Quedé como tonta con el impacto.  Y al mirar fugazmente de soslayo hacia Floriana comprobé que su expresión de sorpresa no era menor.  Evelyn nos miró, sonriente y, según lo entendí, exultante, notándose claramente que de las dos a quien más miraba era a mí; la sonrisa dibujada en su rostro sólo trasuntaba triunfo.  Más diplomática que yo, fue Floriana la primera en saludarla:
“¡Evelyn!  ¿Otra vez por acá? ¡Una alegría tenerte…!”
Si hubo falsedad en el saludo, Flori no lo evidenció; yo, en cambio, estaba mucho más turbada y no era para menos: tartamudeé, el labio inferior me tembló.
“Ho… hola Evelyn” – musité.
Ella sólo saludó con un cortés asentimiento de cabeza y sin decir palabra alguna; era como si ya disfrutara de su nueva situación jerárquica dentro de la empresa.
“Ahora trabaja para mí y no para Luis – explicó Hugo en tono alegre -.  Fue duro convencerla de volver porque, bien, je…, la muchachita tiene su orgullo, pero finalmente mi hijo intercedió y consiguió que la tengamos aquí de vuelta”
Otro mazazo.  Como si no fuera ya demasiado tener que aceptar que recibiría órdenes de quien hacía pocos días me hiciera pasar tan malos momentos, además recibía la noticia de que Luciano era quien, de algún modo, la había traído de vuelta, cuando justamente él, casi en confidencia, me había dicho que la nueva secretaria estaría entre Floriana y yo.  Era tanta mi incredulidad que hasta me quedé pensando si Hugo no estaría haciendo referencia a algún otro hijo que yo no conocía, pero jamás había escuchado a Floriana decir que Luciano tuviera un hermano o, menos que menos, que en caso de tenerlo, éste tuviera alguna injerencia en los asuntos de la empresa.
“Qué bueno que Luchi haya logrado convencerte – dijo Floriana sonriente y, confirmando con sus palabras mi peor presunción -; era una triste pérdida para la fábrica”
“Gracias, Flori – dijo gentilmente Evelyn hablando por primera vez desde que entráramos a la oficina -; a mí también me dio mucha pena lo ocurrido y… sobre todo mi despido, pero más allá de eso llevo mucho tiempo trabajando aquí y no quería perder a tan valorables compañeras de trabajo…”
Había ironía.  Y contra mí.  Se caía de maduro al escucharla.  Yo estaba tan conmocionada por el súbito giro en los acontecimientos que tenía ahora la vista dirigida hacia el piso y no sabía realmente qué decir.  Sabía que si levantaba los ojos me encontraría con su sonrisa de triunfo y era mucho más de lo que podía soportar.  ¿Habría ella vuelto a la fábrica dispuesta a cobrarse venganza por lo ocurrido?  Yo no le había hecho nada en sí, salvo reaccionar violentamente a una provocación pero, claro, era más que seguro que no sería ése el modo en que ella lo veía.  También era cierto que, en definitiva, quien la había despedido era Luis y no podía acusarme en absoluto de haber tenido algún peso en tal decisión.
“Bueno, chicas, me alegra poder presenciar un reencuentro como éste – dijo Hugo en tono fraternal -; les comunico que Evelyn entrará en funciones a partir de mañana y espero que todo sirva para que nos llevemos mejor dentro de la fábrica y que… en fin, olvidemos algunas rencillas del pasado que no suman sino que restan”
“Va a ser así, Hugo, no tengas duda – dijo Evelyn para, casi de inmediato, dar una palmada en el aire -.  Así que, chicas, de vuelta al trabajo…”
Quedaba bien claro que la atmósfera, al menos para mí, se volvería más que pesada con ella allí: sin estar aún en funciones, Evelyn ya se estaba tomando la atribución de darnos órdenes.  Difícil era pensar en una convivencia tranquila y pacífica ante tal cuadro previo.  Floriana la saludó con cortesía y yo traté de hacer lo mismo aunque sólo fui capaz de un leve asentimiento de cabeza.  Cuando, ya afuera de la oficina, ambas caminábamos a la par hacia nuestros respectivos escritorios, ya no pude contenerme; era tanto mi odio que quedé al borde del llanto y me acerqué al oído de Flori para hablarle:
“¿Podés creer esto?  ¡Nos mintieron, Flori!  ¡Nos engañaron!”

