Día dos.
   El murmullo de las roncas voces la despertó. Por un momento, no supo donde estaba, hasta que la esposa de cuero se l
o recordó. Sus dos captores parecían estar discutiendo en voz baja fuera de su habitación.
  La cabaña en si no era demasiado grande. Poseía dos dormitorios, con un baño en común, y un gran salón con chimenea, donde la cocina, de tipo americana, estaba integrada. Fuera, existía un gran porche que se podía usar cuando el tiempo lo permitía.
  Carmen supuso que los hombres compartirían el otro dormitorio o bien uno de ellos lo haría en el amplio sofá del salón. ¿Qué más daba?, se amonestó ella misma. ¿Qué le importaba donde durmieran esos cabrones? Su mente buscaba extrañas espitas para serenarse.
  Intentó descifrar lo que decían los hombres pero hablaban demasiado bajo. El tono de uno era nervioso e irritado, el otro respondía más calmo. Se giró sobre el colchón, buscando una nueva postura. Las nalgas le escocieron. Con temor, pasó uno de sus dedos por las marcas de los azotes. Tenía verdugones marcados aunque la piel parecía estar bien. Se estremeció al recordar los golpes. Nada le había dolido tanto en su vida.

El olor a orines le llegó al olfato, arrugando su naricita. Necesitaba evacuar y no quería hacerlo en ese cubo. Se armó de valentía y llamó en voz alta.

―           ¿Me oyen? ¡Necesito ir al baño!
  La puerta se abrió y el captor de los ojos azules asomó la cabeza.
―           Buenos días, marquesa – dijo con seriedad, pero en sus ojos había un brillo inusual. – La desataré para que pueda ir al baño.
  Abrió el pequeño candado que unía la argolla de la cadena plastificada a la muñequera de cuero. Carmen apartó las mantas y se sentó en la cama. El hombre miró su cuerpo desnudo con agrado.
―           Dispone de un cepillo de dientes en el baño, así como de otros artículos de higiene. Le daré un tiempo para se asee completamente – le informó el hombre.
―           Gracias – contestó ella por inercia.
  Tuvo que dejar la puerta del baño abierta, pero el hombre no entró con ella. Carmen orinó y defecó rápidamente, para luego meterse bajo los chorros calientes de la ducha. Se cepilló los dientes mientras buscaba un secador para su pelo, pero no encontró alguno, por lo que tuvo que liarlo en una toalla. Su perro guardián entró, interrumpiendo su higiene. La condujo al salón, donde su compañero esperaba en pie, con la máscara de su esposo sobre la cara. Ojos azules la obligó a arrodillarse sobre el parqué.
―           Puede llamarnos Rómulo – dijo el hombre de la máscara, señalando a su compañero – y Remo, y representamos ala AgenciaMilton.Ha sido usted condenada por adulterio y abandono del hogar conyugal. Su propio esposo es quien la ha denunciado. Siguiendo sus recomendaciones, hemos comenzado a someterla a una terapia de reeducación católica.
  Carmen tragó saliva; las lágrimas pugnaban por brotar de nuevo.
―           Cuanto antes aprenda cual es su lugar, antes volverá junto a su esposo – tomó la palabra su compinche Rómulo. – Tenemos su permiso expreso para usar los medios pertinentes.
―           ¿Cómo nos descubrieron? – preguntó Carmen.
―           Personal celoso – dos simples palabras que no delataban a nadie, pero que explicaban muchas cosas para ella.
  Remo, o sea, el tipo de la máscara, colocó algo en el suelo, detrás de Carmen y frente a la chimenea, a la cual se acercó para atizar el fuego y echar un tronco más.
―           Gírese – le ordenó Remo, poniéndose a su lado.
  Al hacerlo, Carmen pudo ver lo que le habían colocado al lado. No sabía muy bien qué era, pero parecía una especie de silla de montar, negra y compacta, elaborada en algo como goma o plástico blando. Levantaba una altura de unos cincuenta centímetros del suelo y estaba colocada sobre una gruesa alfombrilla de suave pelo. Sobre el lomo oscuro y curvado, se veía una especie de ingenio de látex rosado, en forma de pequeño pene que no mediría más de cinco o siete centímetros. También se veían pequeños nódulos bulbosos, dispuestos en los extremos del artilugio de látex.
  Remo le indicó que se subiese a horcajadas sobre la silla de montar, las rodillas plegadas a los lados, apoyadas sobre la alfombrilla peluda. Era una postura cómoda y relajada para Carmen, que intentaba, disimuladamente, apartar su sexo del pequeño consolador de látex rosa. ¿Qué era lo que pretendían con eso? El calor de las llamas de la chimenea llegaba perfectamente a su piel. Estaba nerviosa, intranquila, pero, asombrosamente, no tenía miedo.
―           Es el momento de rezar y pedir perdón por su pecado – dijo Rómulo, activando un pequeño control remoto que puso en movimiento el pequeño consolador. Carmen se sobresaltó y se mantuvo todo lo erguida que pudo, sobre las rodillas.
  Bajo su entrepierna, el látex temblaba espasmódicamente, como buscando el contacto con sus pliegues íntimos. Carmen supo que no podría mantenerse apartada mucho tiempo, sus músculos ya temblaban, forzados por la postura.
  Remo colocó una gran foto de su esposo sobre la marquesina de la chimenea. Alejandro de Ubriel la contemplaba fijamente, sentado en el sillón de su despacho, con aquella media sonrisa que siempre mostraba en público. Por un momento, Carmen se estremeció; en vez de una gran foto enmarcada, parecía una ventana a la que él estaba asomado, observándola.
―           Haga penitencia, marquesa. Es lo mejor para el alma. Rece y limpie su conciencia.

