“Es cierto – dijo Rocío, al cabo de un rato, pensativa y sin dejar de mirarme -: no sería justo, pero… tampoco me parece que tengamos que castigarla tanto”

El comentario, por supuesto, me sobresaltó y, viniendo de quien venía, no pudo menos que generarme una cierta desconfianza. Evelyn, no menos sorprendida que yo, giró la vista hacia su amiga.

“¿Qué estás diciendo?” – preguntó, extrañada.

“O sea… – se apresuró a aclarar Rocío -: me parece perfecto que nadita tenga que tener esta noche su culito ocupado: fue mi idea después de todo, así que me hago cargo, jeje. A lo que voy es a que deberíamos, de todos modos, darle a nadita algún pequeño gustito…”

Evelyn lucía tan azorada como yo; sus ojos, ahora, parecían taladrar a su amiga.

“¿Gustito?” – preguntó.

Rocío, simplemente, asintió con la cabeza; luego, poniéndose algo más seria, volteó la cabeza hacia mí con más decisión que antes.

“Te hago una pregunta, nadita – me dijo -: ¿ese chico, el sereno, te rompió el culo o no?”

La pregunta me descolocó aunque, para esa altura, no tenía por qué: debería ya estar acostumbrada a que me obligaran a hablar de temas denigrantes o bien a contar con toda naturalidad intimidades de lo más indecorosas.

“N… no – tartamudeé; me costaba hablar y lo más increíble del asunto era que ello me ocurría, muy especialmente, cuando lo que estaba diciendo era verdad -; no… Él no… llegó a hacerme nada”

“¿No quiso?” – indagó Rocío, enarcando las cejas en odioso gesto de suspicacia.

Yo no sabía bien qué tenía que responder. Me quedé durante unos segundos evaluando cuál era la respuesta que me dejaba mejor parada: cualquiera que fuese, me veía obligada a mentir.

“N… no; creo que no” – musité.

“Es decir: vos querías que te la pusiera por el culo pero él no quiso” – conjeturó la rubia revoleando los ojos.

Lo que ella conjeturaba era para mí de lo más degradante y, sin embargo y paradójicamente, a mí me daba una cierta luz para salir de aquel aprieto en que me hallaba.

“C… claro, sí… – mentí nuevamente -: así fue”

Me costaba determinar hasta qué punto ella o Evelyn creían en mis palabras o si, por el contrario, se daban perfecta cuenta que yo mentía y tan sólo disfrutaban sádicamente con mi necesidad de hacerlo.

“Bien por el chico – terció, justamente, Evelyn -: muy bien hecho. Se lo merece por puta arrastrada y asquerosa”

“Ajá – asintió Rocío mientras, sin dejar de mirarme, se estrujaba el labio inferior con dos dedos -. Y vos te quedaste con las ganitas, ¿no? Tenías muchas ganas de que él te la pusiera por el culito…”

“¡Sí, sí! Me quedé con las ganas” – respondí, tratando de sonar lo más convincente posible, como cada vez que alguna de ellas sugería que yo había provocado al muchacho: sabía bien que el precio de conservar mi trabajo era decirles lo que querían oír.

“Ajá – asintió una vez más Rocío, pensativa; giró la vista por un instante hacia Evelyn -. Eve: yo creo que deberíamos ayudarla a que no se quede con las ganas”

Di un respingo. No podía creer lo que la zorra estaba sugiriendo y, aun así, lo veía como el menor mal posible. El nuevo sereno, había que decirlo, era apuesto, atractivo, buen mozo. Si el castigo que Rocío tenía pensado para mí consistía en entregarle mi culo a él, no era, después de todo, tan malo: viniendo de ella, bien podría haber sido mucho peor.

“A la fábrica no vuelvo, ya te lo dije – insistió, en tono concluyente, Evelyn -. Además, está bien claro que el muchacho no quiere saber nada”

Punzada lacerante contra mi dignidad: la colorada no dejaba de resaltar que yo me había ofrecido analmente y había sido despreciada. De mi dignidad ya no quedaba prácticamente nada. Para colmo de males, de la negativa de Evelyn por volver a la fábrica no sabía yo si alegrarme o lamentarme. Es decir, acababa de ser cogida en un sucio baño de dependencia policial; mal podía entusiasmarme la idea de ser entregada ahora a una penetración anal como si yo fuera un simple agujero: sin embargo y como dije antes, el ser penetrada por el culo por el nuevo sereno seguía apareciendo como la opción más saludable. Pero si, como acababa de hacerlo, Evelyn descartaba de plano tal idea de su amiga, sólo me quedaba temblar ante lo siguiente que pudiese surgir de la enferma cabeza de Rocío una vez descartado lo que, a mi entender, era su plan original. De todas maneras la expresión de la rubia no daba impresión de que ella hubiera esperado una respuesta diferente de parte de Evelyn.

