INTERCAMBIO DE MADRES (Parte 1/2):

Hace un par de meses, leí una noticia en el periódico que me causó un profundo malestar. En ella se contaba la historia de una mujer, estadounidense, de unos 40 años y relativamente famosa por haber sido animadora en la NBA, que se había declarado culpable del delito por el que estaba siendo juzgada para obtener una reducción de pena. Dos años le cayeron.

¿Su crimen? Haber mantenido relaciones íntimas con un amigo de su hijo, un chaval de 17 años y, por tanto, menor de edad.

Y yo me pregunto… ¿En serio un chico con esa edad es tan inocente como para dejarse “pervertir” por la mujer? O más bien podría decirse que el chico había “triunfado”, obteniendo sexo con una bella mujer (ex-cheerleader, insisto) y, una vez descubierto el pastel, la pobre era la que acababa pagando el pato…

Estoy de acuerdo con que los corruptores de menores, los pederastas y demás, deberían acabar en la cárcel y, después, tirar la llave bien lejos, pero, ¿es así éste caso en particular? ¿En serio somos tan inocentones que pensamos que un chico de 17 años no sabe dónde meterla?

Espero que no juzguen a la animadora yanqui con excesiva dureza porque, si es así, seguramente pensarán que a mí deberían fusilarme.

Por eso me sentí mal al leer la noticia. Porque mi historia… es muchísimo peor.

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Todo empezó hace 6 meses… Bueno, no. La verdad es que la cosa venía de antes.

Ahora que lo pienso, lo mejor sería hablarles primero un poco de mí, para ponerles en antecedentes.

Mi nombre es Elvira y soy un poco más joven que la mujer del periódico. Nací en el 80, así que tengo 35 años recién cumplidos. Soy madre de Borja, un chico estupendo, alto, guapo, estudioso, buen deportista… qué les voy a decir, es mi hijo.

El mejor amigo de Borja es Sergio, el origen de todos mis desvelos. También es muy guapo, un poco más bajo que mi Borja, que mide 1,90, también buen estudiante, aunque no tan aficionado a los deportes como su amigo.

Son inseparables desde párvulos y siempre se les ve juntos. Sergio llegó incluso a apuntarse al equipo de baloncesto donde juega Borja, a pesar de que no es lo suyo, sólo para pasar más tiempo con él. Como no se le daba muy bien, dejó el equipo muy pronto pero, como es un chico serio y responsable, consiguió que el entrenador le diera permiso para participar (cuando le apetecía) en la parte física de los entrenamientos.

Los chicos se criaron como hermanos, repartiendo el tiempo entre mi casa y la de Úrsula, la madre de Sergio, madre soltera como yo.

Bueno, decir que soy madre soltera no es del todo correcto, ni tampoco divorciada, pues, en realidad, mi matrimonio fue declarado nulo por un juez, gracias a la intervención de mi tío Elías, el abogado. Les cuento.

En mis años de instituto yo era (supongo que como todas) una jovencita bastante estúpida y con la cabeza llena de pájaros. Eso me llevó a colarme por un compañero, Rogelio, quien, a pesar de su horrible nombre (él también lo odiaba, haciendo que todo el mundo le llamara Charlie), estaba buenísimo, con su pinta de malote y su actitud desafiante. Nos tenía a todas loquitas.

Pero fui yo la que acabó llevándose el gato al agua, logrando que me pidiera para salir empleando algunas técnicas de seducción muy poco sutiles. Me sentí la reina del instituto cuando logré mi objetivo, gozando al sentir cómo las miradas de odio de las demás chicas se clavaban en mi espalda, cuando se descubrió que Charlie estaba saliendo conmigo.

No pasó mucho tiempo de noviazgo antes de que Charlie anunciara que estaba ya “hasta los cojones de tanta paja” así que, temerosa de que me dejara tirada y se fuera con otra que le diera lo que deseaba (candidatas no le iban a faltar) consentí en que se metiera dentro de mis bragas una calurosa tarde primaveral en su dormitorio, donde habíamos quedado para “estudiar”.

No fue bonito, no, no tuve una primera vez placentera y maravillosa como he leído en otras historias; fue bastante sórdido e insatisfactorio. Yo había visto su verga ya muchas veces y la había sopesado manualmente en más de una ocasión (como ya habrán deducido de su comentario anterior), pero, que te metan esa cosa dura y pringosa cuando tú, en el fondo, no estás preparada… boba de mí.

Alguna vez he escuchado la estupidez de que una no puede quedarse preñada cuando lo hace por primera vez. Y un jamón. Chicas, no os lo creáis, que es mentira. Doy fe.

Aún recuerdo a mi padre, descalzo, vestido únicamente con el pantalón del pijama y una camiseta de tirantes, aullando en el salón como un poseso, con el arma reglamentaria de la benemérita en la mano, intentando escapar de la presa que le hacía mi madre, para ir en busca “del hijoputa que le había desgraciado a la niña y volarle los huevos”.

Así, sin comerlo ni beberlo, el pobre Charlie (que lejos de ser el tipo duro que aparentaba, era un ceporro de cuidado) se vio obligado a casarse conmigo, por lo civil, porque el cura del barrio, en cuanto se corrió la voz del bollo que estaba cocinando, se negó en redondo a celebrar la ceremonia para aquellos pecadores.

Con semejantes precedentes, no es de extrañar que mi matrimonio fuera un éxito. En honor a Charlie, hay que reconocerle que aguantó como un campeón casi dos meses cambiando pañales y trabajando de repartidor en el curro que mi padre le había buscado y luego… se quitó de en medio.

Bien pensado, tan ceporro no debía de ser el muchacho, porque lo cierto es que desapareció sin dejar rastro, a pesar de los intentos de mi padre (con la ayuda de la guardia civil, no lo olvidemos) de localizarle para cumplir por fin su amenaza. No sé, quizás se metió en la Legión Extranjera, vete tú a saber.

Los siguientes años fueron bastante jodidos. Vivía en casa de mis padres, con mamá ayudándome en todo lo que podía y papá lo mismo, aunque haciéndose el duro y simulando seguir enfadado conmigo, mientras le pasaba dinero a escondidas a mi madre para que me lo diera a mí, para ayudarme con los gastos.

También me ayudaron mucho mis tíos, Elías y Carmen. Como dije antes, fue mi tío el que logró, unos meses después de la desaparición de Charlie, que mi matrimonio fuese declarado nulo.

Mi tía Carmen me pagó un curso de administrativa por correspondencia y me ayudó a conseguir trabajo como secretaria en una inmobiliaria. Pero pronto me di cuenta de que, como se ganaba dinero de verdad, era con la venta de inmuebles, así que me preparé a conciencia y conseguí que el dueño (caída sugerente de ojos mediante) me pusiera a prueba como vendedora. Y me fue muy bien.

El trabajo se me daba de miedo y pronto empecé a ganar lo suficiente como para abandonar el hogar familiar (aunque no me fui muy lejos, alquilando un piso en el mismo edificio). Ya sé que pensarán que fue una tontería por mi parte, total, mudarme para irme justo al lado, pero mis padres se sintieron mejor viendo que su hija era capaz de abrirse camino por si sola, así que no dudé.

Un par de años más tarde abandoné mi trabajo en la agencia, cambiándola por otra más importante, especializada en viviendas de lujo y la cosa me fue todavía mejor. No hice muchas amistades en el trabajo, pues, a esos niveles, el negocio es bastante competitivo, así que de compañerismo mejor ni hablamos. Como se me daba bastante bien, desperté envidias y recelos, pero a mí me daba exactamente lo mismo, pues yo estaba allí sólo para ganar pasta y darle la mejor vida posible a mi hijo, no para caer simpática.

Reconozco que un poco perra sí que fui, pisándoles ventas a los demás cada vez que me surgía la oportunidad sin cortarme un pelo, exactamente igual que hacían ellos en cuanto podían, no crean, sólo que… a mí se me daba mejor.

Por eso me gané fama de cabrona (merecida) y también de puta (inmerecida), extendiéndose el rumor entre mis compañeros de que no me cortaba a la hora de follarme a un comprador, si con eso conseguía cerrar una venta.

Les juro que eso es del todo falso. Sólo en una ocasión salí con un cliente y fue sencillamente porque nos gustábamos, sin segundas intenciones. Pero la gente se enteró y la fama permaneció.

Me daba igual. Que murmuraran cuanto quisieran. Lo único importante para mí era Borja.

Yo ponía el alma en cada venta, currándomelo de verdad y usando todos los recursos que tenía disponibles. Mi inteligencia, mis conocimientos, mi don de gentes… y sí, por qué no decirlo: mi atractivo físico.

Sé que soy una mujer seductora. Siempre lo he sabido y he procurado sacar el mejor partido de ello. Nadie me censuraría por utilizar mi inteligencia para hacer bien mi trabajo así que: ¿por qué no iba a usar el atributo de mi belleza, si al fin y al cabo también me la había suministrado la naturaleza?

Me consta que soy sexy y he usado esa ventaja tanto como he podido. Unas veces salía bien, como cuando lograbas una venta poniendo de buen humor al cliente, simplemente por llevar un botón de más en la blusa desabrochado y otras veces salía el tiro por la culata, como cuando un imbécil te hacía un bombo a ti en vez de a otra, sólo porque te escogió por ser más guapa que las demás.

Así que veo mi aspecto físico como un factor útil en mi trabajo, una herramienta más y, por supuesto, las herramientas hay que cuidarlas, por lo que acudo al gimnasio al menos dos veces por semana, para mantener los muslos firmes, el culo prieto y las tetas apuntando al frente.

Vale, vale, ya sé que lo que quieren ustedes es que sea un poco más concreta. De acuerdo, les diré que soy de cabello castaño, ojos azules, 1,70 de altura, peso 54 kilos y mis medidas son 94, 61, 90, un poquito tetona, pero no está nada mal ¿eh?

Desde luego, a Sergio sí que le parecía atractiva, eso puedo asegurarlo.

Sergio y Borja. Borja y Sergio. Siempre juntos. Dos de los tres mosqueteros. Siempre por casa, me acostumbré a verle si no como un hijo… al menos como un sobrino muy querido. Y Úrsula veía igual a Borja.

Por el título de la historia, habrán deducido que Úrsula también tiene un papel protagonista en todo esto, ¿verdad? Os hablaré un poco de ella.

Madre soltera, como yo, también se había visto obligada a criar a su hijo casi sola (con la única ayuda de sus padres), pues el tiparraco que la preñó no quiso saber nada de ella (lo que, bien mirado, fue una suerte), por lo que su vida se parecía bastante a la mía, aunque, en su caso, siendo maestra, el sueldo no le daba para demasiadas alegrías, por lo que seguía viviendo en un pequeño apartamento junto a su vástago, mientras que yo había comprado a través de la agencia una preciosa casa mata de enorme patio, junto al parque, abandonando años atrás el edificio en que me crié.

Era por eso (y sobre todo por la piscina que teníamos en dicho patio) que los chicos, de pequeños, preferían estar en nuestra casa antes que en su piso, aunque, a medida que fueron haciéndose mayores, equilibraron los ratos que pasaban en ambos hogares, prácticamente alternando las visitas en casa de uno o del otro.

Úrsula había sufrido una experiencia similar a la mía; chica tonta (un par de años mayor que yo), novio universitario salido y preñez al canto, sólo que sus padres se habían mostrado más comprensivos que los míos, no obligándola a matrimonios glamurosos, encargándose además de criar a Sergio mientras ella lograba terminar magisterio.

Curiosamente y a pesar de los claros paralelismos de nuestras vidas, nunca llegamos a congeniar por completo. Nos apreciábamos, por supuesto y ambas confiábamos la una en la otra a la hora de encomendarnos a nuestros respectivos retoños, pero la amistad no acabó de cuajar.

No sé, quizás fue que, en el fondo, las dos nos sentíamos un poco molestas cuando estábamos juntas, pues sentíamos que, por una vez, las miradas que los hombres nos dedicaban habitualmente se repartían entre dos, en vez de ser sólo para una.

Lo admito. Úrsula está muy buena.