  La barbilla de la marquesa temblaba cada vez más, intentando controlar el llanto. Remo se inclinó y unió las manos de ella en plegaria, encadenando las argollas de las muñequeras de cuero. Después, tomó una flexible vara, arrancada de alguno de los muchos árboles cercanos, con la que rozó la cadera de la mujer.

―           Reza por la cuenta que te trae, adúltera. En voz alta. Si no te escucho, te azotaré los flancos con esta vara – la amenazó, tuteándola por primera vez.
―           Le dejaremos cierta intimidad, marquesa. Estaremos sentados a la mesa de la cocina, desde donde podemos escucharla y verla – le indicó Rómulo, señalando.
  Tragándose la humillación, Carmen entrelazó los dedos de las manos encadenadas y apoyó su barbilla sobre ellos, inclinando su cabeza, intentando no mirar los ojos acusadores de su marido.
―           Padre Nuestro, que estás en los cielos…
  No aguantó más de quince minutos, estirada sobre sus rodillas. Sus fuerzas flaqueaban y sus nalgas clamaban por apoyarse en la suave superficie cóncava y descansar. Cada vez, bajaban más y reaccionaba al sentir el vibrante cono rozar su entrepierna, izándose con un sobresalto. Intentó mover las rodillas, buscar una nueva posición para acomodar el cuerpo. Podía inclinarse en varios ángulos, pero eso solo solucionaba la tensión apenas un par de minutos.
  Hizo amago de levantarse. Remo estuvo sobre ella en un parpadeo y le costó dos varazos sobre las caderas, una a cada lado. El ardor fue insoportable, tan vivo que ni siquiera gritó. Le enseñó a no hacer movimientos bruscos en lo sucesivo. Los minutos pasaban y la cabeza del consolador rozaba cada vez más su sexo. La vibración era suave, como un ronroneo.
  Finalmente, se decidió. Bajó sus manos y tanteó con la punta de los dedos, hasta introducir la cabeza de látex en el interior de su vagina. Hizo una mueca. Estaba seca, pero era corto, así que aguantó. En cuanto pudo apoyar sus nalgas atrás, soportando el peso de su cuerpo, todo fue mejor. La vibración le ayudó a acomodar el consolador en su interior. Su pequeño tamaño era soportable. Siguió con los rezos. Ahora estaba segura de que podría soportar aquella penitencia.
  No tardó demasiado en darse cuenta de que su vagina estaba lubricando sin parar. Un reguero brillante se deslizaba silla abajo, hasta la alfombrilla. Estaba tan encharcada que el consolador hacía ruiditos húmedos en su interior. Se sonrojó, preguntándose si los hombres podrían escucharlos desde donde estaban sentados.
  Las palabras empezaban a atropellarse en su boca que, por otra parte, se estaba quedando bastante seca. Aquella débil vibración la estaba estremeciendo toda, lentamente.
―           Un poco de agua… por favor – suplicó con voz enronquecida.
  Rómulo se levantó, tomó un vaso de los que escurrían en el fregadero, y escanció líquido de una botella de agua mineral. Le entregó el vaso, que ella atrapó entre sus manos. La contempló atentamente mientras Carmen apuraba el agua. Aquellos ojos azules parecían traspasarla, ahondando bajo la piel. Sin saber cómo, supo que Rómulo se había dado cuenta de su grado de excitación, de lo que estaba sintiendo.
  Carmen le miró al entregarle de nuevo el vaso, casi suplicante. Él sonrió y sacó el mando de control del bolsillo. Ella escuchó elclic que surgió de las entrañas de aquella extraña silla, y que originó el cambio de ritmo de la vibración. Dejó escapar un jadeo al notar como el pequeño consolador adquiría nuevos movimientos. Ya no solo vibraba, sino que también oscilaba en círculos, rozando las paredes de su vagina. Cada cierto tiempo, alternaba esos giros por suaves empujones, como un émbolo que la penetraba y se retiraba.
  Se mordió el labio al llegar el clímax, procurando que no se notase, que las palabras de su oración no se entrecortasen. Un suave temblor recorrió toda su desnuda espalda, como si la despojasen de una capa de su alma. ¿La moral, quizás? Torció el cuello para mirar a sus captores. Seguían sin mirarla, enfrascados, al parecer, en escribir informes o algo así.
  Bajó las manos, apoyándolas ante ella, en el principio de la silla de montar. Echó su cuerpo adelante, distribuyendo el peso y, con él, el roce del consolador. De esa manera, podía frotarse contra los pequeños bultos que rodeaban el corto dispositivo. Ahora sabía para qué servían. Podía rozar el clítoris contra ellos si compaginaba los movimientos del consolador, y acabar presionando su ano.
  Se sentía muy sucia, buscando el placer como una perra mientras que sus labios no dejaban de pronunciar rezos y alabanzas al Señor. Pero jamás se había sentido tan excitada como ahora. A pesar de haberse corrido, seguía necesitando más, sin importarle que la observaran. Sentía el sudor correrle por la espalda, bajarle por los flancos, el pelo permanecía húmedo tras la ducha, ya que ahora se mojaba con su sudor. Agitó las caderas, cada vez más aprisa, y agachó aún más la cabeza, ocultando sus facciones entre el pelo que le caía hacia delante.
―           Dios te salve, Reina y… Madre de misericordia…aaah, vida, dulzura y esperanza nuestra; Dios te salve.
  Esperó el cambio de movimiento a émbolo, cabalgando la cresta del próximo orgasmo, y entonces se lanzó, frenética, a saciarse, casi con furor.
―           A Ti llamamos los desterrados hijos de Evaaa…; a Ti suspiramosss… gimiendo y llor… oooooh… valle de lágrimas… aaaaaaaahhyyyaa…
  Los hombres levantaron la cabeza al sonido del largo suspiro, y vieron como chorreaba baba de la boca de la marquesa al suelo, debido al tremendo orgasmo que la traspasaba. Remo sonrió bajo la máscara y consultó su reloj. Apenas pasaba de media hora de rezos.

―           Espera cinco minutos y dale al máximo durante otra media hora – le susurró a su compinche.

