Mientras la vergüenza me corroía por dentro al punto de lo indecible, permanecí como idiota mirando el falo artificial que quedó allí, delante no sólo de mis ojos sino de los de todas, pues no hace falta decir que tan insólita escena había conseguido captar las miradas de todo el personal. Con mi rostro teñido de todos los colores posibles, eché un vistazo en derredor por debajo de mis cejas y, en efecto, puede comprobar que así era: las expresiones, al menos de momento, no eran de burla sino más bien de azoramiento; era como si todavía no llegaran a entender bien qué estaba pasando.

“¿No le decís nada al chico?” – me espetó Evelyn, gesticulando con aire histriónico.

“Eso… – intervino Rocío, quien se había acercado al escritorio sin que yo me diera cuenta y, al igual que todas, tenía la vista clavada sobre el objeto que el sereno acababa de depositar sobre el mismo; en su caso, la expresión no era de sorpresa pues, mejor que nadie, sabía a qué iba el asunto: más bien su rostro rezumaba fascinación, como lo evidenciaban sus ojos abiertos a más no poder -. ¿No vas a decirle nada?”

Cerré los ojos y apreté fuerte los párpados; ignoro con qué intención: tal vez sacar valor de donde no lo había para poder pronunciar las palabras que ambas me exigían. Con gran esfuerzo y balbuceando, lo logré:

“G… gracias. M… muchas gracias, señor”

Cuando volví a abrir los ojos y pude, con sobrehumano esfuerzo, mirar al joven a la cara, le vi sonreír y guiñarme fugazmente un ojo.

“No es nada, señorita – me dijo -; se la notaba asustada ayer”

“S… sí – musité -; le p… pido… p… perdón; no sé q… qué me pasó”

“Está bien, incidente olvidado – terció Evelyn, palmoteando el aire -; ya lo tenés de vuelta, nadita; después pasá por la oficina que te lo coloco”

Esa frase fue la más hiriente y degradante del mundo; y, para colmo de males, faltaba a la verdad; ella misma había hablado con Mica acerca de dejarme instalado el otro consolador y, por lo tanto, lo que acababa de decir no tenía sentido alguno: sólo lo decía para humillarme más frente a todas. Y vaya si lo logró: en ese momento volví a echar un vistazo en derredor y, ahora sí, pude notar que la mayoría reían o se miraban entre sí de modo pícaramente cómplice.

“Es… tá bien, señorita Evelyn” – dije, siempre manteniéndome en pie por no poder apoyar mi trasero en la silla.

“Ya podés sentarte” – me dijo, casi con desprecio, Rocío, quien se acercó a mí y tomándome por los hombros, me obligó a caer sobre la silla. No puedo describir el dolor que sentí… y no era sólo la paliza que me había propinado Mica; además, Rocío me sentó de un modo tan violento que el consolador que tenía en mi ano fue a parar unos tres o cuatro centímetros más adentro.

El joven se giró para regresar hacia la planta y Evelyn, de inmediato, hizo lo propio para retornar a su oficina; al momento de hacerlo, me dedicó una mirada que sólo rezumaba sádico disfrute. Rocío me miró con una expresión muy semejante y volvió a su escritorio, en tanto que las demás, poco a poco, se fueron calmando y regresando también a sus actividades, superado o no el impacto del momento. Yo quedé mirando fijamente el consolador que se hallaba sobre mi escritorio, el cual, ahora, parecía un juguete de niños en comparación con el que tenía instalado en la cola; era terrible, de todas formas, el verlo allí y me apresuré a guardarlo en un cajón para sacarlo de mi vista y la de los demás.

Habrán pasado unas dos horas sin novedades, en las cuales probé las mil posiciones posibles para estar sobre mi silla y poder desempeñar más o menos cómodamente mis labores en la computadora; finalmente opté por recoger mis piernas y arrodillarme sobre la silla: así estaba cuando, de pronto, Rocío, se me acercó.

“Me acaba de avisar Eve que te quiere en su oficina” – dijo, en voz deliberadamente alta para que las demás oyesen; de hecho, fue inevitable que todas girasen sus cabezas hacia mi escritorio.

No había ningún motivo para que Evelyn se hubiese comunicado por el conmutador con Rocío y no conmigo, salvo, claro, para hacerme pasar por un momento de vergüenza del tipo que yo estaba pasando ahora.