Como he dicho, ya ha cumplido los 37, pero he de reconocer que se conserva muy bien. Sé que también va al gimnasio, aunque no al mismo que yo, cosa que creo es a propósito, pues el mío queda bastante cerca de su casa.

Rubia, tetona y con un culo que hasta yo le he dedicado un par de miradas apreciativas y eso que las mujeres no me atraen en absoluto. No es de extrañar pues, que mi Borja no se conformara en pasar todas las tardes en mi casa y quisiera estar de vez en cuando donde pudiera regalarse la vista con la jamona mamá de su amigo. Menos mal que Úrsula es profesora de primaria, porque, de haber sido maestra de instituto, apuesto a que sus clases, rodeada de mozos en plena pubertad, habrían sido un auténtico espectáculo.

Y Sergio… exactamente igual… pero conmigo.

Como dije antes, los acontecimientos que voy a narrar tuvieron su inicio hace seis meses, pero ya desde mucho antes había observado el franco interés que Sergi sentía hacia mí. Bueno hacia mí exactamente no, más bien hacia mis tetas y mi culo.

Qué quieren que les diga, yo sabía perfectamente que el chico me encontraba atractiva y lo cierto es que jamás le di importancia.

Ya tengo 35 años, sé que todavía soy joven, me mantengo en forma y aún me quedan por delante muchos buenos años; pero, aún así, reconozco que, cuando me miro en el espejo y descubro alguna arruguita aquí o algún centímetro de más allá, me siento un poco mal y el hecho de que un jovenzuelo imberbe, que debía de estar rodeado de guapas jovencitas de instituto, me echara disimuladas miraditas cada vez que podía… me halagaba profundamente.

Aún recuerdo cuando los niños eran pequeños, 7 u 8 años y Úrsula o sus padres los traían a casa para que pasaran la tarde. El pequeño Sergio, que era un torbellino, entraba disparado para abrazarme y darme un beso entre risas. Era un niño abierto y extrovertido, una alegría de chaval…

Pero… cuando llegó la pubertad… los besos y abrazos desaparecieron como por ensalmo y, a cambio… aparecieron los rubores, las miraditas culpables y el azoramiento al hablar. La edad del pavo, vaya.

Yo sabía perfectamente que el pobre chico se me comía con los ojos, más de una vez le sorprendí mirándome el escote, o deleitándose con mi trasero en cuanto me daba la vuelta.

Por cierto, permítanme que haga un inciso; no sé qué les pasa a los hombres, no importa la edad que tengan, se creen que pueden mirar a una mujer con las babas colgando y que nosotras, aquejadas de algún tipo de ceguera selectiva, no nos enteramos de nada.

Sois gilipollas. Nos damos cuenta siempre, lo que ocurre es que no puedes pasarte la vida pegándoles gritos a los tíos que se asoman en tu canalillo y montando broncas con todos. Además, como ya habrán deducido antes, cuando les hablaba de mis “técnicas de venta”, lo justo es reconocer que no me molesta precisamente que me miren.

Y, si el que me mira, es un guapo jovencito… admito que hasta me agrada.

No, no me malinterpreten, no estoy diciendo que fuera provocando al chaval para ponerlo cachondo y sentirme guapa, eso no es verdad. Yo no hacía nada especial para acentuar su interés; simplemente… no le hacía caso.

– Si quiere mirar… que mire – me decía a mí misma.

Sabía que el chico estaba en plena pubertad y era obvio que yo le gustaba, así que… ¿qué tenía de malo si, cuando estaba dándole a la manivela, (seguro que varias veces al día, como mi Borja) tenía en la mente la imagen de mi escote en vez del de la actriz, cantante o compañera de clase de turno? Yo no veía nada de malo en ello.

Y de hecho, nada malo pasó. Los chicos siguieron pasando por casa con tranquilidad, Sergio se mostraba amable y con confianza cuando yo estaba presente, sólo que un poquito más tímido que cuando era un crío y eso era normal ¿no?

Hombre, tampoco voy a decir que no me gustara provocarle un poquito, ya saben, por darle gusto al ego. Pero siempre eran cosas inocentes, como ponerme a tomar el sol en bikini cuando estaban los dos en la piscina, o preguntarles a ambos su opinión sobre cómo me quedaba la minifalda que pensaba llevar por la noche en la cita con el galán de turno, mientras me regocijaba interiormente al leer la franca admiración en los ojos del chico. Ya ven, cosas sin importancia, lo justo para satisfacer mi vanidad.

Hasta el día de la torcedura.

Por si no lo saben, ese día aconteció hace 6 meses, ja, ja, como si no lo hubiese dicho ya. Perdonen la broma, ahora que voy a meterme en materia, me he puesto incomprensiblemente nerviosa.

Ese día empezó con intensidad, con una sorpresa imprevista, pero, contrariamente a lo que esperan si han leído desde el principio, el origen de mi turbación no fue Sergio, sino Borja, mi hijo.

Aunque, supongo que el sobresalto que tuve yo, no tuvo ni punto de comparación con el suyo.

A ver, mamás que tenéis o habéis tenido hijos adolescentes y que estáis leyendo esta historia, estoy segura de que más de una os habréis visto envueltas en situaciones similares.

Me levanté un poco antes de lo habitual, sin que el despertador llegase a sonar y, como todos los días, me di una ducha rápida. Tras hacerlo, me medio vestí y, estúpida de mí, al no haber escuchado a Borja levantarse (como digo, era temprano, aunque yo no era demasiado consciente de ello) fui a buscarle a su cuarto, olvidándome de llamar mientras terminaba de secarme el pelo con una toalla.

Seguro que ya se barruntan el espectáculo que me encontré.

Borja estaba sentado frente a su escritorio, con los boxers bajados hasta los tobillos, aferrando con su mano derecha una bastante respetable erección, agitándola frenéticamente mientras no se perdía detalle de la pareja que follaba despendolada en el monitor de su ordenador.

Bueno, en realidad es más correcto decir que eso estaba haciendo hasta la milésima de segundo precisa en que la tonta de su madre entró en su cuarto sin llamar y le sorprendió en plena paja, pues, en cuanto la puerta se abrió, el pobre chico pegó un bote en su asiento y, a la velocidad de la luz, se agachó y se subió de golpe los calzones, tapándose el asunto como buenamente pudo mientras gritaba enojadísimo:

– ¿Se puede saber qué haces? ¿Es que no sabes llamar?

Yo estaba estupefacta, patidifusa, de pie en el umbral, con una mano aferrada al pomo de la puerta y con la otra sosteniendo la toalla sobre mis húmedos cabellos, paralizada bruscamente en su tarea de secarme el pelo.

– Pe… perdona, Borja – balbuceé – Creí que te habías quedado…

– ¿Te quieres largar ya? – aulló el pobre, colorado como nunca antes le había visto.

– Sí claro, perdona… me voy – dije, reaccionando por fin.

Salí del dormitorio, sintiéndome avergonzada y, en el fondo, un poquito divertida por la situación. En cuanto cerré, se escuchó un golpe sordo contra la puerta y pude imaginarme perfectamente a mi hijo arrojando un cojín hacia donde estaba segundos antes la tonta de su madre.

Poco a poco, fui despertando del shock y entonces le encontré el lado cómico al asunto. Me eché a reír, pero, temiendo que Borja me escuchara y echar así más aceite al fuego, me tapé la boca con la mano para sofocar las carcajadas y regresé a mi cuarto para terminar de vestirme.

– ¿Seré idiota? – me regañé en silencio mientras me miraba al espejo para maquillarme – Desde luego… a quien se le ocurre.

Meneé la cabeza, divertida.

– Por lo menos, el chico está en forma. Quemando energías ya de buena mañana.

Y me reí de nuevo.

Supongo que todas las madres de adolescentes me entenderán; no soy estúpida y desde años atrás era plenamente consciente de que, sin duda, Borja se dedicaba a darle al manubrio siempre que podía; pero, una cosa es saberlo y otra muy distinta enfrentarte con la confirmación visual de que tu hijito anda ya muy… despierto.

Obviamente, había tenido muchos indicios antes, duchas más largas de lo normal, clave en el ordenador para que su mami no pudiera fisgar donde no debía, algún rastro pegajoso en sábanas o ropa interior… pero coño, encontrarse de bruces con tu querido hijo meneándosela… tiene su aquel.

Un rato después, un bastante serio e indignado Borja se reunía conmigo en la cocina, donde le esperaba su desayuno ya preparado. Queriéndome hacer perdonar, le había preparado tortitas, su desayuno favorito y no me había andado con melindres en cuanto a la cantidad.

Cuando entró en la cocina, pude calibrar perfectamente que estaba molesto, pero, sobre todo, avergonzado, así que decidí intentar quitarle hierro al asunto, usando un poquito de humor.

– Toma, cariño – le dije ubicando un gran plato de tortitas frente a él – Tienes que recuperar energías, después de tanto esfuerzo…

Se quedó atónito, mirando a su madre con la boca abierta sin saber qué responder. No aguantando más, me eché a reír y le abracé, besándole el cabello.

– Anda, que… ya te vale – dijo enfurruñado en cuanto le liberé de mi abrazo – Podías llamar a la puerta, leñe. ¿No has oído hablar de la intimidad?

– Perdona, cariño – le dije todavía sonriente – Comprendo que te dé vergüenza que tu madre te pille haciendo esas cosas. Te pido perdón, ya sabes que siempre llamo, pero iba pensando en la reunión de hoy y no me di cuenta…

– Sí, ya, lo que sea. ¿A ti te gustaría que yo entrara en el baño sin llamar cuando te estás duchando?

– Ay, nene – dije juguetona – ¿Es que quieres ver a tu mami desnudita?

– Déjate de bromas – dijo un poco cortado – Que estoy cabreado.

– Y te pido perdón, Borja. Tendré más cuidado de aquí en adelante. Ahora que sé que mi niñito practica ese tipo de… actividades – dije burlona.

– Mamá… – me reconvino él.

– No sé, cariño. Podías colgar una corbata en el pomo de la puerta cuando vayas a ponerte en faena… – seguí con la broma.

– Mamá – dijo él juntando las manos como si rezara – Te lo suplico, déjalo ya. Bastante vergüenza he pasado…

– Vale, vale – concedí – Perdona. Pero no seas tonto, no tienes nada de qué avergonzarte. Es la cosa más natural del mundo. Todo el mundo lo hace. Hasta yo lo hago – admití sin cortarme, tratando de restablecer la confianza.

– Sí, ya lo supongo. Pero, reconoce que es un palo que tu madre te pille… haciendo eso.

– Que sí, que sí. Mea culpa. Lo admito. Te pido mil disculpas.

– Ya está bien. Dejémoslo ya.

– ¿En serio? – dije riendo – ¡Vaya! Y yo que creía que por fin había llegado la hora de tener la charla de las abejitas y las florecitas. ¡Vaya chasco!

– Tranquila, mamá – dijo Borja, mucho más relajado – Esa charla es innecesaria. Soy autodidacta.

– Ja, ja. Muy gracioso. Claro, con tanta Internet, películas y demás, los jóvenes de hoy en día os enteráis de estas cosas bien pronto. Pero ten cuidado, que todo lo que puedes encontrar así son tonterías. Ya sabes, si tienes alguna duda…

– Hablaré con el consejero que nos da las charlas de educación sexual. Gracias, mami.

– ¡Tonto! Lo que digo es que puedes preguntarme lo que quieras.

– ¡Claro! Y aguantar tus cachondeítos hasta que me vaya de casa. Además, mamá, no sé si tú eres la más apropiada para darme una charla sobre planificación familiar y eso, ¿no? – dijo sonriente, guiñándome un ojo.

Yo jamás le había ocultado su origen a mi hijo, ni cómo fue concebido, ni quién era el imbécil de su padre. Él, acostumbrado a ello, no se cortaba en hablar del tema conmigo, bromeando incluso, sin ninguna clase de problemas.

Viendo que empezaba a hacerse tarde, me levanté de la mesa y, tras dejar mi taza en el fregadero, me acerqué de nuevo a mi hijo y volví a abrazarle.

– En eso tienes razón. Y, además, con todos los años que faltan para que me dejes solita. Porque, tú no vas a irte nunca ¿verdad?

