Las hermanitas no dejan de sorprenderme.
Apenas me dejaron dormir esa noche, cuando no era Irene la que pedía mis caricias, era Ana la que se lanzaba sobre mí buscando que la tomara, de forma que el reloj ya había marcado mas de las tres cuando por fin pude descansar. Aunque agotado, antes de conciliar el sueño, me quedé pensando que, ya que la suerte había llamado a mi puerta, no la iba a dejar pasar de largo y que, a partir de ese día, me debería concentrar en hacer gozar a esas hermanas para que nunca tuvieran la tentación de cambiar de dueño.

Apenas había amanecido cuando comprendí que esa tarea no me iba a resultar fácil al sentir que nada mas despertar mi nueva adquisición seguía sedienta de caricias. Todavía con los ojos cerrados, noté que Ana se deslizaba por las sábanas y que, sin pedir mi opinión, intentaba resucitar mi alicaído miembro con sus manos.

― ¿Te has lavado antes de tocar con tus sucios dedos a tu amo? – pregunté con tono autoritario. Al no contestar, aproveché su turbación para decirle que me fuera a preparar el baño.

Queriendo quizás disfrutar en soledad de mi atención, la muchacha se levantó de la cama y sin hacer apenas ruido fue a cumplir mi orden mientras Irene permanecía dormida. Al escuchar el jacuzzi, tuve la tentación de despertarla, pero pensándolo mejor, decidí no hacerlo para así tener la oportunidad de disfrutar de su gemela sin ella.

Por ello, en silencio, fui a encontrarme con Ana. Tal y como había previsto, mi nueva amante me esperaba arrodillada en el baño. En su cara reconocí tanto la satisfacción de saber que me tendría para ella sola como su inseguridad por no contar con la inestimable ayuda de su hermana a la hora de conocer mis gustos.

― ¿Qué desea usted de mí? ― preguntó al ver que no le hacía caso y que directamente me sumergía en la bañera.

Me abstuve de contestar y posando mi cabeza, me la quedé mirando sin decir nada. Mi silencio la empezó a poner nerviosa y sin saber como actuar, se quedó quieta sintiendo la dureza de mi mirada.

Durante cerca de dos minutos, permaneció inmóvil hasta que ya francamente preocupada se acercó y cogiendo una esponja, se puso a enjabonarme desconociendo si eso era lo que yo esperaba de ella. Supo que había acertado al verme sonreír y ya con algo mas de seguridad comenzó a recorrer mi pecho con sus manos.

―Usa tu cuerpo― murmuré desde el jacuzzi.

Mis palabras alegraron a la cría, la cual demostró las ganas que sentía por cumplir mi deseo dando un pequeño gemido antes de meterse junto a mí dentro del agua. No tardé en sentir que empezaba a frotar sus pezones contra mi piel y satisfecho por la entrega que estaba demostrando, la premié con una caricia en el trasero.

Ana malinterpretó esa recompensa y creyó que le estaba exigiendo que me entregara su todavía virginal pandero. Sin querer descubrí que para esa rubia el sexo anal era una de sus mayores fantasías al escuchar que me decía con su voz cargada de deseo:

― Siempre supe que debía reservar mi culito para mi dueño.

Y antes que pudiese dar mi opinión, Ana empezó a restregar sus nalgas contra mi miembro. Como no podía ser de otra forma, mi pene se alzó al sentir que era capturado entre esas dos bellezas y viendo que, de no mediar, esa loca se iba a empalar sin ningún tratamiento previo, le pedí que se pusiera a cuatro patas.

―Tienes un ojete precioso― comenté al ver que usaba sus manos para separarse los cachetes dejando a la vista su entrada trasera.

―Es suyo― respondió encantada por el piropo.

Tomándomelo con tranquilidad, cogí de la repisa un bote de aceite Johnson y echando un buen chorro sobre ella, empecé a juguetear con mis dedos impregnados en su esfínter. Ana al sentir mis yemas impregnadas recorriendo los bordes de su hoyuelo, no pudo reprimir su satisfacción y casi gritando, me informó que llevaba desde bien niña soñando con que su macho tomara posesión de él.

― ¿Me consideras tu macho? ― pregunté muerto de risa mientras forzaba con una de mis falanges su trasero.

―Así es. A pesar de haber tenido novio, jamás lo vi digno de estrenarlo. Pero desde que el mismo instante en que lo conocí a usted, supe por fin había encontrado al que me iba a hacer su hembra.

La respuesta de esa cría me intrigó y sumando otro dedo al primero, seguí dilatando su cerrado ojete mientras insistía pidiendo que me dijera en que consistía para ella el sentirse hembra.

―Una hembra se entrega sin límite a su macho para ser su mujer en cuerpo y alma porque sabe que él la protegerá siempre y por ello debe estar dispuesta a sacrificar su vida, sabiendo que, al hacerle feliz, ella también lo será― contestó con la respiración entrecortada.

La evidencia de que se estaba calentando al ver su ojuelo forzado por mí incrementó mi necesidad de seguir preguntando y mientras metía y sacaba mis yemas del interior de su culito, quise saber hasta dónde llegaría para satisfacerme y cuál sería su mayor deseo.

Colorada hasta decir basta, contestó:

―Que mi amo me preñara.

Nunca me hubiese esperado esa respuesta y por ello no tardé en reaccionar diciendo:

― ¿Y qué pasa con tu hermana? ¿Cómo crees que Irene se tomaría eso?

