a lo tuyo” – me ordenó secamente…y  así lo hice.
            En ese momento arribaron al lugar tres muchachos y una chica: un ataque de pudor me recorrió de la cabeza a los pies sabiéndome desnuda y, de hecho, en este caso, sí posaron sus miradas en mí durante algún momento… Estaba bien claro que no eran miembros de la familia Batista.  Saludaron efusivamente a Loana aunque ella, siempre imperturbable, no se molestó en levantarse un centímetro de la reposera sobre la cual descansaba su cuerpo; por otra parte, no pareció sentir pudor alguno por tener sus pechos expuestos.  Recién entonces recalé en que uno de los jóvenes, el más atractivo, era el mismo al que a veces se solía ver charlando con ella en las cercanías del aula magna.  No pude reconocer al resto; quizás pertenecieran a ese mismo ámbito o tal vez no.  Estuvieron un rato bromeando y riendo, se zambulleron varias veces en la piscina; luego, la propia Loana se incorporó y quedó charlando con la chica, sentadas ambas sobre sendas sillas al costado de la piscina.  Uno de los muchachos le convidó un cigarrillo a Loana y también le suministró fuego, lo cual me produjo una cierta aprehensión ya que ése era precisamente el trabajo que yo hacía habitualmente para ella en los parques de la universidad.  Los tres jóvenes, en tanto, se echaron boca arriba sobre tres reposeras que ubicaron en línea, pero ninguno osó hacerlo sobre la que acababa de dejar libre Loana… una vez más se comportaban ante ella como si ciertas cosas les estuvieran vedadas.  Echando un vistazo, siempre de soslayo, hacia los tres, había que decir que uno estaba realmente apetecible, precisamente el que había reconocido, otro estaba sólo pasable y el tercero… en fin: muy poco atractivo por cierto.
          La “mucama” regresó, trayendo en esta oportunidad algunos jugos y tragos, entre ellos lo que parecía ser un daikiri destinado a Loana.  Los tres jóvenes no pararon de mirar a la muchacha con ojos libidinosos y, uno de ellos, desvergonzadamente, pidió permiso a Loana para tocarla… Para mi sorpresa, la diosa rubia le concedió el pedido y ordenó a la joven que se acercase al lugar en el cual el muchacho retozaba al sol; por cierto, se trataba del menos favorecido físicamente de entre los tres… Me dio pena la chica; podría haber tenido más suerte siquiera… Él, sin levantarse, le acarició la cintura en tanto que ella seguía de pie a su lado; luego la hizo girar para contemplar en toda su redondez el hermoso culo que se ofrecía por debajo de la faldita que, como dije antes, no lo cubría en su totalidad.  Impunemente, comenzó a acariciarlo y sobarlo; la muchacha permaneció inmóvil y lo dejó hacer porque de todos modos, por supuesto, otra opción no tenía… Él le bajó la tanga a la mitad de los muslos y siguió toqueteándola sin reparos; yo seguía con mi labor en la notebook pero me era imposible sustraerme a la escena y no espiar de reojo todo el tiempo.  Por fortuna para mí, lo que aquel joven le estaba haciendo a esa chica captaba la atención, no sólo mía sino de todos y eso hacía que mis miraditas de reojo no fueran advertidas.  Él pasó los dedos por entre las piernas de la joven y comenzó a  acariciar su sexo.
         “¡Pará Adrián! – rio jocosamente Loana -. ¡Estás un poquito alzado o me parece a mí! Jajaja…”
          El comentario de Loana fue seguido por el habitual coro de risas obsecuentes, en tanto que el chico de la reposera seguía jugando con sus dedos en el sexo de la mucama…y se notó como ella, seguramente sin poderlo controlar, comenzó a sentirse excitada.  El joven al que Loana había aludido con el nombre de Adrián incrementó el ritmo del jugueteo al darse cuenta de eso… y rió.
           “Te gusta, putita, ¿no? – preguntó, con un tono particularmente desagradable y carente de caballerosidad alguna.
             La joven, incapaz de dominar su excitación, inclinaba su cuerpo y apoyaba las palmas de las manos sobre sus muslos a la vez que comenzaba a lanzar gemidos que, por lo que se veía, no lograba contener.  Loana observaba la escena divertida, mientras daba una que otra pitada a su cigarrillo de tanto en tanto.