“Nadie nos prometió nada, Sole – repuso mi amiga en un tono sereno no demasiado creíble; se notaba que buscaba ocultar la rabia que también ella sentía -; son los jefes, ellos deciden.  Luis la despidió; Hugo la tomó: no podemos hacer nada en contra de sus decisiones.  Hay que comérsela, Sole, es lo que nos toca…”
Me quedé pensando en que precisamente eso era lo que yo venía haciendo desde que estaba allí: comerme una verga tras otra; la designación de Evelyn era, de algún modo, más de lo mismo.
“Pero… ¿y Luchi? – protesté, llena de incomprensión -.  ¿Cómo puede ser que justo él haya sido quien…?”
“Hace lo que le dice su padre, Sole.  ¿Esperabas otra cosa?  No sobreestimes su poder aquí”
Por mucho que Floriana intentara tranquilizarme, yo estaba a punto de romper en llanto de un momento a otro.  Me sentía usada, traicionada… y, una vez más, humillada.
“Voy a… renunciar hoy mismo” – mascullé, con la voz quebrada.
“¡No, boludita! – repuso enérgicamente Flori -.  No seas pe-lo-tu-da – remarcó bien cada sílaba -.  No te apresures; esperemos a ver cómo funcionan las cosas; no sabemos cómo se va a comportar Eve como secretaria y estoy segura que Hugo ya le debe haber marcado bien cuáles son sus límites”
“¿Eve?  ¿Ahora resulta que es Eve?”
Flori se plantó en seco y se giró hacia mí; tomándome del brazo, me obligó a detenerme y mirarla a los ojos.
“No te pongas loca ni paranoica, tarada – me recriminó -.  Sos mi amiga y bien sabés que fui yo quien hizo el contacto para que entraras.  ¿O ya lo olvidaste?  Conozco a Evelyn porque somos compañeras de trabajo de hace rato y siempre la llamé Eve pero eso no la convierte en mi amiga y, de hecho, no lo es.  No sigas pensando que todos están en tu contra o que te traicionan sólo a partir de esto que pasó con Luciano”
Ella tenía razón.  Bajé la cabeza sollozando.
“Sí, Flori.., te entiendo y sé perfectamente que si estoy acá es gracias a vos, pero… no sé…, es como que…”
Hice una pausa y Floriana me miró extrañada, ladeando un poco su rostro.
“¿Sí…? – preguntó.
Me trabé; tenía un nudo en la garganta.
“Es… que… pasan cosas raras en esta fábrica” – dije, finalmente.
“¿Raras?  ¿Cómo qué?”
“S… sí, F… Flori, no sé… ¿A vos nunca te… pasó nada?”
“¿Nada como qué?”
Yo quería largar todo.  ¿Cómo era posible que en el tiempo que mi amiga llevaba trabajando allí no le hubiera tocado ser víctima de aberraciones como las que a mí me habían ocurrido?  Cierto es que Flori no es tan atractiva como yo y quizás no le tocó vivir tantas situaciones de abuso o  acoso pero, aun así, ¿era posible que jamás hubiera llegado a sus oídos nada?  Los rumores, y sobre todo ese tipo de rumores, circulan muy fácil en los ámbitos de trabajo.  ¿O sería yo la primera chica allí adentro que había quedado reducida a tal grado de cosificación?  ¿Qué había pasado realmente con la muchacha que antes ocupara mi puesto?  ¿Y si no se había querido someter a la perversión de los jefes?  De hecho, la propia Evelyn había hecho acopio de valor y dignidad al dar media vuelta y marcharse de la oficina de Luis cuando él pretendió zurrarla en las nalgas por su falta…
“N… no… – musité, aclarando mi voz y enjugando un poco mis lágrimas -; nada, Flori, volvamos al trabajo…”
El resto de ese día transcurrió sin mayores incidentes y, de hecho, se podía decir que fue mi jornada de trabajo más tranquila desde que había llegado a la fábrica.  Nadie me requirió para lamer culos o vergas y busqué concentrarme lo más que pude en mi trabajo.  No obstante,  se trataba de una gran coraza con la que yo buscaba protegerme, sobre todo debido al odio que me generaba Luciano con su actitud: ni siquiera apareció en todo el día o, al menos no lo vi, ya que bien pudo haber llegado y también haberse por el portón de planta; en parte era lógico, pues no debía querer mirarme a los ojos después de haberme fallado del modo en que lo hizo.   Qué rara puede ser la mente humana y, muy especialmente, la femenina: en ese momento me alegré de haber sido penetrada analmente por Inchausti pues Luciano no era merecedor en absoluto de tener la exclusividad de mi retaguardia.