  Rómulo sonrió y siguió mirando a la pecadora. Se recuperaba, jadeando. Se había incorporado y echado la cabellera hacia atrás. Sus labios retomaban la rutina de las plegarias. Carmen se sentía arder. El calor generado por las cercanas llamas de la chimenea casi tostaba su piel. Por otra parte, el constante roce sexual la enardecía tanto que estaba a punto de aullar de frustración. Jamás experimentó orgasmo parecido, tan salvaje y primario. Aún notaba su corazón desbocado, pero su vagina no dejaba de producir fluidos. El movimiento del consolador no cesaba.
  Clic.
Carmen desorbitó los ojos cuando notó como el consolador crecía en su interior, profundizando sin pausa, sin realizar sus otros rítmicos movimientos. Cuando creía que le iba a perforar el útero, cesó, e inició una vibración lenta y profunda, con fuerza. Carmen quedó como si la hubieran empalado viva. Jadeaba y balbuceaba, los brazos colgando inertes y la mirada al techo. Todo su cuerpo vibraba al impulso del ritmo de su coño. Era incapaz de mover su pelvis para cabalgar lo que la penetraba.
  Nunca había sido colmada así. Intentaba acostumbrarse a ello cuando, con un nuevo sonido, los extremos donde se encontraban los nódulos, se plegaron lentamente. Uno de ellos acabó entre sus nalgas, masajeando su esfínter; el otro, sobre su pubis, vibrando sobre su clítoris.
  Aquello era demencial, pensó Carmen. Ni siquiera podía articular plegaria alguna. De sus labios surgía un murmullo sin sentido, articulado más que por la propia vibración, como cuando un padre hace cabalgar a su pequeño sobre sus piernas, haciendo que el movimiento entrecorte el gritito de placer del infante.
  Llevó sus manos entrelazadas a uno de sus pezones. Hervía literalmente, tanto por las llamas del fuego como por la tremenda excitación que sentía. Hacía apenas unos minutos que había explotado en un tremendo orgasmo, y ya estaba corriendo hacia otro que se le antojaba aún mayor. Lo pellizcó con tanta fuerza como pudo, intentando parar la ola que la engullía, pero el dolor solo sirvió para enardecerla aún más. Finalmente, mordió sus pulgares para acallar el gozoso grito.
  Agitó sus caderas, enloquecida. Eran auténticos espasmos incontrolados los que recorrían su vientre. Se derramó como una fuente, como nunca le había ocurrido, como jamás se imaginó que le ocurriría. Fue una auténtica meada la que surgió de su sexo comprimido, deslizándose lentamente sobre la silla, entre sus muslos, encharcando suelo y alfombrilla.
  Rómulo pulsó la pausa de la máquina sexual para dejar que Carmen se recuperara. Se levantó y volvió a darle agua, pero no la dejó ir al baño. Nada de levantarse de aquella barra que la empalaba, pero si le soltó las manos. Tras unos cinco minutos de descanso, volvió a conectar el aparato, en la misma modalidad. Carmen no tardó en chillar, teniendo el coño tan sensible tras toda aquella actividad. Ahora, con las manos libres, podía echarse hacia atrás, apoyada en sus brazos. Tensaba totalmente la pelvis, conduciendo el dúctil látex de su interior hasta las inmediaciones de su punto G, pero sin alcanzarlo plenamente.