              “Te hicieron una pregunta, perrita – intervino, imperativa -.  ¿No vas a contestar?”
              “S… sí, s… señor.. meeee… me gustaaaaa” – respondió la muchacha intercalando las sílabas con irrefrenables gemidos que, cada vez más, se iban convirtiendo en jadeos.
              El muchacho rió nuevamente y volvió a aumentar el ritmo del movimiento de su mano, con lo cual la joven pareció quedar al borde del orgasmo.  Justo en ese momento Loana palmoteó el aire e interrumpió:
            “Bueno… terminado… – anunció -.  Andá y seguí haciendo tus cosas, pedazo de puta”
           La chica, obediente, dejó de jadear y, presurosa, se subió las bragas para marcharse del lugar casi a la carrera.  El joven miró a Loana con algo de incredulidad e incomprensión.
          “Pero… Loana…” – comenzó a protestar.
          “Mírense un poco cómo están… los tres” – señaló ella, divertida.
         Tanto Adrián como los otros dos levantaron un poco sus nucas de las reposeras para prestar atención a lo que la rubia les remarcaba.  Y, en efecto, los tres mostraban ostensibles erecciones por debajo de sus shorts de baño.  La mayor era, obviamente, la de Adrián, pero los otros también lucían un buen monte que no podían ocultar.  Loana y su amiga reían a más no poder; Adrián volvió a quejarse, aunque con timidez:
         “Pero… lo estábamos pasando bien…” – llegó a decir
 

.

         “Lo podemos pasar todavía mejor” – le retrucó Loana dejando de reír, pero manteniendo una expresión divertida en su semblante.
           Los tres, luego de haber sido ridiculizados por sus erecciones, siguieron mirando con gesto incomprensivo.  Yo misma no conseguía evitar sustraerme por un momento de mi trabajo y estar atenta a la resolución de la escena que, súbitamente, se había cargado con un cierto suspenso.  Loana miró hacia donde estábamos trabajando y eso me hizo sentir en culpa considerando que yo había abandonado por un momento mi labor.
          “A ver… Ustedes tres. ¡Vengan!”
           Las otras dos me ganaron de mano.  Antes de que yo pudiera reaccionar ya habían saltado de sus lugares y se ubicaban de rodillas ante la diosa rubia.  Yo lo hice apenas después.  Loana nos miraba con aire divertido:
           “A ver – nos dijo -. ¿Quién quiere esta noche ser la encargada de bañarme y atenderme?”
           La pregunta de Loana casi me hizo orinar encima; las otras chicas levantaban la mano y saltaban sobre sus rodillas a la vez que emitían sus ya clásicos sonidos guturales, en este caso como producto de la ansiedad y la excitación.  Yo, un poco más atrás, también levanté mi mano con desesperación: sería un sueño hecho realidad si Loana me elegía a mí…
           “Mmmmm… parece que las tres quieren – señaló, algo mordaz, Loana, a la vez que se mesaba el cabello con indiferencia -, pero se lo van a tener que ganar”
           Las dos chicas redoblaron el ritmo de sus frenéticos saltitos sobre las rodillas y mi excitación aumentaba junto con la incertidumbre ya que no sabía a qué nos expondría la diosa rubia para ganarnos tan preciado favor de su parte.
           “Vayan para allá – señaló en dirección hacia las reposeras sobre las cuales retozaban los excitados muchachos –.  Se ubican una al lado de cada uno”
            Me giré.  Ignoraba qué iba Loana a pedirnos pero fuera lo que fuese, yo prefería estar junto al más atractivo de los tres, ése al que justamente había visto tantas veces charlando con mi diosa en la facultad.  Pero, a pesar de ser yo quien más cerca estaba de él, increíblemente me ganaron de mano, tanta la prisa que de pronto se apoderó de las otras muchachas.  Me pasaron prácticamente por arriba y hasta me pisaron literalmente la cabeza; arrojé un golpe y estoy segura de haber clavado las uñas en alguna de ellas, quien de todas formas no se detuvo… Cuando finalmente pude recomponerme, el único lugar que quedaba disponible era junto al más feo y desagradable de los tres, el mismo libidinoso que había estado hasta un momento antes manoseando a la mucamita.  Ocupé mi lugar casi con resignación y quedé a la espera de nuevas órdenes por parte de la diosa.