A la salida y como era de prever, Daniel volvió a encontrarme rara y me llenó de preguntas que, obviamente, esquivé responder.  Hizo además comentarios acerca de los ojos voraces y libidinosos con que me miraban los operarios de planta cuando yo salía e insistió en lo inconveniente y por demás osado del largo de mi falda.
“Es… trabajo, Daniel – dije, con culpa pero también con algo de hastío -.  La presencia hace, en este caso, a mi puesto y a las ventas.  Si no te gusta, lo siento; no tengo tantas posibilidades de conseguir empleo”
“Te entiendo – decía él, turbado -, pero… el modo en que te miran; es como muy, no sé cómo decirlo…”

“¿Cómo si me desnudaran con la mirada?” – pregunté, molesta.  Daniel pareció sorprendido por mi tono pero aun así volvió a la carga.
“No…, yo diría que la palabra no es desnudar porque no hace falta mucho para desnudarte – exageró deliberadamente -; es más bien como si… te estuvieran cogiendo con la mirada”
Solté una risita.  Me llevé las manos a las sienes.
“Ay, Dani, no te conviertas en un celoso obsesivo, paranoico e insoportable.  Son obreros: ¿qué esperás?  ¿Qué me traten como a una lady?  ¿O que no me miren directamente?  Es imposible; no seas ridículo”
“Sí, serán obreros y todo lo que quieras, pero… no sé: aquél que está allá, por ejemplo; te mira como un enfermo, un degenerado…”
El comentario me tomó por sorpresa.  Tuve que levantar la vista porque no sabía de quién me hablaba y, por cierto, yo miraba muy poco a los demás al salir de la fábrica.  Temí, al alzar los ojos, toparme con Hugo, con Luis… o con Luciano, pero no: de pie bajo el vano del portón recién abierto se hallaba el sereno de rostro equino y expresión bobalicona, quien seguramente acababa de comenzar su turno de trabajo.
Me reí y resoplé.
“Sí, Daniel – dije, en tono de mofa -; me atrapaste: ése es el tipo que me está cogiendo en el trabajo.  Vámonos, por favor: ya escuché demasiadas boludeces”
Esta vez Daniel festejó mi respuesta y también rió.  Era a todas luces imposible que pudiese sospechar de un tipo que era casi un esperpento y cuya expresión mostraba poca o ninguna inteligencia.  Al momento en que Daniel puso en marcha el auto y nos fuimos, pude ver de soslayo cómo el sereno saludaba con una mano en alto desde el portón exhibiendo una sonrisa bastante idiota…
El siguiente fue el día fatídico porque Evelyn entraba en funciones.  Se tomó el tupé de llegar una media hora más tarde aunque, como supe después, eso era parte de lo que había arreglado al aceptar el cargo.  Media hora, en realidad, no hacía gran diferencia con el resto, pero sí la suficiente como para mostrarnos que ella tenía privilegios que nosotras no. Pasó ante los escritorios con paso petulante y siguió hacia las oficinas como si se exhibiendo y refregándonos su posición jerárquica.  Sonriente, lanzó al aire un saludo en general y, aun a pesar de que las chicas respondieron amablemente, me pareció notar que su modo de ingresar generó antipatía, como también la mencionada diferencia en el horario de entrada.  La única que exhibió una actitud alegre y festiva fue, por supuesto, Rocío, la compañera y amiga incondicional con la cual Evelyn gustara tanto de cuchichear; de hecho, no sólo sonrió abiertamente sino que hasta aplaudió y vitoreó: fue la única, desde ya.
Por suerte no vi a Evelyn durante el resto de la mañana; se encerró en su oficina y no salió de allí, seguramente enfrascada en la tarea de ponerse a tono con sus nuevas responsabilidades.  En cambio, sí tuve la suerte, buena o mala según como se mire, de verlo a Luciano.  Saludó como mirando a la nada y sin posar sus ojos en mí, cuando la realidad era que unos días antes lo primero que hacía era buscarme entre todas las administrativas y no despegarme la vista de encima.  Casi de inmediato entraron tras él su esposa e hijo, lo cual, de algún modo, podía ayudar a entender su actitud evasiva; pero no: lo que yo notaba en él era algo absolutamente distinto esta vez; no se trataba simplemente de no ser pescado in fraganti por su esposa.  No era la presencia de ella lo que lo incomodaba sino la mía
Con ojos inyectados en odio le seguí mientras, escoltado por su familia, se dirigía hacia la planta; mi furia era tanta que me costaba creer que él no estuviera sintiendo dos dardos envenenados clavándosele en la nuca.  Más aún: al verlo acompañado por su mujer, hasta me vino a mi mente la maquiavélica idea de buscar que ella se enterase de algún modo de lo ocurrido conmigo; sería justo que ella lo supiera y, sobre todo, que él pagara por su traición.  Crispé los puños, me mordí el labio inferior y volví a concentrarme en mi trabajo dejando de lado esas alocadas elucubraciones en las cuales no lograba reconocerme.
