LA FABRICA 24

El dolor me hizo retorcerme y enroscar una pierna sobre la otra mientras mi rostro se contraía en un rictus indefinible y mi sexo, por contraste, se iba humedeciendo; en parte, a eso último apuntaba al cruzar mis piernas: no quería por nada y por nada que Rocío o Evelyn advirtiesen mi excitación. De ser así se reirían a carcajadas haciendo mi humillación infinitamente mayor.

“Duele. ¿Verdad, linda?” – preguntó burlonamente Rocío junto a mi oreja; como pude y mientras jadeaba quejosamente, asentí con la cabeza pues, en la condición en que me hallaba, no había forma de que surgiera de mis labios palabra alguna.

“Pero ya lo tuviste adentro y te acostumbraste – continuó la rubia, tras propinarme un muy suave beso junto al lóbulo -: y tuviste adentro otras cosas también, así que no te preocupes que tu culito tiene memoria; de acá a un par de horas ni siquiera te vas a dar cuenta de que lo tenés adentro”

Presa del estupor, abrí grandes los ojos. Fue como volver en mí.

“¿Un… par de horas?” – pregunté, con la voz entrecortada por el dolor.

“Así es. ¿O acaso pensabas quitártelo apenas llegues a tu casa? No, no es la idea; tenemos un pacto y queremos que lo tengas presente en todo momento”

Yo no podía creer lo que estaba oyendo. Me estaba diciendo que debería marcharme de allí con ese objeto insertado en mi retaguardia.

“Pero… ¿du… durante cuánto t… tiempo?” – balbuceé.

“El que nosotros dispongamos que sea necesario y conveniente” – respondió la rubia, en un tono que mezclaba gélida frialdad con cruel burla. Me dio una veloz lamida por detrás de la oreja como corolario a sus palabras.

“Ro tiene razón – me susurró sobre el otro oído Evelyn -: queremos que te acuerdes de nosotras siempre; no sólo estando en la fábrica”

Justo en ese momento sentí que el objeto me era empujado aún más adentro, lo cual me arrancó un nuevo alarido sin siquiera llegar a determinar cuál de ambas lo había empujado. Quienquiera de las dos que fuese, me lo enterró a tal punto que lo sentí dentro de mí en su totalidad a sola excepción de la base del consolador, que había quedado a flor de mi entrada anal. Como para terminar de coronar tan perversa obra, alguien (supongo que Rocío) subió nuevamente la tanga hasta calzármela bien adentro de la zanja, con lo cual, obviamente, el consolador viajó aún más adentro, si eso era posible, y quedó allí prácticamente aprisionado.

“Bien – dictaminó la odiosa rubia -. Ya lo tenés bien metidito, jiji… Ahora, cuando Eve lo disponga – se puso súbitamente seria y blandió un dedo índice muy cerca de mi rostro, vas a volver a tu lugar de trabajo y pobre de vos con que se te salga”

Terriblemente confundida, me estremecí ante tales palabras y, como pude, me sobrepuse al dolor para preguntar:

“¿Q… qué ocurre s… si se sale?”

“Hugo se entera de tu pancita – terció Evelyn, con voz fría y átona -. Y nadita se queda en la calle: pobrecita”

Me removí de terror y sacudí mi cabeza en implorante señal de negación.

“N… no, por favor, s… señorita Evelyn – dije, suplicante y al borde del llanto -. S… se lo ruego”

“’¡Tranquila! – dijo la colorada mientras me acariciaba una nalga con fingida ternura -. Nadie dijo que vayamos a hacerlo: sólo te estamos diciendo lo que te va a ocurrir SI NO CUMPLÍS CON TU PARTE”

Acercó su boca a mi oído izquierdo para decirme la advertencia del final. Yo, impotencia pura, estaba ganada por la angustia y no podía dejar de temblar.

“P… pero… ¿qué pasa si se m… me sale… in… voluntariamente?”

“A los efectos, querida – dijo Rocío, volviendo a acercarse a mi oído derecho – no hace diferencia alguna el que te quites el consolador o que simplemente se te caiga; en ambos casos, la responsable sos vos: por deslealtad o por negligencia… O por estupidez”

“Mejor dicho imposible” – dictaminó Evelyn.

“Es… tá bien – acepté, con voz extremadamente débil -. P… pero… ¿cómo voy a…?”

“¿Hacer caquita?” – me cortó Evelyn.