“Sí, sí, claro – convino con su amiga, confirmando así mis pensamientos -; yo no hablaba de volver…”

“¿Entonces?”

Estábamos pasando frente a una plaza; de pronto pareció como si Rocío fijase su atención en algo y otra vez volvió a su rostro esa expresión de jovial entusiasmo adolescente.

“Pará acá – le dijo a su amiga con súbita y sorpresiva urgencia -. Quiero comprar pochoclo”

Evelyn la miró extrañada pero, aun así, estacionó junto a la acera. Rocío, en efecto, señalaba con un dedo índice hacia un carromato que se hallaba unos metros por delante y sobre la mano de enfrente. Evelyn arrugó el rostro y frunció el ceño.

“¿Qué te pasa? – preguntó, soltando una risita -. ¿Tenés ganas de ir al cine?”

“No… hmm… o sí – contestó, dubitativa, la rubia -. Ya vengo, bancá”

De manera decidida, se bajó del vehículo y tanto Evelyn como yo la seguimos con la mirada mientras cruzaba la calle hacia la plaza en dirección al carromato que oficiaba como puesto ambulante.

“Esta Rocío… – se quedó diciendo Evelyn, moviendo la cabeza a un lado y a otro -; te juro, nadita, que la desconozco: está totalmente desatada, como liberada…”

No dije nada y, por otra parte, ni de las palabras ni del gesto de Evelyn se desprendía que esperase una respuesta de mi parte; aun haciendo referencia a mí, la sensación era que hablara consigo misma y, después de todo, no tenía por qué ser de otra forma: yo era nadie… nada…“nadita”.

Rocío se cargó con dos bolsitas de pochoclo (todo un gesto simbólico el que no hubiera pedido tres) y se quedó un rato hablando con el vendedor: un tipo de aspecto hosco y feo, bastante gordo y de rostro algo aplastado; tendría unos cincuenta o cincuenta y cinco años. Mi mente no llegaba a imaginar de qué podían estar hablando tanto tiempo y, de hecho, noté que Rocío miraba varias veces hacia el auto y señalaba con el mentón por tener sus dos manos ocupadas. El tipo también miró y su aspecto ominoso me hizo encoger en el asiento aun cuando bien sabía que no podía él ver gran cosa debido al polarizado de los vidrios.

“¿De qué carajo tienen que hablar tanto?” – se fastidió Evelyn, haciendo sonar la bocina. Rocío le hizo gesto de que aguardase un instante y siguió enzarzada en la impensada conversación, al punto que terminé por pensar que, quizás, se conocieran: se me estrujó el estómago de sólo pensarlo. ¡Por Dios! ¿Rocío conocer a ese sujeto? ¿De dónde?

Evelyn bufó varias veces e incluso volvió a hacer sonar la bocina hasta que, finalmente, Rocío echó a andar de regreso hacia el vehículo; la sorpresa, sin embargo, fue que venía acompañada por el vendedor…

El estupor me invadió y me encogí aun más en el asiento: quería huir de allí pero la realidad era que no podía hacerlo: cada uno de mis músculos estaba paralizado. Sin entrar al auto, Rocío metió la cabeza por la ventanilla del acompañante.

“Ya está” – anunció alegremente.

“¿Qué es lo que ya está?” – preguntó su amiga con expresión de cansancio.

“Lo que nadita quería” – respondió, muy naturalmente, la rubia.

Se creó un tenso momento de silencio; yo no daba crédito a mis oídos y, al parecer, Evelyn tampoco, o bien no terminaba de entender.

“¿De… que estás hablando?” – preguntó, entornando los ojos y sacudiendo ligeramente la cabeza.