  Carmen gruñía como un animal. De vez en cuando, imploraba que pararan, que ya no podía soportarlo más, pero ninguno le hacía caso. Ahora, la observaban con atención, fascinados. Varias ventosidades se le escaparon cuando otro furioso orgasmo la traspasó, pues su ano se estaba dilatando con tanto sobeo. Los captores decidieron parar cuando comprobaron que se había desmayado.
  Con cuidado, la levantaron de la silla de montar y la trasladaron a su habitación. Rómulo se llevó el cubo de las necesidades para limpiarlo y acondicionarlo nuevamente, mientras Remo lavaba el cuerpo inconsciente con una suave esponja, sobre la cama. La dejaron limpia y fresca, sumida en un sueño reparador.
  Carmen despertó confusa. Sentía su cabeza abotargada, como atrapada en una suave resaca. Al moverse bajo las mantas, notó calambres en sus caderas y los músculos de su pelvis estaban tirantes y duros. Las agujetas le hicieron recordar lo sucedido, pero no sabía cuanto tiempo había pasado.
  La luz que entraba por el ventanal era gris y mortecina. No podía distinguir si era de mañana o de tarde. Pasó una mano por su sexo. Demasiado irritado para que hubiera dormido hasta el día siguiente. Lo tenía tan sensible que estuvo a punto de saltar. Sin duda había dormido unas horas, hasta la caída de la tarde.
  Escuchó las voces de sus captores. Estaban en el salón, pero no podía entenderles. De repente, su rostro enrojeció. Una oleada de vergüenza se apoderó de ella, con fuerza. Nunca había gozado así en su vida. Aquella máquina diabólica la convirtió en un animal, en una perra que solo pensaba en satisfacer sus bajos instintos. Nunca sintió un placer tan primario, tan devastador.
  Carmen no podía recordar los detalles, pero si las sensaciones. La escena se fundía en su mente. No tenía recuerdos conscientes de su parte racional. No recordaba haber suplicado, ni rogado a sus verdugos. No evocaba ningún pensamiento racional que hubiera surgido en su mente en aquel momento; ni siquiera algún temor desesperado producido por la ansiedad.
  Nada. Era como si su mente conciente se hubiera desconectado y hubiera dejado a su cuerpo, a sus instintos, al cargo. Solo recordaba el intenso placer que doblegaba su cuerpo y su alma.
  La puerta se abrió. Rómulo asomó la cabeza.
―           Ah, bien, ya está despierta. Ha dormido una buena siesta, casi está a punto de anochecer – dijo, acercándose y liberándola de la cadena que la ataba a la cama.
  Carmen se dejó conducir al baño, donde bebió agua con avidez. Después, hizo sus necesidades y se lavó los dientes. Al término de todo esto, Rómulo la llevo ante su compañero Remo, quien, vistiendo un elegante batín Burdeos, estaba acodado contra la chimenea, con el rostro de su esposo clavado en las llamas.
―           La veo más recuperada, señora marquesa – dijo Remo, girando su oculto rostro hacia ella. Carmen se fijó que iba descalzo y no parecía llevar nada más bajo el batín. – Es hora de continuar su penitencia.
―           Por favor… — gimió ella.
―           Nada de súplicas, señora. Podrían aumentar su sufrimiento – susurró Rómulo, empujándola a colocarse de rodillas, de nuevo ante la chimenea.
 