Cuánta humillación. Cuánta vergüenza. Todo era una gran pesadilla de la que deseaba despertar. ¿Cómo era posible que estuviese tratando con ellas las condiciones para poder defecar?

“S… sí, eso mismo” – asentí.

“La buscás a Ro o a mí para que te lo saquemos. Cualquiera de ambas es lo mismo para el caso” – respondió Evelyn, en tono seguro y concluyente.

“P… pero… no entiendo…” – comencé a protestar débilmente.

“Ay, qué mina estúpida – terció Rocío, irritada y con la voz cargada de menosprecio -. ¿Qué mierda es lo que no entendés, pelotuda? ¿Se puede saber?”

“Chist, chist – la calmó Evelyn mientras me acariciaba la cabeza -. Tengámosle paciencia, Ro: es un poco lenta. ¿Qué es lo que no entendés, nadita?”

Por una vez sentí que Evelyn salía en mi defensa; tal sensación, sin embargo, fue fugaz. Me di cuenta rápidamente que lo que quería era seguir hablando el tema para degradarme aun más. La muy perra se debía estar divirtiendo a más no poder con el contenido de la charla.

“Es que… – musité -: ¿qué pasa si, estando en casa, tengo ganas de…?”

“¿Hacer caquita…?”

“Sí, eso… Tengo ganas y estoy en casa. ¿Qué hago?”

“Casa de Luis – me corrigió Evelyn -. Creo que seguís allí, al menos de momento”

“Sí, c… casa de Luis. ¿Q… qué pasa si me vienen ganas estando allí?”

“¿Ganas de qué?” – indagó cruelmente Evelyn; estaba obvio que sólo quería oírlo de mis labios.

“B… bien: eso q… que u… usted ha d… dicho, señorita Evelyn” – dije, muerta de vergüenza mientras oía a Rocío soltar una sádica risita”

“¿Qué?” – dijeron ambas prácticamente al unísono.

Cómo se divertían a sus anchas las muy perras. Cerré los ojos para evitar llorar y junté fuerzas para hablar. Sólo me salió un susurro muy bajito.

“Hacer… caquita”

“No te oigo” – dijo Evelyn.

“Yo tampoco” – agregó Rocío en tono fingido; sentí el roce de su cabellera contra mi hombro derecho: era evidente que estaba acercando su oído para oír mejor o, al menos, fingía hacerlo pues me había oído más que bien.

Llené de aire los pulmones; me aclaré la garganta.

“Hacer… caquita” – repetí, esta vez bastante más alto.

“¡Ah, eso! – exclamó Evelyn dando una palmada en el aire -. Bien: supongamos que estás en casa de Luis o en cualquier otro lado y tenés ganas de hacer cacona; bueno, en ese caso, no hay nada diferente: simplemente nos llamás a Rocío o a mí para pedirme autorización”

“Obvio, linda – intervino la rubia -. Primero me llamás a mí – intervino la rubia -. No molestes a Eve innecesariamente. Sólo si no te contesto o no estoy disponible, podés llamarla a ella”

“No… tengo su número, señorita R… Rocío” – musité.

“Ahora mismo lo vas a agendar”

“¿Y… p… puedo llamar a cualquier hora?” – pregunté, ingenuamente.

“No, estúpida. ¿Acaso te pensás que Eve o yo vamos a estar allí disponibles cada vez que te vengas ganas de hacer caca? Ni se te ocurra llamar después de las diez de la noche”

“¿Y… q… qué hago en ese caso?”

“¡Aguantás, estúpida!” – vociferó Rocío junto a mi oído derecho al punto de casi taladrármelo.

“Bien dicho, Ro” – apostilló Evelyn entre risas -. Bueno, basta de palabras. ¡A su escritorio, vamos!”

Propinándome una fuerte palmada en las nalgas que me hizo gritar, me tomó por los cabellos y jaló de ellos obligándome así a incorporarme. Luego, prácticamente a empujones me llevó hasta la puerta y me arrojó al corredor como si fuera un desecho. La analogía, sin embargo, no alcanza para describir en su exacta magnitud mi sentir en ese momento: al menos un desecho es arrojado a la basura para no volver a ser utilizado nunca más; muy por el contrario y aunque sonara paradójico, yo era para ellas una “basura útil”, un desecho a su disposición para ser reciclado y divertirse con él a gusto.

