La vejez es una mierda. Si ya de por sí cuando llegas a una determinada edad es angustioso sentir que vas perdiendo facultades, más aún lo es cuando la persona que se va viendo disminuida es alguien al que quieres. Eso es lo que le ocurrió a mi madre siendo todavía muy joven.
Habiendo sido toda su vida una persona activa e inteligente, de improviso cuando tenía solamente cincuenta y tantos años se vio afectada por el alzhéimer. Al principio, eran pequeños despistes sin importancia que ella misma achacaba al estrés. Esa explicación se la creyó incluso ella durante unos meses ya que como estaba en la fase inicial, siguió con su vida y su trabajo sin disminuir el ritmo.
Desgraciadamente, la enfermedad poco a poco fue deteriorando sus facultades hasta un punto que se fue recluyendo paulatinamente en su interior. Por mi parte, con treinta años, soltero y con un trabajo que me absorbía mi tiempo, no quise o no pude verlo. Sé que no es excusa pero entre mis ligues, mis viajes y mis amigos no fui consciente hasta que una madrugada mientras estaba de cachondeo recibí la llamada de un extraño, el cual, tras identificarse como policía,  me explicó que la habían hallado totalmente desorientada en mitad de la gran vía. Por lo visto su estado era tal que no tuvieron más remedio que llevarla a un hospital y revisar  su móvil para localizar el teléfono de un familiar. Como comprenderéis, me quedé acojonado y dándole las gracias, acudí en su ayuda.
Al llegar a la clínica, directamente pedí verla. El médico de guardia tras comprobar que era su hijo, me preguntó cuánto tiempo llevaba con alzhéimer.  
-Mi madre no tiene esa enfermedad- respondí irritado.
El facultativo comprendió que vivía en la inopia y sin entrar en discusión, me dejó entrar a su habitación. Si la expresión de locura de mi progenitora ya era bastante para asustarme, lo que realmente me aterró fue que al verme me confundiera con mi padre.
-Mamá, papá lleva muerto diez años- respondí con tono suave.
Al escucharlo mi madre, soltó una carcajada y dirigiéndose a la enfermera que tenía a su lado, le soltó:
-No le dije que mi novio era muy bromista.
Su respuesta me desmoralizó y reconociendo por primera vez el problema, fui a disculparme con el médico y a pedirle consejo. Ese tipo de situación debía ser algo habitual porque sin aceptar mis disculpas, me explicó que a buen seguro en un par de días recobraría la conciencia pero que eso no era óbice para que esa enfermedad siguiera su curso.
Atentamente, escuché sus consejos durante media hora cada vez más destrozado…
El alzhéimer se desarrolla.
Tal y como me había anticipado, a la mañana siguiente al despertarse mi madre era otra vez la mujer de siempre pero no se acordaba de nada. Por eso al amanecer en la cama de un hospital conmigo dormido en el sofá de al lado, me preguntó que hacía ella allí.
-Mamá tenemos que hablar…- respondí y con el corazón encogido de dolor, le informé no solo de cómo  había perdido la cabeza la noche anterior sino también de la cruel sentencia que el destino le tenía reservado.
Fue entonces cuando demostrando una serenidad que yo no hubiera tenido me confesó que se lo temía y que si no me había dicho nada era porque antes de hacerlo quería dejar las cosas bien atadas.
-¿A qué te refieres?- pregunté.
Con la mente totalmente clara, me contó que estaba cerrando la venta de su negocio y que de ir las cosas como tenía previstas, en menos de una semana, se desharía de él. Comprendí y sobre todo aprecié el valor con el que afrontaba su futura demencia y con todo el dolor del mundo le prometí mi ayuda….
Los hechos posteriores se desarrollaron a una velocidad endiablada debido en gran parte a su juventud. Su edad lejos de ser un obstáculo para el avance de su enfermedad, lo aceleró y por eso aunque en un principio, me bastaba yo solo para cuidarla a raíz de que casi quemara la casa no me quedó más remedio que plantearme otras soluciones.