– En cuanto cumpla los 18, me piro – respondió él, continuando con una broma que nos traemos desde tiempo atrás.

– De eso nada, monín. Tú te quedas aquí conmigo.

Recogí el bolso y salí de la cocina. Pero, en el último momento, se me ocurrió otra cosa y, volviéndome a asomar desde el umbral le dije:

– Oye, Borja, por cierto. ¿Tú eres virgen? Y no, haberlo hecho con tu manita no cuenta…

Y me largué disparada de allí tras verle enrojecer de nuevo, sin darle tiempo a que me arrojara la tortita que se estaba comiendo, como estaba a punto de hacer.

Como les he dicho, el día empezó con sorpresa. La anécdota no tenía mayor importancia, era una tontería propia de la convivencia, seguro que muchos de ustedes tienen historias similares, pero, esa mañana… no sé que me pasó, pero lo cierto es, que la visión del pene erecto de mi hijo… me perturbó un poco.

No sé. Quizás influyó en mí que llevaba ya algún tiempo sin una cita, pues, últimamente había estado tan liada con el trabajo que había rechazado todos los intentos de acercamiento masculinos, así que llevaba una buena temporada sin sexo (descontando el que me procuraba yo solita, como Borja).

Mientras conducía, rememoraba divertida la anécdota matutina, pero centrándome más de lo apropiado en la erección, que parecía haber quedado grabada en mis retinas, pues bastaba un simple parpadeo para poder verla de nuevo en toda su plenitud.

– Bueno, parece que mi hijo no está nada mal armado – dije en voz alta en la soledad de mi coche.

Por fortuna, pronto llegué a la casa donde estaba citada con mis futuros (así lo esperaba al menos) clientes y pude concentrarme en el trabajo. Se trataba de un matrimonio más o menos de mi quinta, padres de 2 hijos, el mayor de los cuales tendría la edad de Borja. El hecho de que hubieran traído a los chicos a ver la casa, haciéndoles faltar al colegio, me indicó que la venta estaba muy próxima.

Mientras les enseñaba (ya por tercera vez) la vivienda, me fijé en que el chico, el jovencito, literalmente me devoraba con los ojos, lo que me recordó a Sergio. Y a Borja y su…

– Vaya, vaya, amiguito – pensé en silencio mientras el chico me miraba las tetas con disimulo – Mira cuanto quieras guapín, pero no te olvides de decirle a tus papás que la casa te encanta, así podrás verme más veces, cuando quedemos para firmar el contrato, por ejemplo.

Pero claro, no dije nada, limitándome a dedicarle una cálida sonrisa al chico, que le hizo ruborizarse.

– ¡Qué mono! – pensé – Pero, apuesto a que no la tienes tan gorda como mi Borja…

Dejé al chico solazarse la vista cuanto quiso, fingiendo no darme cuenta de nada. Su papi también me dedicó un par de miradas apreciativas, pero con mucho más cuidado, para que no se diera cuenta la parienta.

Yo, experta en esas lides, me había vestido ese día con bastante recato, con falda por debajo de la rodilla y una blusa correctamente abrochada, debajo de una chaqueta a juego con la falda, pues no es buena idea lucir demasiada carne cuando la esposa del comprador le acompaña en la transacción.

Así que, sabiendo cómo manejarme perfectamente en esas situaciones, procuraba estar en todo momento con la mujer, bromeando y charlando con ella, para que viera lo simpática y atenta que era yo y que en modo alguno iba a intentar flirtear con su marido. Y, de paso, al mantenerla distraída, permitía que el buen hombre se regalara la vista como hacía su hijo.

Si sois vendedoras, os voy a dar un consejo: no cabréeis a la mujer tratando de mostraros demasiado simpáticas con el marido. La venta se os cae seguro (obviamente, se aplica lo mismo a los vendedores y las esposas).

Pues bien, la cosa salió a pedir de boca y sellamos el compromiso de compra esa misma mañana.

Contenta porque todo hubiera salido tan bien, decidí tomarme el resto del día libre y, pensando en resarcir un poco a Borja, se me ocurrió llamarle para invitarle a almorzar. Como sabía sus horarios de clase, le di un toque justo durante el último de sus descansos.

– Dime, mamá – resonó su voz en el coche a través del manos libres.

– Hola, tesoro. Te llamo porque he terminado antes de lo que esperaba y he pensado en invitarte a comer. Dile a Sergio que se venga.

– Vaya, pues vienes que ni pintada – dijo mi hijo.

– ¿Por qué?

– Verás. Este idiota ha tropezado antes en un escalón y se ha torcido un tobillo. Me iba a saltar la última hora para ir a casa a por la moto para llevarle, pero si tú vienes a por nosotros, de coña.

– ¿Sergio? – dije preocupada – ¿Qué le ha pasado? ¿Es grave?

– ¡Nah! No es nada. Una torcedura. Pero le duele al apoyar el pié.

– Vale. Quedaos ahí a la hora de salir y yo os recojo.

Una hora más tarde y tras haber aprovechado el rato para llevar el coche a lavar, recogí a los dos jóvenes en la puerta del instituto.

Sergio, efectivamente, iba a la pata coja apoyado en el hombro de mi hijo, que cargaba además con las mochilas de ambos.

– Hola, Elvira – saludó tímidamente Sergio cuando detuve el auto frente a ellos.

– Hola guapo. Qué mala pata, ¿eh? – dije riéndome mientras miraba su pie alzado.

– Muy graciosa mamá – dijo Borja con la voz un poquito tensa por el esfuerzo – Anda, sube atrás, mandril y pon el pie en el asiento, que irás más cómodo.

Ayudado por mi hijo, Borja se ubicó en el asiento trasero, apoyando la espalda en la puerta detrás del pasajero y estirando la pierna sobre el acolchado.

– ¿Y cómo te has apañado? – pregunté mirando hacia atrás, asomándome entre los dos asientos.

– Porque es imbécil – intervino Borja entrando en el coche y saludándome con un beso en la mejilla – Iba mirando lo que no debe y claro…

– ¿Lo que no debe? – pregunté divertida, barruntándome por donde iban los tiros – Adónde irías mirando tú, alma de cántaro, a alguna chica guapa, sin duda.

– Y tanto – continuó con la burla Borja – Celia, que iba hoy en minifalda, venía bajando las escaleras… éste que subía…

– Calla, idiota – farfulló Borja, intentando darle a su amigo un coscorrón.

– No te preocupes. Déjale que se ría. – intervine – Luego, en el almuerzo, te cuento una cosa que ha pasado esta mañana…

– ¡MAMÁ!

Esto es una especie de poder que tenemos todos los padres, no importa lo seguros en si mismos que sean nuestros hijos, todos tenemos la capacidad de avergonzarles a poco que nos lo propongamos.

Y así, entre risas, conduje a los dos jóvenes hasta un restaurante que nos gustaba mucho, donde comimos estupendamente.

Al terminar, me ofrecí a llevar a Sergio a su casa, pero Borja me dijo que habían pensado estudiar un rato, así que era mejor que fuéramos a casa y luego él mismo llevaría a Sergio en la moto.

Pero la cosa no salió así.

………………………………………………

Cuando llegamos, los chicos se ubicaron en el salón, en la mesa grande, con un montón de libros encima, con el aire acondicionado puesto a toda hostia, pues, a pesar de ser un día primaveral, hacía bastante calor.

Yo, que no tenía nada mejor que hacer, pensé que era buena idea relajarme un rato tomado el sol y dándome un bañito en la piscina, así que, tras anunciar mis intenciones, dejé a los chicos liados con sus estudios y, una vez vestida con el bikini, me fui a una de las hamacas, acompañada de un refresco bien frío y de un buen libro.

Y no, no hice lo que están pensando. No me paseé luciendo palmito por el salón, salí al patio directamente por la cristalera del despacho, sin que los chicos me vieran.

Me quedé allí un buen rato, poniéndome morena con calma, con el cuerpo bien embadurnado en aceite solar; no leí mucho, pues enseguida me quedé adormilada, hasta que Borja vino a sacarme del amodorramiento en que me había sumergido.

– Mamá – dijo mientras se acercaba – Tengo un problema…

– Dime, hijo – respondí, quitándome las gafas de sol y mirándole fijamente.

– Acaba de llamarme Paco. Por lo visto el entrenador nos había convocado esta tarde y a él se le ha pasado avisarme. Tengo que salir disparado.

– Vale. ¿Y dónde está el problema?

– Ahora mismo no me da tiempo a llevar a Sergio, pero no pasa nada, él se va a quedar estudiando un rato más y luego vuelvo y le llevo en la moto. Pero, si la cosa se alarga…

– Tú tranquilo – respondí, pillándola al vuelo – Con el pie así no se va a ir andando. Si ves que no vas a poder venir, dame un toque al móvil y yo le llevo.

– ¡Gracias, mamá! – dijo Borja sonriéndome.

– Antes de irte, tráeme mi teléfono que lo he dejado en la mesita. Aquí se está estupendamente y no tengo ganas de moverme.

– Claro.

Un par de minutos después, mi hijo regresó, vestido ya con la ropa de deporte y, tras entregarme mi móvil, me dio un beso de despedida y salió como alma que lleva el diablo.

Yo, sin alterarme lo más mínimo, volví a tumbarme en la hamaca, pero la charla y el saber que probablemente no iba a poder pasarme toda la tarde remoloneando, pues era casi seguro que me iba a tocar hacer de chófer, consiguieron que se me pasara el sueño por completo, con lo que permanecí bien despierta. Y claro, me puse a darle vueltas al coco.

Y, a mi mente, regresaron las intensas imágenes de la mañana.

Releyendo estas líneas, me doy cuenta de que no me he expresado bien y estoy acabando por dar la impresión de que estaba un poquito cachonda por haberle visto la polla A MI HIJO. Y no es así. Estaba un poquito cachonda porque había visto UNA BUENA POLLA y nada más. En ese momento no albergaba en mí ningún tipo de pensamiento incestuoso.

Sacudí la cabeza, tratando de librarme de esas imágenes, pero, como no lo conseguía, pensé que era una buena idea ir a por otro refresco y, de camino, dedicar un par de minutos a actuar como buena anfitriona.

Cogí el pareo que había dejado a un lado y me lo lié a la cintura a modo de falda, caminando de regreso a la casa, fantaseando medio en broma sobre si sorprendería a Sergio haciendo lo mismo que por la mañana su amigo.

Pero qué va, el chico era super aplicado, así que le encontré en el salón bien concentrado en sus libros y nada en su actitud me indicó que hubiera estado haciendo ni pensando nada raro.

Al menos hasta que entré en el salón en bikini.

– Oye, Sergio, me ha dicho Borja que si va a volver tarde, te lleve yo a tu casa.

El chico, que no me había oído llegar, se puso colorado rápidamente cuando alzó la vista y se encontró con la mamá de su amigo, medio desnuda, hablándole como si tal cosa.

– ¿Có… cómo dices? – dijo el chico, mirándome con timidez a los ojos, temeroso de que me hubiera dado cuenta de adónde había mirado primero.

Lo que dije antes. Pensáis que estamos ciegas.

– Que luego te llevo yo a casa, si Borja no viene a tiempo.

– ¡Ah! Sí, bueno, eso me ha dicho. Pero no hace falta que te molestes. Puedo llamar a mi madre o coger el bus…

Sacudí la cabeza. El chico seguía siendo demasiado educado.

– Sergi, hombre, déjate de tonterías. Que hay confianza, leñe. Vas a molestar a tu madre estando yo aquí tirada a la bartola. Yo te llevo luego y punto. Tu madre haría lo mismo si fuera al revés, ¿o no?

– Sí, claro… – dijo el chico, poniendo todo su empeño en seguir mirándome a la cara.

– Pues ya está. Me vuelvo a la piscina. Voy a coger un refresco de la cocina, ¿quieres algo? Que con ese pié, si te entra sed…

– Sí, vale – asintió Sergi, más tranquilo – Te lo agradezco.

– Enseguida te lo traigo.

Como sé perfectamente la marca que le gusta a él, fui a la cocina y cogí dos latas, regresando al salón y dándole una al muchacho.

– Aquí tienes.

– Gracias.