Una vez en el corredor, me sentí terriblemente sola, lo cual venía a constituir una nueva paradoja: esas dos hijas de puta me sometían a tal punto que terminaban generándome dependencia y bastaba con que ellas no estuvieran para que, extrañamente, me sintiera desprotegida. Pensé unos instantes sobre el asunto y me dije a mí misma que era una locura, que estaba enferma. De manera resuelta y tratando de alejar esos locos pensamientos de mi cabeza, eché a andar hacia mi escritorio tal como me había sido ordenado que hiciera. Recién entonces recalé en el no menor inconveniente que me acarrearía el tener que pasar por delante del resto; una vez más, un súbito temblor me recorrió el cuerpo de la cabeza a los pies pues yo no sabía si el objeto que tenía instalado en la retaguardia sería o no visible para ellas. Decidí desviarme y fui en busca del toilette a los fines de chequear y así despejar toda duda al respecto. Una vez ante la hilera de lavatorios, me giré para verme y, por supuesto, no llegué a ver nada pues nadie instala un espejo a una altura como para mirarse el trasero; tuve entonces que alejarme un par de pasos para luego girarme sobre mis espaldas y así mirar por encima de mi hombro. La curva inferior de mis nalgas se apreciaba justo por debajo de las hilachas que Rocío me había dejado colgando de la falda pero no llegaba a distinguirse, al menos por lo que llegaba a ver, el consolador inserto bajo la línea de mi tanga. Sin embargo, apenas me incliné un poco, ya fue suficiente para que el depravado objeto se mostrase a la vista: tragué saliva y cerré los ojos; no me quedaría más opción que mantener mi espalda lo más recta posible.

Salí nuevamente hacia el corredor y retomé el camino hacia mi sitio de trabajo. Me envaré lo más que pude para caminar bien erguida: cualquiera que me viera me hubiese juzgado como petulante o altanera. Me vino a la cabeza que yo misma, cuando veía caminar a alguien de ese modo, solía bromear diciendo que caminaba “como si tuviera un palo en el culo”. Triste y patético resultaba pensar que, en ese momento, el comentario no hubiera sido desatinado para referirse a mí. Por otra parte, la marcha se me hacía harto difícil con tan molesto objeto dentro de mi cola; me dolía horrores y, además, tenía que tensar cada músculo a los efectos de evitar que el mismo tendiese a salirse con el movimiento. Traté de disimular y poner la mejor cara posible, pero algo debieron haber advertir las chicas cuando pasé ante ellas porque, claro, mi modo de caminar distaba de verse natural o, por lo menos, no se parecía al que era común en mí. Mirando de soslayo, pude notar que la mayoría clavaban sus ojos por debajo de mi cintura, lo cual me llenó de espanto: ¿se estaría viendo el objeto? Quizás yo no había llegado a verlo en el toilette debido a que el espejo no me proporcionaba un buen ángulo, pero ellas, que estaban sentadas, bien podían gozar de una mejor perspectiva.

No, Soledad, me dije. Tranquila. No seas paranoica. Si te miran no es porque el consolador esté a la vista sino porque la falda ha quedado convertida en una ignominia luego de haber sido masacrada por Rocío. Buscando calmar mis pensamientos, recorrí el pasillo entre los escritorios fingiendo mostrarme serena pero, en cuanto llegué al mío, cobré conciencia de que no iba a ser nada fácil sentarme sin que se me notara el intruso. Por fortuna para mí, sin embargo, mi escritorio era el último del fondo contra la pared, lo cual, por un lado, me exponía a la desventura de tener que hacer el recorrido completo por delante de todas para llegar, pero, por otro, me libraba de la paranoia de ser espiada desde atrás al sentarme. La única que hubiera estado en condiciones de verme, en caso de haber estado, era Floriana, ya que su escritorio era contiguo al mío, pero, para mi alivio, su lugar permanecía aún desocupado y a la espera de que la nueva empleada apoyase su atractivo culo sobre esa silla en escasos días más.

