Tomándome el café, comprendí que todas esas fantasías podían hacerse realidad y decidí finalmente acudir al lugar que me había presentado Naldori, mientras me invadía una sensación de absoluto nerviosismo, no sólo por lo excitante de la ocasión, sino sobretodo porque sabía que dar el paso implicaba completar una infidelidad que había empezado el día anterior en un cutre vagón de tren.

Tras la cena, intenté relajar mis nervios y ansiedad con un largo baño de espuma. Después comencé a prepararme para la insólita velada que me esperaba. No tenía ni idea de cómo debía vestir, de modo que procuré ponerme lo mas sexy posible, aunque mi vestuario era de corte muy tradicional y dejaba pocas posibilidades de lucimiento erótico. Un conjunto de ropa interior de encaje blanco, una blusa de muselina negra y una falda de color beige que me llegaba a la altura de las rodillas acompañada de una chaqueta a juego. Para el calzado pensé en unas sandalias negras de medio tacón. Me esmeré más en el retoque de mi rostro, acentuando el verde de mis ojos y el brillo rosado de mis labios con el maquillaje más adecuado. Unos pendientes dorados de bolitas colgantes completaron el cuadro de mi cara.

Hecha un manojo de nervios, me miré al espejo y me encontré suficientemente guapa, o mejor aún, atractiva. Mi pelo alborotado, aún corto, me daba un aire juvenil que se me antojaba más adecuado a la edad del joven Naldori con el que pensaba encontrarme poco después. Sólo había algo que podía hacer para dar a mi silueta un toque más sensual, desabrochar un par de botones de la blusa más de lo habitual, para mostrar al menos una pequeña porción de mis pechos que, aun sin ser demasiado grandes, quedaban realzados por el sujetador que llevaba puesto. Mal efecto no debía causar, a tenor de las miradas masculinas que recibí mientras atravesaba el hall del hotel camino del taxi que me iba a llevar al infierno o al paraíso.

Fue en el taxi que me llevaba al Eros Garden donde fui consciente de la barbaridad que estaba a punto de cometer. En el hotel siempre estaba a mi alcance cambiar el rumbo, pero en el taxi esa posibilidad ya no existía. Era como cuando te subes a una montaña rusa: en la cola de espera hay nervios, pero sabes que en cualquier momento puedes darte la vuelta, mientras que una vez estás subido en el aparato la adrenalina se dispara porque ya no hay escapatoria. Y aunque podía decirle al taxista que me llevara de nuevo al hotel, algo me seguía incitando a lanzarme a la aventura.

El taxista paró en una pequeña calle, tan desierta como todas las que habíamos recorrido desde el hotel, cosa lógica teniendo en cuenta que eran más de las doce de la noche. No había indicación luminosa alguna del lugar, sólo una pequeña puerta negra custodiada por un hombre voluminoso. Le entregué la tarjeta que me había dado Naldori y, de inmediato, dio tres golpes a la puerta. Esta se abrió y tras charlar brevemente con alguien, el portero me hizo pasar. Una joven india, vestida con un típico sari de color encarnado, me recibió y me hizo señas de que le acompañara a través de un sombrío pasillo, lo que no hizo sino acrecentar mi ansiedad y una creciente sensación de vergüenza por el lugar en el que me estaba metiendo.

Finalmente llegamos al final del pasillo y pasé a un pequeño despacho en el que un hombre hacía anotaciones en un cuaderno. Sin mirarme siquiera, me dijo que esperara un momento. Terminadas sus tareas, alzó la vista y me preguntó, en ese inglés extraño que parecen hablar todos los indios, lo que deseaba. Le enseñé la tarjetita, la miró unos instantes y me preguntó quien me la había dado. Le dije, sin entrar en más detalles, que Naldori, lo que pareció sorprenderle inicialmente, para luego mirarme y mostrar una sonrisa cómo diciendo “¡Qué chico, éste!” Era un hombre maduro, de unos 55 años o más, con el pelo canoso y corto y la tez bronceada. Sus ojos eran tan oscuros como los de Naldori, pero mucho más penetrantes. Se tomó su tiempo para observarme con detenimiento, algo que curiosamente no me molestó, antes de dirigirse de nuevo a mí para saber cual era mi nombre. Le contesté y él me dijo que se llamaba Adazart y que regentaba ese lugar.