“Es… tá bien, señorita Rocío – respondí, casi en un susurro para que las demás no oyesen; se trataba de un más que vano esfuerzo de mi parte para contrarrestar el modo en que ella buscaba que la atención general se centrase sobre mí -; ya… mismo iré…”

Estiré mis piernas y salí de mi incómoda posición; en ese momento noté que Rocío rebuscaba con la vista por todo el escritorio: el objetivo de su búsqueda estaba más que obvio, pero aún así se encargó de dejarlo en claro:

“¿Y el… consolador?” – preguntó con extrañeza y gesticulando con sus manos en clara referencia fálica.

“Lo… guardé en un cajón, señorita Rocío” – respondí, aunque sin hacer el más mínimo amago por extraerlo de donde lo tenía guardado.

“Ah, okey – convino Rocío -; me dijo Eve que lo llevaras, así ella te lo coloca”

Seguía hablando en tono deliberadamente alto y, como no podía ser de otra manera, cada alocución suya era seguida por interminables rumores y risitas.

“Es… tá bien, señorita Rocío – dije, abriendo el cajón lentamente -; lo… llevaré…”

Había sabido todo el tiempo que se me exigiría que lo extrajera de allí pero, aun así, me demoraba en hacerlo a la espera de que las demás dejasen de prestar atención y volvieran a concentrarse en lo suyo; Rocío, sin embargo, no estaba dispuesta a concederme eso.

“Sacalo” – me ordenó, en tono frío y carente de emoción.

Otra vez eché el rápido vistazo en derredor; nadie me quitaba los ojos de encima… Muerta de vergüenza, saqué el objeto del cajón y lo levanté a la altura del pecho; busqué con la mirada algo en qué colocarlo para así llevarlo, pero Rocío se me anticipó:

“Lo vas a llevar en la mano” – me espetó, alzando una ceja y con una maléfica sonrisa dibujándosele en las comisuras.

“S… sí, s… señorita Rocío – acepté, gacha la cabeza -; como… usted… disponga”

Quedé mirando el piso y a la espera de que ella se apartase de mi camino para poder dirigirme hacia la oficina de Evelyn, lo cual implicaba el bochorno de tener que pasar ante el resto de las empleadas portando el objeto en mano. La rubia, sin embargo, se mantenía allí, con las manos a la cintura y luciendo una mueca divertida, tal como pude entrever mirándola de soslayo y por debajo de las cejas. Estaba más que obvio que disfrutaba de verme así de humillada y se tomaba su tiempo para paladear el momento; luego se hizo a su lado:

“Vamos” – me ordenó.

Recién entonces caí en la cuenta de que su plan era acompañarme y, al dejarme paso, quedaba en claro que ella marcharía por detrás de mí, pues, claro, no quería perderse el espectáculo de mi humillación. Tragué saliva; me aclaré la garganta:

“S… sí, señorita Rocío” – dije; y pasé a su lado saliendo de atrás de mi escritorio.

“Vamos” – repitió ella, propinándome una palmada en las nalgas para impelerme a avanzar; casi grité del dolor y no fue sólo que la cola me dolía aún por la paliza que me había dado Mica sino que, además, no golpeó en cualquier lado sino allí donde sabía que se hallaba la base del consolador que tenía inserto por detrás: el golpe fue lo suficientemente violento como para hundirme aun más el objeto.

Y comencé el vía crucis de mi humillación; no portando una cruz sino… un consolador. Pasé ante los escritorios de todas y pude ver y oír cómo se reían, cuchicheaban entre sí y no paraban de mirarme divertidas. Tal como había supuesto que lo haría, Rocío marchó tras mis pasos, lo cual era delatado por el sonido de los tacos a mis espaldas; daba la impresión de que el suyo era un paso triunfal, propio de quien exhibe una presa o una propiedad…

Al llegar ante la oficina de Evelyn, Rocío se me adelantó y golpeó con los nudillos: raro, pues ella siempre pasaba sin golpear; en cuanto se oyó la voz de la colorada al otro lado autorizando el paso, la rubia abrió la puerta y se hizo a un lado para que yo ingresase.

Me hallé ante una escena patética al entrar a la oficina; no era que no la hubiera visto, pero en ese momento no la esperaba. Luciano Di Leo se hallaba a cuatro patas sobre el escritorio de Evelyn, con los pantalones bajos; ése era, con seguridad, el motivo por el cual Rocío había golpeado a la puerta en lugar de entrar sin más: simplemente no había querido ser indiscreta.

“¡Mirá, Luchi! – exclamó, con exagerada alegría, Evelyn, quien se hallaba al otro lado del escritorio -. ¡Mirá lo que trajo nadita! ¡Lo que tanto extrañaste!”