Así y todo, espié por debajo de mis cejas y noté que algunas de las chicas seguían atentas a mí e incluso habían girado sus cabezas por sobre sus hombros. Un ataque de ira me hirvió por dentro, pugnando por estallar: sólo quería explotar y mandarlas a la mierda; ¿por qué no se ocupaban de sus cosas? Sin embargo, me contuve: no debía llamar la atención. Me senté despaciosamente, lo cual no evitó que, al apoyar mi trasero sobre la butaca, el consolador se me enterrara como una estaca: sé que sólo fue una sensación, pero me pareció como si me subiera por dentro hasta alcanzarme la garganta. Aun cuando intenté reprimirlo, solté un quejido que, infortunadamente, sirvió para llamar la atención de algunas otras que, curiosas, sumaron sus miradas a las que sobre mí ya estaban clavadas; decidí que lo mejor sería disimular y mostrarme enfrascada en mi trabajo, así que, fingiendo dirigir la atención hacia mi monitor, me desentendí del asunto o, al menos, eso quise aparentar. La realidad, sin embargo, era que no podía estar sentada; tuve que tensar las piernas y levantar mi cola unos centímetros a los efectos de que el objeto no se me enterrase tanto: no era fácil, desde ya. Levanté la vista cada tanto por debajo de mis cejas para escudriñar cuál era la actitud general y noté que, poco a poco y para mi alivio, iban dejando de mirarme y volvían a sus labores. De pronto mi vista se posó tristemente sobre el escritorio de al lado y lo noté insoportablemente vacío: cuánto extrañaba a Floriana; la necesitaba horrores ahora que, en aquel demencial lugar, me sentía prácticamente sola…

Al rato apareció Rocío, taconeando orgullosamente y luciendo esa sonrisa petulante que se había enseñoreado de su rostro desde hacía algún tiempo. Era definitivamente otra: marchaba altiva y envarada, colocando al caminar un pie por delante del otro casi como lo haría una modelo profesional. Me ignoró, por suerte: yo había temido que, con tal de humillarme ante el resto, se valiera de alguna excusa para hacerme ir hasta su escritorio a fin de que las demás vieran su nueva “obra”, pero, contrariamente a ello, el tiempo simplemente transcurrió sin novedad hasta la llegada del sonido de la chicharra.

Por razones obvias, me quedé esperando a que el resto se retirara aun cuando no tenía en claro cómo diablos haría para marcharme de allí discretamente. No sé si habrá sido para fastidiarme o qué, pero Rocío fue, además de mí, la única que no se retiró; tampoco lo había hecho Evelyn, a quien no había visto salir de su oficina: al cabo de algunos minutos, apareció y fue directamente hacia Rocío. Hablaron algo mientras, de tanto en tanto, miraban y señalaban el monitor; agucé el oído para escuchar y por lo poco que llegué a captar, la charla giraba en torno a ese bendito pedido que la rubia había entregado a Luciano en mano. Luego parecieron desentenderse del asunto y, primero Evelyn, luego Rocío, se giraron y clavaron la vista en mí, lo cual me obligó a desviar nerviosa la mirada, aunque seguí dirigiéndoles fugaces miradas de reojo sólo para constatar si persistían en su actitud y la verdad era que sí: sonreían cada tanto y estaba más que obvio que hablaban de mí. Evelyn se puso súbitamente de pie y comenzó a avanzar a grandes zancadas hacia mi escritorio siendo seguida por Rocío. Muerta de miedo y de vergüenza, me hice la distraída y clavé la vista en mi monitor.

“¿Qué vas hacer, nadita? – preguntó, de sopetón, la colorada -. ¿Pensás quedarte acá? Te aviso: hay sereno nuevo. No sé, pensalo: por las dudas te recuerdo que la última vez que quedaste en la fábrica con un consolador adentro del culo, te terminaron cogiendo”

Las palabras eran dagas envenenadas: todo en ellas era humillación; no se conformaba con hacerme notar mi situación actual sino que además se regodeaba en recordarme episodios desagradables de un pasado nada lejano que, de hecho, me había dejado lo suficientemente traumada y ella bien lo sabía. Rocío, por su parte, se cubría el rostro para ocultar (innecesariamente) su risa. La imagen que ambas daban al verlas, era la de haber pasado a ser las dueñas de la fábrica o, al menos, se comportaban como tales; se movían a sus anchas en un mundo que, de pronto, había pasado a estar a sus pies. Hasta se me hacía difícil reconstruir el camino a través del cual eso había terminado por suceder.

“No… lo sé aún, s… señorita Evelyn. Supongo que me iré sola” – dije, siempre nerviosa.

“¿Así como estás? – inquirió Evelyn con los ojos enormes -. No, queridita, estás loquita… Yo te puedo llevar hasta tu casa o a la de Luis o adonde sea. De hecho, siempre llevo a Ro”

La cabeza me daba vueltas. La idea de subirme a un auto con esa dupla de arpías no me gustaba y la de quedarme allí con el nuevo sereno tampoco. Me quedaba la posibilidad de que Luis estuviera aún en el lugar y se ofreciera a llevarme; miré, casi involuntariamente, en dirección hacia su oficina y ello fue suficiente para que Evelyn me leyera el pensamiento.