Sorprendiéndome nuevamente, la muchacha respondió:

―Ya lo he hablado con ella y le encantaría también quedarse embarazada de usted y que nuestros hijos sean hermanos.

El morbo de pensar en disfrutar de esas dos con panza me excitó de sobremanera y mientras mis yemas penetraban ya fácilmente en su interior, me puse a imaginar la cara de sus padres al enterarse.

― ¿Qué dirían tus viejos?

―Supongo que se enfadarían al principio, pero estoy segura de que, al ver nuestra felicidad, terminarían aceptándolo.

Aceptando su opinión sin compartirla, aceleré mis maniobras y tras comprobar que lo tenía suficientemente relajado, embadurné mi pene de aceite y comencé a juguetear con él en su ojete. Ana al notar mi glande en su entrada, me imploró que la tomara.

― ¿Estás segura?

―Sí― contestó― su furcia está deseando saber que se siente cuando su amo toma posesión de su trasero.

―No tardarás en saberlo― respondí mientras con un movimiento de caderas introducía unos centímetros mi verga en su intestino.

― ¡Dios! ― chilló adolorida al experimentar por primera vez la presión de un pene en su interior, pero lejos de rehuir el contacto, echándose para atrás se fue empalando sin apenas poder respirar.

Su lentitud me permitió disfrutar del modo en que mi miembro iba ensanchando la entrada, sintiendo los bordes de su esfínter recorriendo mi piel mientras tomaba posesión de ella. Sin gritar, pero con un rictus de dolor en su cara, siguió metiéndoselo hasta que sintió mi cuerpo chocando con su culo. Entonces y solo entonces, se permitió quejarse del sufrimiento que había experimentado.

― ¡Cómo duele! ― exclamó apoyando su cuerpo contra los azulejos del baño.

Venciendo las ganas que tenía de empezar a disfrutar de su culo, esperé que fuera ella quien decidiera el momento. Tratando que no se enfriase, aceleré mis caricias sobre su clítoris, de manera que, en medio minuto, la muchacha se había relajado y girándose hacia mí, me rogó que comenzara a cabalgarla.

Su expresión de deseo me terminó de convencer y con ritmo pausado, fui extrayendo mi sexo de su interior. Casi había terminado de sacarlo cuando Ana con un movimiento de sus caderas se lo volvió a introducir, dando inicio a un juego por el cual yo intentaba recuperarlo y ella lo impedía al volvérselo a embutir. Poco a poco, el compás con el que nos meneábamos se fue acelerando, convirtiendo nuestro tranquilo trotar en un desbocado galope, donde ella no dejaba de gritar y yo tuve que afianzarme cogiéndome de sus pechos para no descabalgar.

― ¡Sigue! ― me ordenó cuando, para tomar aire, disminuí el ritmo de mis acometidas.

― ¡Serás puta! ― le contesté molesto por su tono le di un fuerte azote.

― ¡Que gusto! ― gritó al sentir mi mano y comportándose como una puta, me imploró que quería más.

No tuvo que volver a decírmelo, alternando de una nalga a otra, le fui propinando sonoras cachetadas cada vez que sacaba mi pene de su interior de forma que dimos inicio a un extraño concierto de gemidos, azotes y suspiros. Ana ya tenía el culo completamente rojo cuando empezó a estremecerse al sentir los síntomas de un orgasmo brutal. Fue impresionante ver a esa monada temblando de dicha mientras de su garganta no dejaban de salir improperios y demás lindezas.

― ¡No dejes de follarme! ― aulló al sentir que el placer desgarraba su interior.

Su actitud dominante fue el acicate que me faltaba y cogiendo sus pezones entre mis dedos, los pellizqué con dureza mientras usaba su enorme culo como frontón. Al gritar de dolor, perdió el control y agitando sus caderas se corrió. De su sexo brotó un enorme caudal de flujo que empapó mis piernas.

Fue entonces cuando ya dándome igual ella, me concentré en mí y forzando su esfínter al máximo, empecé a usar mi miembro como si de un cuchillo de se tratara y cuchillada tras cuchillada, fui violando su intestino mientras Ana no dejaba de aullar desesperada.

Mi orgasmo fue total, todas las células de mi cuerpo compartieron mi gozo mientras me vertía en el interior de sus intestinos. Agotado y exhausto, me dejé caer en la bañera. Mi nueva amante buscó mis besos y mientras me abrazaba, se puso a llorar diciendo:

―Siempre supe que me iba a gustar, pero no me imaginaba que tanto― y tomando aliento, comentó: ―Me has hecho la mujer mas feliz del mundo. Siempre seré tuya.

En ese momento, desde la puerta, su hermana resopló:

―Eres una perra envidiosa. No me has despertado para disfrutar tú sola de nuestro amo.

Al girarme hacia Irene, observé en su rostro que no estaba enfadada sino muerta de risa y llamándola a mi lado, comenté:

―Te equivocas, tu hermana pensó que debías descansar porque ayer terminaste agotada y eso no es conveniente en alguien de tu edad.

Por mi tono entendió que la estaba tomando el pelo, pero haciéndose la ofendida contestó:

―Amo, soy solo siete minutos mayor que ella.

―Suficiente, mi querida anciana.

Al escuchar mi respuesta, sonrió y metiéndose junto a mí en el jacuzzi, susurró en mi oído mientras intentaba resucitar mi pene entre sus manos:

― ¿Cómo podría demostrar al perverso de mi dueño que su putita no es ninguna vieja?

Ni siquiera le contesté, ¡no hacía falta!…

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