“Nadita se quedó con las ganas de que se la dieran por el culo – explicó Rocío, con naturalidad pasmosa -. ¡Ya tiene quien lo haga! Felipe: así es como se llama el señor”

El feo sujeto saludó con una inclinación de cabeza a Evelyn y luego rebuscó con la mirada en el interior del vehículo como si quisiese dar conmigo; yo trataba de ocultarme tras el asiento del conductor. El nuevo plan de Rocío, si realmente era nuevo, no me sorprendió en absoluto: era imposible que no se saliese con una idea perversa y, de hecho, lo que acababa de explicar era exactamente lo que yo había pensado al verla caminar hacia el auto en compañía del vendedor de pochoclo. Evelyn, en tanto, ahora sí captaba perfectamente el sentido de las palabras de su amiga.

“Ro… – dijo -: sos… una enferma”

Creí entender que, con tal comentario, Evelyn amonestaba a Rocío y descartaba su idea por demencial. La colorada podía ser lo que fuese, pero… ¿dejar que su amiga me entregase sin más a un desconocido que trabajaba en la calle? No sé por qué, pero me parecía una locura el que fuera a consentir semejante cosa; repito: no sé por qué. Yo persistía en ver a Evelyn como un sujeto más racional que Rocío pero la realidad era que, cada vez más, parecía verse arrastrada a las perversiones que su amiga elucubraba en su depravada mente. Viéndolas y oyéndolas, costaba creer que, no hasta hace mucho, fuera Evelyn la de las ideas extravagantes y perversas: ahora, por el contrario, parecía que ese rol hubiera pasado a ser ocupado por Rocío; y si bien era cierto que, al parecer, la decisión final seguía estando en manos de la colorada, no lo era menos que, en algún modo, la rubia se había convertido en ideóloga o estratega y, como tal, era de su mente de donde salían los más enfermos planes, sobre todo en relación a mí. Evelyn se mantuvo un rato en silencio, como cavilando sobre las palabras de Rocío o como si le diese vueltas al asunto en la cabeza: quizás, pensé en ese momento, se estaría preguntando si no sería hora de ponerle ya coto a las locuras de su amiga. Como siempre, me equivoqué:

“Me parece una excelente idea – aprobó, mientras yo me hundía nuevamente -. Podés decirle al señor Felipe que suba al asiento de atrás”

Realmente costaba llamarlo “señor” como Evelyn lo había hecho; no se trataba de un prejuicio social ni de que fuera un simple vendedor de pochoclo en una plaza: era cualquier cosa menos agradable; gordo y de pómulos inflados que casi escondían unos ojos achinados, a lo cual había que sumar una nariz como de boxeador. Me vino a la cabeza el recuerdo de Inchausti, aquel tan poco agradable cliente de Corrientes al cual tuve que “atender” en un albergue transitorio, pero… ¡Dios! Este tipo lo superaba en fealdad…

Rocío, entusiasmada y dando saltitos como una chiquilla, le abrió la puerta trasera e, instintivamente, me arrebujé hacia el lado contrario. El tipo, primero, asomó su fea cabeza y me miró; fue como si me hiciera un escrutinio de la cabeza a los pies, al cabo del cual me dio la impresión de que sonrió, pero no pude determinarlo ya que era del todo imposible reconocer algo parecido a una sonrisa en su aplastado rostro.

“¿Es ella?” – preguntó; y puedo jurar que auditivamente fue como si sus palabras salieran mezcladas con su saliva: un asco.

“Sí, sí – le confirmó, siempre alegremente, Rocío, quien le sostenía la puerta como si fuera uno de esos niños que trabajan en las paradas de taxis -; suba, señor, pero aguarde para empezar hasta que Evelyn y yo nos hayamos acomodado”

El sujeto subió, sin dejar ni por un segundo de mirarme o, quizás, había que decir más bien de devorarme. Yo, con mi rostro teñido de terror, estaba hecha un ovillo contra la puerta contraria. Bajó su vista de mis ojos, pero sólo lo hizo para retomar su escrutinio de mi cuerpo ahora que me tenía a tiro: pude notar cómo sus ojos recorrían cada centímetro de mis piernas hasta perderse en algún lugar bajo el borde de la cortísima falda. Apoyó una mano sobre mi pantorrilla y me estremecí al contacto, tanto que me golpeé la cabeza contra el vidrio de la ventanilla: no tengo palabras que describan exactamente cuán repulsivo era el contacto de sus dedos. Al igual que antes lo hiciera con sus ojos, recorrió mi pierna en toda su longitud hasta llegar a la zona en donde mi falda comenzaba a enseñar parte de mis intimidades; sin reparo ni permiso alguno, deslizó su mano por sobre mi sexo y atrapó el borde superior de mi tanga. Tironeó de ella a los efectos de quitármela y, a decir verdad, no lo hizo violentamente ni con rudeza, pero sí con mucha insolencia. Deslizando la prenda a lo largo de mis piernas, me despojó de ella y la dejó caer sobre el piso del auto.

