La sustituta llega a casa

Sobre las ocho de la tarde escuché que tocaban a la puerta del chalé. Por la hora supe que era la mujer que había contratado para sustituir esa noche a Irene para así poder salir con ella y con su hermana dejando a mi madre en buenas manos. Como las dos gemelas se estaban cambiando, me levanté a abrir.

―Soy Estrella, me envían para cuidar a un enfermo― dijo la enfermera al abrirla.

Reconozco que tardé en contestar porque esperaba que su sustituta fuera una mujer entrada en años y no la diosa de ébano que tenía enfrente.

―Pase por favor― contesté al darme cuenta.

Esa belleza debía de estar mas que acostumbrada a producir esa reacción en los hombres porque de inmediato extendió hacia mí un papel diciendo:

―Aquí tiene mis referencias. Además de estar titulada por la Universidad de Comillas, tengo amplia experiencia con ancianos.

Haciendo que los leía, le di un buen repaso mientras pensaba:

«¡Menudo pedazo de mujer! ¡Está para comérsela!». Y no era para menos porque a una cara angelical se le unía un metro ochenta espléndidos con dos pitones que bien desearían para él cualquier toro de lidia.

Estaba a punto de explicarle sus funciones cuando corriendo y con una toalla anudada a su cabeza, apareció Irene en la habitación. Por un momento, se quedó cortada al ver a la recién llegada, confirmando de esa forma que yo no era el único que se esperaba otra cosa. Viendo su desconcierto, comenté:

―Te presento a Estrella. Se va a quedar con mi madre esta noche.

Mi amante respiró al comprender quién era y recuperando la compostura, la saludó y le pidió que la siguiera a ver a la enferma. Si esa mujer era dueña de un frontal de lujo, al verla con Irene por el pasillo, pude comprobar que su retaguardia era exquisita.

«Tiene un culo de campeonato», murmuré para mí al observar el modo en que movía las exuberantes nalgas que daban forma a su trasero.

Con un calentón de los que hace época, decidí servirme una copa que ayudara a contener la agitación de mis neuronas.

«¡Tiene narices! Cuando necesitaba una enfermera, solo venían feas o amargadas y ahora que tengo a Irene, aparece este monumento», recalqué mientras vaciaba mi copa de un trago.

― ¿Qué te pasa? ― extrañada por mi forma de beber preguntó desde la puerta Ana, su gemela.

Al girar a mirarla, me quedé con la boca abierta al ver el modelito que lucía la muchacha porque no es que estuviera guapa sino lo siguiente. Completamente embutida en una segunda piel de seda roja, la sensualidad que desprendía era brutal y por ello no pude más que alabar el vestido.

― ¿Realmente te gusta? Pues espera a ver el de mi hermana― respondió con una sonrisa.

Supe, por ese comentario, que se habían propuesto sorprenderme. Tratando de sonsacarla algo, me acerqué a ella y la abracé. Como era habitual en ella, al sentir mis caricias, se derritió y restregando su sexo contra mi entrepierna buscó mis besos.

Estaba a punto de interrogarla cuando vi entrar a Estrella y un tanto azorado porque nos hubiese descubierto en plena faena, quise presentársela.

―Ya conozco a su mujer― contestó.

No tuve que ser un premio nobel para saber que la había confundido con su gemela y aunque hubiese podido salir del paso de otra forma, contesté:

―Te equivocas. Tengo dos y a quién conoces es a Irene. Esta es Ana.

Por su cara, comprendí que no me creía. Pero entonces por la puerta entró la que faltaba y para colmo venía vestida con un traje que solo se diferenciaba del de su hermana porque mientras el de Ana llevaba la espalda al aire, el suyo lucía un escote de vértigo.

― ¿Nos vamos? ― preguntó la recién llegada.

―Son iguales― impresionada Estrella musitó entre dientes

Deseando incrementar el embarazo de esa morena, la besé en los labios, demostrando de esa forma mis palabras. Como no podía ser de otra forma, la enfermera nos miró alucinada y mas cuando Ana le dejó caer que si por la noche escuchaba gritos, no se preocupase porque al señor le encantaba que sus “esposas” fueran muy ardientes.

Ni que decir tiene que su hermana la fulminó con la mirada, pero tengo que confesar que a mí me hizo gracia y por eso antes de salir rumbo al coche, comenté en voz alta para que la impresionante negraza me oyera:

― ¿Dónde os apetece que os lleve vuestro dueño? ¿A cenar o directamente de copas?

―Mejor a un sitio tranquilo― respondieron al unísono las gemelas.