“Luis no está – dijo, en tono concluyente -; se marchó al mediodía”

Golpe certero: me estaba dejando cada vez menos opciones, pero yo no podía por nada y por nada subirme a ese auto con ellas. Además, en la medida en que las ideas, con gran esfuerzo, se me iban aclarando un poco, me preguntaba ahora por qué diablos tendría que seguir con ese objeto en la cola cuando ellas ya no estuvieran allí o bien me hubiese marchado de la fábrica. Suponiendo que me lo quitase, ¿cómo iban ellas a darse cuenta al día siguiente, cuando me vieran? Qué estúpida había sido. Recién ahora caía en la cuenta de que, en mi paranoica turbación, no había recalado en el hecho de que la orden de no extraer el consolador era imposible e impracticable: bastaría con estar fuera del ámbito de influencia de Evelyn y Rocío para poder hacer lo que quisiera; en todo caso, al otro día podía perfectamente mentir y decir que no me había quitado el objeto de la cola en ningún momento. Lo mejor que podía hacer, entonces, era zafar de ellas lo antes posible.

“Es… tá bien, s… señorita Evelyn. No… había pensado en el s… señor Luis de todas formas – mentí, con una sonrisa fingida en mi rostro -, pero de todos modos… me voy sola; lo prefiero así”

“A menos que te ordenemos que vengas con nosotras” – terció Rocío, manos a la cintura y con la más antipática sonrisa dibujada en el rostro.

La putita tenía razón. Después de todo, ¿qué tanto podía yo decidir en la situación en que me hallaba? Si Evelyn, como parecía, me dejaba elegir era sólo porque estaba jugando conmigo como el gato con un ratoncito. Sabía perfectamente que bastaba una orden suya para que yo tuviera que acompañarles.

“En… ese caso… las… acompañaría, señorita Rocío” – acepté, en tono conformista.

Evelyn sonrió y los ojos le brillaron. Se sentía claramente una triunfadora cada vez que yo me veía obligada a admitir mi inferioridad. Se intercambiaron una mirada cómplice con Rocío.

“Estás aprendiendo bien y rápido – me felicitó irónicamente mientras me acariciaba la cabeza -. Así me gusta. Como quieras, nadita. Te AUTORIZO – remarcó bien esa palabra, como marcando territorio – a que te vayas por tu cuenta si ése es realmente tu deseo”

“Pero sólo porque EVE TE AUTORIZA” – enfatizó Rocío mientras, apoyando las manos contra el borde de mi escritorio, se inclinaba hacia mí y me dedicaba un odioso movimiento de hombros y de tetas a mitad de camino entre la sensualidad y la burla.

“Así es” – aprobó Evelyn, asintiendo con la cabeza.

“¿Y cómo se dice?” – inquirió Rocío, revoleando los ojos para luego clavarme una mirada expectante.

“G… gracias, m… muchas gracias, s… señorita Evelyn – balbuceé y rápidamente miré a Rocío con expresión culpable -. G… gracias a ambas en realidad. A us… ted también, s… señorita Rocío”

Las dos sonrieron, ampliamente satisfechas. Había realmente que tener estómago para soportar la situación pero consideré que si lograba que se fueran, ya sería para mí un logro, pues el objeto en mi ano me estaba ya entumeciendo por dentro y no veía la hora de extraerlo de allí. Se me hizo eterna la espera y, de hecho, Rocío me dictó su número de teléfono para que lo incluyera en mi agenda; luego se quedaron un rato mirándome en silencio no sé por qué, siempre luciendo sendas y amplias sonrisas; finalmente se miraron entre sí con un aire entre cómplice y satisfecho y se marcharon; agradecí al cielo cuando escuché cerrarse la puerta.