– Oye, se me ocurre que… – dije de pronto – Hace calor. ¿No te apetecería darte un bañito? Si quieres subo a por tu bañador, te cambias y te ayudo a ir a la piscina.

– ¡OH! Gracias, Elvira, pero me queda un rato todavía. Estoy liado con esto – balbuceó el pobre chico, aferrando todos los papeles a la vez, sin acabar de decidirse por ninguno.

– Bueno, como quieras. Me voy… solita… – bromeé – A aburrirme… sin nadie con quien charlar…

Le conozco como si le hubiera parido y sabía perfectamente que bromear era la mejor forma de conseguir que se relajase y se le pasase la vergüenza.

– Vale, vale, Elvira. Tú ganas. – dijo riendo – Mira, tráeme el bañador y dentro de un rato, cuando haya acabado con estos ejercicios, te hago compañía un rato.

– ¡Eso! ¡Compadécete de esta pobre vieja! ¡Eres un buen chico! ¡Tu madre estará orgullosa!

– ¿Vieja tú? – dijo Sergio sin pararse a pensar – ¡No digas tonterías! ¡Ya quisieran las demás estar como tú! ¡Eres guapísima!

Y se quedó callado de golpe, súbitamente azorado por lo que acababa de decir. Yo me sentí igual. No queriendo avergonzarle, decidí que ya estaba bien de juegos.

– Vaya, Sergio, te agradezco el piropo – dije, un poquito turbada, pues era la primera vez en la vida que Sergio me decía algo semejante – Y, ya fuera de bromas, te traigo el bañador y, cuando quieras, me das un toque al móvil y vengo a ayudarte. Si te apetece, claro…

– Vale – asintió.

Así lo hice. Subí al cuarto de Borja y, de un cajón, cogí uno de los bañadores de Sergio, que había dejado en casa para cuando los dos usaban la piscina.

Se lo llevé al salón y, sin intercambiar más que una nerviosa sonrisa, regresé a mi hamaca, dejando al chaval con sus estudios.

Y claro, en cuanto me encontré de nuevo a solas, me puse a darle vueltas al coco, pensando en las palabras que se le habían escapado al chico.

A ver, yo sabía que le gustaba, pero nunca antes se había atrevido a expresarlo abiertamente. Me había dicho guapa en otras ocasiones, claro, como cuando les pedía opinión a mi hijo y a él sobre cómo me quedaba alguna prenda o sobre si estaba bien arreglada para una cita, pero siempre había sido corroborando las palabras de Borja, diciéndolo más bien de compromiso.

Pero, esta vez… le había salido de dentro… había dicho abiertamente que me encontraba atractiva. Estando los dos a solas, que no se nos olvide. Y eso… me ponía nerviosa.

– Jo, vaya día llevo – dije en voz alta, en la soledad de la piscina – Esta mañana pillo a mi hijo en plena faena y ahora consigo que su amigo diga que estoy muy buena.

Me sentía alterada, un poquito turbada por la posibilidad de que el teléfono sonara y Sergio me pidiera que fuera a ayudarle. A medida que los minutos fueron pasando y el móvil seguía mudo, fui sosegándome un poco, pensando que, lo más probable, al chico le dieran corte sus palabras y no se atreviera a venir, lo que me parecía estupendo.

Bueno, del todo no. Una parte de mí sí que quería que aquel teléfono sonara.

Y claro, por culpa de aquel rollo… no podía apartar mis pensamientos de Sergio.

¿Estará estudiando? ¿Estará avergonzado por haber admitido que la madre de su amigo le pone? ¿Pensará venir? ¿Se habrá olvidado del tema?

Como ven, mi cabeza era un auténtico batiburrillo, dándole vueltas a todo lo que se me ocurría, hasta que, de pronto, un pensamiento penetró en mi cabeza acallando todos los demás…

¿Se habrá puesto cachondo? ¿Estará aprovechando que está solo para masturbarse pensando en mí?

No sé cómo se me ocurrió aquello, supongo que el recuerdo del incidente con Borja había provocado que la imagen de jovencitos haciéndose pajas estuviera latente en mi cerebro. Pero, lo cierto es que, a partir de ese instante, sólo pude pensar en si Sergio estaría meneándosela en el salón o no.

Y empecé a fantasear.

– ¿Se estará tocando? – pensaba – ¡Joder, a ver si se me ha ido la mano…! ¿Te imaginas? A lo mejor ahora mismo está en el salón, con los ojos cerrados, dale que te pego mientras piensa en mí.

Sacudí la cabeza, tratando de expulsar esos pensamientos.

– No seas estúpida, Elvi. Sergio es muy buen muchacho. Vale que, en la intimidad de su casa, haga sus cositas, pero seguro que ahora mismo está estudiando tan tranquilo y no está pensando en mí para nada.

Pero no conseguía calmarme.

– ¡Qué tonta eres! – me dije – Si quieres comprobarlo, levántate y ve a mirar. Sí claro, muy buena idea… Y si le pillo en plena paja, como a Borja, ¿entonces qué? ¿Le pido disculpas y espero a que me arroje un cojín? Y a lo mejor… ¿Y si no está en el salón, sino que me está observando desde el despacho, escondido tras la cortina, machacándosela como un mono mientras me mira aquí medio desnuda?

Aquel pensamiento era todavía peor. ¿Y si me estaba espinado? Tragando saliva para armarme de valor, me incorporé sobre la hamaca y, con disimulo, miré hacia la cristalera que comunicaba el patio con mi despacho.

La cortina estaba abierta de par en par. Allí no había nadie.

– ¡Serás gilipollas! – me dije dándome una palmada en la frente – Elvi, necesitas salir por ahí y que te echen un polvo. Se te está yendo la cabeza.

Avergonzada y deseando alejar por fin aquellas ideas, me levanté y me arrojé de cabeza a la piscina, poniéndome a nadar un rato, tratando de dejar de pensar en tonterías.

Hice unos cuantos largos y, cuando empecé a sentirme cansada, decidí salir del agua, pero, en vez de usar la escalerilla, me apoyé en el borde e, impulsándome con los brazos, salí trepando.

Entonces fue cuando le vi. Sergio había venido él solito y estaba echado en otra hamaca, vestido con el bañador y una camiseta, sin mirarme directamente, aunque se veía, por el rubor de sus mejillas, que no se había perdido detalle de mi surgimiento de entre las aguas.

– Estupendo – pensé en silencio – Y encima le das al chico el espectáculo de la tía en bikini chorreando saliendo de la piscina. Como en un anuncio.

Y, por la cara que ponía, se veía que a Sergi le había gustado la publicidad.

Simulando no darme cuenta de nada, caminé hasta mi hamaca y, aferrando la toalla, me sequé, procurando quedar bien tapada por la tela.

– ¿No habíamos quedado en que ibas a llamarme al móvil? – le dije mientras me secaba.

– Lo he hecho – dijo él, mirándome de nuevo – Como no contestabas, he venido yo solo. A la pata coja.

– Perdona – respondí – No lo habré oído por estar en el agua.

– Tranquila. No hay problema. Mientras no apoye el pié, no me duele nada.

– ¿Quieres otro refresco? – le dije de repente, por decir algo – Yo voy a ir a por uno. Con este calor…

– Bueno… vale – asintió.

– Enseguida vuelvo.

Un poquito azorada, regresé a la casa intentando caminar con normalidad. No paraba de repetirme que no debía mirar atrás, pues, si lo hacía y le pillaba mirándome el culo, no sabría ni qué cara ponerle.

Por fin, atravesé la cristalera y, en cuanto estuve segura de que no podía verme, me giré y le espié desde el interior del despacho. Sergio seguía en su hamaca, de espaldas a mí y no parecía haberse movido ni un centímetro.

– Anda, que… menuda película te estás montando – me dije.

Desde luego, me hacía falta echar un polvo como el comer.

Más tranquila, fui al baño (beber tanto refresco es lo que tiene) y después a la cocina a por las latas. Entonces se me ocurrió que, para quitar un poco de hierro al asunto, lo mejor era mostrarse un poco más discreta, así que pillé una camiseta de algodón y me la puse encima del bikini, en un intento de exhibir menos carne.

Se me ocurrió que, quizás Borja, al ver la camiseta, adivinaría el motivo por el que me la había puesto y pasaría vergüenza por ello, pero concluí que mejor que la pasara él a que la pasara yo, como sin duda sucedería si le sorprendía mirándome las tetas cubiertas tan sólo por el bikini.

Me reuní de nuevo con el joven y, tras darle la lata, me eché de nuevo en mi hamaca. No pareció en absoluto sorprendido o avergonzado porque yo hubiera ocultado un poco la mercancía, lo que me serenó un poco.

– Qué bien se está aquí – dijo Sergio tras abrir su refresco.

– Sí que es verdad. Como estamos cerca del parque, no hay coches y esto es muy tranquilo.

– Me encanta venir aquí. Mi casa está bien, pero ésta…

– Se entiende. Con la piscinita…

Sergio me miró, como si fuese a decir algo más. Pero optó por quedarse en silencio, aunque yo sospechaba qué había estado a punto de decir.

– Y cuéntame – dije tratando de cambiar de tema – ¿Cómo te las has apañado para caerte?

– ¿No te lo ha dicho ya Borja? Me he quedado mirando a una chica, me he despistado…

– Ay, todos los tíos sois iguales… – dije riendo.

– Leñe, Elvira, que no hacía nada malo. Me he distraído mirando una chica guapa y he pisado mal un escalón.

– Si es que sólo pensáis en una cosa…

– No digas eso. A cualquiera podría pasarle. Si tú ves a un tío atractivo, ¿no lo miras?

– Vale, vale, tienes razón – admití, tratando de evitar que la conversación siguiera por esos derroteros.

Por fortuna, Sergi no insistió en el tema, así que seguimos hablando tranquilamente durante un rato, de los estudios sobre todo. Pero claro, una adulta hablando con un joven, siempre tiene que acabar por meter la pata.

– Bueno, dime. ¿Y de chicas qué tal? ¿Estás saliendo con alguna?

– ¿Yo? ¡Qué va! – dijo poniéndose súbitamente serio – Las tías no me hacen ni caso.

– ¡Venga ya! – exclamé sin pensar – ¡Eso no me lo creo! ¡Con lo guapo que eres! Buen estudiante, guapetón… ¡Seguro que las tienes haciendo cola!

¿Pero qué estaba diciendo? ¡Me estaba metiendo yo solita en la boca del lobo! Mi cabeza iba por un lado, pero mi boca no le hacía ni puñetero caso, diciendo lo que le daba la gana.

– Gracias – dijo él simplemente – Te agradezco el cumplido, pero sé que lo dices por compromiso, porque soy amigo de Borja…

– ¡Anda, no seas tonto! – exclamé de nuevo sin pensar – Si te digo que eres guapo es porque lo eres. Si yo tuviera quince años menos, te ibas a enter…

Me quedé petrificada. Pero, ¿qué coño me pasaba? ¿Me había vuelto loca? ¿No decía yo que nunca hacía nada para alentar al chico? ¿Y no se me ocurría otra cosa que decirle que me lo montaría con él si fuese un poco más joven?

Por suerte, Sergi, muy inexperto con las mujeres, no entró al trapo y no dio la respuesta obvia a mis palabras, limitándose a ponerse colorado y a beber de su lata en silencio. Le encontré hasta mono.

– No me malinterpretes… – dije azorada, tratando de arreglar el asunto – Lo que digo es que, como mujer que soy, puedo asegurarte que eres un chico atractivo y eso…

Entonces mi teléfono móvil se puso a sonar, mientras yo, mentalmente, le daba las más profundas gracias a quien quiera que fuese. Era Borja.

– Dime cariño – dije poniéndome en pié para charlar, más que nada para apartarme un poco de Sergio, pues su cercanía me ponía nerviosa.

– Hola, mamá. Mira, que al final no hay problema. Sólo era una reunión sobre el calendario. En un rato estoy en casa.

– ¡Uf! Menos mal… – pensé – Me ahorro de llevarle.

Alcé la mirada y miré de reojo a Sergio, pillándole in fraganti deleitándose con la visión de mi cuerpo. Fue entonces cuando fui consciente de mi aspecto: definitivamente, ponerme la camiseta había sido un error.

