Mi más que obvia presunción quedó pronto confirmada.  Sentí el contacto de su húmedo miembro contra mi sexo y cómo el desgraciado lo hacía jugar un poco sobre mi entrada pero aún sin introducirlo.  A pesar de que me resistía a hacerlo, tal situación me hizo excitar y soltar una bocanada de aliento.  Él se dio cuenta y rio: había logrado su objetivo.  A continuación, me entró sin más trámite y esta vez lo que me arrancó fue un profundo grito que no logré contener.  Teniéndome entonces a cuatro patas, Inchausti inició su bombeo sin piedad alguna y sin darme respiro; sorprendente a su edad.   A cada una de sus embestidas, brotaba de mi boca un jadeo y hasta, a veces, un grito; era como si en ese momento no tuviese completo control de mí misma.  Él también jadeaba:

“Aaah, así, Soledad, así… aaah, mmmm, sienta la verga dentro suyo; siéntala… mmm… ¿Imaginó alguna vez ser cogida por un tipo tan feo?  Mmmm, así…”
Era la primera vez que hacía alusión directa a su poco ventajosa condición estética.  Parecía sentir morbo con eso de que yo era la bella y él la bestia y lo peor de todo fue que logró contagiarme algo de ese morbo pues volví a excitarme cuando dijo eso.  Seguía bombeando y bombeando y a medida que lo hacía el ritmo se iba incrementando; suponía yo que, a tal intensidad, la eyaculación le llegaría de un momento a otro pero supuse mal: estuvo un largo rato dándome verga, tanto que yo tuve dos orgasmos antes de que él llegara al suyo.  Cada vez que yo llegué al mío, él se excitó el doble y me entró aun con más fuerza sin parar de insultarme y degradarme:
“¿Se da cuenta de lo puta que es? – me decía al mismo tiempo que me zurraba en una de las nalgas -.  ¡Vea lo que está haciendo sólo por obtener una venta!  Es una auténtica zorra, Soledad, una putita de mierda que, a partir de hoy va a estar bien cogida… Mmm, aaah…”
Lo peor de todo era que tenía razón: yo era una putita o, de lo contrario, ya hubiera renunciado a trabajar en la fábrica sin someterme a cosas tan degradantes.   Cuando alcanzó el orgasmo, me lo hizo saber con un largo y profundo grito que resonó por toda la habitación, precisamente en el mismo momento en que yo llegaba al tercero de los míos.  Se dejó prácticamente caer sobre mí y, debido a su peso, ya no me pude sostener a cuatro patas por lo cual caí de bruces sobre la cama siendo virtualmente aplastada por su cuerpo fofo y sudado.  Su entrecortada respiración contra mi oído parecía propia de un lobo famélico.  Estuvo tanto rato sobre mí que hasta llegué a pensar que se había dormido; me resultaba más atractiva la idea de que estuviese finalmente muerto, tal como él mismo lo había adelantado a modo de broma pero la realidad era que el asqueroso aliento sobre mi nuca me decía lo contrario.  Finalmente se incorporó o, al menos, se arrodilló nuevamente sobre la cama.  Me acarició las piernas y tomó mi tanga, que yo tenía a mitad de los muslos, llevándola hacia mis tobillos para, finalmente, despojarme de ella. 
Me di la vuelta sobre la cama.  Yo también estaba exhausta y aún el pecho me subía y me bajaba pero, aun así, me las arreglé para girarme, intrigada por lo que estaría él haciendo.  Inchausti ya no estaba sobre la cama sino de pie al borde de la misma, sosteniendo mi tanga entre sus manos.  Levantó la prenda como si fuera un trofeo y la llevó hacia su rostro para estrujársela contra el mismo.  Su expresión era la más depravada que se podía llegar a imaginar.

“¿Qué… hace, señor Inchausti?” – pregunté, con cara de asco y frunciendo el entrecejo.
“Éste va a ser mi souvenir – anunció, sonriendo -.  Su prenda me va a ayudar a acordarme de usted cada vez que lo necesite.  E imagino que va a ocurrir seguido”
No puedo describir la repulsión que me produjo el verle pasándose mi tanga por la cara y chupándola como si fuera un caramelo.
“Señor Inchausti… No… puedo dársela – objeté -.  Mi falda ya es demasiado corta.  ¿Cómo se supone que voy a volver a entrar en la fábrica… o en mi casa?”