Ése era el momento: me puse en pie y, rápidamente, me bajé la tanga; me incliné hasta apoyar mi vientre contra el escritorio para, luego, tomar el objeto con las puntas de mis dedos y tirar del mismo hacia afuera. Estaba casi encastrado; era como si se hallara cómodo allí o nunca hubiera estado en otro sitio: me di cuenta entonces de cuán iluso había sido de mi parte el pensar en que pudiera caérseme accidentalmente. Rocío lo había instalado como para que no se saliera más y, en la medida en que fueron pasando las horas, el objeto se fue convirtiendo casi en parte de mi cuerpo, tanto que al tirar de él para extraerlo, sentí que me estaba arrancando alguna parte de mi anatomía y, de hecho, una vez con el consolador extraído y en mano, lo revisé detenidamente para comprobar que no le había quedado adosado nada mío. Lo miré durante largo rato: me costaba creer que algo de ese tamaño podía alojarse en mi cola, pero el dolor en mi retaguardia y mis plexos dilatados eran la mejor muestra de que había sido así; de hecho, podía sentir que a mi orificio le costaba volver a cerrarse y, de haber contado con algún medio para poderme ver allí, estoy segura de que hubiera visto una ancha y profunda caverna en proceso de cerrarse muy lentamente. Me erizaba la piel el pensar que al día siguiente tendría que volver a colocarme ese objeto que ahora tenía ante mis ojos y, al cual, si yo quería, podía en ese mismo momento arrojar a un cesto de papeles y mandar todo a la mierda. Pero, claro, apenas lo pensaba, acudían a mi mente cuestiones tales como el trabajo, mi embarazo, mi situación económica, etc. Definitivamente ese objeto tan intimidante era, en ese momento, casi un candado para mis actos e incluso para mi vida.

“Es verdaderamente grande” – resonó, repentinamente, la voz de alguien en las cercanías.

Di un salto hacia atrás y quedé con mi espalda contra la pared. El impacto de haber oído una voz masculina tan cerca me sobresaltó al punto que dejé caer el consolador, que rodó por el piso hasta llegar casi a los pies de quien me había hablado: se trataba de un joven que tendría mi edad o quizás algo más pero no mucho; viendo el overol que llevaba puesto, no hacía falta ser demasiado adivina para darse cuenta de que debía ser el nuevo sereno.

Quedé muda, aterrada, inmovilizado cada uno de mis músculos y agitadísima mi respiración mientras el corazón parecía pugnar por salírseme del pecho, que no paraba de subir y bajar. El joven me miró y sólo atinó a dibujar una muy ligera sonrisa sobre la comisura de su boca. Definitivamente, no se parecía a Milo ni en aspecto ni en actitud. Era, había que decirlo, muy atractivo: de rostro delicado pero a la vez muy varonil, ojos verdes, cabello corto y prolijo más una barba incipiente de dos o tres días. Lo que menos parecía ser, por cierto, era el sereno de una fábrica y sólo la indumentaria lo delataba como tal: más bien daba el porte de un promotor de viajes o algo por el estilo. Y si algo faltaba para diferenciarlo claramente de Milo era la actitud segura y autosuficiente que lucía. Bajó la vista hacia el suelo y clavó sus ojos en el objeto que se había detenido casi a sus pies; siempre sonriente, volvió a alzar la vista por un instante hacia mí y no pude menos que sentir una intensa y poderosa vergüenza. Su sonrisa se amplió un poco más pero seguía sin decirme más palabra: yo estaba muerta de miedo.

Volviendo a bajar la vista, se hincó y tomó el objeto entre sus dedos. Se incorporó sosteniéndolo frente a sus ojos como si lo analizara minuciosamente.

“Es demasiado grande – insistió, en tono de dictamen y meneando ligeramente la cabeza -. ¿Le va bien? Yo creo que tendría que comenzar por algo más pequeño”

Otra vez silencio. Nos quedamos mirándonos mutuamente mientras yo aplastaba cada vez más contra la pared mis espaldas y las palmas de mis manos.

“El mío es más pequeño – dijo, sonriendo y guiñando un ojo -, pero no crea que mucho eh, jajaja”

¡Dios! Quería huir de allí pero estaba paralizada. La triple combinación de sorpresa, vergüenza y terror era un cóctel que me inmovilizaba cada fibra. El comentario que el joven acababa de hacer era, por supuesto, de lo más guarro: ¿y qué podría haber esperado yo de todos modos? La primera impresión que yo le había dado era la de ser una mujer que se consolaba introduciéndose en el culo objetos en forma de falo. ¿Qué esperaba yo entonces? ¿Qué me tratara como a una dama de la corte británica? A sus ojos, estaba más que obvio que yo era una chica fácil y desesperada sexualmente: casi el sueño ideal para un tipo al que le toca permanecer horas y horas dentro de una fábrica sin más entretenimiento que su teléfono celular o, tal vez, la autosatisfacción.