Al ponérmela sobre el bikini mojado, el algodón se había empapado, transparentando que daba gusto, cosa que, como es bien sabida, resulta tremendamente sexy. Además, la camiseta me llegaba sólo un poco por debajo de la cintura, tapando mis nalgas parcialmente, lo que, sin duda, había permitido al chico gozar de un buen primer plano de mi culo, cuando le di la espalda para hablar por el teléfono.

– Sí, tú sigue echando aceite al fuego… ya verás – pensé, simulando no haber visto la mirada lujuriosa del chaval.

– ¿Qué decías cariño? – dije al teléfono – No te oigo bien.

– Que, si no te importa, que Sergio se quede a cenar y luego le llevo en un momento con la moto.

– Sergio – dije apartando el teléfono – Borja dice que viene para acá. Que te quedes a cenar y luego te alarga él.

– Vale.

Y en eso quedamos.

Nerviosa por la charla con el chico y no queriendo animarle a nada más, me excusé diciendo que iba a darme una ducha antes de ponerme con la cena. Le pregunté si quería que le ayudara a regresar al salón, pero él (para mi alivio), dijo que esperaría allí a Borja.

Cinco minutos después, me encontraba bajo el chorro de agua fría de la ducha del baño de mi dormitorio, tratando de ordenar mis pensamientos. Seguía inquieta, nerviosa, algo se agitaba dentro de mí.

Pero, ¿qué me pasaba ese día? ¡Si no había ocurrido nada! Sergio se había comportado como siempre, educado y tranquilo.

Y total, ¿podía culparle si me había mirado un poco? Era normal ¿cómo no iba a mirar a una tía en bikini por la que se sentía atraído? Y él no había hecho nada más, el resto de la película me la había montado yo solita.

Sus ojos… aún podía sentirlos clavados en mí… mirando mi trasero, que asomaba bajo el borde de la camiseta… desnudándolo, acariciándolo…

¿Es que me estaba volviendo loca?

Muy agitada, pero sabiendo perfectamente cuál era la solución a mis desvelos, decidí que tenía que hacer algo para calmarme. Andaba un poco necesitada, ése era el problema, así que, como había hecho mi hijo por la mañana… tenía que aliviarme un poco.

Me eché sobre la cama, desnuda, empapando la colcha, pues aún estaba medio mojada de la ducha. Pensé en buscar mi consolador en la mesita, pero decidí no hacerlo, pues me apetecía más usar mis inquietos deditos.

Separé los muslos y, como hago siempre, abrí bien los labios vaginales usando dos dedos, pues me gustaba abrirme bien el coñito antes de empezar a masturbarme.

En cuanto mis dedos rozaron la trémula carne, un estremecedor gemido se escapó de mis labios, mientras una oleada de placer recorría mi cuerpo de la cabeza a los pies.

– ¡Joder, qué cachonda estoy! – exclamé, sorprendida por el efecto que había tenido el ligero contacto.

Pero, al escuchar mi propia voz resonando en la habitación, recordé que no estaba sola en casa.

– ¡Leñe! ¿Y si Sergio ha entrado? ¿Me habrá oído desde abajo?

Acojonada, me levanté de un salto de la cama y, completamente desnuda, caminé hasta la ventana, que daba directamente a la piscina. Ocultándome tras la cortina (no fuera el chico a mirar hacia arriba y me pillara en pelotas) me asomé con mucho cuidado, soltando inmediatamente un suspiro de alivio.

– Vaya, ya veo que has sido buen chico y sigues ahí traquilito – dije de nuevo en voz alta.

Efectivamente, Sergio seguía exactamente donde yo le había dejado, tumbado en su hamaca, sólo que, para tomar un poco el sol, se había quitado la camiseta, quedando vestido únicamente con el bañador.

– Vale – me dije – Voy a darme prisita y termino con esto…

Me disponía a regresar a la cama, para reanudar mi sesión masturbatoria, cuando una pícara idea asaltó mi cerebro.

Sin darme cuenta de lo que hacía, volví a asomarme por la ventana y a mirar a Sergi, que seguía tumbado tranquilamente. Me quedé un segundo admirando su torso desnudo, bien formado, apetecible, terso… Y un poco más abajo… el bulto en su bañador… ¿La tendría como Borja?… algo se agitó dentro de mí.

– ¡Qué coño! – exclamé – Él se pasa la vida mirándome el culo, así que… por una vez que mire yo…

Cuando quise darme cuenta, había empezado a masturbarme, allí de pié, junto a la ventana, asomándome al patio con cuidado desde detrás de la cortina, deleitándome con el cuerpo semidesnudo del amigo de mi hijo… haciendo precisamente lo mismo que él había hecho en mis fantasías de un rato antes…

Madre mía, cómo me puse de caliente. Cuando quise darme cuenta estaba literalmente chorreando entre las piernas… mis dedos chapoteaban en mis jugos, que se deslizaban voluptuosamente por la cara interna de mis muslos, haciéndome hervir de placer, sin apartar ni un instante la mirada del cuerpo adolescente de Sergi.

Me mordí los labios con lujuria, tratando de ahogar el grito que pugnaba por escapar de mi garganta, apreté los muslos, atrapando mi mano en medio, sintiéndola con intensidad, mientras mis dedos acariciaban y jugueteaban por todas partes.

Mi otra mano, sin ser apenas consciente de ello, se había aferrado a mis pechos, amasándolos y acariciándolos con lujuria, deleitándose con su dureza, estimulando los sensibles y durísimos pezones, haciéndome gemir de placer.

El orgasmo llegó rápidamente, con intensidad, tanta que me costó horrores no ponerme a gritar como loca. Sentí que las fuerzas me fallaban, así que, instintivamente, me agarré con fuerza de la cortina, arrancando varios ganchos de la barra, aunque, por suerte, los restantes fueron capaces de aguantar mi peso.

La corrida fue bestial, nunca lo había pasado tan bien masturbándome a solas. Entonces, me di cuenta de que, al desprender parcialmente la cortina del riel, ésta ya no me ocultaba. Asustada, me asomé a la ventana, pero, por fortuna, Sergio seguía quietecito, ajeno por completo a que la guarra de la madre de su amigo acababa de hacerse una paja en su honor.

– Te has perdido el espectáculo, amiguito – dije sonriendo tontamente, mientras regresaba a la seguridad del dormitorio – Joder, voy a tener que darme otra ducha.

Era verdad, me había puesto a sudar y olía un poco a transpiración… y a otras cosas.

Cuando acabé por fin de ducharme (otra vez) y, tras vestirme adecuadamente con un pantalón corto (por encima de la rodilla) y una camiseta, regresé al patio, donde me encontré con que mi hijo había vuelto ya.

Más calmada (sobre todo porque nada en el comportamiento de Sergi mostraba que se hubiera siquiera imaginado lo que había pasado en mi cuarto), les dejé tranquilos repasando unos libros (que supongo había traído Borja desde el salón) y me retiré a la cocina a preparar algo de cena.

Como aún era temprano, antes vi un rato la tele, pero me cansé enseguida de hacer zapping, así que acabé por ir a la cocina.

Iba a hacer algo sencillito, un poco de pasta, acompañada de albóndigas, que tenían un poco más de tarea.

Me tomé las cosas con calma, a mi ritmo, sin pensar para nada en los sucesos de la tarde. Se ve que la corrida que me había pegado era justo lo que me hacía falta y una vez aliviada, ya no tenían cabida en mi mente los lúbricos pensamientos de antes.

Puse la radio y, acompañada de música, me puse a hacer bolas de carne con entusiasmo, canturreando las canciones que me gustaban.

– ¡Mamá! – escuché de repente a Borja gritando desde el patio – ¡Ven y échame una mano! ¡Date prisa!

Sorprendida, dejé la albóndiga que estaba haciendo en el plato, junto a sus compañeras y, tras enjuagarme en el fregadero, salí a ver qué pasaba.

– ¡BROOOMMMM! – restalló un trueno en las alturas.

– ¡Leñe! – exclamé sorprendida – ¡Pues no se ha puesto a llover!

Efectivamente, de forma inesperada el tiempo había cambiado y, tras nublarse con rapidez, había empezado a descargar un chaparrón primaveral.

– ¡Mamá, ayuda a Sergi! ¡Yo recojo todos los papeles!

Miré a mi alrededor y me di cuenta de la magnitud del desastre que había acontecido. Por todos los rincones del patio se veían volando hojas de papel, desparramadas por una súbita ráfaga de viento, mientras mi hijo las perseguía desbocado.

Medio riendo, ofrecí mi hombro a Sergio, que también miraba divertido a su amigo. Tras ayudarle a entrar en casa, regresé junto a mi hijo y le socorrí en la caza de los folios fugados.

– ¡Mierda! ¡Joder! – se quejaba Borja – ¡La mitad se han caído en la puta piscina!

Demasiado ocupada persiguiendo hojas voladoras como para regañar a mi hijo por su lenguaje, miré al agua, donde, agitados por el aire y por la lluvia, vi flotando un buen montón de papeles. Enfurruñado, Borja me entregó los que había cogido y, tras descalzarse, se arrojó al agua, pescando tantos como pudo.

Minutos después, Sergio y yo nos partíamos de risa, mientras un muy enfadado Borja (muy enfadado y muy mojado) nos asesinaba con los ojos mientras se secaba como podía con la toalla que le había dado.

– Sí, tú ríete – me espetó mi hijo – Pero ahora te va a tocar a ti llevar el culo de éste hasta su casa. No voy a coger la moto si está lloviendo.

Mierda. Era verdad.

……………………………..

Un rato después de cenar y tras haber recogido la mesa (tarea de la que Sergi se libró en virtud de su lesión) los chicos se pusieron a tratar de ordenar el desastre de papeles mojados.

Yo, por mi parte, me senté en el sofá a leer tranquilamente, acompañada por el sonido de la lluvia repiqueteando en la ventana. Cuando quise darme cuenta, eran más de las once.

– Oye, Sergi – dije, sintiéndome muy perezosa – ¿Por qué no te quedas a dormir?

– Te lo agradezco Elvira, pero mi madre está esperándome. La llamé antes y le dije que luego me llevabais a casa. Además, mañana hay clase, tengo que ducharme, cambiarme de ropa…

Podría haber insistido (no hubiera sido la primera vez que uno cogía prestada ropa del otro), pero no quería quedar como una vaga desnaturalizada, incapaz de mover el culo del sofá una vez aposentada en él, así que lo dejé correr.

– Pues entonces será mejor que nos vayamos ya. Venga, moved el trasero.

Entonces habló Borja y sus sencillas palabras cambiaron para siempre mi destino.

– Mamá, ¿te importa si no os acompaño? Tengo que arreglar este desastre – dijo señalando el montón de hojas empapadas – Y tengo que repetir los deberes para mañana.

– No, claro – asentí – Pero ayuda a tu amigo a llegar al coche. Voy a coger el bolso.

Instantes después, me reunía con los chicos en el garaje. Sergio estaba ya en el asiento del pasajero y, en ese momento, mi hijo le decía algo en voz baja.

– Venga, despedíos que nos vamos. Vuelvo en un rato – le dije a Borja.

– Vale. Nos vemos mañana, capullo – le dijo mi hijo a su amigo.

– En serio, tío. No hace falta que te molestes en venir a por mí. Ya pillaré el bus.

– Calla ya, idiota.

Comprendí que Borja se había ofrecido a llevar a Sergi al insti. Sintiéndome interiormente orgullosa de la amabilidad de mi hijo, accioné el mando a distancia de la puerta y conduje el coche a las calles mojadas. Seguía lloviendo, aunque había bajado bastante la intensidad.

Al encontrarme de nuevo a solas con el chico, encerrados juntos en el reducido espacio del coche, los recuerdos de lo sucedido aquella misma tarde regresaron con fuerza, lo que provocó que me pusiera nerviosa.

Sergi, por su parte, parecía tranquilo, si acaso un poquito más taciturno de lo habitual en él, mirando ensimismado la lluvia a través de su ventanilla.