Fue poco antes del mediodía cuando Luciano volvió a aparecer por la zona; se dirigió hacia el escritorio de Milagros, una de mis compañeras de trabajo, aparentemente con el objetivo de solicitarle alguna información ya que, a continuación, ella estuvo largo rato explicándole algo de su monitor; él parecía muy interesado y de tanto en tanto le preguntaba algo aunque me daba la sensación de que era su forma de seguirme ignorando.  Yo, en cambio, no le quitaba mis ojos de encima y le descubrí, en un par de oportunidades, mirarme de soslayo para, luego, desviar nerviosamente la vista otra vez hacia el monitor.
Me levanté de mi silla y fingí dirigirme hacia el toilette; lo que buscaba, en realidad, era ubicarme en el pasillo para así salirle al cruce a Luciano cuando él regresara hacia la planta.  La espera se hizo larga y me impacienté; no podía parar de taconear en el piso ni de morderme el labio inferior porque, claro, pronto alguien terminaría por pregunarme qué hacía allí, estática y sin estar trabajando.  Finalmente él dejó de hablar con Milagros y, al volver a encarar el pasillo, se topó conmigo.  Por un instante se detuvo como pensando si seguir por el pasillo o no; finalmente lo hizo y, al pasar a mi lado, me saludó con una ligerísima sonrisa y pronunciando mi nombre apenas en un susurro; casi un saludo obligado y sin más remedio.
“¿Así que Hugo estaba tratando de convencer a alguien para que aceptase el puesto? – le pregunté, en tono mordaz -.  Qué bueno que lograste convencerla porque se ve que tu papá no pudo…
Me miró desorientado, como si mi repentina seguridad le hubiese

descolocado.  Echó un par de rápidos vistazos en derredor con la obvia intención de constatar si su esposa no estaba cerca: no se la veía, pero a mí en lo personal me importaba muy poco que estuviese o no.
“Soledad… – me dijo, en voz baja -.  Te juro por lo que más quiero que hice lo posible para que te dieran el puesto”
“¿Por lo que más querés? – pregunté manteniéndome siempre mordaz; elevé la voz sin darme cuenta -.  ¡Qué interesante!  Sería bueno saber qué es lo que más querés… ¿Tu esposa?  ¿Tu hijo? – él me hacía gesto de que me calmara mientras miraba a todos lados nerviosamente; yo seguía sin hacerle el más mínimo caso-.  ¿O será mi culo?  ¡Ah, no, ya sé!  ¡Evelyn!”
“Soledad…, creeme: no tuve opción!
“¡No, ya lo imagino!  Tiene un culo bastante mejor que el mío, ¿no?  ¡Yo pude vérselo apenas un poco cuando se lo pellizqué en la oficina de Luis y la verdad es que lo tiene lindo!”
“Soledad, bajá un poco el tono de la voz – decía él, entre dientes -.  Yo no quería verla de nuevo por aquí pero mi padre sí.  Se sentía en parte culpable por lo que pasó con Luis y con vos… y por el despido de ella, así que quería traerla para su firma por todo y por todo y no había forma de sacarle la idea de la cabeza”
“O sea que Floriana y yo éramos segunda y tercera opción, ¿verdad?”
Tragó saliva.  Ahora era él quien parecía inseguro y le costaba hablar.
“Lamentablemente… sí.  Al menos para Hugo era así”
Fruncí mi boca y desvié la vista.  Asentí un par de veces con una mezcla de fastidio y resignación.
“Sole… – dijo él con una expresión de pesar que no lograba yo determinar si era real o fingida -.  La principal condición que Evelyn puso para volver fue que se te despidiera de la fábrica y reincorporaran a la chica que estaba antes.  Como verás, no lo consiguió: no te ensañes conmigo porque fui yo quien logró que no fuera así”
Otro duro golpe, no porque el pedido de Evelyn me pareciera muy sorprendente, sino por el descaro que había tenido al hacerlo.  Quedé atónita, sin palabras.