Debí de haberme percatado que esas dos me estaban preparando una encerrona, pero la verdad es que mi mente estaba tan centrada en la expresión de incredulidad que lucía Estrella que no me di cuenta de nada. Por eso las hice caso y directamente las pregunté si les apetecía ir al restaurante del hotel Principal.

―Me parece bien, no lo conozco― respondió Irene con un brillo extraño en su mirada.

―Pues entonces, vamos. Os va a encantar desde su terraza se puede admirar gran parte de la Gran Vía.

Durante el trayecto ambas hermanas se comportaron raro. Tan pronto se reían a carcajadas como se quedaban calladas sin motivo aparente y tontamente lo achaqué al hecho de ser nuestra primera salida juntos.

Ya en el restaurante, todos los presentes se quedaron callados al vernos entrar abrazados. Interpreté ese silencio como una muestra clara de la belleza de mis acompañantes y por ello, henchido de orgullo, pedí al maître una mesa.

El encargado tardó en responder al ver que llevaba una preciosidad a mi derecha y a su copia exacta a mi izquierda. Al reaccionar, nos quiso llevar a una situada en el centro de la sala, pero deseando que pudieran disfrutar de Madrid, pregunté por una en la terraza. El tipo esa vez acertó y nos en una que tenía unas vistas privilegiadas.

― ¡Qué maravilla! ― exclamó Ana al contemplar desde lo alto el Banco de España y la Cibeles.

En cambio, Irene apenas prestó atención al entorno y sentándose en su silla, me miró:

―Tenemos algo que contarte.

Su tono serio me anticipó que lo que quería decirme era importante. Que fuera incapaz de aguantar mi mirada, despertó mis temores y por ello la presté atención.

«¿Qué querrán?», me pregunté mientras por mi mente pasaban todo tipo de ideas, desde que se iba, a que estaba embarazada. Esta última me apetecía, pero la primera era algo que no estaba preparado a aceptar.

Irene tardó unos segundos en empezar y cuando lo hizo, sus primeras palabras me hicieron temer lo peor.

―Recuerdas que cuando llegué a tu casa, te dije que necesitaba el trabajo…

―Por supuesto― la interrumpí: ― no querías quedarte en el pueblo y por eso casi me imploraste que te contratara.

―Eso era verdad, no aguantaba la idea de pasar ni un minuto más ahí, lo que no era cierto es que necesitara el dinero.

―No entiendo― reconocí.

―Mi padre no es el pequeño agricultor que te contamos, sino uno de los industriales más fuertes de Zamora.

Sin entender por qué lo habían ocultado, pero menos la razón por la que ahora me lo contaban, directamente se lo pregunté:

―Sabes perfectamente que, junto a ti, mi hermana y yo hemos descubierto lo que es la felicidad y no queremos perderlo.

―Yo tampoco y que vuestro padre sea rico, no cambia nada.

Interviniendo, Ana respaldó a su gemela diciendo:

―El problema es que Papá quiere conocerte porque no entiende que sus dos hijas hayan querido entregarse al mismo hombre.

Habiendo soltado ese bombazo y antes de preguntarme si estaba dispuesto a reunirme con él, me dieron tiempo para digerir que su padre sabía el tipo de relación que me unía con ellas.

Me pareció una idea estúpida el colocarme voluntariamente en esa tesitura, no me cabía ninguna duda que la actitud de su viejo sería la de alguien ofendido y que nada bueno podía salir de ella.

«Cómo le digo a un tipo que me acuesto a la vez con sus dos niñas», pensé obviando que eran mis sumisas.

Aun así, les hice saber que iría si eso era lo que ellas deseaban.

La primera en reaccionar fue Irene, la cual lanzándose a mis brazos me empezó a besar mientras me decía:

―Para nosotras es importante que Papá te conozca y que comprenda que a tu lado somos felices.

Ana no se quiso quedar atrás e imitando a su hermana, buscó mi boca diciendo:

―Nada ni nadie podrá hacernos renunciar a ser tuyas.

El entusiasmo de las gemelas no menguó ni siquiera cuando a nuestro alrededor comenzó a surgir un rumor cada vez mas patente y es que la gente no pudo dejar de comentar escandalizada la forma en que me estaban comiendo a besos. Tuve que poner algo de cordura advirtiéndolas del espectáculo que estaban dando, pero eso en vez de tranquilizarlas las azuzó y siguieron en las mismas, llegando incluso Irene a decirle al público levantando sus dedos en señal de victoria:

―Amor y paz.