Estuvimos charlando unos diez o quince minutos sobre mi estancia en la India y lo que me estaba pareciendo el país. En realidad creo que se había dado cuenta de mi nerviosismo y con esa charla intrascendente logró serenarme lo suficiente para poder preguntarme, ya sin rodeos, si tenía idea de lo que se hacía en el Eros Garden. No pareció sorprenderle tanto mi escueto “no”, de modo que me indicó someramente y con firmeza, que ese era un lugar para desarrollar libremente y sin tabúes, ni impedimentos, los impulsos sexuales personales de los allí presentes. No me dijo más y clavó sus ojos sobre los míos, observando mi creciente turbación, cómo esperando que le dijera que mejor me marchaba de allí. Y la verdad es que, por un momento lo pensé, pero, al igual que me sucedía con Naldori, Adazart me hechizaba con su atractiva mirada, y lo peor fue que mi mente se desbocó de nuevo. Empecé a imaginarme como sería su polla en erección y, por supuesto, eso me excitó.

Un casi imperceptible “Ok” fue el detonante de mi aventura nocturna. Adazart llamó a la joven india, le dijo algo y se despidió de mí, con una sonrisa que me pareció reconfortante y encantadora, diciéndome “Luego nos vemos, pásalo bien”. Mi anfitriona me llevó a una pequeña salita en la que podía distinguir vestimentas muy diversas. La chica rebuscó en un lugar, me dio un extraño conjunto compuesto por dos piezas, ambas formadas por velos de llamativos colores, y me instó a ponérmelo. Inicialmente me quedé perpleja, porque no me lo esperaba, pero ella insistió con un tono de firmeza tal, que me convenció de que era realmente necesario cambiar de vestuario. Mientras lo hacía me acordé irónicamente de las dificultades que había tenido en el hotel para elegir un atuendo algo atrevido. Ahora llevaba dos estrechos aros metálicos, uno en el cuello y otro a la altura de la cintura, de los que colgaban llamativos velos de seda que cubrían de un modo muy sugerente la mayor parte de mi cuerpo. De mi vestuario original sólo quedaba la ropa interior, porque las sandalias también habían dejado su lugar a unas zapatillas bajas doradas. La chica india me instó a despojarme también de bragas y sujetador, luego completó el atuendo cubriendo mi cabeza con un velo largo y de color verde esmeralda, me miró de arriba a abajo y pareció dar su aprobación. Me acercó a un espejo y, efectivamente, comprobé que tenía un aspecto de mujer musulmana u odalisca realmente sensual. Más por curiosidad que por otra cosa, le hice saber que quería saber su nombre. Me entendió pronto y me dijo que se llamaba Serotcel o algo parecido.

Bien, ya estaba preparada, y la inquietud y excitación, temporalmente aplacados mientras cambiaba mi vestuario, regresaron con mucha más intensidad, ahora que veía inminente lo que me podían deparar las siguientes horas en ese local.

Serotcel me cogió de la mano y me llevó hacia un gran portón blanco. Una pareja entraba delante de nosotras, ella vestida de una guisa muy similar a la mía y él con el atuendo propio de los jeques árabes. La chica india me ofreció una especie de antifaz, algo que de nuevo me dejó sorprendida, aunque pronto comprendí que el objetivo era proteger mi intimidad. Primero dudé y luego decidí ponérmelo, notando que apenas me incomodaba tanto al tacto como a la vista. Tras traspasar el portón blanco me encontré en una sala iluminada tan solo por velas y con una atmósfera envuelta por el humo que desprendían varios cuencos ovalados, cuyo aroma, intenso y penetrante, indicaba a todas luces que en esos recipientes se quemaban especias orientales. Una suave música india terminaba de dar un toque sugerente y a la vez tranquilizador a la estancia. Apenas se distinguían muebles, predominando la tapicería, tanto de pared como de suelo, aunque en la penumbra oscilante de las velas apenas podía distinguir las figuras de tapices y alfombras más cercanos a nosotras.

La joven india me hizo recostar sobre unos almohadones, junto a una de las mesitas que ocupaban los cuencos humeantes, y me dio a beber una copa que contenía un curioso brebaje en el que se mezclaban sabores de piña, manzana y alguna especie de licor alcohólico. En ese momento me sentía como viviendo un sueño, sin asimilar la extraña situación en la que me encontraba. Al poco de estar allí unas luces potentes iluminaron el centro de la sala donde varias mujeres, salidas de la nada, iniciaron un baile erótico, al son de una música mucho rítmica y estridente. La mayor iluminación me permitió saber que en la sala había bastante más gente de lo que yo creía. Las bailarinas nos deleitaron con una hermosa danza del vientre mientras portaban unas velas encendidas sobre las palmas de sus manos, sin que estas cayeran, increíblemente, pese al movimiento de sus cuerpos.