Reconozco que pensé en internarla pero el día que fui a visitar un asilo que me habían recomendado, se me cayó el alma a los suelos al ver a los residentes de ese lugar y como mi madre me había dejado una fortuna decidí que la tendría en casa todo el tiempo que pudiera.
Durante dos semanas busqué algún candidato o candidata que se quedara con ella mientras yo no estaba. Lo que en teoría debía resultar sencillo se convirtió en una odisea porque el que no era un gordo apestoso, era una geta que no me generaba ninguna confianza. El azar quiso que una mañana, un compañero del curro al oír mi problema me dijera:
-¿Por qué no entrevistas a mi prima? Es enfermera geriátrica y te saldrá barata ya que como no ha conseguido trabajo, se ha tenido que volver al pueblo.
Confieso que si bien no me hacía gracia contratar a alguien emparentado con él, la urgencia hizo que me asiera a su sugerencia como el que se agarra a un clavo hirviendo y acepté conversar con ella, sin darle mayores esperanzas.
Debido a que su pueblo estaba lejos de Madrid, quedé que a los dos días la recibiría. ¡Malditos dos días!. En esas cuarenta y ocho horas, mi madre se cayó en la ducha, se rompió la pierna y perdió la poca conexión con la realidad que le quedaba. Por eso, tuve que pedir un anticipo de mis vacaciones para estar con ella.
La mañana que conocí a Irene, estaba con los nervios a flor de piel. Todo era un mundo para mí y reconozco que estaba totalmente sobrepasado por los acontecimientos. Mientras la esperaba sentado en mi salón, no podía dejar de pensar en que quizás tendría que finalmente internar a mi pobre madre en un asilo. Para colmo cuando llegó y tocó a mi puerta, me encontré que la muchacha era una cría.
“¡No me jodas!” pensé al ver que era una rubita con cara de niña buena, “¡Si acaba de salir del colegio!”.
Afortunadamente durante la entrevista, Irene demostró ser una persona con la cabeza bien amueblada y agradable que de forma rápida consiguió cambiar mi primera impresión. Cómo además sus pretensiones económicas eran bajas y al no tener donde vivir, se quedaría  en casa, me terminó de convencer  porque así me aseguraba un servicio 24 horas. Tras una breve discusión llegamos al acuerdo que sus días libres coincidirían con los míos por lo que cerré con un apretón de manos el trato.
La alegría que demostró al ser contratada me hizo casi arrepentirme de la decisión.  Comportándose como una adolescente, empezó a pegar saltos chillando mientras me agradecía el hecho de no tener que volver al pueblo.
-¿Cuándo puedes empezar?- pregunté creyendo que me diría que en un par de días y con la idea de usar ese tiempo en buscar a otra.
-Hoy mismo, en dos horas. Solo tengo que recoger mi ropa de casa de mi primo…
Irene se traslada a mi chalet.
Desde el momento que esa rubia angelical llegó a mi casa, se hizo cargo no solo del cuidado de mi madre sino que se adueñó de ella de un modo tan total que no me no pude hacer nada por evitarlo. Demostrando un cariño y una ternura sin límites, cubrió a mi vieja de cuidados obligándola diariamente a ponerse guapa y a levantarse pero también como una mancha de aceite, su presencia se fue expandiendo asumiendo para ella funciones para las que no había sido contratada.
Un ejemplo claro de lo que hablo ocurrió a los dos días, cuando al llegar del trabajo me encontré con la sorpresa que un olor delicioso salía de la cocina. Al entrar en ella, sorprendí a Irene cocinando. 
“Si sabe cómo huele, estará estupendo”, pensé sin percatarme que la chavala no llevaba el atuendo blanco de enfermera sino un vestido acorde con su edad.
Haciéndome notar, le  señalé que esa no era su función pero que se lo agradecía. La rubia entonces sonriendo me soltó:
-Disculpe señor pero usted cocina fatal y ya que me paso todo el día en la casa, he pensado que tanto a su madre como a usted les vendría bien mejorar sus hábitos.
No pude contradecir su lógica porque en ese momento mis ojos se habían quedado prendados del par de piernas de la niñata.
“¡No me puedo creer que no haberme fijado antes!”, exclamé mentalmente al admirar la perfección de sus muslos y disfrutar de la forma redonda de su culo.