Las lágrimas brotaron con demasiada facilidad, pero era un llanto silencioso, sin hipidos, ni aspavientos; era un llanto consentido, de total rendición. Remo desató el cinturón de su batín, demostrando que estaba desnudo debajo. Se acercó a la marquesa, la cual esperaba sentada sobre sus talones, las manos caídas sobre los muslos.

―           Esta es una de las peticiones de su esposo – dijo Remo, acercando un miembro morcillón y grueso a su cara. – Marquesa, sin manos…
  La joven se tragó sus lágrimas, junto con la bilis y la esperanza, y abrió la boca, atrapando el colgante glande con los labios. Con maestría, hizo que el pene se pusiera totalmente en erección con una par de pasadas de su lengua. En los círculos apropiados, las mamadas de la marquesa de Ubriel eran muy famosas. Rómulo le puso las manos a la espalda, cuando hizo amago de subir una de ellas para empuñar el miembro de Remo.

  Las dejó allí, como si estuvieran atadas. Ahora, la polla de Remo tenía la consistencia apropiada para deslizarse hasta su garganta. Rómulo se apartó de su espalda y se sentó en uno de los sillones próximos a las llamas. Tomó un grueso tomo de tapas rojas que descansaba sobre la cornisa de la chimenea, y lo abrió sobre sus rodillas. Mientras su compinche iniciaba un suave vaivén de sus caderas contra la boca de Carmen, él leyó en voz alta:

―           El Marquesado de Ubriel se instituye en 1536, cuando el capitán Juan de Munseca y Atrea recibe el título de manos de Carlos V como recompensa por la conquista de Provenza, durante la guerra de Italia contra los franceses. El capitán Munseca era viudo en el momento de ser nombrado marqués y tomó nueva esposa en la persona de María Constanza de Ujier Mendoza, hija del Comendador de Canarias. De su primer matrimonio, el marques de Ubriel tenía una hija, Isabel, que acabó casándose…
  Todos aquellos datos se filtraban en la mente de Carmen, ayudándola a evadirse de su tarea bucal. Nunca había prestado atención a la genealogía familiar de su marido. ¡Era un árbol con tantas ramas! Sin embargo, ahora, a pesar de succionar y paladear aquel miembro con toda eficacia, aquellos nombres desfilaban por su imaginación casi como entidades reales y familiares.
  Se preguntó si alguna de aquellas damas históricas había pasado por un trance como el que estaba pasando ella. Seguro que no. Las manos de Remo la sacaron de su ensoñación. La atraparon del pelo, obligándola a tragar la polla hasta su base, produciéndole arcadas. Tuvo que llevar sus manos sobre las rodillas del hombre para contrarrestar sus tirones. Entre sus velados ojos, le miró. La dura expresión de Alejandro parecía recriminarla desde la máscara. Con un gruñido, el hombre retuvo su cabeza, corriéndose en el interior de su boca. Tres borbotones se derramaron contra el paladar femenino, deslizándose por la lengua y garganta antes de que la soltara.
  Cuando Remo sacó su miembro del suave estuche, un hilo de baba y semen cayó sobre el pecho de la marquesa.
―           Déjela bien limpia, por favor – le pidió suavemente el hombre.
  Carmen no se atrevió a llevarse un dedo a su irritado coño. Se notaba totalmente húmeda y no sabía por qué. No quería reflexionar sobre los motivos de su excitación; le daba miedo averiguar las razones que la llevaban a sentirse tan salida con alguien que la estaba ultrajando.
  Remo cambió su puesto con Rómulo. El hombre de los ojos azules se plantó delante de ella, ofreciéndole un pene pequeñito y grueso, quizás demasiado grueso. Tenía un aro dorado apretándole la base. Al contrario que el de su compinche, no estaba circuncidado. Rómulo ya estaba completamente preparado y tieso. Sin duda, antes, alternó sus miradas entre letras y escena.
  Cuando Carmen lo tomó con su boca, la polla de Rómulo tenía un extraño regusto a plantas exóticas que no le disgustó en absoluto. Remo, por su parte, continuó con la dinastía de su marido.
  “¡Dios! ¡Como me gusta esta polla!”, pensó Carmen, tragándose todo el miembro de una vez. Las medidas de aquel pene eran perfectas para su boca. Cuando la tragaba plenamente, el glande llegaba justo a su glotis, deteniéndose allí como un tapón. Se escuchaba un chasquido cada vez que retiraba la boca. Aquella polla estaba totalmente recta, no se ladeaba hacia ningún lado, ni se curvaba ni un ápice. Corta, gorda y recta. Eso era.
  Rómulo le acariciaba el despeinado cabello caoba mientras ella parecía querer tragarse su gordo rabo, de una vez por todas. Carmen consiguió que el hombre se corriera en su cara, justo en el momento en que Remo empezaba a leer el pasaje que hablaba de su matrimonio.
  “Carmen Pastrana y Fernández… la más puta de las marquesas de Ubriel”, se dijo, mientras se relamía los dedos con los que procuraba quitarse el semen del rostro.
  Rómulo la puso en pie y, tras guardarse la polla, la acompañó de nuevo al baño, donde la dejó enjuagarse la boca y lavarse los dientes nuevamente. Tras esto, la encadenó otra vez a su cama. Carmen, una vez a solas, pensó detenidamente si en verdad estaba asustada, y llegó a la extraña conclusión de que no. No lo estaba en absoluto. Temía el daño físico, eso sí. Los azotes, los golpes, y esas cosas. Pero sabía que no la querían matar, ni nada de eso. Podría soportarlo todo, sobre todo si continuaba excitándola tanto.
  Una hora más tarde, cuando el estómago de Carmen protestaba con fuerza, Remo apareció con la bandeja de la comida. En verdad, Carmen estaba famélica. Sus captores no se preocupaban demasiado por alimentarla, si es que no era otra de sus tretas. Remo bajó la bandeja para que ella pudiera ver todo cuanto traía. Era todo un banquete. Un tazón de humeante caldo blanco. Una apetitosa ensalada César. Dados de carne, quizás ternera, en salsa. Dos apetitosos pasteles cubiertos de nata. La boca de Carmen se llenó de saliva.