Entretanto, Rocío ya se había ubicado en su butaca junto a Evelyn y, mientras se quedaba con una bolsita de pochoclo, le tendía la otra a su amiga. Ésta, por su parte, se ocupó de acomodar el espejo retrovisor de tal forma de enfocarme y, luego, ambas juntaron sus cabezas de modo de tener la mejor perspectiva posible y, de hecho, yo podía, desde mi posición, ver los dos pares de ojos mirándome con sádica diversión. Como si se hubiera tratado de una función de cine, sonó de inmediato el sonido inconfundible de las bolsas evidenciando que ya habían comenzado a dar cuenta de las palomitas.

“Ya estamos – anunció Rocío – pueden comenzar”

Manoteé maquinalmente la manija de la puerta; hubiera sido idiota de mi parte escapar pero fue un impulso que no pude contener: como era de prever, fue inútil de todas formas, pues Evelyn había trabado todas las puertas con el cierre automático. No obstante ello, Rocío mi intención al instante y giró un poco a los efectos de ver mi mano tratando desesperadamente de abrir la puerta:

“No, nadita – dijo, negando con la cabeza -; no intentes escapar o se acaba todo futuro para vos dentro de esa fábrica”

“Relájate y goza” – rio Evelyn, justo antes de dar cuenta de un buen puñado de palomitas.

“¡Pero… claro! – exclamó Rocío -. ¿No querías una pija en el culo? ¡La vas a tener! ¿Viste qué buenas y comprensivas que somos Eve y yo? Jiji”

“Además… – agregó Evelyn -; digamos la verdad: Felipe es tanto o más lindo que el sereno, ¿no?”

Ambas rieron estruendosamente festejando la cruel analogía pues el tipo, por cierto, lejos estaba de las virtudes estéticas no sólo del sereno sino de cualquier hombre que pudiese ufanarse de ser más o menos agradable a la vista. De todas formas, el vendedor pareció ni siquiera darse por enterado de los comentarios de ambas y, en cambio, lucía más bien concentrado en su tarea: cogerme por el culo, nada menos… Me tomó por la cadera y buscó la forma de girarme para tener acceso a mi retaguardia. Yo, por mi parte, busqué resistirme pero fue inútil pues su fuerza era, desde luego, mucho mayor. Me puso de cara contra el vidrio y, de hecho, ojos, nariz y mejillas me quedaron aplastados contra el mismo; rogaba al cielo que el polarizado de los cristales fuese lo suficientemente oscuro como para no permitir que se me viera desde el exterior. Desesperada, miré hacia todos lados pero nadie parecía fijarse en mí, de lo cual cabía suponer que no me veían; alcancé a distinguir a dos chicas adolescentes que estaban ante el carromato a la espera de que el vendedor regresase: miraban todo el tiempo a un lado y a otro en procura de reconocer el gorro o delantal blanco del mismo. Qué loco era pensar que esas dos chicas a quienes yo no conocía, tendrían que esperar por su pochoclo hasta tanto el vendedor me hubiera hecho el culo…

“Sí, claro; mirá todo vos sola. ¿Viste?” – le reprochó, sarcásticamente, Evelyn a su amiga mientras corregía nuevamente la posición del espejo a efectos de no perderse cómo yo era cogida desde atrás.

El tipo, mientras tanto, hacía esfuerzos denodados por acomodarme lo mejor posible; lo que buscaba, estaba claro, era ubicarme sobre el asiento trasero a cuatro patas pero yo no le hacía la tarea nada fácil ya que buscaba, por todo y por todo, dejar mis pies sobre el piso del auto y bastaba con que él me levantara por las caderas para que yo, automáticamente, bajara las piernas. Como no podía ser de otra manera, el tipo se impacientó:

“Quedate quieta – me ordenó, a la vez que me propinaba una fuerte palmada sobre una nalga -, o no voy a poder romperte el culo”

“Mmm, la película se empieza a poner buena” – intervino, jocosamente, Rocío, abriendo grandes los ojos.