Extendiéndome el consolador en mano, comenzó a avanzar hacia mí y ése fue el momento en el que mis músculos, casi por obligación, se soltaron por completo. No sé de dónde saqué fuerzas pero, aplastándome aún más contra la pared, tomé impulso para prácticamente salir disparada y pasar junto a él tratando de evitar que me capturase, lo cual, para esa altura, consideraba ya como una más que inminente obviedad. La realidad, sin embargo, fue que logré pasar a su lado sin mayor problema, salvo por el hecho de llevarme puestos un par de moretones al chocar contra alguno de los escritorios, pero no detecté que él hiciera el mínimo ademán para detenerme a la pasada.

Corrí hasta la puerta y salí a la acera, presa de la angustia y la desesperación; en ese momento, yo sólo imaginaba al sereno corriendo detrás de mí, lo cual, viéndolo hoy, era posiblemente más fantasía que realidad pero, claro, estaba paranoica a partir de episodios similares ya vividos dentro de esa fábrica. Una vez fuera, miré nerviosamente en todas direcciones, mientras mi pecho seguía en su frenético movimiento ascendente y descendente en la medida en que no lograba recuperarme del momento vivido: se me dio por pensar que el sereno bien podría salir en mi persecución e interpreté, por lo tanto, que tenía que desaparecer de allí lo antes posible, aun ataviada como estaba y con parte de mi trasero a la vista. Pero, al salir afuera, me encontré con dos sorpresas: una fue que Daniel estaba allí… Luego de varios días y de haber pensado yo que ya se habría resignado o se habría olvidado de mí, allí estaba una vez más, sin que supiera yo qué le había dado por aparecerse en la puerta de la fábrica así como así. Ni siquiera había recibido mensajes suyos en mi celular luego del episodio en la parada del colectivo. Seguramente habría pensado, en su ingenuidad, que lograría impresionarme gratamente al caer allí de sorpresa y sin previo aviso. Lucía en su rostro una amplia sonrisa que se estiró aun más al verme pero que rápidamente se borró y trocó en gesto de preocupación al notar mi evidente estado de conmoción y, por supuesto, el largo de mi falda.

Rápidamente, bajó del auto y vino presurosamente hacia mí. Huir de allí para caer en manos de Daniel no era seguramente la mejor opción, así que, llena de nervios, busqué con la vista tratando de descubrir algún otro modo de largarme de allí y fue entonces cuando me topé con la segunda sorpresa. Sobre la mano de enfrente y saliendo del estacionamiento, divisé el auto de Evelyn, quien, desde luego, estaba al volante con su amiga como copiloto. No sabía yo por qué cuernos no se habían marchado antes pero no era ése el momento de averiguarlo y tampoco me interesaba. Le hice señas desesperadamente pero no me vio: tanto ella como su amiga miraban hacia la calle, atentas al momento en que dejaran de circular autos para, entonces sí, hacerse a la misma

“Sole – me dijo Daniel, que ya para ese entonces estaba frente a mí y me miraba con ojos desencajados -. ¿Qué… te pasó? ¿Por qué… estás así?”

No le contesté. Volví a mirar hacia el auto de Evelyn y decidí que debía correr a toda prisa hacia el mismo, pero apenas amagué dar el primer paso, Daniel me tomó con fuerza por la muñeca.

“¡Sole! – exclamaba desesperadamente, a la vez que me zamarreaba -. ¿Qué pasa? ¡Decime! ¿Adónde vas?”

Yo seguía forcejeando pero era inútil; mis tacos rechinaban contra las baldosas de la acera e, inclusive, perdí un zapato en el intento por liberarme. Pero, por alguna razón, parecía en los últimos tiempos que había un salvador en los momentos críticos y esa vez no fue la excepción. De pronto noté que alguien tomaba a Daniel como si fuera prácticamente una bolsa y me lo sacaba de encima arrojándolo contra la pared de la fábrica. Inesperadamente libre, eché a correr como no podía ser de otra manera, pero ni siquiera la urgencia por alejarme cuanto antes logró vencer la tentación por girar la cabeza y echar una fugaz mirada hacia atrás por encima de mi hombro. Con sorpresa, descubrí que quien me había quitado de encima a Daniel no era otro que el sereno, no Milo esta vez sino el nuevo, para quien la escena presenciada no podía ser otra cosa más que una tentativa de abuso o violación, ante lo cual acudió en mi auxilio: no dejaba de ser paradójico si se consideraba que apenas minutos antes yo había huido de él con ese mismo temor. Como fuese, por alguna razón parecía que los serenos de aquel establecimiento, aun cuando fueran muy distintos entre sí en aspecto y comportamiento, siempre terminaban por ser mis salvadores y, de todos modos, lo cierto era que el sereno no había intentado violarme ni nada por el estilo sino que todo había estado en mi imaginación: él tan sólo se había limitado a hacer algún comentario guarro y a levantarme el objeto que se me había perdido. Viéndolo forcejar con Daniel, me dije que la escena no podía ser más bizarra: el sereno mantenía a mi esposo contra la pared valiéndose de una sola mano mientras en la otra sostenía todavía el objeto en forma de falo: de haberse tratado de una película, sólo podría haber sido una parodia…