“Ya resolverá eso – dijo, como desentendiéndose -.  Pero esta prenda… es mía y eso no se discute.  Ya le dije que no habría más concesiones luego de que acepté cortar la filmación”
No se podía ser más repugnante y depravado.  Se mantuvo durante un rato llevando mi tanga de su rostro a los genitales y luego al rostro nuevamente.  Su verga, por cierto, comenzaba a hincharse y erguirse nuevamente; ahora que la estaba viendo, no dejaba de causarme asombro que un miembro en apariencia tan gastado y fláccido, fuera capaz de dar tales demostraciones de virilidad.  La imagen era tan chocante que busqué mirar hacia otro lado, así que fijé mi vista en los dibujos del acolchado.  Por otro lado, el hecho de que su pene estuviese irguiéndose de nuevo me hacía temer de parte suya una nueva arremetida; quería pensar que no, pero era fácil suponer que sí…   Intenté hablarle de otra cosa, desviar el tema:
“Creo que… ya deberíamos volver a la fábrica, señor Inchausti”
“Mmmm… ¿ya? – preguntó él dejando de chupar mi tanga por un instante y echando un vistazo a su reloj -.  Es temprano… y Hugo me la entregó por toda la tarde”
Se me nubló la vista y todo me dio vueltas en la cabeza.  Una vez más, se volvía a hacer referencia a mí como a una propiedad que se presta o se concede para su usufructo.
“Es que… – musité -, yo creo que…”
No me dejó terminar; supongo que ni siquiera me estaba oyendo.  Una vez más se abalanzó sobre la cama y, marchando sobre sus rodillas, avanzó hacia mí, lo cual me obligó a echarme aun más hacia atrás como acto de autodefensa.  Quedé con mis espaldas contra la cama mientras él, clavando en el somier una rodilla a cada lado de mi rostro, se me ubicó por encima.  Un chorro viscoso me cayó sobre el rostro obligándome a cerrar los ojos por un instante; no pude determinar si se trató de semen residual de la cogida que me había dado minutos antes o de líquido preseminal que actuaba como prólogo de lo que vendría.  Por lo pronto, su miembro, húmedo y chorreante, se hallaba a escasos centímetros por encima de mi rostro.
“Abra la boquita, Soledad – me ordenó -.  Ábrala toda que ya sé muy bien que sabe hacerlo”
Una vez más sentí repugnancia hacia Hugo.  El maldito puerco hasta eso le había contado.  ¿Habría dejado a salvo algún secreto, al menos? 
“Ábrala” – me insistió.
Haciendo de tripas corazón, abrí mi boca lo más grande que pude con lo cual su miembro entró limpio en ella, pero yo no estaba dispuesta a permitir más que eso así que le apliqué una buena mordida.  Se me quitó de encima de un salto y retorciéndose todo su cuerpo mientras profería un lastimero alarido que, a mí personalmente, me reconfortó y me arrancó una sonrisa..

“¡Puta de mierda!” – no dejaba él de vociferar mientras se tomaba el dolorido pene -.  Ya mismo voy a llamar a Hugo y que se olvide de su venta…”
Cuando tomó el celular me asaltó un acceso de terror.  De pronto, la realidad mundana volvió a chocar contra mi integridad y mi dignidad: recordé mi estabilidad laboral, los meses de desempleo, mis deudas, el puesto de secretaria…
“¡No! – aullé, implorante -¡No, por favor!  ¡No lo haga!”
Él ya había comenzado a marcar algo en el teclado de su teléfono pero se interrumpió y se quedó mirándome ceñudo y con cara de pocos amigos.
“No… quise morderlo – dije, desesperadamente y con mi voz cargada de angustia -; fue… una demostración de afecto que salió mal… ¡Le pido perdón!  Pensé que una mordida lo… excitaría, señor Inchausti, pero creo que se me fue la mano y mordí con demasiada fuerza.  Le ruego me disculpe, por favor, soy muy tonta…”
“Que es muy tonta es algo que ya sé – repuso.  Para mi alivio pareció dejar definitivamente de marcar en el celular y, en cambio, me mostraba la enrojecida cabeza de su pene -.  ¿Entiende usted esto como una demostración de afecto?”
“Le repito que salió mal; fue un error, señor Inchausti.  Lo siento. Lamentablemente… no tengo tanta experiencia en esto…”
“¿En qué?”
“En… el sexo oral”
“No me joda…”
“Es la verdad, s… señor Inchausti”
“Hugo me contó que se la mamó muy bien… Y creo que si lo hubiera mordido me lo habría dicho.  A lo que voy es a que dudo que, como usted dice, no tenga experiencia”
“Le juro que no la tengo, señor Inchausti.  La de Hugo fue… – yo estaba pálida; me costaba horrores decir las palabras -… la primera verga que mamé en mi vida”
Carcajeó estruendosamente; cuando menos podía alegrarme de que tal vez desistiera de su plan de llamar a Hugo.
“¿Y me va a decir, entonces, que la mía fue la segunda?”
Automáticamente me acordé de Luis y de la mamada que le tuve que dar en el interior de su auto.  Dudé, por lo tanto, unos instantes antes de dar mi respuesta y esa duda fue fatal para el supuesto caso de que decidiera mentir a continuación; para cuando finalmente hablé, ya estaba obvio que mi largo silencio había hablado por sí solo e invalidaba cualquier intento por decir otra cosa.
“N… no, la tercera en realidad” – respondí llena de vergüenza.