No queriendo tentar a la suerte, decidí respetar su silencio, dedicándome a conducir (nunca está de más ir atenta cuando llueve), aunque, en el fondo, estaba un poco extrañada porque Sergi no hubiera dicho ni mú.

Pronto averigüé en qué iba pensando.

– ¿Antes dijiste en serio eso de que soy guapo, que debo de ser atractivo para las chicas? – me preguntó inesperadamente, poniendo fin al silencio.

– ¿Cómo? – exclamé un poco sorprendida – Sí, sí claro que lo dije en serio – afirmé rehaciéndome rápidamente – Eres un chico atractivo.

– ¿Lo dices de veras? O es en plan: “le digo que sí para que no se sienta mal”

– A ver, Sergi – dije mirándole muy seria, aprovechando que nos habíamos detenido en un semáforo – No sé lo que les gusta a las chicas de hoy en día… No sé si todas buscan un Cristiano Ronaldo, o qué demonios. Sólo sé que eres un chico atractivo, por supuesto que sí y si alguna chica no piensa así… es que es tonta… o ciega.

Sergi me sonrió cálidamente, mirándome a los ojos por primera vez, lo que acentuó un poquito mi nerviosismo, aunque no sabía por qué. Quizás porque se le veía un tanto más sereno, seguro de sí, como si hubiera tomado una decisión sobre algo.

– Gracias. Significa mucho para mí que digas eso. Pero, entonces, aclárame una cosa… ¿Por qué no ligo? ¿Qué tengo que hacer para que las chicas se fijen en mí?

Le miré, de nuevo, sonriendo al comprender que el pobre chico estaba pidiéndome consejo. Me sentí más tranquila.

– Una pregunta, Sergi… Pero, ¿tú intentas ligar? ¿Le has pedido salir a alguna chica del insti?

Tardó un segundo en contestar.

– Hace un par de años… A Sonia… Me dijo que no… que le gustaba otro…

– ¿Y ya está? ¿Esos son todos los intentos que has hecho?

– Bueno…

– Pues ahí tienes la respuesta. Tú no ligas simplemente… porque no intentas ligar. ¿Qué te crees? ¿Que las chicas van a acudir a caer rendidas a tus pies? ¿Que ellas te van a pedir salir? Sé realista, Sergi, sois adolescentes, tenéis 17 años. Con esa edad, las chicas también son tímidas y sería raro que alguna diera el primer paso. Pero seguro que hay por ahí unas cuantas a las que les encantaría que las invitaras al cine o a dar una vuelta.

– ¿Tú crees?

– Estoy segura. Sonará un poco machista, pero a las mujeres nos gustan los tíos seguros y echados para delante. Y, si alguna te rechaza… no te preocupes, son cosas de la vida. Te aseguro que te esperan un buen número de relaciones fracasadas antes de encontrar la adecuada…

Allí estaba yo, la reina de los consultorios sentimentales, dándole lecciones gracias a mi dilatada experiencia en relaciones (hijo de penalti y matrimonio anulado mediantes), sintiéndome extrañamente eufórica, porque Sergi había acudido a mí para que fuera su confidente, en vez de hablar con su madre. En ese momento, no me acordaba para nada de las miraditas, las pajas en el dormitorio, ni de nada por el estilo.

Pero Sergi sí que se acordaba. Y entonces, hice la pregunta del millón.

– Y dime, ¿no hay por ahí ninguna que te haga tilín?

– Sí, sí que la hay.

Sergi me contestó en tono muy calmado, mirándome fijamente. Sin embargo, tonta de mí, no me di cuenta de lo que allí se cocía por ir concentrada en la calzada. Justo entonces, nos pilló un nuevo semáforo y yo detuve el coche, volviendo mi rostro sonriente hacia él.

– Y, ¿a qué estás esperando? ¡Lánzate, idiota! Habla con esa chica e invítala a sal…

Inesperadamente (o quizás no tanto, si hubiera estado un poco más atenta a las señales), Sergi se abalanzó sobre mí y me besó. Mis ojos se abrieron como platos por la sorpresa, sintiendo cómo sus labios se apretaban contra los míos mientras su lengua, torpe e inexperta, pero increíblemente ansiosa, pugnaba por abrirse paso al interior de mi boca.

En completo estado de shock por la situación, mis manos siguieron aferradas al volante, pues al parecer mi cerebro había olvidado los mecanismos precisos para mover los dedos y soltarlos de allí, mientras el joven seguía besándome con ansia.

Estaba alucinada, con una profunda sensación de irrealidad; sentía como que no estaba allí, sino que me encontraba fuera del coche, observándolo todo, testigo mudo de la lujuria y el deseo del jovencito, viéndolo como si no me estuviera pasando a mí, sino a otra mujer que iba sentada en mi coche…

Y, sin embargo, tengo que reconocer que no era del todo inmune a las atenciones del chico; una pequeña parte de mí había estallado de júbilo cuando Sergi me besó, sintiéndome hermosa, deseada y sí… un poquito lasciva…

De repente, sentí cómo una de sus manos se deslizaba bajo el borde de mi camiseta y subía, acariciando mi piel hasta posarse directamente en mis senos, que fueron acariciados y estrujados con ganas, sin que la barrera del sostén supusiera obstáculo alguno.

Aquello me hizo reaccionar por fin.

– ¡Sergi! – exclamé, liberando por fin mis labios de los suyos – ¿Te has vuelto loco?

Mis manos soltaron por fin el volante, intentando apartar de mí al chico, pero, estorbada por el cinturón de seguridad (él había soltado el suyo, aunque yo no me había dado cuenta de cuándo) y porque, de repente, Sergi parecía tener 4 manos en vez de dos, era incapaz de lograrlo.

Sergio intentaba volver a apoderarse de mis labios, pero eso no le impedía seguir explorando con su insidiosa mano bajo la camiseta, estrujando mis tetas con avidez.

Yo, nerviosísima y sin acabar de creerme que aquello estuviese pasando, intentaba liberarme de su tenaza, pero él era mucho más fuerte, hasta que, a punto de caer presa de la histeria, decidí ponerle punto y final al incidente por las bravas: le abofeteé con fuerza.

Mano de santo. El tortazo resonó con intensidad en el habitáculo y, un instante después, Sergi me miraba incrédulo desde su asiento, frotándose la mejilla con la misma mano que había estado magreando mis pechos segundos antes. Parecía un cachorrillo asustado, incluso me sentí mal por haberle pegado.

– Pero, ¿se puede saber qué te pasa? ¿Cómo se te ocurre hacer eso? – le espeté, tratando de recuperar el control.

– Yo, yo… – balbuceaba el pobre chico – Creí que tú… Como decías que…

– ¿Qué decía? – grité, sintiéndome cada vez más furiosa – ¿Que eres guapo? ¿Y eso te parece suficiente para abalanzarte sobre mí y meterme mano? ¿En qué estabas pensando?

Sergi apartó la mirada, avergonzado, lo que me hizo sentir mejor pues volvía a dominar la situación. Mi corazón, que latía disparado en mi pecho, fue serenándose poco a poco, mientras mi mente intentaba asimilar lo que había pasado.

Y la verdad, es que era muy sencillo. Tanto va el cántaro a la fuente…

– Yo… – dijo el chico, mirándome con ojos de cordero degollado – Lo siento. Te pido perdón.

– Sí, más te vale. ¿Será posible el niñato de las narices? – exclamé, dejando que hablara por mí la ira.

– Te pido mil perdones, Elvira. Entenderé que no quieras volver a verme… – dijo alzando tímidamente los ojos hacia mí – Lo siento…

Y entonces, antes de que acertara a reaccionar, Sergio abrió la puerta del pasajero y salió del coche, cerrando tras de sí y alejándose (cojeando ostensiblemente) en medio de la lluvia. Me quedé con la boca abierta.

– ¡Sergio! – grité, aunque el chico no dio la menor muestra de haberme oído, continuado su renqueante avance por la acera.

Nerviosa, comprobé por el retrovisor que no tenía ningún coche detrás y, con brusquedad, orillé el coche a un lado, montándolo parcialmente sobre el bordillo. Abriendo mi puerta, salí en persecución del chico bajo la lluvia.

– ¡Sergio! – volví a gritar, mientras me acercaba a él a la carrera – ¡Quédate ahí!

Él miró por encima de su hombro y, viendo que yo me aproximaba, intentó sin mucho éxito acelerar el ritmo.

– ¡No! ¡Déjame, te lo suplico! – rugió cuando le alcancé y, sujetándole por un hombro, le obligué a volverse hacia mí.

– ¡No seas loco! ¡Cómo te vas a ir solo, lloviendo y con ese pié! Tu madre me mataría ¡y con razón!

La mención de su madre hizo que el chico se pusiera rígido y me mirara con los ojos desencajados.

– Mi madre… No, por favor, Elvira, te lo ruego… No le digas nada a mi madre… ni a Borja, me moriría de vergüenza…

El chico a medias hablaba, a medias balbuceaba. Parecía estar a punto de echarse a llorar.

– ¿Estás tonto? – dije, tratando de tranquilizarlo – Puedes estar tranquilo, que no le voy a contar a nadie lo que ha pasado. Para mí es suficiente con que veas que has actuado mal y que me prometas que no vas a volver a hacer nada parecido…

– ¡PERO ES QUE NO PUEDO! – gritó desesperado, soltándose de mí con un brusco tirón.

Sorprendida, me quedé mirándolo atónita, allí los dos, bajo la lluvia, mojándonos como imbéciles.

– ¿Es que no ves lo que siento por ti? – me espetó – ¡Estoy enamorado de ti desde hace años! ¡Te quiero! ¡Te deseo! ¡Las demás chicas me importan una mierda, para mí sólo existes tú!

Estaba con la boca abierta. No podía creerme lo que estaba escuchando. Sabía que le gustaba al chico, pero… ¿amor?

– Sergi… cariño – dije, con voz suave, tratando de que recobrara la cordura – No sabes lo que dices…

– ¡Claro que lo sé! ¡Hace años que lo sé! Pero nunca me hice ilusiones. Nunca se me ocurrió intentar nada. Pero hoy, con las cosas que me has dicho… pensé… pensé…

Y se echó a llorar. Sé que hay mujeres a las que ver a un hombre llorando les revuelve las tripas, pero no es mi caso. Me sentí profundamente conmovida y, lo único que se me ocurrió fue… tratar de consolarle.

Cuando quise darme cuenta, le había rodeado con mis brazos y le estaba abrazando, atrayéndole hacia mí. Sergi se resistió sólo un instante, pero enseguida sucumbió y permitió que le abrazara, hundiendo el rostro en mi cuello y deshaciéndose en lágrimas.

Yo, aún profundamente turbada y sin acabar de creerme que aquello estuviera pasando, le dejé desahogarse cuanto quiso, susurrándole al oído que no pasaba nada y acariciándole la nuca suavemente, tratando de calmarle.

Sentí cómo los brazos de Sergio me rodeaban, estrechándome contra si, pero no hice nada para evitarlo, pues sus manos estaban apoyadas castamente en mi espalda, sin hacer nada inapropiado.

Su cuerpo temblaba entre mis brazos, dejando escapar la vergüenza y el miedo que sentía, conmoviéndome hasta el alma.

Conmoviéndome… y algo más. Algo extraño se agitaba dentro de mí… Tener entre mis brazos a un guapo joven… que decía que me amaba… que me deseaba…

Y, desde luego, al menos lo del deseo era verdad, porque pronto empecé a notar cómo algo se endurecía contra mi cadera, demostrando muy a las claras que, aunque el chico estuviese arrepentido, su libido no opinaba lo mismo.

Pensé en apartarme un poco, para separar mi cadera de su dureza, pero me di cuenta de que eso avergonzaría todavía más a Sergio, así que no hice nada, permitiendo que su erección se apretara contra mí sin decir ni pío.

La situación tenía mucho de emotiva, pero también de morbosa y excitante. Allí, bajo la lluvia, tratando de consolar a un joven que acababa de declarárseme, sintiendo cómo su joven masculinidad crecía contra mí…

Deseaba tranquilizarle. Deseaba consolarle. Deseaba… no sé qué. Seguí susurrándole que se calmara, diciéndole que no pasaba nada, que todo estaba bien… Ni siquiera me di cuenta de cuando le di el primer beso. Y luego vino otro y otro y otro. Aferré su rostro lloroso con las manos, empapado de lágrimas y de lluvia y besé sus mejillas, su frente, sus pómulos… y de repente… sus labios.