Al terminar la actuación quedamos de nuevo inmersos en la penumbra y bajo los compases de una música india suave y reiterativa. Dos figuras masculinas, ambas también con indumentaria árabe, pasaron frente a nosotras, se detuvieron unos momentos para mirarnos, y se alejaron a otro lugar de la sala. Esa breve, pero inquietante mirada, me sobresaltó y me hizo recordar las palabras de Adazart, cuando me indicó, o así yo lo entendí, que cualquiera podía querer acercarse a mí para tener sexo conmigo.

Serotcel pareció darse cuenta de mi inquietud creciente, se puso a mis pies, e inició un masaje en ellos. Algo incómoda, le nombré a Naldori, al que realmente echaba de menos allí, esperando una respuesta de ella. Me encontré con su sonrisa y un movimiento negativo de la cabeza, lo que no me aclaró si es que no conocía al joven indio o me decía que él no iba a aparecer por allí. Lo que sí empecé a sentir es un agradable gusto con los dedos de Serotcel, que maniobraba con sutileza ya no solo por mis pies sino adentrándolos, piernas arriba. Alternaba movimientos suaves y circulares con pequeñas presiones, todo ellos sin dejar de adentrarse hacia mis muslos, en una caricia que, pese a ser femenina, no sólo calmó mi turbación sino que empezó a despertar de nuevo ese placer que había descubierto con Naldori. Los velos que tapaban mis largas piernas se fueron apartando para dejar paso también a su boca, cuando su lengua comenzó a recorrer ávidamente la parte interior de mis muslos. Estaba descubriendo una nueva faceta en mi vida sexual como era dejarme acariciar por otra mujer y la verdad es que no sentía ningún repulsión por ello, incluso me sentía bien porque de algún modo no me parecía traicionar con ello a Oscar.

El placer que recibía comenzó a mezclarse con los efectos de la bebida que había ingerido y hasta me pareció sentir la música, que sonaba a nuestro alrededor, mucho más dentro de mí. Las manos que Serotcel manejaba como los Ángeles sobre mi sexo, dejaron paso a su lengua húmeda y sabia que recorría todos los rincones de mi coño ardiente, y ya me dejé llevar, abriendo por completo mis sentidos y mis piernas a esa maravillosa experiencia. Cuando ya estaba a punto de correrme, ella abandonó la tarea y subió con sus caricias a mis pechos, rozando apenas con su boca mis pezones, antes de terminar fundiendo sus labios con los míos. Su beso era como el de Naldori, dulce, suave y concentrado en mis labios, mientras acariciaba mis pezones, lo que me mantenía caliente pese a que mi sexo había sido dejado en paz, y con unas ganas tremendas de utilizar la lengua en ese profundo beso. Sentía una presión en mis labios poco común, hasta que caí en la cuenta de que no eran unos labios, sino dos los que recorrían los míos. Abrí los ojos y a duras penas pude distinguir, por la escasez de luz, a la persona que se había unido a la fiesta, cuyos cabellos grises le delataban: era Adazart. Me sorprendió y a la vez me alegró, pues eso significaba que él sentía algún tipo de atracción hacia mí. No sé por qué, tenía la sensación de que siendo el dueño del local debía ser muy especial ser el centro de su atención y en ese momento él estaba allí, dedicándose a mí.

Nos besamos los tres durante un buen rato, sin dejar de recorrer nuestros cuerpos ansiosos de caricias. Yo era reacia a utilizar mis manos con Serotcel, pero en cambio mi deseo hacia Adazart crecía a la par de mi propia excitación. No pude contenerme mucho tiempo sin buscar su polla que encontré erguida y dura y comencé a masturbarle, tal vez con más devoción de la debida, pues a los pocos momentos él me retiró la mano y se incorporó. Serotcel se concentró en besarme mis pechos y Adazart puso ante mi vista una verga delgada y larga, que emergía de una buena mata de pelos tan grises como los de su cabeza. Se la cogí de nuevo y volví a pajearle, pero esta vez con más lentitud hasta que él mismo la agarró por su base y la dirigió a mi boca. Por unos momentos dudé en chuparla, me parecía una excesiva traición a Oscar considerando las veces que él me lo había pedido y yo se lo había negado. Sin embargo la polla de Adazart aparecía atractiva, embriagada como estaba por el licor que había bebido y por las caricias de Serotcel sobre la totalidad e mi piel. Además necesitaba saber que era capaz de hacerlo, antes de intentarlo con mi esposo.