“Ja… ¿y está su novio en esa lista?”
Más vergüenza, más dudas, más silencio.  Negué con la cabeza.
“Jaja, lo imaginaba… Las putas de verdad nunca le chupan la verga a sus parejas formales; siempre se la chupan a otros, jeje… Bien, basta de charla; vuelva a echarse sobre la cama y abra la boca… ¡Y cuide sus dientes!”
Yo había conseguido, al menos, que no llamara a Hugo pero, claro, ahora debería atenerme a las consecuencias.  Él, al parecer, había recuperado su confianza en mí lo cual no era para mí poca cosa de cara a mi futuro inmediato: mi excusa acerca de la supuesta buena intención en la mordida había tenido éxito. 
Con resignación, me eché de espaldas nuevamente para aguardar lo peor que, por cierto, no tardó en llegar.  Se desplazó sobre sus rodillas tal como lo haría una araña o, al menos, ésa fue la imagen que me dio en ese momento.  Antes de que yo pudiera darme cuenta de algo ya se hallaba sobre mí.  No necesitó repetirme que abriera la boca; estaba suficientemente claro que si yo no quería volver a perder la confianza recuperada, debía hacerlo…
Una vez que mi boca estuvo abierta en toda su magnitud, su miembro ingresó en ella hasta prácticamente llenarla toda y lo increíble del asunto era que no había perdido su erección luego de mi mordida.  La punta del glande me tocó la garganta produciéndome arcadas y me dio la sensación de que él lo notó y, de hecho, lo disfrutó ya que, tomando la base de su miembro con una mano, lo movió varias veces de tal forma de volver a tocar mi garganta una y otra vez mientras sus testículos se aplastaban contra mi mentón.  Me sentí sofocada; se me dificultaba respirar y comencé a arrojar manotazos hacia los costados como un modo de que él entendiera la situación.  Levanté la vista para mirarlo y distinguí que tenía mi tanga adentro de su boca; en contrario a mis intentos por llamar su atención, jamás pareció él notar que yo no podía respirar o, al menos, no lo demostró…, o no le importó.  No me dejó respiro ni tampoco me dejó oportunidad de trabajar con mi lengua sobre su miembro como en su momento lo había hecho con Hugo o con Luis.  Esta vez fue totalmente diferente: se trató, literalmente, de una salvaje cogida por la boca.  Todo el trabajo lo hizo él: subiendo y bajando, aumentando el ritmo y entrando cada vez más profundo.  Sus jadeos me llegaban algo ahogados ya que tenía su boca ocupada con mi tanga pero aún así se notó que iban en crescendo, lo cual me dio la pauta de que se acercaba al orgasmo y me asaltó la duda acerca de qué debía hacer yo al respecto: Hugo me había obligado a tragar el semen; Luis no lo hizo pero yo lo tragué de todas formas y fui felicitada por eso.  ¿Y ahora?
Lo cierto fue que Inchausti no me dio oportunidad de decidir ni elegir.  En la posición en que yo estaba sólo pude entregarme mansamente a que me cogiera la boca hasta que su semen me invadió hasta la garganta sin que yo pudiera hacer nada al respecto.  Una vez que, ya satisfecho, se me levantó de encima, me tomó la blusa y tironeando de los lados me la abrió arrancándome un par de botones: otra prenda en problemas que necesitaría de excusas y justificaciones.  Llevó mi sostén por encima de mis tetas de tal modo de dejarlas al descubierto, para luego dedicarse a sobarlas sin el menor asomo de delicadeza ni, mucho menos, respeto.  No es mi pecho mi agraciado, pero aun así tengo lo mío.
“Mmm, hermosas tetas – dijo, demostrando una increíble rapidez para recuperarse del cansancio del orgasmo -.  No muy grandes pero sí bien delineadas, finas diría, con clase…., de las que a mí me gustan”

Dicho ello, zambulló su rostro contra mi pecho derecho y hundió su boca en mi pezón dejándolo rígido en cuestión de segundos.  De pronto me propinó una fuerte mordida que me hizo gritar.   Despegué la nuca de la cama y levanté un poco la cabeza para echarle una mirada recriminatoria.  Él había ya soltado mi pezón y me miraba sonriente:
“Una demostración de afecto, Soledad” – dijo, en tono de burla.
Hice un esfuerzo sobrehumano no sólo para no escupirle al rostro sino además para no demostrarle que la mordida en realidad… me había excitado.  Volvió a zambullirse sobre mi pecho y se dedicó a succionar mi pezón sin la más mínima delicadeza ni amabilidad; lo hacía casi como si estuviese chupando el jugo de una fruta y esa “cosificación” de la cual yo era objeto me incrementaba, a mi pesar, la excitación.  En ese momento quería que todo terminase de una vez; no soportaba la paradoja de sentirme asqueada por tener a ese inmundo tipo encima y, a la vez, excitada por lo que ese mismo asco me generaba.