Irene, o bien no se dio cuenta de mi escrutinio, o lo que es más seguro le divirtió  descubrir que sus encantos me afectaban porque, meneando el trasero, llegó hasta mí y dándome una factura de supermercado, me dijo:
-Me debe cincuenta y ocho euros. Si le parece bien a partir de hoy, cocinaré y haré la compra para que usted pueda descansar.
Su franqueza me hizo titubear pero atontado y consciente de que bajó mi pantalón mi pene se había puesto duro, solo pude sacar la cartera y pagarle. Ya con los billetes en su mano, guiñándome un ojo, me soltó:
-Voy a ponerme el uniforme y cenamos.
Confieso que me giré a verle el culo cuando se fue y también que babeé al observar como al subir las escaleras, sus muslos eran aún más impresionantes.
“¡Qué buena está”, no pude dejar de reconocer.
La chavala volvió al cabo de cinco minutos, ya vestida de enfermera.  Al observarla comprendí el motivo por el que me había pasado desapercibido que esa cría era un portento. Su uniforme además de feo, disimulaba sus curvas y no dejaba entrever que debajo de esa tela había un pedazo de mujer. Involuntariamente puse un mohín de disgusto que cazó rápidamente al vuelo porque como si no quiere la cosa mientras cenábamos me soltó:
-Señor, necesito que me compre dos trajes más de enfermera. Solo tengo uno y además es horroroso.
Alucinado y sintiéndome descubierto, saqué nuevamente mi billetera y le di dinero para que los comprara ella. Irene cogió el dinero sin poner ninguna objeción y habiendo conseguido su objetivo, me preguntó que le parecía lo que había guisado.
-Está delicioso- respondí con sinceridad.
Mis palabras le alegraron y con un brillo que no supe comprender en ese momento contestó:
-No tendrá queja de lo bien que les voy a cuidar a los dos.
El tono meloso con el que lo dijo me puso los pelos de punta porque, lo quisiera o no, era evidente que encerraba una insinuación que poco tenía que ver con su oficio. No queriendo profundizar en el tema, terminé de cenar y como cada noche, fui a llevar mis platos al lavavajillas pero entonces Irene quitándomelos de las manos, me dijo:
-Váyase a descansar, ya los meto yo.
Por mucho que protesté, la cría no dio su brazo a torcer y se salió con la suya, de modo que no me quedó otra que irme a ver la tele al salón. Os juro que no sé siquiera que narices vi porque mi mente estaba tratando de analizar el comportamiento de esa mujercita. Aunque interiormente sabía que se traía algo entre manos, no quise reconocerlo y por eso acepté sus nuevas funciones como un hecho consumado.
Estaba todavía confuso cuando al cabo de diez minutos, llegó hasta mí y dándome un beso en la mejilla, susurró en mi oído:
-Voy a ver a su madre y después me acuesto.
Nada me había preparado para esa muestra de cariño, ni mi vida de solterón, ni mi relativo éxito con la mujeres porque al sentir sus labios tersos sobre mi piel y oler la fragancia a mujer que manaba de sus poros, como un resorte mi verga se izó debajo de mi ropa. Avergonzado, descubrí que se había fijado y por eso totalmente rojo, me quedé callado mientras ella desaparecía de la habitación.
“Tío, ¿De qué vas? ¡Es solo una niña!”, refunfuñé de mal humor al descubrir que la deseaba.
Molesto conmigo mismo, apagué la tele y me fui a dormir. Desgraciadamente me resultó imposible conciliar el sueño porque como si fuera una maldición el recuerdo de su belleza volvía una y otra vez a mi mente. 
Dejándome llevar, me imaginé que Irene entraba en mi habitación vestida con un vaporoso picardías y que llegando a mi lado, se agachaba sobre mí dejándome disfrutar de la visión de su escote. Mitad sueño, mitad pesadilla, la oí decirme mientras mis ojos trataban de descubrir el color de sus pezones:
-¿No cree que su enfermerita se merece un beso al irse a dormir?