Tenía la mente en blanco, no era consciente de nada de lo que había a mi alrededor. Mi único deseo era calmarle, consolarle, demostrarle lo feliz que me sentía por lo que me había dicho antes…

¿Feliz? ¡Sí, feliz! Tenía que admitirlo. Su declaración me había llegado al alma y me sorprendí al descubrir lo mucho que me había alterado que aquel jovencito me dijera que me deseaba… y que me amaba.

Al sentir mis labios contra los suyos, Sergi por fin reaccionó. Dando un bufido, me besó con ansia, estrechándome entres sus brazos y apretándome contra si. Su erección se oprimió contra mí con más ganas y por primera vez me pregunté qué secreto encerraría el pantalón de aquel chico. Empezaba a caldearme.

Sus manos empezaron a acariciar mi espalda, recorriendo la empapada tela de la camiseta con deseo, describiendo curvas sinuosas sobre mi espalda, bajando cada vez más…

Cuando por fin sus manos se apoderaron de mi culo, no pude reprimir un gritito de emoción, lo que pareció enardecer todavía más al chaval. Ya rendida a sus caricias, permití que su lengua se introdujera entre mis labios, en busca de la mía, que la aguardaba deseosa.

Nos fundimos en un tórrido beso, ajenos a la lluvia que nos empapaba y al hecho de que estábamos en plena calle, donde, de no ser por el chaparrón, cualquier transeúnte podría haber disfrutado del espectáculo de un jovencito literalmente devorándole la boca a la mamá de su amigo… y al revés.

– Elvira… ¡Oh! – siseaba Sergio – Te deseo tanto… Yo…

– Shhh – siseé poniéndole un dedo en los labios – No hables, no digas nada. No dejes que me pare a pensar en la locura que estamos cometiendo, no…

Y él selló mis labios con los suyos, impidiéndome acabar la frase…

Justo entonces pasó un coche por la calzada, a escasos metros de donde estábamos. Ignoro si los ocupantes nos vieron siquiera, pero, cuando la luz de los faros nos iluminó, fui súbitamente consciente de donde estábamos y de lo que estábamos haciendo.

– No… Sergi… Para – gimoteé, mientras el chico no me hacía ni caso y seguía besándome… – Aquí no… Estamos empapándonos… Y nos van a ver…

– Me da igual – susurró él sin dejar de amasar mis nalgas y de besarme por todas partes.

– No… Aquí no… – repetí – Vamos al coche…

Como pude, logré zafarme de la presa del chico y, agarrando su mano, tiré de él de regreso al coche. El pobre se dejó conducir, cojeando lastimosamente bajo la lluvia, pero con una mirada de éxtasis tal en los ojos que consiguió hacerme estremecer.

Le ayudé a subir al asiento del pasajero y luego tuve que hacer un verdadero alarde de fuerza de voluntad para rodear el coche caminando normalmente, en vez de hacerlo a la carrera, como me pedían mis instintos.

En cuanto me dejé caer en mi asiento, (concediéndome únicamente un segundo para desplazarlo hacia atrás para que el volante no estorbara) Sergi volvió a abalanzarse sobre mí y a estrecharme entre sus brazos, besándome. Esta vez, cuando su mano se perdió bajo mi camiseta y empezó a jugar con mis senos, gemí temblorosamente de placer, dejándole que me metiera mano a su antojo.

Sus manos eran torpes e inexpertas, notaba cómo temblaban sobre mi piel, a medias por la excitación, a medias por el frío por estar empapados. Gemí como una colegiala cuando su mano logró apartar por fin el sostén como pretendía, sin llegar a soltar el broche y sus inquietos dedos encontraron el rígido pezón y lo pellizcaron suavemente…

– No… para – gimoteé, deseando con toda mi alma que no parara.

Por suerte, Sergi no me hizo ni caso y siguió besándome y jugando con mis senos tanto como quiso. Tras un par de minutos de intenso morreo, el chico pensó que no era mala idea subir las apuestas y, apartándose de mí (lo que me obligó a reprimir un bufido de insatisfacción) me miró con ojos ardientes de lujuria…

– Quítate la camiseta – me pidió – Por favor…

No fue una orden. Más bien una súplica. Lo encontré tierno y excitante al mismo tiempo. Sin poder contenerme, mis ojos miraron hacia abajo, deseosos de comprobar el estado en que se encontraba su paquete. Sentí un inmenso regocijo al comprobar que su pantalón parecía a punto de estallar. Y aquello estaba así por mí.

Sergio sonrió al ver la dirección mi mirada e hizo un pequeño gesto levantando ligeramente la pelvis del asiento, exhibiéndose para mí, lo que me encantó. Mordiéndome el labio, para aguantarme las ganas de abalanzarme esta vez yo sobre él, llevé mis manos al borde de la camiseta y empecé a quitármela.

La tela, de algodón, estaba adherida a mí como si fuera una segunda piel por el agua y me resultó extrañamente placentero sentir cómo iba despegándose a medida que tiraba de la prenda. Por fin, me la quité por completo y la dejé a un lado, quedando medio desnuda ante los admirados ojos del chico.

El sujetador, movido por las inquietas manos de Sergio, ocultaba únicamente uno de mis pechos, mientras que el otro, duro y excitado como yo no recordaba hubiera estado nunca antes, apuntaba con descaro hacia mi compañero de viaje.

El pobre, no aguantando más, profirió un gemido y se echó sobre mí, agarrando mis pechos con las manos, mientras yo, deseando dejarle que hiciera lo que le viniera en gana, me echaba hacia atrás, recostándome contra la puerta y permitiendo que el chico se apoderara del enhiesto pezón con sus labios y empezara a chuparlo y lamerlo con desespero…

Se notaba su inexperiencia… se notaba su ansia… pero qué entusiasmo le ponía, Dios mío, qué ganas… enseguida me encontré gimiendo como una perra, sintiendo cómo Sergio literalmente devoraba mi pezón, mientras sus manos, descontroladas, intentaban sobarme los pechos al mismo tiempo que buscaban el cierre del sujetador.

– Espera – siseé – está por detrás.

Sergio, a pesar de lo entregado que estaba a su tarea, la pilló al vuelo y sus manos se perdieron inmediatamente tras mi espalda poniéndose a forcejear con el cierre del sostén sin mucho éxito.

No pude evitar sonreír al percibir su inexperiencia, pues era incapaz de soltar el dichoso broche, aunque eso no quería decir nada, pues he conocido a muchos hombres que, a pesar de sus años, jamás han aprendido a desabrochar un sujetador, especialmente si están cachondos.

– Déjame a mí – susurré.

Y Sergio se incorporó como un resorte, apartándose de mí lo justo para permitirme librarme de la prenda de lencería. Tras quitármela, la dejé junto a la camiseta mojada y fue entonces cuando me di cuenta de que, tras ducharme por la tarde, me había puesto unas braguitas y sostén de encaje, en vez de ropa interior cómoda de algodón, como habría sido lo lógico para estar por casa.

En ese momento, me alegré por ello, pero luego me pregunté si esa elección por mi parte… no encerraba algo más.

Pero en ese momento no tuve tiempo de preguntarme ninguna de estas cosas, pues Sergio, en cuanto tuvo delante mis domingas desnudas, se arrojó sobre ellas como un león y empezó a sobarlas y magrearlas, con tantas ganas que me hizo hasta daño.

Sin embargo, yo no me quejé.

– Así, cariño, así – susurré, mientras me comía las tetas.

Y él, chico obediente, redobló sus esfuerzos sobre ellas, mientras bufaba y resoplaba como un toro.

Pero claro, el chico no se iba a conformar con aquello nada más. Y yo lo sabía. Y lo esperaba. Ahora que por fin tenía a su disposición una hembra dispuesta a enseñarle, el chaval quería aprender más, así que, cuando una de sus manos abandonó mis pechos y se deslizó hacia abajo, tratando de colarse por la cinturilla de mi pantalón, yo no me resistí en absoluto, apretando un poco la barriga para facilitarle el acceso.

Su mano se coló en mis bragas como un huracán, plantándose en mi coño con tantas ganas que di un bote sobre el asiento, cosa que a Sergi le tenía sin cuidado. Sin perder un instante, sus impúdicos dedos empezaron a bucear en la humedad entre mis piernas, palpando y explorando por todas partes, mientras yo tenía que morderme un nudillo para no ponerme a aullar de placer.

– Espera – gimoteé – Más… más despacio… con cuidado…

Y Sergi me obedeció, deteniendo inmediatamente los bruscos movimientos de su mano dentro de mis bragas.

– Hazlo más lentamente – le indiqué – Acaríciame más despacio, con mimo… Así…

Su mano empezó a moverse más delicadamente, palpando y acariciando con más delicadeza, siguiendo las indicaciones que yo le daba.

Sergio alzó entonces la cabeza, clavando sus ojos en los míos. Pude ver que le brillaban intensamente, a pesar de estar iluminados únicamente por la tenue luz de las farolas a través de la lluvia. Supongo que los míos brillaban igual, pues Sergi sonrió, feliz. Me encantó.

– Muy bien… Así… Por ahí – le indicaba yo – Muy bien. Ahí, justo ahí… Un poco más rápido…

Sergi, buen estudiante, era muy aplicado, así que obedecía todas mis indicaciones sin dudar, poniendo en ello todo su entusiasmo, así que pronto me encontré disfrutando enormemente de la paja que me estaba haciendo el chico.

– ¡AAAAAH! – gemí cuando sus dedos rozaron una zona especialmente sensible – Muy bien, cariño… Ahora… Ahora, por ahí… mete un par de dedos, pero no dejes de acariciar… ¡AAAAHHHH!

Sus dedos se enterraron en mi interior, haciéndome bufar y retorcerme de placer. Estaba allí, despatarrada en mi coche, con la espalda apoyada en la puerta del conductor, con las tetas al aire, disfrutando de la mejor paja que me habían hecho en mi vida (mías incluidas). Aquel chico tenía talento…

A esas alturas, Sergi había aprendido ya qué partes de mi entrepierna eran más sensibles, así que, sin esperar más instrucciones, un travieso dedito empezó a juguetear con mi clítoris, que estaba enhiesto como nunca antes.

– ¡NOOOOOOOO! – aullé en el interior de coche – ¡NO TOQUES AHÍIIIIIII!

El orgasmo llegó, arrasador, dejando mi mente momentáneamente en blanco. En el universo no había nada más que el placer, como un fuego abrasador que se desparramaba en mis entrañas. Mi cuerpo temblaba y mis caderas se movían de forma incontrolada, frotándose contra aquellos maravillosos dedos que tanto goce me habían dado. Sin darme cuenta de lo que hacía, había empezado a golpear rítmicamente mi cabeza contra el cristal de la ventanilla, tratando de sofocar las oleadas de placer.

Sergi impidió que siguiera haciéndolo, simplemente atrayéndome hacia si y volviendo a besarme, mientras yo le correspondía con entusiasmo. Rodeé su cuello con mis brazos y le estreché contra mí, hundiendo esta vez yo mi lengua en sus labios, agradeciéndole el éxtasis que me había brindado.

– Elvira – gimió Sergi cuando nuestros labios se separaron, en un tono que me hizo comprender inmediatamente lo que quería.

No me hice de rogar. Sabía de sobras lo que necesitaba el muchacho. Iba a ser buena y agradecida, devolviéndole todo el goce que me había ofrecido. Aunque, bien pensado, en realidad iba a ser mala… muy mala…

– Shsssss – le callé, poniendo de nuevo el dedo en sus labios, como había hecho antes, en la acera, aproximadamente mil años atrás – Déjame a mí.

Con una cara de ilusión que resultaba cómica, Sergi regresó a su asiento y se sentó muy tieso, con la espalda recta, expectante por lo que iba yo a hacer.

Como quiera que su espalda no era lo único tieso en aquel asiento, decidí no hacerle sufrir más e, incorporándome, me arrodillé sobre mi asiento, mirando golosamente el bulto en el pantalón del chico, mientras el pobre admiraba extasiado cómo mis tetas quedaban colgando, gordas y jugosas.