“Yo… logré eso, Sole – insistió Luciano -.  Conseguí que ella aceptara volver a pesar de no concedérsele esa condición que pretendía”
Nos quedamos un momento en silencio; me crucé de brazos y permanecí mirándolo casi de reojo, como con desconfianza.
“Supongo que para que ella aceptara eso, se le habrán tenido que hacer otras concesiones” – deslicé finalmente.
“Sí… – asintió Luciano, con aparente pesar -.  Digamos que ella es ahora secretaria pero… con más atribuciones de las que tendría normalmente”
“Definí eso”
“¿Qué cosa?”
“Más atribuciones”
Luciano hizo una larga pausa; tomó aire antes de hablar.
“Bueno, digamos que… tiene el poder de reasignar o distribuir tareas entre las empleadas.  No es… tanto después de todo”
Otra vez desvié la vista; comencé a girarme como para irme.
“De todos modos, me gustaría mucho saber cómo lograste convencerla” – dije, irónica.  Él amagó decir algo pero yo, al borde del llanto, ya había partido en busca del toilette, adonde supuestamente me dirigía un rato antes.  Luciano terminó por no decir nada o, quizás, no se atrevió.

Cuando me hallé frente al espejo ya no pude más y rompí en llanto.  De un modo casi inconsciente y sin dejar de mirarme, deslicé las palmas de mis manos por debajo de mi falda y me acaricié las nalgas.  Lo hice despaciosa, sensualmente y, aun así, no lograba emular ni mínimamente las sensaciones vividas cuando era Luciano me las sobaba.  Estaba bien claro que yo estaba algo fuera de mis cabales puesto que me estaba arriesgando a que cualquiera de las chicas entrara de un momento a otro y me viera en tan indecente situación.  Sin embargo, en ese momento no importó.  Sólo podía pensar en Luciano y tratar de rememorar la excitación que me provocaba el roce de sus dedos deslizándose por sobre las redondeces de mi carne.  Por  más que lo intentara, sin embargo, no conseguía reproducir el momento.  Tenía que convencerme de que Luciano, el tipo que me había hecho descubrir el para mí ignoto placer anal, era en realidad un grandísimo hijo de puta.  Haciendo de tripas corazón, me acomodé la ropa, enjugué mis lágrimas y me arreglé un poco el maquillaje para volver, finalmente, a mi puesto de trabajo.
Fue a media tarde cuando, por fin, Evelyn dio noticias de vida; yo, por supuesto, hubiera preferido que no las diera nunca.  Se acercó al escritorio de Rocío y estuvo un rato hablando con ella; miró varias veces al monitor de la computadora mientras hacía bailar su dedo índice como si le diera indicaciones.  Una vez que hubo acabado con Rocío, vino hacia mí y un estremecimiento me recorrió al verla acercarse.
“Soledad – me dijo -; he hecho algunos reajustes con las cuentas de clientes que manejan cada una de ustedes”
La miré con el rostro contraído en una mueca de incomprensión.
“¿Reajustes?”
“Sí, en lo esencial se trata de que algunas de las cuentas manejadas por Rocío pasan a vos y algunas de las tuyas a ella”
Asentí.  Estuve a punto de preguntar por qué, pero rápidamente me ubiqué: no me correspondía.
“Entiendo… – acepté, tratando de sonar sino alegre, sí al menos conforme -.  ¿Y… cuáles son esas cuentas?”
“Ya seguramente Rocío te envió los códigos de las que pasan a tu computadora” – me respondió ella señalando hacia mi monitor.
En efecto, noté al instante que, a través de la red interna de la fábrica, me habían entrado como datos una serie de códigos: al ir recorriendo la lista con el cursor, descubrí que la misma terminaba en el número 652… Es decir, ésa era la cantidad de clientes que yo pasaba a manejar desde el momento sumándose a las que ya tenía o bien a los que Evelyn decidiera dejarme.  Una vez más tragué saliva y acepté.
“Bien… – dije -.  ¿Y cuáles le tengo que pasar a Rocío?”