―           Hay un precio…

  Carmen tembló al escuchar el susurro de Remo.
―           ¿Cuál? – preguntó.
―           Cuatro azotes.
  Ella gimió.
―           Esta vez no será en las nalgas. Esos aún se están curando.
―           ¿Dónde?
―           En la planta de los pies. ¿Acepta?
  A pesar del temor que sentía, Carmen contempló cuanto había sobre la bandeja. En ese momento, comprendió qué es lo que querían decir cuando hablaban del impulso del hambre…
―           Si – musitó muy bajito.
  Remo depositó la bandeja sobre la mesita auxiliar y apartó las mantas de la cama. No desató a Carmen, solo la colocó de rodillas sobre el colchón, de espaldas a él, y con los pies sobresaliendo de la cama. Sacó nuevamente la corta fusta de la cintura de su pantalón y rozó la planta del pie derecho, como calculando el golpe.
  ¡Zas! Carmen desorbitó los ojos. Jamás creyó que un fustazo en la planta del pie pudiera doler tanto. Ni siquiera pudo gritar, solo soltó el aire de sus pulmones de golpe.
  ¡Zas! Esta vez si gritó. Su pie izquierdo había sido también objeto de la atención de la fusta. Un terrible calor ascendía de las plantas de sus pies. El hormigueo se convirtió en un irresistible picor. Esperaba los otros dos golpes con los dientes apretados. Pero no caían.
  Sollozó e intentó volverse para ver que hacía Remo, pero la mano del hombre sobre su cabeza la obligó a mirar la pared. El ardor subía por sus piernas. La piel de las plantas parecía burbujear, como si la estuvieran quemando. El dolor se expandía a pequeñas pero intensas ondas.
―           Por favor… termina ya… — rogó.
  Aún treinta segundo más pasaron y, luego, de repente, ambos golpes seguidos, haciéndola aullar. Remo la ayudó a sentarse y taparse con las mantas. Con dos dedos, tomó su barbilla, obligándola a mirar la máscara. Con un dedo, sacó las lágrimas que corrían mansamente por sus mejillas.
―           ¿No tiene nada que decirme? – le preguntó suavemente el hombre.
  Carmen intentó pensar a qué se refería Remo, pero el dolor le quitaba claridad a su mente. ¿Debía pedir perdón? No, eso quedaba solamente entre ella y Alejandro. Entonces…
―           Gracias – murmuró Carmen. Remo cabeceó, asintiendo.
  Acercó la mesita con la bandeja y la dejó sola para que comiera. Carmen aún estuvo unos minutos flexionando los dedos de los pies contra la madera del suelo, en un intento para que terminara el duro hormigueo, pero este siguió buena parte de la noche.

  A pesar de ello, Carmen devoró cuando traía la bandeja, con ansias. Esta vez no había refresco, sino una lata de cerveza bien fría que trasegó con verdadero deleite. Al cabo de un rato, los dos hombres entraron en la habitación. Uno de ellos, Remo, retiró la bandeja, mientras que Rómulo la levantaba, sin quitarle la cadena, y le pedía que hiciera sus necesidades en el cubo.