No me lo tuvo que decir dos veces y levantándola en vilo, forcé su boca con mi lengua. La necesidad imperiosa que sentíamos hizo el resto, dejándonos llevar por la pasión, nos besamos mientras nuestros cuerpos empezaban a moverse completamente pegados.  Muerta de risa, Irene  pasó su mano por mi entrepierna y poniendo cara de puta, me preguntó:
-¿Merezco algo más?-
-¡Por supuesto que sí!- exclamé mientras cogía una de sus perfectas peras  entre mis labios.
Al sentir mi lengua juguetear con su aureola, presionó mi cabeza con sus manos mientras me susurraba:
-¡Hazme tuya!
Su completa entrega me dio alas y creyéndome el sueño, me vi arrodillándome a sus  pies. Tras lo cual separándole las piernas, le quité el tanga. Su dulce aroma recorrió mis papilas mientras ella no paraba de gemir al experimentar la caricia de mi boca en el interior de sus muslos.
-¡Sigue!- me pidió al sentir que mis dedos separaban sus labios y mi lengua lamía su botón.
Incapaz de retenerme, cogí entre mis dientes su clítoris y me puse a mordisquearlo buscando devorar el flujo de su coño.
-¡Qué gusto!- gimió como una loca y presionando mi cabeza, me rogó que continuara.
Sabiendo que todo era producto de mi mente, separé sus rodillas y quedé embelesado al descubrir que la rubita tenía el chocho depilado y con mi corazón latiendo a mil por hora, no pude dejar de reconocer que si ya era bello de por sí, al no tener  ni un pelo que estorbara mi visión, era pecaminosamente atrayente.
Un tanto cortado al recordar nuestra diferencia de edad, me desnudé deseando que ella al ver mi cuerpo no se arrepintiera de lo que íbamos a hacer.  Afortunadamente, Irene miró mi erección con aprobación y  me llamó a su lado. Nada más tumbarme a su lado, me cubrió de besos mientras su cuerpo temblaba cada vez que mis manos la acariciaban:
-Fóllame-  me ordenó con la respiración entrecortada.
Excitado  hasta decir basta, contuve  mis ansias de obedecerla y metí mi cara entre sus pechos.  Al hacerlo,  su dueña no paraba de pedirme que la hiciera mujer. Cambiando de objetivo, me concentré en el tesoro que escondía su entrepierna. Ya con las piernas abiertas y sus manos pellizcando sus pezones, Irene pegó un alarido al experimentar las caricias de mi lengua recorriendo los pliegues de su sexo.
-¡Qué belleza!- exclamé al disfrutar de ese coño juvenil.
La que hasta entonces se había comportado como una tierna amante se convirtió en una hembra  exigente que cogiendo mi pene entre sus manos e intentó forzarme a que la tomara. Obviando sus deseos, seguí devorando su chocho cada vez con mas ansiedad. Mis maniobras cumplieron su cometido y dominada por el deseo, , se retorció dando gritos sobre las sábanas. Empapando el colchón con su flujo, su sexo se transmutó en un riachuelo que intenté secar pero cuanto más lo devoraba era mayor la cantidad de líquido que manaba y queriendo absorberlo, prolongué su éxtasis, uniendo su primer orgasmo con el siguiente.
Fue entonces cuando con una súplica, me rogó:
-Quiero sentirte dentro de mí- tras lo cual llevó mi pene hasta su sexo.
La necesidad que demostró mientras lo hacía, acabó con mis reparos y tumbándola sobre su espalda, le separé las rodillas mientras le decía:
-¿No querrás un aumento de sueldo por esto?- pregunté posando la cabeza de mi miembro en su sexo.
-¡Mierda! !Hazlo ya!- imploró mientras movía sus caderas intentando metérselo dentro.
Centímetro a centímetro lo vi desaparecer en el interior de sus vagina mientras la enfermera de mi madre se mordía los labios con deseo. Al sentir que la había llenado al completo, di inicio a  un lento vaivén, sacando y metiendo mi verga de ese estrecho conducto mientras ella no paraba de gemir. Su entrega me confirmó que estaba gozando y por eso fui incrementando poco a poco la velocidad de mis maniobras.
-¡Dame duro!- chilló descompuesta.