Luego de ocuparse de mi teta derecha se dedicó a la izquierda.  No volvió a morderme lo cual, extrañamente, lamenté: al parecer, él ya consideraba la deuda como saldada.  Lo cierto fue que con todo ese trabajo de succión sobre mis pechos su verga comenzó a ponerse como roca nuevamente, cosa de la cual yo podía darme perfecta cuenta porque la tenía apoyada contra mi muslo.  ¡Dios!  ¿No iba a terminar nunca aquello?  ¿Cómo era posible que un tipo de su edad pudiera volver a poner su miembro en erección tantas veces en tan poco tiempo?  Ni siquiera lo había visto tomar una pastilla de viagra o algún sustituto, ni allí ni en el restaurante.
De pronto se desentendió de mis pechos.  Incorporándose, me tomó por hombros y cabellos, levantándome prácticamente en vilo de tal modo de arrancarme de la cama. Haciendo caso omiso de mis grititos y quejidos de dolor, me llevó prácticamente volando al punto de que mis pies casi no tocaban el alfombrado; una vez que llegamos hasta la baranda de la escalera, me soltó los cabellos pero lo hizo virtualmente arrojándome contra la baranda ya que yo quedé doblada por mi vientre sobre la misma, arqueado mi cuerpo y con mi cabeza y pechos colgando hacia el vacío.  Tuve que tomarme con fuerza de la baranda para no caer.  Un súbito e incontrolable espanto se apoderó de mí: él parecía mostrarse cada vez más violento en sus actitudes y me restalló en el cerebro la inquietante posibilidad de que el tipo fuera un psicópata peligroso y que su real intención fuera arrojarme de la escalera.  De sólo pensar en ello, todo me temblaba, desde mis tobillos hasta mi sien: todo me daba vueltas y comencé a ver borroso, tanto que sentí que perdía el equilibrio y caía finalmente.  Sin embargo, él volvió a tomarme por los cabellos y me hizo llevar la cabeza hacia atrás hasta que mi oreja quedó pegada a su boca.
“Además de no chuparles la pija – masculló, con un desagradable sonido a saliva entre sus dientes -, ¿sabe qué otra cosa no hacen las putas con sus novios?”
Negué con la cabeza.  Yo estaba aterrada y totalmente superada por la situación.  El cuero cabelludo me dolía y mi boca no conseguía articular palabra alguna sino que sólo soltaba interjecciones de dolor.
“Nunca les dan el culo – dijo, acercando aun más su boca a mi oído y deslizando desagradablemente su lengua por dentro del lóbulo de mi oreja.  Me dio una palmada sobre la cola -.  Eso es para cualquier tipo, pero no  para su novio ni su esposo, jeje…”
Di un respingo.  ¡No!  ¡Mi cola no!  Eso sí que no podía permitirlo, pues mi retaguardia era para… Luciano.  No había nada acordado ni Luciano me había dicho nada al respecto, pero yo en mi interior lo sentía así: desde el momento en que me penetró por detrás en la oficina de Hugo, yo ya había asumido que la exclusividad pasaba a ser suya: de Luchi…, quien bien se la había ganado al tratármela con tanto cariño tras la paliza que yo había recibido en la oficina de Luis.  Luciano sí se la merecía; ese cerdo repelente de Inchausti…, definitivamente no.  Pero, ¿cómo frenarlo?  Musité un débil “no” varias veces, pero él dio la impresión de no oír nada.  Teniéndome siempre sobre la baranda, tanteó con un dedo (creo que el mayor) mi entrada trasera y, a juzgar por la facilidad con que lo hizo entrar por entre los plexos, debió habérselo ensalivado.  Lo que menos podía yo adivinar en ese momento era con qué intención hacía eso; su siguiente comentario fue suficiente respuesta:
“Esa colita no es virgen, jeje…”
Me puse de todos colores y agradecí que no pudiera él en ese momento ver mi rostro.
“Y fue hecha hace poco – agregó como haciendo gala de un profundo conocimiento -; las estrías son recientes”
¡Dios!  ¿Hasta eso podía saber?  Yo seguía sin agregar palabra, ¿qué podía decir?
“Bien – dijo él -; eso va a facilitar bastante  la tarea, je”
Al sentir la cabeza de su pene sobre el orificio anal me sobresalté.  No podía permitirlo, no debía dejar que me entrara por allí, pero…, ¿cómo evitarlo?
“Ag… aguarde un momento, señor Inchausti” – dije, sin saber en absoluto qué aduciría a continuación.  Por lo pronto, noté que su pene seguía sobre mi orificio pero al menos ya no parecía intentar entrar en él; de momento, lo había logrado detener.  ¿Y ahora qué seguía?
“¿Sí, Soledad?” – preguntó Inchausti con tono extrañado.

Ya había conseguido la pausa que yo quería.  Ahora tenía que pensar rápido mi estrategia.
“¿No… sería correcto que hiciera eso con… un preservativo al menos?”