             “La que primero logre hacer que su chico acabe  será la que me atienda esta noche – anunció -.  Pero hay una condición… – sus ojos brillaron con malicia –.  Salvo para quitarles el short… no pueden utilizar otra cosa que no sea su boca”
                La orden resultaba increíble y mis oídos no lograban dar crédito, tanto que me costó reaccionar y eso me hizo perder terreno: ya las otras chicas habían, prestamente, bajado los shorts de los muchachos liberando sendos penes enhiestos que comenzaban a comer vorazmente.  Yo estaba shockeada: como dije antes, jamás había practicado sexo oral a nadie… Pero pensé en el premio de la justa, en lo mucho que deseaba yo pasar la noche junto a la diosa en lugar de pasarlo sola en una habitación austera y poco acogedora… No había mucho más que pensar.  Con todo el rechazo que me provocaba el chico, no tuve más remedio que tomar por las costuras el short y bajarlo… Mi inexperiencia en ese campo era absoluta y eso jugaba en mi contra; sólo había escuchado hablar a mis amigas y traté de aplicar lo que decían… No podía utilizar mis manos así que las mantuve cruzadas atrás y me dediqué con fruición a comer aquella verga que ya explotaba… Sabía que si aumentaba su excitación, la posibilidad de que él llegara a eyacular sería también mayor; por esa razón y haciendo de tripas corazón, di unas rápidas lengüetadas a sus huevos y luego hice lo propio con el generoso pene, desde la base hacia la glande.  Ya lo tenía como piedra y ése fue el momento de, lisa y llanamente, meterlo en mi boca.  Succioné y succioné, arriba y abajo, sintiéndome humillada por las risas de Loana y su amiga, pero sabiendo que el premio en disputa bien valía tal degradación… El joven empezó a jadear pero, a decir verdad, los otros dos también lo hacían y, en un momento, todo se convirtió en un coro de tipos excitados en el cual costaba especificar quién era quién.  Continué con lo mío, tratando de dejar mis dudas y mi inexperiencia a un lado.  La verga entraba ya casi completa en mi boca y me producía arcadas contra la garganta… Pero seguí… y seguí…  hasta que acabó: su bestial grito así me lo anunció pero no sólo eso… El semen entró en mi boca como un río de agua tibia y yo, para esa altura, ya ni quería pensar en lo que me había convertido: en menos de veinticuatro horas había sido cogida por un tatuador desconocido, orinada por una adolescente desconocido y había mamado la verga de un joven también desconocido… Eso sin hablar de las otras vejaciones y humillaciones sufridas… Intenté soltar el pene para hacer visible que él ya había acabado pero Adrián, incontenible en su excitación, me descargó una manaza sobre la nuca, aplastando así mi cabeza contra su verga, que entró en mi garganta todavía más de lo que ya lo había hecho y de lo que yo creía que podía hacerlo… Me mantuvo así durante unos segundos y yo no tuve más remedio que tragar su leche entre arcadas… Esperaba que me soltase porque de lo contrario, ¿cómo podría demostrar mi triunfo y reclamar mi premio?  Yo estaba segura de que había hecho que él llegara a eyacular antes que los otros dos… Finalmente me liberó y, extenuado, dejó caer su brazo a un lado de la reposera…  Solté el miembro y alcé mi cabeza, buscando desesperadamente a los otros jóvenes para ver qué había ocurrido… La realidad era que ya los tres habían acabado… y ahora sólo me quedaba esperar un dictamen.
            “Luis acabó primero” – anunció Loana.
            Yo me sentí morir.  Se trataba, no del joven más atractivo sino del restante, el intermedio… La chica que lo había logrado (la colorada) celebró su triunfo con los brazos en alto y lanzando un grito de alegría que, como siempre, fue una interjección incomprensible… No puedo describir la tristeza que sentí… El premio que yo más ansiaba… se había escapado ante mis narices…

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