Su rendición se tornó en total al asir sus pechos con mis manos y  berreando de placer, gritó a los cuatro vientos su orgasmo.
-¡Me corro!- la oí gritar.
Contagiado de su lujuria, incrementé mi ritmo y mientras por mis piernas se deslizaba su flujo, seguí  martilleando su interior con sus gemidos resonando en mis oídos. Supe que no iba a poder retener mi propio clímax si seguía así y por eso bajé mi compás. Irene al notarlo, protestó y con voz melosa, me rogó que siguiera más rápido.
Sus palabras me convencieron  y elevando la velocidad de mis penetraciones, golpe a golpe asolé sus pocas defensas hasta que sus alaridos de placer fueron el acicate que necesitaba para que mi miembro regara con mi semen su interior.
Sabiendo que había sido un sueño, aun así me dormí con una sonrisa en los labios hasta el día siguiente.
Irene se muestra cada vez más “desenvuelta”.
A la mañana siguiente cuando desperté el recuerdo de cómo  había dejado llevar pensando en ella, me golpeó con fiereza. Con la luz del día mi actuación me resultó repulsiva y carente de toda lógica, teniendo en cuenta no solo nuestra diferencia de edad sino el hecho de que esa niñata era la enfermera. Asumiendo que cualquier acercamiento por mi parte terminaría en fracaso y sin nadie que se ocupase de mi madre, decidí no volver a cometer ese error y con ello en mi mente, me levanté al baño.
Al ser temprano, no tenía prisa y con ganas de relajarme, llené la bañera y me metí en ella. El agua caliente me adormeció y sin darme cuenta Irene volvió a mi mente. Rememorando lo soñado, involuntariamente mi pene se alzó sobre la espuma, como muestra clara que por mucho que lo intentara esa mujercita me tenía alborotado. Afortunadamente el sopor me impidió pajearme porque si no hubiera sido todavía más humillante la pillada que esa bebé me dio.   
Estaba con los ojos cerrados luchando con las ganas de coger mi polla y darle uso cuando de pronto escuché:
-Señor, le he traído un café y el periódico. ¿Quiere que se lo lea?
Mi  sorpresa fue total porque al abrirlos, me encontré con esa chavala sentada en una silla, mirándome. Me quedé paralizado cuando extendiendo su brazo me dio la taza como si nada.
-¡Estoy en pelotas!- grité mientras usaba una mano para tapar mis vergüenzas.
La muchacha, sin darle importancia, me contestó:
-Por eso no se preocupe, además de enfermera tengo cinco hermanos y no me voy a escandalizar por ver a un hombre desnudo- pero al ver la mirada asesina con la que le regalé, decidió dejarme solo.
“¡No me puedo creer que haya entrado sin llamar!”, pensé de muy mala leche, “¡Esta tía se ha pasado dos pueblos!”.
Indignado hasta decir basta, me terminé el puto café y saliendo del baño, entré en mi habitación para descubrir que esa cretina me había hecho la cama. Que hubiera asumido que podía arrogarse también esa función acabó por sacarme de las casillas y vistiéndome, resolví montarle una bronca aunque eso significara quedarme sin sus servicios.
El destino quiso que al llegar a la cocina, estuviera dando de desayunar a mi madre y sabiendo cómo le alteraban los gritos, tuve que contenerme y decirle en voz baja:
-Irene, tenemos que hablar.
La muchacha levantó su mirada al oírme y con una sonrisa, contestó:
-Ya sé que debía haberle preguntado pero al ver que las sabanas estaban llenas de manchas blancas, me pareció lógico el cambiarlas.
Saber que esa chavala había descubierto los restos de mi corrida, me llenó de cobardía y sin los arrestos suficientes para encararme con ella, me di la vuelta y salí de casa pero no lo suficientemente rápido para que no llegara a mis oídos que Irene le decía a mi vieja:
-Menos mal que he llegado a esta casa, no comprendo cómo han podido vivir ustedes solos sin nadie que los cuidara.
Ya en el coche y mientras pensaba en lo ocurrido, resolví:
“¡Me tengo que librar de esta loca!”