“Jaja – carcajeó desdeñoso -.  Ésa sí que es buena.  Soledad… le acabo de dar una cogida que, si no toma usted la pastilla o no recurre a ningún método anticonceptivo, lamento decirle que ya debe tener cuatro o cinco hijitos jugueteando dentro suyo, jeje.  No, Soledad, no sea estúpida…, no la puedo embarazar por el culo – me propinó una palmada en las nalgas al decirlo y, para mi terror, me dio toda la impresión de que se aprestaba nuevamente para penetrarme -, aunque, si tengo que serle sincero, me gusta la idea: suena muy perverso, jiji…”
“Pero… ¡no es higiénico!” – repuse yo desesperadamente.
“Jaja, no me joda, Soledad”
“¡Es verdad!  Siempre se aconseja no hacer sexo vaginal después del anal sin…”
“A cada segundo me sorprende con su estupidez, Soledad.  Es exactamente al revés; lo que no se aconseja es el sexo vaginal después del anal sin usar preservativo o sin cambiarlo.  Eso es porque la vagina podría ser contaminada por bacterias intestinales, pero… jeje, no tenga miedo, no funciona al revés”
Me sentía totalmente vencida; ya no sabía qué decir.  Giré la cabeza por sobre mi hombro y vi que junto a la cama había, sobre la mesita de luz, una caja de preservativos y un pequeño pomo de lubricante que, obviamente, el hotel dejaba allí para los clientes.
“¡Sangré la última vez! – aullé, implorante -.  Por favor, señor Inchausti, le ruego que por lo menos me lubrique…, será mejor para usted y para mí”
Resopló, como hastiado.  Aun así, pareció dispuesto a ceder y, tomándose el pantalón para evitar que le cayera a los tobillos, se dirigió hacia la mesita de luz en busca del lubricante.
“No sabe… cuánto se lo agradezco, señor Inchausti…” – balbuceé, dando gracias al cielo por haberlo siquiera frenado en su intento por un momento.
Él volvió a resoplar; no dijo palabra: más bien, parecía tener el fastidio propio de quien estaba por hacerme un favor para que, simplemente, me dejara de molestar y poder, así, entrarme por el culo de una vez sin más excusas ni ruegos de mi parte.
Ése era mi momento: ahora o nunca.  En mi interior se venía ya librando una batalla interna sin cuartel desde el día en que había entrado a trabajar a la fábrica o, más atrás aún, desde que hice aquella entrevista laboral que, ahora, parecía no sólo lejana sino además casi “light”.  A veces la Soledad que quería mantenerse digna e incorruptible lograba emerger pero las más de las veces venía perdiendo la batalla contra la otra, la sumisa que temía perder su trabajo… Más aún: la cuestión se había complicado porque a veces también me brotaba una tercera Soledad, la cual no sólo era nueva y de algún modo desconocida para mí, sino que además era mucho más baja que las otras dos al punto de encontrar morbo y hasta excitación en las situaciones que me venían ocurriendo: esa tercera Soledad me asustaba, me aterrorizaba, me hacía conocer un costado de mí que me repugnaba.  Pero ahora parecía haber también una cuarta Soledad, aun más reciente que la anterior: era la que había encontrado contención en Luciano y que había decidido, por cuenta propia, hacerlo a él merecedor del preciado trofeo de su cola.  Eran cuatro Soledades, por lo tanto, las que se batían en lucha dentro de mí: la rebelde, la sumisa, la morbosa y la fiel a Luciano.  Si realmente existía todavía una Soledad fiel a su novio, había ido quedando claramente en un quinto lugar.
Una vez que comprobé que Inchausti iba en procura del lubricante, giré mi cabeza en sentido inverso hacia la puerta.  Al diablo todo: tenía que huir de allí.  Eché a correr escalones abajo y, como era bastante previsible, me tropecé con los tacos; los últimos escalones prácticamente los recorrí dando tumbos y golpeando con mi cadera contra la madera hasta que, finalmente, me detuve en el piso, hecha un ovillo y junto a la puerta de la habitación.  Yo no tenía demasiada experiencia en albergues transitorios pero daba por sentado que la puerta no debía poder abrirse desde fuera pero sí desde dentro.  En ese momento Inchausti se asomó desde lo alto de la escalera puesto que, obviamente, el alboroto que yo había hecho, le había alertado acerca de mi tentativa de escape.
“¡Soledad! – rugió -.  ¿Qué hace?  ¡Tenga por seguro que su jefe se va a enterar de esto!”