Volví a concentrarme en lo mío: escapar… y alcanzar el auto de Evelyn. No estaba claro si yo estaba más segura en manos de ella, de Daniel o del sereno, pero en ese momento y en mi desesperación, vi que la odiosa colorada era mi más rápida escapatoria. ¿Por qué diablos tenía que haber tanto tránsito ese día? Esa calle era, por lo general, de lo más tranquila y, sin embargo en ese momento no dejaba de pasar un auto tras otro; corrí por entre ellos: no me quedaba otra opción. Un vehículo estuvo a punto de embestirme y si no lo hizo fue porque el conductor estuvo presto en frenar a tiempo aunque, por supuesto, no se privó de insultarme, tanto él como la mujer que iba como acompañante. Desde algún otro auto también me gritaron cosas procaces y no era para menos considerando cómo iba yo vestida. Alcancé el auto de Evelyn en el exacto momento en que comenzaba a bajar hacia la calle. Desesperada, le golpeé la ventanilla y fue recién entonces cuando advirtió mi presencia: me miró con ojos inmensos ganados por la súbita sorpresa y Rocío hizo lo mismo; de pronto no se las veía sonrientes ni autosuficientes sino preocupadas y, hasta se diría, atemorizadas al no entender la situación. Con todo, Evelyn captó mi gesto de que liberara el seguro de la puerta trasera y así lo hizo, tras lo cual me zambullí de cabeza dentro del auto.

“¿Q… qué mierda…?” – comenzó a decir la colorada pero no la dejé terminar e incluso olvidé todo tratamiento jerárquico al dirigirme a ella.

“¡No importa! ¡Vámonos de aquí! – aullé -. ¡Vámonos!”

Mi nerviosismo y mi premura fueron suficientes, por supuesto, para convencer a Evelyn de pisar el acelerador y desaparecer rápidamente de allí. Ya habría tiempo para explicar. Recién cuando pusimos un par de cuadras de distancia con la fábrica mi respiración fue recuperando, poco a poco, su ritmo normal. Rocío, girada la cabeza, no hacía más que mirarme con ojos que eran un interrogante en sí mismos en tanto que Evelyn hacía lo mismo desde el espejo retrovisor. Supongo que aguardaban alguna explicación de mi parte; ya llegaría el momento de darla. Me acomodé en el asiento trasero: me sentía como si hubiera zafado de un gran peligro aunque, claro, se trataba de una sensación exagerada y alimentada por mi paranoia: probablemente ni Daniel ni el sereno habían constituido en momento alguno un peligro real y tangible pero, en ese momento, yo lo veía como que sí.

Al acomodarme en el asiento trasero, me di cuenta de que me sentía cómoda, demasiado cómoda… De pronto los ojos se me abrieron a más no poder, llenos de estupor. ¡El consolador! ¡No tenía en mi cola el consolador que tanto Evelyn como Rocío me habían ordenado mantener allí! Ellas, al parecer y con la repentina conmoción, no daban visos de haberse percatado, pero, ¿cuánto más tardarían en hacerlo? ¿Cómo iba yo a lograr que no lo hicieran? Me hundí en el asiento, desconsolada (en cualquier sentido que se quiera interpretar esa palabra), y me sentí morir. Tuve la sensación de que el asiento me tragaba, me engullía… o que yo me hundía…

Es extraña, de todos modos, la mente de las personas. A mi cabeza acudía una y otra vez la imagen del sereno extendiéndome el consolador para devolvérmelo y, mientras me devanaba los sesos pensando en cómo mierda lo recuperaría, no pude evitar hacer una analogía con el cuento de la cenicienta y el príncipe que se quedaba solo en la escalinata con el zapatito de cristal en la mano. Insólitamente para la situación en que me hallaba, se me escapó una risita ante la imagen. Y, de hecho, también a mí me faltaba un zapato…

CONTINUARÁ
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