En ese momento Luciano giró la cabeza hacia mí, pero rápidamente desvió la mirada; durante el fugaz instante en que me miró, pude advertir en su expresión sólo vergüenza. Era inevitable para mí recordar algunas de las cosas vividas con él y era terriblemente impactante el verle ahora en tan degradante situación. Fue extraño, pero en ese momento sentí una especie de amargo consuelo al pensar que no era yo la única que parecía no encontrar fondo en el pozo de su decadencia. Viéndolo allí, costaba ver en él al hijo del jefe y, mucho menos, al que algún día se quedaría con la fábrica; muy por el contrario, la sensación era que Evelyn y Rocío habían copado el lugar: eran ellas quienes ahora tenían el mando. La escena que siguió, por cierto, me lo confirmó en buena medida…

“A ver, nadita, acercanos eso” – me ordenó Evelyn mientras estrellaba una palmada sobre las nalgas de Luciano.

“Sí, señorita Evelyn” – respondí; y en ese momento tuve la sensación de que la voz que me salía era la de un autómata.

Avancé, tímida pero a la vez resueltamente, hacia el escritorio y, una vez que llegué, tendí a Evelyn el objeto que, rápidamente, tomó en mano. De modo perverso, lo colocó ante del rostro de Luciano y trazó con el mismo fintas en el aire haciéndoselo bailar a centímetros de sus ojos.

“¡Mirá, Luchi! – le decía, festiva -. Lo querés, ¿no? ¿Te gusta?”

Si algo faltaba para hacer más patética la decadencia de Luciano era verle sacar su lengua por entre los labios y arrojar rápidas lengüetadas al aire tratando de alcanzar el consolador que, sin embargo, Evelyn alejaba una y otra vez en que pareció que él estaba a punto de capturarlo. La imagen era la de un sapo atrapando insectos: también él estaba siendo reducido a una marcada deshumanización. La colorada no paraba de carcajear divertida al ver los denodados intentos que él hacía por alcanzar el artificial miembro, siendo acompañada en ello por su amiga Rocío, quien permanecía aún junto a la puerta y no paraba de reír.

Sádica y pervertida como sólo ella podía serlo, Evelyn terminó por alejar finalmente el objeto del rostro de Luciano para, rápidamente, inclinarse a hablarle al oído, aunque de modo claramente audible:

“Tu colita lo extraña, ¿no es así, lindo?” – le decía, mientras jugueteaba tomándole el lóbulo de la oreja entre los dientes. Luciano, abatido y completamente dominado, asintió varias veces con la cabeza. Se lo notaba ansioso, desesperado; y ése era, seguramente, el estado al que Evelyn había buscado llevarlo. Pero la colorada siempre iba un paso más allá:

“¿Querés que nadita te lo meta por el culito?” – le preguntó.

Luciano se estremeció y yo también. Ésa era una carta que, a decir verdad, no había esperado que Evelyn jugara. Luciano bajó la cabeza entre los hombros con notoria vergüenza. La colorada, lejos de disminuir su ofensiva al verle así, la incrementó. Apresó el lóbulo de la oreja de Luciano entre sus dientes y tironeó del mismo hasta hacerlo gritar… y puedo asegurar que él gritó como una chica.

“No te oigo – insistió Evelyn -. ¿Querés o no?”

Un débil “sí” llegó hasta mis oídos; lo dijo tan bajito que me vi venir que Evelyn lo golpearía nuevamente o bien le haría repetir su respuesta; la realidad fue que hizo ambas cosas…

“Quiero oírlo más alto” – le exigió mientras lo golpeaba en las nalgas nuevamente.

“Sí…” – reiteró Luciano, levantando un poco más el tono de voz, pero no lo suficiente como para conformar a Evelyn, quien le volvió a estrellar una palmada.

“¡Más alto! – le recriminó -. ¡Que lo escuche Rocío! Y nadita también desde ya, je…”

“¡Sí, por favor! – respondió Luciano -. Quiero que Sole… perdón… que nadita me lo coloque”

“Ajá – dijo Evelyn levantando la vista hacia el techo en una actitud pensativa que se veía claramente fingida; la verdad era que ella no dudaba en absoluto sino que en su cabeza ya todo el plan estaba minuciosamente armado -. Hmm, bien… a ver: ¿vos qué decís, Ro?”

Al oírse aludida, Rocío se adelantó hacia el escritorio hasta ubicarse a mi lado.