No era que la amenaza no me doliera ni me intimidara pero ya no tenía la fuerza de un momento antes.  Bastó que mi cola fuera incluida en la negociación para que se dibujara en mi cabeza el rostro de Luciano y no había ya para mí otra prioridad más que huir de aquel monstruo que quería empalarme por detrás.   Poniéndome en pie presurosamente, tomé el pomo de la puerta y la abrí; la luz del día me dio de pleno pasando por entre las ramas de los árboles que jalonaban el patio.  Aún oyendo los desaforados gritos de Inchausti a mis espaldas eché a correr a través del pasillo que corría a cielo abierto pasando, una a una, frente a las habitaciones.  En varias de ellas, un auto estacionados ante la puerta delataba claramente que había una pareja dentro;  pensé en golpear pidiendo ayuda pero no tenía demasiado sentido intentar llamar la atención de gente que seguramente debía estar muy entretenida: más valía correr hacia la recepción y eso fue lo que hice siguiendo la flecha que decía “salida”.  Me quité las sandalias y las puse en mano para poder correr mejor: yo era joven y estaba segura de que Inchausti no tenía la más mínima posibilidad de alcanzarme.
Llegué hasta la recepción, la cual tenía en el medio una caseta con vidrios polarizados que dividía el carril de entrada del de salida de los vehículos.  Golpeé sobre el cristal desesperadamente.  Desde la nada, una voz me respondió.
“¿Qué ocurre, señorita?  ¿Qué le pasa?”
“¡Necesito salir de aquí! – yo seguía golpeando el vidrio con los tacos de las sandalias que llevaba en una de mis manos mientras, con un dedo índice de la otra, señalaba hacia el portón que permanecía, obviamente, cerrado.
“Es imposible – respondió el empleado con toda tranquilidad -. Las normas del hotel nos impiden dejar salir a personas solas.  Entran dos; salen dos.  Lo siento, señorita, no me está permitido hacer eso”
“Pero… ¡tiene que ayudarme!” – exclamé, llena de angustia.
“Está bien, pero para poder hacerlo necesito, por favor, que se calme y me explique qué es lo que está ocurriendo.  Su habitación es la 16, ¿verdad?  Es la que me aparece en este momento en el monitor con apertura de puerta”
Justo en ese momento sentí como si unos garfios me atenazaran el brazo izquierdo y, al girar la cabeza, me encontré con lo que, en realidad, ya temía y suponía: Inchausti estaba allí.
“No pasa nada, señor – dijo sonriente y con total serenidad dirigiéndose al empleado invisible que se hallaba al otro lado del cristal -.  La señorita es joven… y se puso un poco nerviosa porque, ejem…hmm, bueno, cómo decirlo… En fin: le quise hacer la cola”
Una carcajada brotó desde el otro lado del cristal mientras yo hervía de indignación y de vergüenza.  Estuve a punto de ensayar una protesta: hinché mis pulmones y ya estaba por hacerlo cuando los dedos de Inchausti apretaron mi brazo aun con más fuerza que antes.  Lo miré con odio y estaba ya dispuesta a golpearlo con mi brazo libre pero, en ese momento, noté que, siempre luciendo su repelente sonrisa, me estaba mostrando su teléfono celular.  Me sentí morir cuando en la pantalla me vi a mí misma subiendo la escalera de la habitación con un indecente contoneo y mostrando sin vergüenza mis cachas.  Inchausti se acercó a mi oído para hablarme en un cuchicheo:
“Va a ser mejor que se calme, Soledad… Acabo de subir el video”
Otra vez mi rostro se puso rojo de indignación; forcejeé para liberarme de su brazo.
“¿Q… qué?
“Como lo oye, Soledad.  Su video ya está en las redes sociales y será muy popular en unos minutos a menos, claro, que se tranquilice y coopere”
Cada vez más ganada por la incredulidad, aflojé la tensión poco a poco.  No entendía demasiado de lo que él me decía pero por lo poco  que comprendía quedaba claro que ese desgraciado estaba dispuesto a convertirme a hacer pública mi indecencia de un momento a otro.  Cuando notó que yo dejaba de removerme y forcejear, soltó mi brazo.
“Sepa disculpar – dijo dirigiéndose amablemente al empleado de la recepción, quien había quedado algún rato en silencio -.  Ya sabe; son chicas jóvenes… Se desesperó, eso es todo.  ¿No es cierto, Soledad?”
Me sentía perdida.  Sabía que si lo acusaba de intento de violación ya mismo se terminaba todo.  No sería fácil luego ganar la batalla legal siendo que yo había entrado con él a bordo de su auto pero, al menos, lograría zafar del momento y dilatar la cuestión.  Pero, ¿y el video?  ¿Qué era esa amenaza que acababa de hacer acerca de hacerlo público?  Tenía que balancear las cosas y ordenar mi mente.  Si yo lo acusaba abiertamente y le daba la espalda, no sólo tendría que explicar por qué había entrado con él a un hotel alojamiento sino también por qué había brindado para él ese espectáculo en la escalera.  Me quedaría sin trabajo, sin novio y sin la más mínima reputación pues nadie me creería un intento de violación en aquel contexto: a los ojos de cualquiera mi comportamiento sería juzgado como propio de una zorra… y hasta podía entender que así fuese.