La gran mayoría de los cotillas, al verse señalados, dejaron de mirarnos. Aunque hubo algunos especialmente recalcitrantes, la verdad es que no les hicimos caso y comenzamos a cenar.

Las gemelas estaban especialmente contentas pero su entusiasmo no se me contagió al no poder dejar de pensar en lo que me diría su padre cuando lo tuviese enfrente y por ello cuando ya estábamos en el postre, les pregunté que era lo que le habían contado de nuestra relación.

―Cuando me entregué a ti, se lo conté― contestó Irene― y lo único que me respondió fue que se lo esperaba porque desde que era una niña había sospechado cual era mi verdadera naturaleza.

― ¿Lo aceptó? ― extrañado pregunté.

―En cierta manera… se alegró de que por lo menos no siguiera dando tumbos por ahí.

―Conmigo no fue tan fácil― interrumpió su gemela: ― Cuando se lo dije, se indignó. No le cabía en la cabeza que yo también fuera sumisa y menos que eligiera dueño al mismo.

―No me extraña― murmuré: ―ponte en su lugar.

―Lo malo― continuó: ―es que quiere conocerte porque se teme que nos hayas engañado o lo que es peor que nos haya obligado a aceptarte.

Me podría haber negado, pero comprendí que si quería que nuestra relación tuviese un futuro debía aceptar y más cuando lo único que habían hecho era anticipar lo inevitable. Por ello llamando al camarero, pedí una botella de cava y ya con nuestras copas llenas, brindé:

―Por una vida feliz a vuestro lado.

La bruta de Ana contestó a grito pelado:

―Junto a ti tendremos además mucho sexo.

Las caras de escándalo de los presentes no fueron obstáculo para que su gemela siguiéndole el juego confirmara sus palabras diciendo:

―Por una vida feliz llena de sexo.

Unos muchachos, rompiendo el silencio que se había instalado en el restaurante, se pusieron a jalearnos. Haciendo caso a su petición de que las besara, me puse en pie y atrayendo a las dos hacía mí, las besé mientras la mesa de los chavales aplaudía sin parar, incrementando el cabreo del resto de la concurrencia.

Al percatarme que el maître se acercaba enfadado a nuestra mesa, no le di tiempo a protestar porque en cuanto estuvo a nuestro lado pedí la cuenta. El tipo agradeció no tener que reprender nuestra actitud y por ello se dio prisa en traerla, esperando que al irnos se acabara el problema.

Lo que nunca se esperó fue que, al levantarnos, Ana se despidiera diciendo:

―Siento si os hemos molestado. Nos vamos a casa… a follar como locos― tras lo cual, les dio la espalda y abrazando a su hermana y a mí, salimos por la puerta del local.

Ya en el coche, les pregunté que querían hacer.

―Sentirnos tuyas― respondió Irene mientras posaba su mano en mi entrepierna.

Comprendí que lo mejor era volver al chalé y por eso me dirigí hacia allí, intentando a la vez que se calmaran porque si las dejaba continuar, terminaríamos haciéndolo en mitad de la Castellana.

Curiosamente, me hicieron caso y esperaron a llegar a casa. Una vez allí, me llevaron al salón y me obligaron a sentar mientras me servían una copa.

― ¿Qué me tenéis preparado? ― comenté al escuchar sus risas.

Mientras ponía música y con una mirada pícara, Ana me preguntó:

― ¿Quieres vernos bailar?

No dejó que la contestara y tomando a su hermana de la la mano, la sacó a la mitad del salón, el cual se convirtió en improvisada pista de baile. Desde el sofá, observé que pegando su cuerpo al de Irene, daban inicio a una sensual danza donde sin pudor comenzaban a frotar sus pechos una a la otra.

La belleza de ellas dos y el morbo de verlas rozando sus pezones mientras los dedos de ambas recorrían sus traseros, me hicieron sudar y más cuando vi a Ana besar a su hermana en los labios, al tiempo que dejaba caer los tirantes de su vestido.

―Tienes un pecho precioso― coquetamente declaró mientras desprendía los corchetes del suyo.

La visión de sus dorsos desnudos y el modo en que entrelazaban sus piernas bailando me provocaron una franca excitación. Sabiéndome convidado de piedra no intervine cuando bajando por el cuello de su gemela, la lengua de Ana fue acercándose a la rosada areola de Irene. Esta no pudo reprimir un gemido cuando sintió que su hermana le pellizcaba un pezón.

Siguiendo el plan preconcebido, impertérritó observé como Ana seguía bajando por el cuerpo de mi enfermera, dejando un húmedo rastro sobre su piel al irse acercando a su tanga.