Con timidez, acerqué mis labios al glande de la verga de Adazart, apoyándolos suavemente sobre su resbalosa piel, lo suficiente para notar el sabor amargo de sus líquidos preseminales. Adazart me sujetó la cabeza y apretó suavemente, dejándome claro lo que quería. Abrí la boca y él mismo empujó su polla hacia mi paladar, lo que hizo que instintivamente la cerrara, engullendo la mitad de su vara. No sé si era la propia excitación, pero me encantó sentir el calor que desprendía ese pedazo de carne, no muy grande pero suficiente para llenarme la boca. Utilicé mi lengua para lamer y succionar lo que tenía dentro, mientras Adazart permanecía quieto dejándose hacer, pero sin soltar el velo que cubría mi cabeza, como si temiera que fuera a escapar. Mamársela a ese hombre ya maduro, pero muy atractivo, y sentir la lengua de Serotcel jugar de nuevo con mis labios vaginales y mi clítoris, me llevó irresistiblemente a masturbarle con mis propios labios. Adazart comenzó a acompañarme moviendo su cuerpo en clara intención de follarme la boca. Yo comenzaba de nuevo a sentir los síntomas que había conocido esa misma tarde con Naldori y que anunciaban un cercano orgasmo. Adazart pareció darse cuenta y sacó su polla del recinto que tan ricamente la acogía mientras que Serotcel se apartaba de mi mojado coño. La chica se prestó rauda y veloz a besarme de nuevo en la boca y el dueño del local se situó entre mis piernas. Sabía que era cuestión de segundos ser follada por otro hombre que no fuera mi marido Oscar, pero ya no me importaba y menos cuando, tras ser atravesada por su polla y empezar aquel su movimiento de entrada y salida, no sentí esa desagradable sensación de incomodidad y dolor que aparecía cada vez que mi marido me hacía el amor. Adazart se movía sobre mí con un ritmo pausado y continuado, haciendo que me acercara al paroxismo. No pude evitar que mi lengua buscara la de la chica india que me besaba y ésta no puso objeción alguna. A los pocos instantes crucé mis piernas sobre la espalda de Adazart mientras él arremetía, ya más con fuerza, dentro de mis entrañas hasta que el placer me invadió y exploté en un orgasmo aún más fuerte que el que tuve con Naldori, y en el que mis gritos creo que apenas quedaron ahogados por la música que sin cesar se extendía por toda la sala.

Cuando me calmé noté que Adazart ya no me cabalgaba. Estaba medio tumbado junto a mí y me miraba con esos ojos brillantes en los que se reflejaba el baile de las velas más cercanas. Pese a la escasez de luz sus ojos se manifestaban penetrantes y parecían interrogarme. Miré a la entrepierna de Adazart y vi que su mástil seguía tieso, algo que me tranquilizó pues realmente era peligroso que se hubiera corrido dentro de mí, sin protección alguna. Me propuse complacerlo como a Naldori y busqué su polla, pero Adazart frenó el movimiento de mi mano, me acercó la copa de esa mágica y rica bebida y, tras darme un suave beso en los labios, me susurró “Enjoy”, incitándome a disfrutar de la noche. Luego se alejó a otro lugar de la oscura sala en la que, con los sentidos menos ocupados en mis propias sensaciones, ya podía notar como se entremezclaban el sonido de la música india y los gemidos de los allí reunidos.

Busqué a Serotcel y la encontré a unos metros de donde yo estaba, junto a dos hombres vestidos, como el resto de los allí presentes, con el atuendo típico de los jeques árabes. De pie y con su cuerpo inclinada hacia delante, Serotcel era follada, por detrás, por uno de ellos, vestido de blanco, alto y corpulento,, mientras le mamaba la polla al otro, más bajito y algo panzudo y cuyo atuendo negro contrastaba con el de su compañero. Mientras apuraba la bebida me dediqué a observar lo que sucedía entre ellos y pronto me llamó la atención el “jeque” blanco que se estaba follando a la joven india de un modo pausado, lo que me permitió constatar, pese a la distancia y poca luz, que lo que entraba y salía del coño de ella, tenía un tamaño considerable. Instintivamente, y para comparar, me fijé en el otro hombre, intentando observar el tamaño de su polla, lo que no conseguí porque él apenas la sacaba de la boca de la chica, que, conociendo sus habilidades, se la debía estar chupando como una diosa.