“Hmm, veamos – dijo -: Luchi quiere que nadita le meta el consolador por el culo. ¿Vos qué decís, nadita?”

Me tomó por sorpresa al pasarme la posta; de hecho, era extraño que me consultasen. Nerviosa, agité la cabeza en sentido negativo:

“P… para mí es… tá bien lo que ustedes dispongan, señorita Rocío” – logré articular.

“Porque además él te rompió el orto, ¿no? – preguntó Rocío, casi como ignorando mis palabras -. Sería un pequeño acto de justicia que vos se lo rompieses a él, creo yo”

Por dentro sólo la maldije: ¿cuál era el criterio con que consideraba como justo que yo, de algún modo, me tomase revancha de Luciano? ¿Cuál era el criterio cuando ella misma, junto a Evelyn, no había parado de maltratarme y humillarme? ¿No sería justo, a su entender, que yo también me cobrase en algún momento mis deudas con ellas dos? Parecía ser que no: cada vez estaba más que claro que, para esa altura, yo distaba de ser un ser humano. De todas formas, allí no había lugar para las disquisiciones ni, mucho menos, las objeciones y, después de todo, no era que no me atrajera la idea de, al menos en parte, hacerle pagar a Luciano por haberme dejado de lado: el imbécil se lo merecía.

“Sí… – dije -, creo que… sería justo, señorita Rocío”

“Bien – aprobó la rubia, asumiendo momentáneamente la voz cantante; acercándose a Luciano, lo tomó por los pocos cabellos que tenía y, arrancándole un quejido de dolor, le levantó la cabeza hasta que el oído de él quedó junto a la boca de ella, quien le habló entre dientes y con una voz que rezumaba alguna especie de rabia o resentimiento -, pero si querés cositas por el culo, no te va a ser sencillo, Luchi. Vas a tener que ofrecer algo a cambio”

Yo estaba pasmada; no podía salir de mi incredulidad: aquello era el mundo del revés; increíble e impensada escena la de ver al heredero de la empresa maltratado y sometido de esa forma por dos empleadas.

“Es cierto – intervino Evelyn, hablando con voz más pausada y tranquila -; hemos estado hablando con Rocío al respecto y decidimos que el consolador por la colita no te va a ser gratuito”

“Está bien… – decía Luciano, dolorido y entre dientes, pues Rocío no dejaba de sostenerlo por los cabellos -. ¿Quieren… un aumento? No hay prob… lema. Puedo… gestionarlo. Hablaré con mi pad…”

No logró terminar su propuesta porque Evelyn le estrelló con fuerza una nueva palmada en las nalgas.

“Callate, puto… – le dijo, con acritud -. Acá somos nosotras quienes fijamos los términos, ¿se entiende?”

Volvió a golpear a Luciano en la cola un par de veces, mientras yo seguía perpleja y, a la vez, morbosamente fascinada por la escena.

“¿Se entiende?” – le remarcó Rocío, volviendo a tironearle de los cabellos. La deshumanización de Luciano, ya para esa altura, poco tenía que envidiarle a la mía.

“S… sí, se en… tiende – balbuceó, con la voz entrecortada -. ¿Qué… es lo que quieren?”

En ese momento, Evelyn y Rocío se miraron entre sí y detecté un destello de complicidad; inclusive la primera asintió, con gesto de satisfacción.

“Queremos a Mica de vuelta en la fábrica” – soltó, sin más prólogo.

Fue como un balde de agua helada; no sólo, y por razones obvias, para Luciano, sino también para mí: ¿así que era ése el plan que ambas venían pergeñando? ¿Traer a Mica de regreso a su trabajo? No podía menos que inquietarme la idea, cualquiera fuera la forma en que eso pudiera darse: es decir, si Mica volvía estando yo allí, estaba más que claro que, a partir de ese momento, serían tres las que me iban a humillar públicamente en la fábrica; la otra posibilidad era todavía peor… ¿Estaban acaso pensando en devolverle mi puesto a Mica? De ser así, yo ya tenía un pie fuera de la fábrica; cierto era que, de algún modo, Evelyn se había comprometido a preservármelo: no era que lo hubiera dicho de modo tan directo, pero desde el momento en que había decidido guardar silencio acerca de mi embarazo, yo había dado por supuesto que, cuando menos, podía contar con ella para seguir en el puesto. Pero, ¿hasta qué punto podía confiar en ella? La imagen que yo tenía de la colorada era la de ser una persona pérfida, sádica y cruel, pero de palabra… ¿Y si no lo era realmente? Comencé a temblar como una hoja… Luciano, entretanto, había quedado mudo y sus músculos se advertían rígidos.