Evelyn se inclinó sobre el monitor y al hacerlo me restregó su rojiza cabellera por mi rostro; lo hizo como al descuido y sin intención, pero a mí me pareció otra de sus petulantes muestras de poder.  Tomó el mouse de mi computadora y, deslizando el cursor, ingresó en mis cuentas y fue tildando una a una las que ella había decidido que yo no seguiría manejando.  Fueron diez.., sólo diez.  Y entre ellas la de Inchausti, cuya operación no estaba aún cerrada formalmente.  Me sentí como si me hubiera caído la fábrica completa sobre mi nuca: Rocío se quedaría, por lo tanto, con un trabajo mínimo y no había que ser demasiado perspicaz para darse cuenta de que las pocas cuentas que seguían en sus manos eran, justamente, la de los clientes más jugosos y que daban más comisión al final del mes.  En otras palabras, poco trabajo y mucho dinero.  En ese momento no tenía forma de saber qué clase de clientes me tocaban a mí pero pronto sabría lo que ya comenzaba a suponer: tenía a mi cargo un número desmedido de cuentas que no movían demasiado capital…
“Está bien – acepté con resignación y sin cuestionar nada -.  Me… encargaré de aquí en más de las que me has indicado, Evelyn”
“Señorita Evelyn – me corrigió ella mientras terminaba de hacer los últimos ajustes con el mouse -; no es por nada, pero creo que esas cosas tienen que empezar a cambiar en la fábrica: el tuteo… tiende a desdibujar jerarquías y responsabilidades; no me gusta”
Cerré los ojos y conté hasta diez.
“Señorita Evelyn” – dije, finalmente.

Sonriente y conforme con lo obtenido, se marchó, dejándome a mí masticando rabia.  Floriana estiró su brazo y me acarició la mano: obviamente había escuchado todo y en ese gesto se solidarizaba a la vez que se lamentaba por mi suerte…
En los días que siguieron no pude despegar la vista de mi monitor.  El trabajo era tanto que no llegaba a hacerlo ni por asomo e, inevitablemente, tenía que terminar haciendo horas extra para estar más o menos al día.  Debía además estar por demás concentrada a los efectos de no cometer ningún error ya que bien sabía que Evelyn estaría a la espera de eso para echármelo en cara y, de paso, deslizar alguna comparación odiosa con la empleada anterior.  Por oposición, a Rocío se la veía con mucho tiempo libre, el cual usaba su antojo para charlar o para estar, celular en mano, enviándose mensajes vaya a saber con quién.  Iba mucho y seguido también a la oficina de Evelyn y, a juzgar por lo que tardaba en regresar, sus visitas devenían en largas conversaciones en las cuales, seguramente, se pondrían al día de todos los chismes que habitualmente se intercambiaban y en los cuales yo sería, casi sin dudarlo,  figura excluyente.
Luciano, en tanto, parecía comportarse como si no estuviera al tanto de nada y una honda aflicción me crecía en el pecho cada vez que lo veía.  También pude comprobar que cuando Hugo y Luis se encontraban por los pasillos y charlaban, lo hacían amigablemente, lo cual terminaba de confirmarme cuán exagerada había sido mi evaluación del problema entre ellos tras el despido de Evelyn; el propio Luis, de hecho, había manifestado que se había tratado básicamente de un “problema de familia” y no mucho más que eso: quedaba entonces confirmado.
Si yo había abrigado la esperanza de que, habiéndome sobrecargado de trabajo, Evelyn se calmaría un poco y dejaría de hostigarme, me equivoqué:  pasé, también, a ser la encargada de llevarle café o bien el almuerzo cuando lo pedía a algún servicio de “delivery” y, a veces, hasta me requería para hacerle masajes en la nuca porque, según decía, se sentía estresada y contracturada.  Todo ello, obviamente, no podía hacer otra cosa que quitarle tiempo a mis pesadas tareas de oficina y, por lo tanto, necesitaba de más horas extra para recuperarlo: a veces hasta sacrificaba mi hora de almuerzo o bien apenas masticaba algo sin sacar mi vista de la pantalla.  A Evelyn, por supuesto, no parecía importarle.  En cuanto a Hugo, era como si de pronto su rol allí dentro se hubiera desdibujado o, al menos, hubiera delegado mucho más en Evelyn pues yo casi no tenía, como antes, oportunidad de hablar con él directamente; nunca pensé que pudiera desear eso.   Fue en una de las oportunidades en que llevé café a Evelyn cuando, para mi sorpresa y en el exacto momento en que me aprestaba a volver a mi escritorio, ella me indicó que cerrase la puerta y permaneciese en la oficina.  Obedecí y me volví hacia ella temblando como una hoja por no saber con cuál de sus perversas ideas saldría ahora.  Por cierto, mis peores cálculos iban a ser, al rato, totalmente sobrepasados…
“¿Cómo te estás llevando con el trabajo en la fábrica?” – me preguntó de sopetón y mientras, para mi asombro, se relajaba en su silla y estiraba sus piernas sobre el escritorio con los tacos como lanzas apuntadas hacia mí.  Pensé que podía estar a punto de solicitarme un masaje pero la posición, esta vez, parecía por demás relajada.