Durante unos minutos concentré mi atención en el trío, y sobretodo en ese pollón que destacaba cada vez que salía de la gruta mojada de la chica. Todo ello poco a poco me fue de nuevo calentando hasta el punto de desear estar yo en la misma situación que Serotcel, manoseada y disfrutada por dos hombres al mismo tiempo, algo que apenas un día antes jamás hubiera podido pasar por mi mente y que, sin duda era producto de mi creciente calentura y de los efectos de ese brebaje que ayudaba a vencer mi inhibición natural.

De repente los dos hombres abandonaron su tarea y parecía que iban a intercambiar sus posiciones. Fue en ese momento que el de la polla grande se percató de mi presencia, recostada a escasos pasos de ellos. Por unos momentos dudó qué hacer, mientras un extraño y excitante nerviosismo se apoderaba de mí, al sentir que, tras su máscara negra, su atención parecía querer cambiar de objetivo. Finalmente se acercó a mí. Mi turbación fue tal que se me cayó la copa de bebida que aun no había terminado de apurar, mojando mi piel y los pocos velos que apenas tapaban algunas zonas de mi cuerpo. Se quedó de pie, sujetándose la polla con una mano, esperando mi reacción. Le tenía tan cerca que ahora ya podía admirar la inmensidad de su picha y si con la de Naldori en el tren había quedado prendada, con la de ese jeque blanco sentí auténtica admiración y un instinto irrefrenable de cogerla entre mis manos.

Me arrodillé y, sin dudarlo más, cogí su verga con una mano, sintiendo su grosor, su calidez, su ondulada piel recorrida por gruesas venas. Le comencé a masturbar mientras él se apoderaba de mis pechos y los manoseaba de un modo menos excitante que mis dos anfitriones, pero igualmente placentero. No era capaz de cerrar la totalidad del tronco con mis manos y sentí la necesidad de meterme en la boca ese trozo de carne. Tuve que abrir mis labios todo lo que pude, y aun así me costó engullir el capullo que, curiosamente, no presentaba ningún sabor especial. El hombre me acariciaba el pelo con delicadeza, mientras yo trataba de comerme más ese palo. Cuando vi que no me cabía más, agarré con ambas manos la parte de la verga que quedaba fuera y empecé a pajearle con fuerza, disfrutando con la sensación de estar dando gusto a ese extraño superdotado que, involuntariamente, se veía obligado a intentar follarme por la boca para meterme aún más su pollón.

Estaba teniendo éxito con mi mamada ya que empecé a notar como la gruesa verga comenzaba a desprender líquido preseminal. Sentía su sabor acre, justo en el momento en que noté una lengua sobre mi coño y unas manos acariciando mis muslos. No sabía quien invadía mi intimidad, pero estaba seguro de que no era la chica india, no era tan hábil como ella, y además no me importaba, concentrada como estaba en disfrutar y hacer disfrutar a mi alto amante con mi felación. Pronto sentí una polla invadiendo el interior de mi chocho y me encontré de nuevo follada por otro hombre mientras me comía ese enorme nabo.

Llegó un momento en el que me di cuenta de que la polla del macho que tenía entre mis labios iba a empezar a escupir su semen, pues la corrida parecía inminente, y en un atisbo de lucidez, pensé en Oscar y en que él debía ser el primero que se corriera en mi boca, además de que mi propia calentura, alentada por los manejos en mi coño del otro desconocido, que no podía ver pues me lo impedía el corpachón que tenía frente a mi, exigía una follada salvaje de ese individuo. Solté la polla y me tumbé de nuevo sobre los almohadones con el tiempo justo para ver que quien me follaba era el otro “jeque”, el que iba de negro.