“Yo… no puedo decidir eso” – objetó con timidez, lo cual sólo le sirvió para recibir otro azote en las nalgas y el subsiguiente y consabido tirón de cabellos.

“Tampoco podés decidir los aumentos de sueldo que estabas prometiendo hace un momento” – le increpó Evelyn.

La lógica de la refutación era impecable; saltaba a la vista, en todo caso, que Luciano prefería mil veces hablar con su padre acerca de un aumento para las empleadas antes que de una reincorporación de Mica. Durante un rato, permaneció en silencio.

“Está… bien – aceptó, finalmente, en tono de resignación -. Pro… meto hablarlo”

“Con hablarlo no nos alcanza – le recriminó Rocío mientras lo jalaba nuevamente por los cabellos y le zamarreaba la cabeza a un lado y otro como si se tratara de un trapo -: vas a conseguir que la reincorporen o, de lo contrario, se acaban los juguetes para tu culito”

“¡Está… bien! – aceptó Luciano, en tono quejumbroso y con la cabeza bamboleante -. ¡Voy a… conseguir que la tomen n… nuevamente”

Rocío sonrió con satisfacción y detuvo el zamarreo; miró a Evelyn y le guiñó un ojo.

“Bien – dijo esta última -; para celebrar el acuerdo que tenemos, vamos a hacer que nadita te dé un poco de chiche por el culo, pero vas a tener que meterte en la cabeza algo: si no cumplís con lo pactado, ya no va a haber más…”

“En cambio, si te portás bien y hacés caso – intervino Rocío -, quizás hasta te consigamos algo mejor”

“¡Claro! ¡Como pasó con nadita! – completó Evelyn, mientras giraba la vista hacia mí -. A ver, nadita, ¿por qué no dejas que Luchi vea la cosita que te hemos instalado en el culo en premio por ser una chica obediente?”

La vergüenza y la humillación parecían no tener fin. Agaché la cabeza…

“Sí, señorita Evelyn” – acepté, tras lo cual caminé alrededor del escritorio hasta ponerme de espaldas al rostro de Luciano; una vez allí, me incliné lo suficiente como para que mi corta falda dejase entrever el perverso objeto que tenía alojado en la cola.

“¿Ves, Luchi? – le dijo, alegremente, Evelyn -; las chicas que se portan bien tienen su premio. Y vos sos una chica que se va a portar bien y vas a conseguir lo que te pedimos, ¿verdad?”

“Sí… – respondió Luciano, con una voz que sonaba apagada pero, fundamentalmente, derrotada -. Me… voy a portar bien”

El colmo del patetismo: aceptaba que lo llamasen “chica”.

“¡Muy bien! – exclamó Evelyn en tono de festejo -. Entonces, para celebrar que tenemos un acuerdo, vamos a lo prometido. Nadita, metele el consolador a Luciano por la colita”

Abandonando mi postura y volviendo a enderezarme, me giré para caminar hacia el extremo opuesto del escritorio; al hacerlo, vi a los ojos a Luciano y lo noté impotente, vencido e implorante: ello me produjo una enorme satisfacción y no pude evitar que una burlona sonrisa se me dibujara en los labios. A fin de cuentas, de todos quienes tanto me habían humillado desde mi entrada a la fábrica, él era el primero de quien tenía la oportunidad de tomar venganza de algún modo: quizás, incluso, sería el único… Por lo tanto, no sólo no era una oportunidad para desperdiciar, sino además para gozar…

Una vez que me ubiqué sobre su retaguardia, Evelyn me dio el consolador en mano y me detuve mirándole a Luciano la entrada del trasero, la cual se abrìa como una flor ya que Evelyn y Rocío, una a cada lado, se dedicaban a separarle los plexos. En ese momento acudieron a mi recuerdo los momentos de éxtasis anal que me había hecho vivir Luciano, momentos en los cuales el placer y el dolor se habían fusionado en la más perversa de las formas. Placer y dolor… Sí, eso era: exactamente lo que yo estaba por darle. ¿Lubricarlo con saliva? Que se olvidara: ese idiota de mierda, con los desplantes que me había hecho, se merecía el consolador en seco adentro del culo, así que, simplemente, lo llevé a la entrada anal y empujé… No puedo describir el placer que me causó escuchar el grito desgarrado que salió de su garganta; no me cabe duda de que se debió oír en toda la fábrica. No me importó…

CONTINUARÁ

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