La rutina del día a día y el cúmulo de trabajo que se agolpaba sobre mi mesa consiguieron hacerme olvidar momentáneamente de la problemón que me esperaba cuando volviera del curro. Durante todo el día la actividad me mantuvo ocupado, de manera que no fue hasta las siete de la tarde cuando recordé que esa noche tendría que poner las maletas de esa niña en la calle.
Si ya no tenía ninguna duda de que tenía que echarla, fue su primo quien me hiciera ratificarme aún más en esa decisión al decirme:
-Por cierto, Alberto, esta mañana me llamó Irene y me contó lo feliz que estaba viviendo en tu casa ya que tu madre es un encanto y tú todo un caballero.
Mi cara de alucine debió ser tan rotunda que muerto de risa me comentó que tomándole el pelo, le soltó que no se fiara porque tenía fama de Don Juan y que ella al oírlo, se había indignado y que le había colgado el teléfono, contestando:
-No te permito que hables así de mi jefe.
En ese momento, no supe  con quién estaba más cabreado si con su primo por ser tan indiscreto o con ella por su absurdo comportamiento. La actitud que había demostrado esa chavala revelaba un sentimiento de propiedad que nada tenía que ver con la debida fidelidad a quién le paga sino más bien con un enfermizo modo de ver nuestra relación laboral.
Os reconozco que cuando encendí mi coche, estaba tan furibundo que, de habérmela encontrado en ese instante, la hubiera cogido de su melena y la hubiese lanzado fuera de mi chalet sin más contemplaciones.   Afortunadamente para ella, la media hora que tardé en llegar me sirvió para tranquilizarme y por eso al cruzar la puerta pude escuchar unas risas que provenían del salón.
Ese sonido tan normal por otros lares, me resultó raro dentro del mausoleo en el que se había convertido mi hogar. Extrañado e incrédulo por igual, me acerqué a ver la razón de tanta alegría. Al entrar en esa habitación, descubrí a mi madre chillando de gusto y a Irene haciéndole cosquillas. Esa escena que en otro momento me hubiese enternecido, me dejó paralizado por la indumentaria de la muchacha.
“¡No puede ser verdad!”, rumié entre dientes al percatarme que Irene llevaba puesto un uniforme nuevo y que este al contrario del anterior no podía ser más sugerente.
Desde mi ángulo de visión, el exiguo tamaño de su vestido rosa me dejaba observar en su plenitud dos maravillosas nalgas apenas cubiertas por un tanguita azul. Si ya eso era un cambio brutal, más aun lo fue ver que como complemento, la cría se había puesto unas medias con liguero. Si queréis que defina ese traje, parecía  el disfraz que llevaría una stripper encima de un escenario. Mientras babeaba admirando su belleza, Irene no paraba de jugar con mi madre sin percatarse del extenso escrutinio al que la estaba sometiendo.
“Parece una puta cara”, sentencié bastante molesto por el modelito y alzando la voz, dije:
-Buenas noches.
a niñata al escucharme, se levantó del suelo y corriendo hacia mí con una sonrisa, me soltó:
-Señor, ¿Le gusta mi nuevo uniforme?
Os juro que al verla de pie y descubrir que su tremendo escote me dejaba ver sin disimulo el sujetador de encaje, provocó que tuviese que hacer verdadero esfuerzos para no quedarme allí mirándole las tetas. Retomando mi cabreo, contesté:
-No, me recuerdas con él a una zorra que pagué.
Mi ruda respuesta la dejó paralizada y con lágrimas en los ojos, me preguntó qué era lo que no me gustaba. Fue entonces cuando cometí quizás el mayor acierto de mi vida porque acercándome a ella, con dureza, respondí:
-¿No te das cuenta que soy un hombre y que con él estás declarándome la guerra?- para recalcar mis palabras, manoseé sus nalgas mientras le decía: -Da la impresión de que lo que deseas es que te folle.
Si bien era previsible que Irene se echara a llorar, lo que no lo fue tanto fue que al sentir la tersura de su piel se despertara el animal que tenía dentro y aprovechando que estaba de frente a mí, perdiendo la cabeza, desgarrara su vestido dejándola medio desnuda.