Tras un rápido movimiento de ambos, sentí la enorme polla llamar a mi ardiente coño, mientras que la otra se acomodaba entre mis pechos para masturbarse entre ellos. Cuando la gran verga invadió mi canal vaginal, sentí unos momentos de dolor e incomodidad, que no tardaron en desaparecer, seguramente porque mi excitación mantenía muy lubricado mi conejo. Los movimientos de ambos se intensificaron a la par que mi goce, agarré por el trasero al que se pajeaba entre mis pechos y este subió su cuerpo hasta dejar sus huevos sobre mi boca. Los chupé con el frenesí que me proporcionaba el inminente orgasmo al que me llevaba el hombre que me taladraba el coño cada vez con más furia, casi con desesperación, y se afanaba en chupar mis pezones hacia los que se había inclinado mientras mantenía el ritmo de la follada sin cesar. Casi en la cumbre de mi propio placer sentí una ligera sensación y sabor desagradable mientras chupaba y lamía el cuerpo del otro individuo que había apoyado todo su trasero sobre mi rostro, pero eso duró poco, estaba a punto de reventar con las embestidas de mi desconocido follador y sólo pensaba en culminar mi propio placer. Exploté al sentir como el jeque blanco se tensaba dentro de mí y empezaba a correrse. Fue un orgasmo brutal e intenso, en el creo que chillé brutalmente, mientras agitaba mi cuerpo y me aferraba a él, como temiendo que quisiera escapar de mí.

Aún no había terminado de recuperarme del todo, cuando el jeque negro se acomodó de nuevo sobre mí y me intentó meter su polla en la boca. Ya no sentía el pollón dentro de mi coño y con mi excitación en estado decreciente dudé en continuar, pero él se las compuso para introducirla entre mis labios. La noté mucho más pequeña que lo del otro hombre y de hecho el consiguió que entrara en su totalidad, pero, apenas lo hizo, inició un metisaca impresionante que bloqueó mi rostro entre los almohadones y su vientre. Si el jeque blanco me había follado como una bestia por la vagina, el jeque negro me jodía por la boca como un auténtico poseso y pronto me di cuenta de que no iba a poder reservar a mi esposo Oscar el premio de ser el primer hombre que depositara su leche en mi boca. En apenas un minuto de intensos movimientos, él empujó con furia, apretó su pelvis sobre mi rostro y se corrió. No se movía, pero su verga soltó, en varias andanadas, todo la leche que tenía guardada en sus pelotas e inundó mi boca, obligándome a tragármela. Mezclándose con la música ambiental, había podido escuchar perfectamente sus rugidos mientras se corría y hasta me había parecido escuchar un “Toma, zorra” en castellano, que me dejó muy sorprendida.

Cuando el hombre se retiró vi, a cierta distancia, un corro de personas se llevaban a alguien en volandas. Junto a mi apareció la bella Serotcel, como salida del cielo y me susurró al ido “¿Ok?” Vi sus bellos ojos cruzarse con los míos y me percaté de que yo ya ni llevaba la máscara, que probablemente había perdido en el transcurso del bestial orgasmo que había tenido con el alto jeque blanco.

Decidí que no quería más, estaba saciada y comenzaba a estar desorientada ante todo lo vivido en esa loca noche. Le hice una indicación a mi anfitriona de que quería marcharme y ella se prestó a acompañarme hacia la salida. Me hizo señas de si quería bañarme, pero sólo quería irme de allí, regresar al hotel cuanto antes, y pensar, pensar en lo que había experimentado y las consecuencias futuras, sobretodo, por el hecho de que Adazart no se había corrido dentro de mi coño, pero el fornido amante sí lo había hecho, y debía ver cómo solucionar cuanto antes, allí mismo, en Nueva Delhi, y sin que se enterara Oscar, la eventualidad de un indeseado embarazo.

 

Mientras repasaba todo lo sucedido esa noche, el médico de guardia del hospital entró en la salita en la que me encontraba y, con una franca sonrisa, me comentó que todo iba bien y que en unos minutos podría ver a mi marido. Mi alegría, ante la noticia, se disipó cuando tras él distinguí, con sorpresa, una figura conocida. Era Dayron, compañero de trabajo de Oscar, un tipo más bien bajo y regordete que me repelía por su actitud soez y lasciva para conmigo, algo que me había demostrado varias veces con palabras y hechos, empezando en una fiesta de la empresa en la que me había invitado a bailar y había intentado meterme mano mientras me decía al oído lo buena que estaba y lo que le encantaría follarme. Eso se había repetido en varias ocasiones más y nunca le había dicho nada a Oscar para no entorpecer su ambiente laboral con el compañero.