―           Por favor, evacue también si puede – le pidió. Carmen le miró, con extrañeza. La verdad es que tenía ganas, así que, tragándose el orgullo y la humillación – cada vez menor, por cierto –, hizo sus necesidades completas en el cubo.
  Remo regresó en ese momento. Traía un pequeño barreño de plástico que depositó en el suelo, frente a ella. Dentro, en el agua jabonosa que contenía, flotaba una perilla de gran tamaño, roja. Así mismo, en el fondo del barreño, un objeto oblongo permanecía hundido.
  Carmen les miró. No preguntó nada, pero sus ojos posaban toda clase de mudas preguntas.
―           Es un enema – respondió Rómulo.
―           Vamos a limpiarle el recto con agua tibia y jabón.
―           Después, le colocaremos un dilatador anal para que duerma con él.
―           ¿Para qué? – preguntó Carmen con un agudo falsete.
―           Hay que ensancharle el culo. Según su marido, nadie le ha dado por ahí, ¿no es cierto?
  Carmen calló y bajó los ojos. Era cierto. Entre sus amistades, se decía que el culo de la marquesa era sagrado. Carmen tenía una pequeña fobia con la cuestión anal. Ni siquiera permitía un termómetro o un supositorio. Era superior a ella.
―           No se preocupe, no somos bárbaros – dijo Rómulo. – Usaremos el dilatador durante un par de días, hasta que su ojete tenga holgura suficiente.
―           Es una petición especial de su esposo. Pretende darle mucho por el culo cuando regrese a su lado – remató Remo.
  No dejaron que Carmen se limpiara el trasero con papel. La levantaron del cubo y la pusieron de bruces sobre la cama, las nalgas levantadas. Remo sujetó las piernas de la marquesa sobre una de sus rodillas flexionadas sobre la cama, mientras que Rómulo embadurnaba el esfínter femenino con un chorreón de gel de ducha.
  Carmen intentó resistirse, esquivar aquel dedo. Hasta el momento no se había resistido apenas, ni siquiera protestado, pero ahora era diferente. Era un miedo primario, instintivo. Estaba histérica y sus malsonantes palabras eran la prueba de ello.
―           ¡Dejadme, hijos de puta! ¡Cabrones! ¡Desgraciados! ¡Os arrancaré la polla a mordiscos!
  Pero los hombres eran duchos en mantenerla quieta, los suficiente como para que Remo le metiera la boquilla de la roja perilla en el ano, y apretara con fuerza, enviando el agua tibia y jabonosa al interior de su recto. Carmen emitió un siseo de rabia y Rómulo acercó el cubo con el pie. No hicieron más que sentar a Carmen en él, cuando escucharon como vaciaba el intestino con fuerza.
―           ¡Mal nacidos! ¡Hijos de la gran puta sifilítica!
―           Otra vez, marquesa.
―           ¡Noooo!
  Los gritos no sirvieron de nada. Remo volvió a llenar la perilla con el agua del barreño y le impusieron una nueva lavativa, aún más generosa. Pero, sin embargo, esta vez no la sentaron sobre el cubo de las necesidades. Rómulo se sentó sobre la espalda de la mujer para impedir que se levantara de la cama. Remo tomó el dilatador que esperaba en el agua. Tenía la forma de un pequeño consolador, de no más de cinco centímetros y apenas un par de centímetros de diámetro. Al otro extremo, la base se ensanchaba hasta formar un grueso tapón con dos abrazaderas, por las cuales el hombre pasó un largo cordón de cuero.
  Con habilidad y gracias a que el esfínter estaba ligeramente dilatado por los enemas, Remo introdujo el artefacto en el ano, arrancando nuevos gritos de Carmen. Cuando estuvo seguro de que estaba bien metido, pasó el cordón por la entrepierna y la cintura de la mujer, apretando y haciendo un fuerte nudo. El dilatador permaneció estable en el trasero.
  Rómulo se bajó de la espalda de Carmen y, tomándola de los brazos, le dieron la vuelta violentamente, dejándola sobre la cama, boca arriba.
―           ¡Escuche bien, marquesa! – enfatizó Remo, muy cerca de su rostro, con un dedo en alto. – El dilatador está colocado. No se saldrá accidentalmente. Esa es la pieza más pequeña del juego anal. Hay otras dos que duplican esta medida. Volveré en varias ocasiones, esta noche. Si se lo saca, lo cambiaré por otro mayor, ¿lo entiende?
  Carmen no respondió. Intentaba llevar las manos a su trasero. Recibió una dura bofetada que la tranquilizó inmediatamente.
―           ¡Entiende lo que le he dicho?
―           Si… si.
―           Intente comprender que es lo mejor para usted. Si se acostumbra a esta dilatación, de forma gradual, no sufrirá tanto dolor, ni desgarros. A nosotros nos da igual metérsela en frío que en caliente, así que usted decide.
  Carmen asintió y alzó sus manos, para demostrar que las dejaría quietas.
―           Noto el líquido en mi interior – dijo con un jadeo.
―           Deje que remoje y limpie. Por la mañana, le quitaremos el dilatador y dejaremos salir el enema. Buenas noches, marquesa.
Los hombres salieron de la habitación, apagando la luz. Carmen se quedó tumbada en la oscuridad, sintiendo la opresión en el vientre y un ardor inclasificable en el culo. ¿Qué le depararía el día siguiente?
 
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