“S… sí – musité, con la cabeza gacha -.  Disculpe, por favor: fue… la desesperación”
Al bajar la vista, reparé en mi aspecto.  Faltaban botones en mi blusa, mi sostén estaba por sobre mis tetas: en fin, la peor imagen posible.  Otra vez me volví a sentir baja e indigna.
“Está bien, señorita – dijo el empleado -.  No hay problema; créame que son cosas a las que aquí estamos acostumbrados.  Eso sí: si piensan retomar… en fin… lo que tenían pensado hacer les aconsejo que usen lubricante; sobre la mesita de luz debe haber un pomo”
Cuánta vergüenza.  Hasta el empleado, queriendo ser amable y caballero, me degradaba.
“G… gracias” – dije en un hilillo de voz.
Inchausti también agradeció, con toda cortesía.  Arrancándome las sandalias de mi mano las dejó caer al suelo y me hizo gesto de que volviera a calzarme.  Una vez que lo hice, me tomó por el brazo y me condujo de vuelta hacia la habitación.  Apenas nos hallamos nuevamente dentro de ella cerró la puerta y se encaró conmigo: su expresión era severa e incriminatoria; sin decir palabra alguna me cruzó el rostro con una potente bofetada que me hizo perder el equilibrio y caer sobre mis rodillas, segunda vez que tal cosa ocurría en una misma semana.
“Con esto aprenderá a comportarse, Soledad – me dijo en tono de reprimenda y ya sin sonrisa en su rostro -.  Si se sigue comportando de ese modo va a durar muy poco en su trabajo, téngalo por seguro.  Hugo me dijo que es nueva, ¿es así?”
Desde el piso asentí amargamente con la cabeza.
“En fin – continuó Inchausti -; esperemos que su estupidez sea culpa de su brevísima experiencia porque sólo si es así tiene solución.  Yo puedo comprometerme a no hablar palabra de todo esto pero usted debe portarse bien de aquí en más”
Me sentía vencida del todo; levanté la vista hacia él.
“¿Q… qué es eso que me dijo sobre las redes sociales?” – pregunté con la voz débil y los ojos llenos de angustia.
“Ah, es tal como lo oye, Soledad.  El video está subido a Facebook pero no desespere.  Por ahora sólo yo puedo verlo; eso sí, no tengo más que hacer un clic para cambiar la opción de privacidad y ponerlo público”
Definitivamente él jugaba, y más que nunca, con el as de espadas en la mano.  Ni siquiera podía contar con quitarle su celular, destrozarlo o incluso borrarle el video; era inútil, la imagen mía subiendo las escaleras con mi cola entangada al aire ya estaba en el universo virtual aun cuando, de ser cierto lo que él decía, nadie más pudiese verla.  De pronto, en un gesto de caballerosidad fuera de contexto, me extendió una mano para ayudarme a ponerme en pie.
“Ahora, Soledad, retomemos lo que habíamos comenzado.  Y sin lubricante: usted misma ha desperdiciado su oportunidad”
Una vez que estuve en pie me guió hasta el jacuzzi y me hizo inclinar de tal modo de apoyarme con las manos contra el borde; en tal posición, ni siquiera necesitó levantarme la falda: su verga, después de jugar un rato con mi orificio anal, comenzó a entrar y fue inevitable que me arrancara un grito de dolor.  Por cierto, el dolor anal no era para mí algo nuevo ya que lo había experimentado unos días atrás al ser penetrada por Luciano, pero esta vez era mucho peor: me ingresó por la retaguardia sin la más mínima piedad y tomándome por la cintura se balanceó una y otra vez dando clara impresión de sentirse complacido con cada uno de mis gritos.  Sus jadeos, casi animales, invadieron el aire de la habitación que, aun cuando climatizado y confortable, me resultaba ahora terriblemente espeso.  Me acabó dentro del culo, por supuesto; no tenía sentido que hiciera otra cosa.  Yo sólo podía pensar en Luciano y pensar, con tristeza, que mi cola ya no podía ser sólo para él…
Una vez que hubo acabado (cualquiera sea el sentido de la palabra) puso en marcha el jacuzzi para luego introducirse en el agua burbujeante e instarme con un gesto de la mano a que le imitase.  Parecía increíble pero todavía me daba pudor quitarme la ropa por completo; él ya había visto cada parte íntima de mi cuerpo y, sin embargo, la presencia de alguna que otra prenda, aunque desaliñada, consolaba a mi conciencia con la ilusa idea de que no estaba completamente desnuda.  Pero ahora sí lo estaba, con lo cual bien podía decirse que Inchausti no había dejado plato sin disfrutar: me había cogido vaginal y analmente, me había sometido a sexo oral, me había abofeteado y ahora me tenía desnuda con él dentro del jacuzzi.  Yo no sabía adónde mirar; fijé la vista en algún punto indefinido del techo a la búsqueda de vaya a saber qué respuesta a tanta locura en tan pocos días.