“B… bien, señorita Evelyn – mentí, sólo para no darle el gusto de que se alegrase con mi desgracia -.  Me… siento cómoda”
“Ah, me alegro: tengo entendido que sos muy eficiente, cosa que ya voy a comprobar al final de la semana cuando revise todo.  Además sé que sos muy buena lamiendo culos, mamando vergas o dejándote ensartar por detrás…”
Me tambaleé sin poder creer lo que me estaba diciendo.  Definitivamente, ya nada era secreto allí dentro y, al parecer, Evelyn había sido puesta al tanto de todo.
“Señorita Evelyn…” – musité.
“¿Sí?”
“Si… no le ofende, ¿puedo preguntarle quién… le ha dicho esas cosas?”
“Jaja, aquí dentro todo se sabe, querida – carcajeó ella con un encogimiento de hombros -.  Y no sólo se sabe: también se ve…”

La miré sin comprender, totalmente pálido mi semblante.  Ella me miraba con aire divertido y como manejando un cierto suspenso al tardar en seguir hablando.
“Querida Sole… – dijo al cabo de un rato -.  ¿Realmente pensabas que no hay cámaras de seguridad en las oficinas?  Hay mucho material filmado y me divierte verlo cuando estoy aburrida, jeje…”
Crispé los puños con rabia e impotencia.  Tonta de mí: Evelyn me trataba como si yo fuera una estúpida y, en verdad, tenía todo el derecho del mundo a hacerlo.  ¿Así que había visto mis escenas en la oficina con Hugo o con Luciano?  ¿Lo habría hecho por su cuenta o se habrían estado divirtiendo un rato mirando videítos entre los tres?
“Soledad… – dijo ella, siempre sonriente y señalando hacia sus pies -.  Tengo las sandalias un poco sucias y me gustaría que estuvieran relucientes”
Yo no podía creer que la desgraciada me estaba pidiendo que le lustrara el calzado pero todo indicaba que así era.  Miré hacia todos lados en busca de algún trapo o franela y, aunque no dije palabra alguna, ella me adivinó el pensamiento.
“¡Con tu lengua!” – exclamó con total naturalidad.
La miré; el rostro se me contrajo y el labio inferior se me cayó.  Ella, por su parte, permanecía sonriendo mientras los tacos de sus sandalias se mantenían en alto sobre el escritorio.  De pronto lo entendí todo: la maldita perra quería ponerme al límite, llevarme hasta lo insoportable con el más que obvio objetivo de que yo renunciara y así poder insistir en la reincorporación de su querida amiga o, al menos, en la incorporación de absolutamente cualquiera que no fuese yo.  Ése era también, sin duda, el propósito con el cual me venía sobrecargando de trabajo administativo.  Su sonrisa se amplió un poco más y alzó las cejas: la puta estaba esperando su momento de gloria, el momento en el cual yo diera media vuelta y me marchara con un portazo.  Pero yo… no estaba dispuesta a darle ese gusto.  ¿Quería que le lamiera el calzado?  Pues bien, lo haría, por mucha que fuera mi repulsión.  Esto se había convertido en una batalla y yo no iba a permitir que me la ganara.
Avancé unos pasos hacia el escritorio y me incliné hasta que mi boca estuvo a escasos centímetros de sus sandalias; una vez que las tuve a tiro, saqué mi rosada lengua por entre mis labios y la deslicé por sobre su calzado, primero un pie, luego el otro.  Un sabor amargo y desagradable me impregnó la boca.
“¡Las suelas también! – me conminó enérgicamente -.  Las quiero bien limpitas…”
Bien, desgraciada, me dije.  Si estás buscando mi renuncia no pienso hacerlo y, después de todo, lamer el culo de Di Leo no es menos desagradable que lamer un par de sandalias.  Así que hice lo que me decía: la repulsión aumentó al punto de provocarme arcadas pero aun así deslicé mi lengua todo a lo largo de sus suelas e inclusive lamiéndole los tacos mientras me invadía la boca el sinfín de desagradables sabores de todo cuanto ella había pisado ese día.