Cuando el médico nos dejó, Dayron me dijo:

– No te preocupes, Vero, Oscar está bien. Sólo ha sido un susto.

– Gracias – contesté – pero ¿qué es lo que ha pasado? ….. ¿Y qué haces tú aquí?

Dayron pareció pensarse la respuesta y luego cambió por completo de tercio.

– Pareces muy cansada, Vero, ¿Has dormido mal esta noche?

Me dieron ganas de darle un sopapo, pero me contuve.

– He dormido perfectamente, hasta que me despertaron para decirme que Oscar estaba en el hospital ¿Puedes decirme qué ha pasado? Anoche me dijo que tenía que ir a Bombay y que viajaría toda la noche en tren, y ahora resulta que está aquí, en Nueva Delhi, y en un hospital. ¿Estabas tú con él?

– Creo que es obvio que yo estaba con él ¿no crees? Pero, sigo creyendo que tú no has pegado ojo en toda la noche.

Su reiteración en ese comentario ya me extrañó. En lugar de decirme que había pasado y por qué Oscar estaba en el hospital, se empeñaba en preocuparse por si había dormido o no. Mi rabia iba en aumento.

– Dayron, no creo que a ti te importe, eso ¿vale? Más bien dime qué es lo que ha pasado y por qué Oscar está aquí, en este hospital.

Dayron volvió a tomarse su tiempo antes de contestar, mientras se encendía un pitillo.

– Mira Vero – me dijo con aire solemne y mirándome fijamente a los ojos – no me gusta decirte esto, pero Oscar me ha hablado de algunos problemillas que tiene en su vida sexual contigo. Sé que te quiere un montón, no te quepa duda, pero los hombre a veces necesitamos … bueno, ya sabes, un poquito más de caña.

– ¿Y? – pregunté sorprendida

– Bueno, he intentado varias veces ayudarle, si no a resolver ese problema, que es cosa vuestra, sí a desahogarse, pero siempre sin éxito.

– ¡Ya! Seguro que has querido llevarle más de una vez a uno de los prostíbulos en los que tú debes aliviarte con frecuencia – contesté con cierta inquietud, ante la constatación del grado de frustración sexual de mi esposo, pero orgullosa de su negativa a dejarse llevar en los sucios manejos de ese repulsivo compañero de trabajo.

– ¿Crees que no tengo buen gusto a la hora de elegir con quien desahogarme? ¿Crees que voy por los prostíbulos más cutres del mundo y con las putas más sucias del planeta? – Dayron me contestó con clara indignación y luego me sonrió de un modo que no me gustó en absoluto – Te diré que yo ya había estado aquí, en Nueva Delhi, en otras ocasiones, y sé a donde debo acudir para buscar una mujer con quien acostarme. Es más, te diré también que, después de mucha lucha, conseguí convencer a Oscar para acompañarme al lugar más refinado de la ciudad para que él también se “desahogara”, aunque para ello tuvo que inventarse lo del viaje a Bombay. Es un lugar muy sensual, en el que unas bellas indias e indios saben cómo tratar tanto a hombres como a mujeres, y un lugar al que también acuden parejas liberadas en busca de sexo libre y sin limitaciones. ¿Quieres que siga?

Un extraño presentimiento comenzó a turbarme, mientras Dayron continuaba su explicación, sonriendo cada vez más maliciosamente. Con un ademán le indiqué que siguiera.

– Empezamos picoteando un poco por aquí y por allá, nada serio, Oscar seguía reacio a sumergirse en la infidelidad. La bebida y el ambiente del lugar, con gente follando a nuestro alrededor, rompieron finalmente la férrea voluntad de tu esposo y acabamos haciéndole el amor a una preciosa mujer india. Por cierto, supongo que ya debes saberlo, pero Oscar tiene un rabo de proporciones increíbles, ojalá el mío fuera igual.

Dayron calló mientras seguía dando caladas a su cigarrillo. Yo le daba vueltas a lo que me había contado y las dudas se arremolinaban en mi cabeza. Recordé mi paso por el Eros Garden y los dos hombres que yacían con la india, a mi lado, uno alto y fornido con una polla enorme y el otro bajo y regordete. Cuanto más lo pensaba, más me convencía de que ellos dos habían estado en el Eros Garden y que habían sido ellos los que habían acabado follándome de un modo tan salvaje. Y me acordé de la incómoda sensación que tuve cuando me penetró el hombre más alto, similar a la que sentía con Oscar. Un intenso calor me recorrió de arriba abajo y se concentró en mis mejillas, haciendo que involuntariamente tratara de taparme la cara para disimular mi sonrojo.