“¿Se puede saber quién es el que le estrenó ese hermoso culo hace poco?” – me preguntó de sopetón mientras su rostro iba asumiendo una expresión cada vez más relajada.
Negué con la cabeza; después de todo él no me había ordenado que se lo dijese y hasta me preguntó si podía saberse.
“¿Es de la fábrica?” – insistió él.
Esta vez afirmé con la cabeza.  Pensé que él estaba jugando a las adivinanzas o tratando de llegar por descarte al autor de mi desvirgue anal.  Sin embargo, para mi sorpresa, no siguió preguntando.  Antes que eso conjeturó:
“Entonces…, debe ser casi con seguridad alguien de la planta.  Las chicas como usted, cuando entregan su parte de atrás, lo hacen con el más ordinario, sucio y repelente…”
Me mantuve en silencio.  No quería afirmar ni negar nada que lo ayudara en sus elucubraciones. 
“Esto no era lo que yo planeaba para mi vida” – dije al cabo de un momento, como si pensara en voz alta.  Me miró, con el ceño fruncido.
“¿Cómo dice, Soledad?”
Sacudí la cabeza y esbocé una sonrisa que, en realidad, era más de tristeza que de alegría.
“Hasta no hace mucho yo era una chica seria y comprometida con un novio con el cual pensaba casarme, una persona totalmente digna y fiel que hubiera sido incapaz de hacer cosas como las que hoy hice… o como algunas otras que hice en estos días”
Inchausti se encogió de hombros.
“No trate de hacerme responsable de su propia decadencia moral, Soledad.  Nadie la obligó a coquetear conmigo como una hembra alzada a través del teléfono”
En otras circunstancias el comentario me hubiera irritado muchísimo pero yo estaba abatida y sin fuerzas; sólo atiné a sonreír una vez más.
“Eso es relativo – objeté -.  Hugo me dijo que para no perder el cliente yo tenía que…”
“Y usted aceptó” – me cortó tajantemente.
“Para no perder el trabajo” – repuse.
“Eso no se lo cree ni usted, Soledad.  Una puta nace, no se hace; en todo caso lo que pueda haber ocurrido es que las circunstancias hicieron que aflorara en usted algo que toda su vida trató de ocultar ante los demás y ante sí misma”
No pude evitar soltar una risa.  Era tragicómico que ese cerdo repugnante pretendiera, súbitamente, hacer alarde de conocimientos de psicología femenina.  Me duró poco el momento divertido; una sombra volvió a cubrir mi rostro.
“No puedo volver así a la fábrica” – dije, desviando el tema.
“¿Así?  ¿Cómo?”
“Estoy semidesnuda, señor Inchausti; sin tanga, con una blusa a la que le faltan botones y con el rostro marcado por una bofetada.  ¿Adónde cree realmente que puedo ir así?
Por pedido mío, Inchausti me dejó en la fábrica ya pasada la hora de salida del personal.  Lo que yo quería, por supuesto, era no cruzarme con nadie.  Previamente había llamado a Daniel para decirle que no me pasara a buscar; puse como excusa que quería dejar cerradas algunas operaciones de la semana que estaba terminando.  Demás está decir que Inchausti disfrutó muchísimo de ese llamado, tal cual lo evidenció en sus gestos y risitas.  ¡Dios!  ¿Eran todos iguales en ese sentido?  Él, por su parte, se encargó de llamarlo a Hugo un rato antes para dar por cerrada la operación; en teoría, eso era una noticia inmejorable para mí, pero jamás había imaginado que el éxito pudiese llegar a saber tan amargo… Me despidió tomándome la mano y estampándome un profundo beso que sólo me provocó asco y que, además, me inquietó sobremanera considerando que estábamos en la puerta de la fábrica; ni siquiera los vidrios polarizados me permitían sentirme tranquila…
Cuando llamé al portero eléctrico, tuve una gran intriga acerca de quién me iría a contestar; por cierto, no reconocí la voz cuando finalmente me llegó la respuesta.  Desde su auto, Inchausti tocó la bocina en señal de saludo; apenas le dirigí una mirada de soslayo pero ello fue suficiente para verlo besar asquerosamente mi tanga, convertida en su trofeo.  Un momento después me abría la puerta un tipo de rostro equino y de expresión algo bobalicona que, por supuesto, me miró de arriba abajo sin el más mínimo disimulo.  Yo me crucé de brazos de tal modo de cubrirme el pecho y, saludando con un ligero cabeceo, entré y fui en procura de mi escritorio.  Permanecí allí un rato sin saber qué hacer; el sujeto me seguía mirando.  Supuse que debía ser el sereno, a quien yo aún no había visto.  Se alejó, finalmente, en dirección hacia la planta y recién cuando lo hubo hecho, me sentí libre de llorar…
                                                                                                                                                                         CONTINUARÁ
 Para contactar con la autora:

(martinalemmi@hotmail.com.ar)

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