¡De rodillas! – me conminó -.  Quiero verte de rodillas…y no dejes de lamer ni un segundo”
Ya hacía rato que no estaba en mi cabeza la idea de cuestionar absolutamente nada que ella me ordenase.  Mi resistencia a darle mi renuncia era aun más fuerte que la indignidad de tener que arrodillarme ante su escritorio mientras mantenía mi cabeza levantada para seguirle lamiendo tacos y suelas.  Ella deslizó ligeramente el taco de su sandalia, lo suficiente como para llevarlo dentro de mi boca y clavármelo en el paladar muy cerca de las amígdalas.  Otra vez sentí arcadas.
“A ver… – dijo ella –.  Hmm, ¿qué verga puede ser la que tenés en la boca?  ¿La de Hugo, la de Luis, la de Inchausti?  No importa, imaginate la que más te guste de entre todas esas y chupame bien el taco como si fuera una pija”
Noté que no nombró a Luciano; estaba bien claro que ella conocía todos los detalles sobre qué había hecho con quién y que, por lo tanto, no le había practicado sexo oral al hijo de Hugo, pero sí a cada uno de los que nombró.  Aun desde mi posición y sin dejar de chupar los tacos de sus sandalias, alcé un poco las cejas para tratar de mirar por encima del escritorio y pude comprobar que ella estiraba los brazos con los puños en alto en una postura que, más que de relajación, parecía ser de triunfo… Qué ironía: yo estaba dándole ese gusto por evitarle otro…

Fueron raras las sensaciones después de ese día.  Yo me sentía caer cada vez más abajo y, a la vez, la perra de Evelyn lograba que en algún punto la situación me excitara.  ¿Se daría cuenta ella de eso?  Fuese como fuese, la lucha en mi interior entre las distintas Soledades recrudecía una vez más.  Un episodio particular me ocurrió esa misma noche, estando en casa abatida y vencida luego de una ardua y larga jornada de trabajo además, de, por supuesto, con la dignidad por el piso.  Cuando me dejé caer sobre la cama se me cruzaron miles de imágenes de todo cuanto venía ocurriendo desde que había ingresado en la fábrica; en particular, pensar en Luciano me llenaba de contradicciones: lo odiaba, lo detestaba con el alma… y sin embargo no podía dejar de calentarme cada vez que lo recordaba masajeándome la cola y, en particular, penetrándola.  Lo que me había hecho sentir era algo totalmente nuevo para mí y tenía la sensación de que jamás volvería a sentir algo parecido.  También en algún momento me excité al recordarme a mí misma lamiendo el calzado de Evelyn y me odié por ello: me odiaba y la odiaba y, aunque pareciera paradójico, creo que en ese mismo odio que sentía por ella estaba la clave de mi excitación; no me parece que me hubiese sentido de la misma forma si le hubiese lamido las sandalias a alguien que no me iba ni venía.  Evelyn me detestaba y, por supuesto, yo a ella: y eso hacía más caliente todo… Estuve a punto de tomar una de mis sandalias para imaginar que era de ella y recorrerla con la lengua pero mi repulsión pudo más: no podía perdonarme estar teniendo tales sensaciones y pensamientos; de hecho, revoleé a lo lejos y con asco la sandalia que estaba a punto de lamer.
Me vino entonces el recuerdo de la vendedora en el vestidor; creo que actuó como un sustituto de Evelyn, a quien yo tenía resistencia a dejar entrar en mis fantasías.  Recordé, entonces, que por algún cajón estaba la tanga de la chica, puesto que yo la había guardado y hasta escondido como con vergüenza ese mismo día al regresar del trabajo.  Me entró, de pronto, un irrefrenable impulso de ir a buscarla… y lo hice.  Dejándome caer nuevamente en la cama me pasé la prenda una y otra vez por la cara y pude oler nuevamente el aroma de la lésbica lujuria recientemente descubierta; la besé, le pasé la lengua, me la introduje en la boca y la chupé sin pausa.  Era tal grado de ebullición que no pude evitar flexionar una pierna por sobre la otra mientras mi mano libre se dirigía hacia mi sexo y comenzaba a masturbarme.  Consciente o inconscientemente, ésa era mi forma de librarme de la irritante y culposa fantasía de Evelyn; lo irónico era que mi tranquilidad de conciencia estaba dada por una vendedora de tienda de ropa.  Un mes atrás me hubiera sentido horrendamente culpable pero la bajeza en la cual yo había caído era tal que necesitaba fantasías como ésa para alejar otras que se me presentaban aun más inquietantes.
Me retorcí y me revolqué en la cama, entregándome al placer…
                                                                                                                                                                CONTINUARÁ

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(martinalemmi@hotmail.com.ar)

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