– Vamos a ver qué tenemos por aquí – dije juguetona, llevando mi mano a su entrepierna y palpando el bulto por encima de la tela.

Lo que teníamos allí era un pedazo de polla, dura como un leño, que parecía un cohete a punto de despegar. En cuanto la rocé, Sergi (como había hecho yo antes), dio un brinco sobre el asiento y me miró con ojos suplicantes, implorándome que siguiera y no le dejara así.

Como si yo tuviera intención de parar…

Con habilidad, bajé la cremallera y, en pocos segundos, extraje la orgullosa y durísima verga del chico de su encierro. No pude evitar que el recuerdo del incidente de la mañana se colara en mi mente, constatando que, por lo que había visto, el calibre de las dos armas era más o menos el mismo.

– Joder. Hasta en esto se parecen – musité.

Sin pensármelo más, aferré el rígido instrumento y lo apreté con la mano, ciñéndolo, haciendo que su dueño bufara y se encogiera. Sintiéndome a la par poderosa y excitada, como me pasa siempre que estoy con un hombre, cuando me doy cuenta de que, en ese instante, podría lograr que hiciera lo que me diera la gana, sopesé aquella dura polla con la mano, pajeándola suavemente mientras me deleitaba con su dureza y volumen.

Como Sergi estaba excitadísimo, los jugos preseminales brotaban sin parar, deslizándose por la rígida carne, procurándole a la piel un aspecto brillante bajo la tenue luz de las farolas.

Seguí deslizando la mano habilidosamente, apretando en los lugares apropiados, imprimiendo un ritmo tal, que el chico disfrutaba como un enano, pero sin llegar a precipitar “los acontecimientos”.

Pero Sergi había estado fantástico… y yo deseaba darle su premio.

A esas alturas, me había olvidado de todo, de la diferencia de edad, de que era el amigo de mi hijo, de Úrsula, de mi trabajo, de mi casa… Atrás habían quedado las dudas y la vergüenza. Para mí sólo existía Sergi.

– Déjame a mí – le susurré al oído, para a continuación besarle suavemente – No vas a olvidarte de esta noche en tu vida…

Muy despacio, me incliné hacia su regazo, aproximando lentamente su erección a mi boca. Cuando el chico se dio cuenta de mis intenciones, se puso tenso como un cable, aunque, obviamente, no hizo nada para detenerme. Qué raro, ¿verdad?

Sintiéndome juguetona, lamí el sobreexcitado glande, que se veía hinchadísimo en la penumbra del coche, provocando que Sergi profiriera un gemido que me hizo sonreír.

No queriendo hacerle sufrir más, la agarré con fuerza con la mano y, golosamente, empecé a lamerla por todos lados, mientras mi otra mano jugueteaba con la bolsa de las pelotas, provocando que su dueño se derritiera literalmente en su asiento.

Por fin, me animé a meterme un trozo en la boca, engullendo una buena porción de rabo de un tirón, permitiéndome constatar que, efectivamente, aquella era una de las pollas más notables que había probado (literalmente).

Sin prisa pero sin pausa, comencé un suave sube y baja con la cabeza sobre la entrepierna del chico, absorbiendo en cada viaje una porción de carne mayor. Sentir su dureza entre mis labios me enardecía, poniéndome cachonda al máximo, mientras me afanaba en lograr lo mismo con el chaval.

Pero claro. No sé cómo no me di cuenta. Ni siquiera me paré a pensar que Sergio era muy inexperto y aquel tratamiento cinco estrellas no era apto para cualquiera.

Desde luego, no lo era para un chico de 17 años, virgen y completamente encoñado con la mamá de su amigo.

Ni un minuto duró el pobre. Cuando quise darme cuenta, su polla entró en erupción y un verdadero torrente de semen se desparramó en mi boca, llenándola hasta arriba. Creo que hasta me salió por la nariz.

Sorprendida y medio ahogada, aparté la boca de aquella fuente, tosiendo y dando arcadas por el tremendo lechazo que acababa de llevarme en la garganta.

Casi asfixiada, manoteé con la guantera hasta lograr abrirla y sacar de su interior un paquete de pañuelos, usando uno para escupir todo el semen que pude, plenamente consciente de que buena dosis había ido a hacerle compañía a la cena en mi estómago.

Sergi, sorprendido por la situación, no decía ni mú mientras su polla, como manguera descontrolada, efectuaba los últimos disparos, pringando de leche el asiento, el salpicadero y hasta la alfombrilla del suelo.

– Cof, cof – tosí con los ojos llorosos – ¿Se puede saber qué coño haces? ¿Por qué no avisas?

Le miré un poquito molesta, pues no es una experiencia agradable que te peguen un lechazo inesperado en la boca ¿verdad chicas?

– ¿Qué? – preguntó Sergio, con un aire tan de absoluta inocencia que me desconcertó.

– ¿Cómo que qué? ¡Que avises, joder! – respondí un poco enfadada – ¡Tienes que avisar antes de correrte! ¡Por poco me ahogo!

Sergi me miraba con la boca abierta, sin comprender de qué le estaba yo hablando. Resultaba una estampa bastante curiosa, allí sentado, mirándome sin saber qué decir, con la todavía rezumante chorra fuera del pantalón, empapando su entrepierna.

– Pero, ¿es que no te lo tragas? – preguntó con total seriedad.

– ¿Cómo?

– Sí. En las películas, la chica siempre se lo traga. O se lo echan en la cara…

Entonces comprendí. El chico estaba más verde que una lechuga. No tenía idea de sexo, más allá de lo que había visto en las pelis porno. Era justo lo que le había comentado a Borja por la mañana, que los chicos de ahora aprenden estas cosas donde no deben.

– No, Sergi no – dije sonriendo, mientras se evaporaba mi enfado – Tienes que avisar a la chica. No nos gusta que se corran en nuestra boca así, por las buenas. Vale que algunas lo hacen para complacer al chico, pero es algo de mutuo acuerdo. No así… a traición.

– Lo siento – dijo con aire compungido – Te pido disculpas. No lo sabía. Creía que…

Me eché a reír.

– Anda, que no te queda nada que aprender.

Sonriendo, me incliné hacia él y le besé, sintiéndome bastante feliz, sin acabar de darme cuenta de la locura que acababa de cometer.

– Esto sigue en pié de guerra, ¿eh? – dije señalando su polla que, si bien no completamente erecta, presentaba todavía un volumen más que apetecible.

Y entonces sonó su móvil.

– ¡Mierda! – exclamó el chico – ¡Seguro que es mi madre!

Efectivamente. Era Úrsula, que, siendo ya casi las doce de la noche, llamaba a su retoño para ver dónde narices se había metido.

Consciente de que aquello se había acabado (y pensando por primera vez que quizás fuese mejor así), recogí el sostén y me lo puse como pude, mientras Sergi me miraba con infinita tristeza, mientras improvisaba una excusa para su madre (algo de un pinchazo le dijo).

A continuación, me puse con gran dificultad la camiseta, que era un auténtico pingajo empapado, coloqué bien el asiento y, justo cuando Sergi se despedía de su madre diciéndole que estaría en casa en un par de minutos, arranqué y reanudé la marcha.

Ni siquiera sabría decirles si, en el rato en que estuvimos parados, había pasado algún otro coche a nuestro lado. Así de concentrada estaba en mis “tareas”.

Efectivamente, llegamos al bloque de Sergi poco después. Aunque ya tan sólo lloviznaba, Úrsula estaba esperándole en el portal con un paraguas. Estacioné el coche y, pensando en cómo me sentiría yo si fuese mi hijo el que había tardado tanto en aparecer, me bajé a saludarla y a darle explicaciones.

– Mil disculpas, Úrsula. Si vieras qué mala pata. Hemos pinchado ahí atrás y mira cómo nos hemos puesto con la lluvia cambiando la maldita rueda. Tu Sergio está hecho un tiarrón; ha insistido en ayudarme a pesar de tener el tobillo torcido…

Y menos mal que la lluvia nos había empapado, si no, las manchas pegajosas que había en el pantalón de Sergi hubieran resultado de lo más sospechosas.

Curiosamente. Úrsula no puso mala cara ni nada, sino que me dio las gracias por traer a su hijo y tan sólo le reconvino un poco por no haberla avisado por el móvil.

No sé cómo se tragó aquel cuento. Debía de ser más ingenua de lo que yo creía, pues, a poco que me conociera, sabría perfectamente que yo no tenía ni puñetera idea de cambiar una rueda (para eso está la ayuda en carretera, ¿no?).

Tras rechazar amablemente la invitación de subir para secarme un poco, me despedí, dirigiendo una última mirada a Sergi, que me miraba con una cara de cachorrito que… qué joven que era.

Y entonces me di cuenta. Al verle allí, junto a su madre, preocupada simplemente porque el chico se había retrasado un poco, la realidad de lo que había pasado se abatió sobre mí como una tonelada de ladrillos. Las rodillas me flojearon y me costó horrores volver a meterme en el coche y arrancar, mientras Úrsula abría su portal y llevaba a su hijito de vuelta al calor de su hogar.

Su hijito… el mejor amigo del mío… le había chupado la polla al mejor amigo de mi hijo… Pero, ¿qué coño pasaba conmigo? ¿Estaba enferma? ¿Me había vuelto loca? Pero, ¿cómo se me ocurría?…

Ahora que por fin me encontraba sola, lejos de la lujuria y el desenfreno a que me había arrojado con el adolescente, empezaba a darme cuenta las consecuencias que iba a traer el haberme dejado arrastrar por la locura.

– ¡SERÁS PUTA! – me insulté a mi misma mientras golpeaba el volante con rabia – ¿Cómo has podido hacer eso?

Y lo peor no era la vergüenza y el remordimiento, no… lo peor era que, en realidad, tenía que admitir que seguía cachonda y me lamentaba de no haber dispuesto de más tiempo para haberme quedado con la virginidad del muchacho. Si Úrsula no llega a llamar, probablemente a esas horas estaría con los zapatos apoyados en el techo del coche, recibiendo con entusiasmo la vibrante verga del chico.

Me abofeteé yo misma. Con fuerza, poniéndome la mejilla bien colorada. ¿Qué pasaba conmigo? ¡Era un crío! ¿Qué clase de puta asaltacunas era yo en realidad? ¿Cómo había podido?

Me daba asco de mí misma, me sentía fatal y, el hecho de que, a pesar de todo, siguiera bastante cachonda, me provocaba más asco todavía.

Y Borja… Dios mío… ¿Y si se enteraba? Esos dos se lo contaban todo… ¿Y si Sergio le contaba cómo se la había chupado su madre en el coche? ¿Y si lo contaba en el instituto?

Pero no. Eso era imposible. Sergio no era así. Era un buen chico. Aunque, bien pensado, hasta hacía poco más de una hora, yo jamás hubiera pensado que estuviera tan salido. Lo que, pensando en su edad, tampoco era tan raro…

Pasé con el coche por delante de un bar y estuve a punto de parar para tomarme una copa. O dos. Si no lo hice, fue porque me di cuenta de que, si me plantaba en medio de un bar, con la camiseta mojada transparentando y con un calentón de mil demonios, lo menos que podía pasarme era terminar encerrada en los lavabos con algún maromo que sacara provecho de las ganas que tenía.

Por suerte, la poca cordura que me quedaba se impuso y logré conducir hasta casa.

En cuanto entré, me topé con mi hijo, que me aguardaba un poquito inquieto.

– ¿Cómo has tardado tanto? – me preguntó tras saludarme.

– ¡Oh! Hemos tenido un pinchazo – le mentí sin pensar – Y como los del seguro iban a tardar mucho, la hemos cambiado nosotros. Me voy a dar una ducha y me acuesto, que estoy reventada.

– ¡Ah, vale! Buenas noches.

Ni siquiera me paré a pensar que Borja era perfecto conocedor de cuales eran mis habilidades como mecánica de coches. Sin embargo, no dijo nada, así que no me preocupé más del asunto.

Más adelante descubriría que no se había creído ni una palabra.

CONTINUARÁ

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