-Si quieres que te trate así, ¡No te lo pongas!
Al observar el pánico en sus ojos, me tranquilicé y dándome la vuelta me fui a mi habitación. Ya solo, el maldito enano que todos tenemos en la mente me echó en cara mi conducta:
“Eres un hijo de puta. ¡Pobre niña!”, machaconamente mi conciencia perturbó mi ánimo.
Mis remordimientos fueron en alza hasta que al no poderlos aguantar, decidí ir a pedirle excusas. Pensando que la chavala estaría haciendo la maleta, me dirigí a su habitación y aunque no la encontré, si me topé con el otro uniforme que se había comprado. Si el primero era escandaloso, este segundo era aún peor porque era totalmente transparente. Al examinarlo bien, descubrí que me había equivocado porque a la altura de donde debían ir sus pechos cuando se lo pusiera, dos cruces rojas taparían sus pezones.
Comprenderéis e incluso aceptaréis que al imaginarme a Irene con semejante vestimenta, me excitara y tratando de analizar esa conducta, caí en la cuenta que la única explicación posible era… ¡Que esa cría tuviera alma de sumisa!
Ese descubrimiento quedó confirmado cuando bajé a la cocina y me encontré con la rubia en sujetador y tanga. Todavía sin tenerlas conmigo quise corroborar mis sospechas y por eso le pregunté por qué andaba así. Su respuesta lo dejó clarísimo:
-Usted me lo ordenó- su tono seguro era el de alguien que no había cometido ningún error.
Al someter su contestación a un somero estudio, supe que no había equívoco y que esa cría al aceptar trabajar en mi casa, había asumido que sería enfermera, chacha y esclava para todo. Deseando revalidar ese extremo, la llevé al salón y sentándome en el sofá, le ordené que se arrodillara a mis pies. La sonrisa que leí en sus labios mientras obedecía,  me demostró que aceptaba de buen grado ese estatus.
Confieso que me calentó verla adoptando esa posición tan servil y forzando su entrega, le pregunté:
-¿Quién eres?
Mi interrogatorio la destanteó y bajando su mirada, respondió:
-Su enfermera.
Al escucharla, solté una carcajada y tomando uno de sus pechos en mis manos, repetí mientras le daba un pellizco en el pezón:
-Te he preguntado quien eres, ¡No quién aparentas ser!
El gemido que surgió de su garganta fue lo suficientemente elocuente pero aun así, esperé su contestación. La cría con rubor en sus mejillas me miró diciendo:
-Nadie, no soy nadie. Una esclava solo tiene derecho a ser eso, una esclava.
Usando entonces mi nuevo poder, le ordené que se desnudara. Irene obedeciendo desabrochó su sujetador y lo dejó caer al suelo. Con satisfacción observé que sus senos se mantenían firmes sin la sujeción de esa prenda y que sus rosadas aureolas se iban empequeñeciendo al contacto de mi mirada. Tampoco necesitó que le insistiera para despojarse del diminuto tanga, de manera, que permaneció completamente desnuda para ser inspeccionada.
-Acércate.
a mujercita se arrodilló y gateando llegó hasta mi lado, esperó mis órdenes.
-Aquí estoy, amo-, escuché que me decía.
-No te he dado permiso de hablar- la recriminé. -Date la vuelta y muéstrame tu culo.
Con una sensualidad estudiada, se giró y separando sus nalgas, me enseñó su ano. Metiendo un dedo en él, comprobé tanto su flexibilidad  y satisfecho, le di un azote y le exigí que me exhibiera su sexo. Satisfecha de haber superado la prueba de su trasero, se volteó y separando sus rodillas, expuso su vulva a mi aprobación.
-¡Que belleza!- complacido exclamé al comprobar que lo llevaba completamente depilado. -Separa tus labios- ordené.
Obedeciendo, usó sus dedos para mostrarme lo que le pedía. Al hacerlo, me percaté que brillaba a raíz de la humedad que brotaba de su interior. No tuve que ser ningún genio para comprender que, el rudo escrutinio, la estaba excitando.