―Tu putita está bruta― comentó mirándome a los ojos y queriendo confirmar sus palabras, se arrodilló a sus pies y tras quitarle esa prenda, me la lanzó para que pudiera sentir que la humedad había hecho mella en esa tela.

―Tienes razón― repliqué con una sonrisa.

Mi voz le sirvió de banderazo de salida y obligando a Irene a separar sus piernas, se apoderó de su sexo con ternura, lo cual incrementó mas si cabe el erotismo de esa escena filial. La ausencia de reacción de su víctima exacerbó la calentura que ya sentía y retirando con suavidad sus hinchados labios para concentrarse en su botón.

― ¡Dios! ― sollozó Irene al sentir que Ana le dedicaba una serie de pequeños mordiscos en su clítoris y que ello la iba llevando en volandas al placer.

«No tardará en correrse», comprendí al ver que con las manos obligaba a su gemela a profundizar sus caricias.

Tal y como preví, su orgasmo fue casi inmediato y Ana al notar el rio que comenzaba a manar del sexo de su amada hermana, se lanzó a recolectar ese dulce néctar con una voracidad que me dejó impresionado.

La sensualidad de sus cuerpos desnudos se incrementó a niveles imposibles cuando cayendo al suelo, Irene buscó agradecer con besos el placer recibido. Durante un par de interminables minutos, admiré la singular pelea que entablaron buscando que la otra sucumbiera a base de caricias y por ello no me extrañó ver que, cambiando de posición, cada gemela hundiera su cara entre las piernas de su oponente.

Ese sesenta y nueve lésbico y fraternal azuzó sus lujurias, pero sobre todo la de Irene, la cual, girándose hacia mí, me rogó que la ayudara a someter a su hermana, diciendo:

―Amo, fóllatela.

No hizo falta que lo repitiera y levantándome del asiento, me empecé a desnudar con la clara intención de intervenir en ese combate. Al llegar a donde estaban enzarzadas en esa dulce lid, pasé mis manos por el trasero de Ana antes de soltarle un mandoble.

Ella al sentir mi ruda caricia, se giró y con sus ojos teñidos de pasión, me gritó:

― ¿Qué espera mi dueño para hundir su verga en el coño de su puta?

Su soez lenguaje espoleó su lujuria y colocando la punta de mi glande en la entrada de su húmeda cueva, comencé a hundir mi tranca en su interior mientras con renovados azotes, la forzaba que se moviera.

Irene que agradeció mi ayuda también exigió su parte y tirando del pelo de su gemela, les puso el pubis a escasos centímetros de su cara. Ana no le hizo ascos y sacando su lengua se puso a recorrer los pliegues de su gemela antes de introducirla en el interior de su vagina mientras mi pene se recreaba en su interior.

―Dale duro― chilló Irene a ver como la tomaba.

Azuzado por ella, incrementé el ritmo de mis embestidas. Al sentir mis huevos rebotando contra su culo, al tiempo en que su boca recibía un caudal de flujo que emergía sin control de la cueva de su hermana, no pudo mas y bramando desbocada me rogó que no parara.

Por supuesto, ¡No lo hice! Éramos un engranaje perfecto, mis embestidas obligaban a Ana a beber de Irene y los gritos de esta al sentirse devorada, me forzaban a un nuevo ataque sobre mi amante. Irene fue la primera en correrse, retorciéndose sobre la alfombra y mientras se pellizcaba sus pezones, nos pidió que la acompañáramos. Aceleré el ritmo de mis caderas al escucharla y dejándome llevar regué el interior de su gemela con mi semilla.

Lo de Ana fue algo brutal…

Al notar mi semen, se puso a gritar como si le quemara y por ello, con cada cuchillada de mi pene, chilló y lloró a los cuatro vientos su placer. Estaba todavía cabalgando sobre ella cuando un ruido, me hizo levantar la vista para descubrir que Estrella, la impresionante mulata, nos estaba observando desde la puerta mientras se masturbaba frenéticamente.

Juro que me sorprendió el modo con el que hurgaba por debajo de su falda mientras, con la otra mano, se pellizcaba los pezones totalmente fuera de control. Quizás por eso al comprobar que la había descubierto, tardó en reaccionar.

― ¿Te gustaría intervenir? ― pregunté muerto de risa.

Avergonzada por su conducta, salió huyendo como alma en pena rumbo al cuarto de mi madre mientras llegaban a sus oídos nuestras carcajadas…

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