“Dele más fuerte si se pone un poco arisca” – agregó Evelyn, lo cual, por supuesto, sólo pudo tener el efecto de desinhibir al tipo, que volvió a golpearme en la cola una y otra vez.

Extrañamente la situación me excitó, pero creo que lo que en sí me excitaba no era tanto que ese sujeto desagradable me estuviese zurrando como a una niña sino más bien el hecho que lo hiciera delante de Evelyn y de Rocío. En medio de mi pavor y de la ignominia a que era sometida, me calentó el saberme espiada por ellas y, una vez más, me volví a odiar a mí misma.

Los golpes que iba recibiendo en mi cola tuvieron sobre mí el efecto de hacerme aflojar la resistencia y en cuanto el tipo notó que mi cuerpo se iba quedando sin fuerzas y ya ni siquiera pataleaba, me tomó por las caderas y me ubicó definitivamente sobre el asiento a cuatro patas. Una vez que me tuvo en tal posición me aferró por el trasero con sus manazas y, utilizando sus dedos pulgares, tiró de ambos plexos hacia afuera de tal modo de dejar al descubierto mi agujero. Pude reconocer el inconfundible sonido de un escupitajo y, peor aún, pude sentir el impacto húmedo en mi orificio, de lo cual no me fue difícil inferir que el tipo me estaba ensalivando a los fines de lubricarme.

“Lo tiene bastante abierto – espetó, entre mordaz y sorprendido -. Casi ni hace falta lubricarla”

“Es lógico – apuntó Rocío, mientras hundía por enésima vez su mano dentro de la bolsa de palomitas -: tuvo un consolador ahí dentro durante horas”

Yo no podía imaginar más humillación o, mejor dicho, cada vez me sorprendía más lo bajo que podía caer.

“Ah, je – rió asquerosamente el sujeto mientras quitaba sus pulgares de mis plexos y me propinaba una nueva palmada -. ¿Te gusta jugar entonces? Yo te voy a enterrar algo bastante mejor que esos juguetes de plástico o de goma”

Tanto Evelyn como Rocío rieron estruendosamente ante lo guarro del comentario. Sin poder yo hacer nada al respecto, oí cómo el tipo se desabrochaba el pantalón y luego fue sólo cuestión de segundos el sentir su verga jugueteando en mi entrada anal para abrirse después paso a través de mi túnel. Me ensartó con tal fuerza que mi rostro se vio aun más aplastado contra la ventanilla mientras yo, muerta de vergüenza, seguía mirando en derredor para tratar de determinar si la gente me veía o no. La situación era por demás curiosa, paradójica y terriblemente enferma, pues creo que la posibilidad de que así fuera me aterraba en la misma medida en que me excitaba, aun a pesar de que la dimensión consciente de mi mente se negara a aceptarlo. El sujeto comenzó a bombear dentro de mi culo y puedo asegurar que, aun con lo dilatado que lo tenía por haber tenido tanto tiempo el consolador, el dolor me hacía ver las estrellas, lo cual sólo podía deberse a que el tipo debía tener un miembro enorme. Una incontrolable seguidilla de jadeos y gemidos fue saliendo de mi garganta y mis ojos se cerraron mecánicamente aunque, en un momento, no pude evitar echar una mirada de reojo para descubrir a Evelyn y Rocío espiándome desde el espejo retrovisor. En realidad, y aun cuando no querría reconocerlo, lo que quería era comprobar que me seguían viendo, pues eso era lo que me excitaba. Situación impensable…

Tampoco podía dejar, cada tanto, de otear hacia el exterior del auto en donde, al parecer, la gente seguía en su mundo y sin darse por enterada de lo que estaba ocurriendo. Las chicas que esperaban por el regreso del vendedor de pochoclo seguían, por cierto, allí, pero grandes fueron mi pavor y sorpresa al descubrir que, apenas un metro por detrás de ellas, alguien más hacía fila para comprar. Los ojos casi se me salieron de las órbitas por la incredulidad y tuve que cerrarlos y abrirlos varias veces para cerciorarme realmente de que no se trataba de una alucinación ocasionada por la perversa intensidad del momento. No; no había alucinación alguna: quien estaba allí era… mi esposo…

CONTINUARÁ

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