– Sé lo que estás pensando, Vero – Dayron intervino de nuevo – piensas en dos hombres disfrazados de árabes y portadores de máscaras negras ¿verdad? Te acuerdas del pollón de uno de ellos, de cómo te lo metía por la boca mientras el otro te comía el coño y luego te follaba a placer ¿no? Y de cómo los dos árabes cambiaban sus lugares, uno te taladraba el coño con su enorme polla mientras el otro apoyaba su trasero sobre tu rostro enmascarado.

Unas fuertes nauseas comenzaron a acompañar a mi rubor, conforme Dayron resumía en pocas palabras mi estancia y la de ellos dos en el Eros Garden.

– También recordarás el brutal orgasmo que tuviste, pero probablemente no recuerdes cómo, mientras te corrías de un modo tan salvaje, yo te quitaba la mascara y así mostrabas tu bello rostro a tus dos amantes, a tu propio esposo y a su colega Dayron. Eso fue un shock para Oscar y por eso está aquí, en este hospital. Para mí, en cambio, fue una bendición saber que te acababa de follar, que me había pajeado entre tus tetas, que habías pasado tu húmeda lengua, en la cúspide de tu placer, por mi ojete, lamiéndolo y besándolo con auténtica devoción. Y te tenía allí, a mi merced. Posiblemente no fui un buen amigo para Oscar, pero en ese momento lo único que quería era correrme, y qué mejor lugar que esa linda boquita sonrosada que tienes. No lo dudé ni un instante y te follé por la boca sin piedad. Puedo jurarte que llenarte la boca con mi lefa ha sido lo más maravilloso que me ha pasado jamás, fue un orgasmazo.

Durante un buen rato me quedé en blanco, sin saber qué decir, aturdida por todo lo que había sucedido en unas pocas horas. Dayron rompió de nuevo el silencio.

– Lo que aún no entiendo es qué hacías tú allí, Vero, pero bueno, eso es algo que tendrás que explicarle a Oscar, no a mí.

– ¡Cerdo! – fue lo único que se me ocurrió decirle en ese momento, justo cuando el médico apareció ante nosotros y me indicó que le siguiera.

Recorriendo junto al doctor el pasillo que me llevaría a la estancia en la que descansaba Oscar, los sentimientos bailaban en mi mente como en un carrusel.

Sentía odio hacia Dayron por haberme disfrutado sexualmente y a la vez asco recordando haber lamido su apestoso ano y haberme tragado su semen cuando se corrió en mi boca. Sentía rabia por la traición de Oscar y a la vez comprensión, ante su frustración sexual, y preocupación por su salud. Sentía remordimientos por la traición mía. Sentía miedo por nuestro futuro como pareja. Sentía una extraña alegría por el hijo que podía llevar dentro de mí, y cuyo padre sería Oscar.

Pero, sobretodo, yo seguía sintiendo un gran amor hacia mi marido y muchas ganas de disfrutar con él y recuperar todo el tiempo que habíamos perdido desde que estábamos juntos.

Al entrar en la habitación en la que yacía Oscar y acercarme a él, tuvimos ese cruce de miradas que unas máscaras habían impedido apenas unas horas antes y que al menos habría permitido evitar algunas cosas. Oscar esbozó una tímida sonrisa y en sus ojos pude apreciar que él me seguía amando tanto como yo a él. Tendríamos que resolver algunos problemas, eso estaba claro, pero yo ya estaba convencida de que nuestras vidas, en el plano sexual, iban a cambiar para bien, después de habernos sido mutuamente infieles.

 

FIN

 

 

Nota del autor.

Como ya dije en la introducción del relato, esta es la historia que una lectora me pidió plasmar por escrito. No sé si es cierta o es una fantasía, ni sé mucho más de su vida personal. Solo sé que en uno de sus E-Mail me decía que no iba a poder celebrar su aniversario de boda porque su bebé estaba malito con fiebre.

Este relato está dedicado a todos los lectores, que tan maravillosamente se han manifestado en esta mi corta experiencia como escritor de cuentos eróticos, y en particular a aquellos que más me han animado a seguir escribiendo o me han ayudado a mejorar mi forma de hacerlo. Sus nombres están más o menos veladamente reflejados en el texto. Muchas gracias a todos.

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