Forzando su deseo, le di la vuelta y bajándome la bragueta, la senté en mis rodillas  mientras tanteaba con la punta de mi glande su orificio trasero. Ella no puso objeción alguna a mis caricias y asumiendo  que deseaba tomarla por detrás, forzó la penetración con un movimiento de su trasero. Cómo mi pene entró sin dificultad por su estrecho conducto, le pregunté:
-¿Por qué tienes el culo dilatado?
Muerta de vergüenza y con la respiración entrecortada, me respondió:
-Me he pasado toda la tarde con un estimulador anal, soñando con esto.
Su confesión me hizo preguntar qué más planes tenía preparados antes de que yo llegara. La muy puta comenzó a moverse, cabalgando sobre mi pene, mientras me decía:
-Pensaba que si con ese uniforme no me follaba, meterme esta noche en su cama.
El descaro que mostró me dio alas y cogiéndola de la cintura, empecé a izar y a bajar su cuerpo empalándola a cada paso. Sus alargados gemidos fueron una muestra clara que estaba disfrutando por lo que acelerando mis movimientos, cogí sus pechos entre mis manos. Mi nuevo ritmo le puso frenética y berreando de placer, gritó:
-¡Supe que sería suya en cuanto lo vi!
Para entonces mi lujuria era tal que cambiándola de postura, la puse a cuatro patas sobre el sofá y reanudé con mayor énfasis el asalto sobre su culo. Poco a poco, el compás con el que nos meneábamos se fue acelerando, convirtiendo mi trotar en un desbocado galope donde Irene no dejaba de gritar.
-Por favor, amo. ¡No deje de usar a su puta!
Contesté su total sumisión con un fuerte azote. La rubita al sentirlo, aulló descompuesta:
-¡Me encanta!
Su alarido me azuzó y alternando de una nalga a otra, le fui propinando duras cachetadas siguiendo el compás con el sacaba mi pene de su interior. El salón se llenó de una peculiar sinfonía de  gemidos, azotes y suspiros que incrementó aún más nuestra lujuria. Irene ya tenía el culo completamente rojo cuando se dejó caer sobre el diván, presa de los síntomas de un brutal orgasmo. Fue impresionante ver a esa chavalita, temblando de dicha mientras se comportaba como una mujer sedienta de sexo.
-¡Amo! ¡No pare!- aulló al sentir que el placer desgarraba su interior.
Su actitud sumisa fue el acicate que me faltaba y cogiendo sus pezones entre mis dedos, los pellizqué con dureza mientras usaba su culo como frontón.  Al gritar de dolor, perdió la mesura y berreando como cierva en celo, se corrió mientras  de su sexo brotaba un geiser que empapó mis piernas.
Fue entonces cuando viéndola satisfecha, me concentré en mí y forzando su esfínter al máximo, seguí violando su ojete mientras la rubita no dejaba de aullar desesperada. No tardé en verter mi gozo en el interior de sus intestinos.  Tras lo cual, agotado y exhausto, me tumbé a su lado. Mi nueva amante  me recibió con los brazos abiertos. Mientras me besaba, no dejó de agradecerme el haberla liberado diciendo:
-Siempre soñé con tener un dueño.
Os parecerá hipócrita pero estaba contento por no haberla echado y aun sabiendo que la había contratado para realizar otra tarea, esa cría no solo había cubierto mis expectativas sino que me había ayudado a reconocer mi lado dominante. Por eso, cargándola, la llevé hasta mi cama y depositándola sobre las sabanas, riendo contesté:
-En cambio, yo nunca deseé una sumisa.
Asustada por que fuera a prescindir de ella, me imploró que no lo hiciera. Soltando una carcajada, la tranquilicé diciendo:
-Pero ahora que te he encontrado, ¡No pienso perderte!
Para comentarios, también tenéis mi email:
golfoenmadrid@hotmail.es
 

 

Un comentario sobre “Relato erótico: “La enfermera de mi madre y su gemela” (POR GOLFO)”

  1. Maestrazo!!!
    No cabe duda que eres el mejor, tus relatos me encantan y me excitan. Se me van como agua y siempre quedo con ganas de mas. Te pido por favor que continues este relato y el de “El Idolo”.
    Sigue asi
    Un saludo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *