El primer crimen.
Despierto suavemente. Apenas hay ruido en la calle, por lo que tiene que ser aún temprano. Mi brazo izquierdo abraza la cinturita de Maby, quien tiene sus desnudas nalgas contra mi cadera. Pam duerme apoyando su cabeza rojiza sobre mi pecho, con mi otro brazo como almohada. Lo saco con mucho cuidado, pero Pam abre los ojos. Me mira y sonríe, los labios hinchados.
―           ¿Dónde vas?
―           A correr un rato. Sigue durmiendo – y la beso suavemente.
Me hago el firme propósito de comprarme unas buenas zapatillas para correr. No puedo seguir con estas botas en la ciudad. Es extraño como cada mañana, me siento más ágil y resistente. ¿Cosa de Rasputín?
Pues claro, ¿de quien va a ser entonces?
Hoy tomo una nueva ruta que acaba llevándome ante un gran bazar de electrónica. Pienso que necesito moverme por Madrid, con la camioneta. No puedo depender de taxis, ni metro. Me encuentro con una zona para peatones, donde se alzan varias máquinas para gimnasia. Están diseñadas para la gente de la tercera edad, por lo que no son agresivas. Es divertido usarlas. Me paso casi una hora con ellas, casi forzándolas, hasta que decido regresar.
El bazar de electrónica está abriendo. Me detengo y palpo la pequeña riñonera donde llevo las llaves, el móvil, mi documentación y, por suerte, una tarjeta de crédito. Me llevo una gran sonrisa del dependiente por ser el primer cliente del día.
―           Necesitaría un GPS, pero no tengo ni idea de cómo se usa – confieso al joven sonriente.
―           No se preocupe. Son muy fáciles de manejar.
Me muestra varios modelos. Elijo el más facilón y grande. Le pregunto si lleva un buen callejero de Madrid.
―           Si, por supuesto, aunque puedo meterle también uno de los mejores, antes de que se lo lleve.
Acepto y se dedica a ello. Me enseña a manejar el aparato. Tiene razón, es fácil. Introducir el destino y actualizar posición. Se pueden elegir rutas alternativas, solicitar información del tráfico, estimación del tiempo y del combustible, y hasta información sobre gasolineras, restaurantes y ocio. Muy completo. Me lo carga a la tarjeta y me despido. No estoy seguro, pero me parece que me ha guiñado un ojo al irme.
Cuando llego al piso, las chicas ya están despiertas. Me meto en la ducha mientras ellas preparan el desayuno. Me sorprenden con un bol de avena dulce y leche, y tostadas con queso fresco.
―           Desayuno bajo en calorías – explica Pam.
Mientras desayunamos, Pam nos da los nombres de las dos chicas que ella reconoció en la fiesta a la que la llevó Eric, así como el de la agencia en la que trabajan. También le pido el apellido del proxeneta, puede que lo necesite en la indagación. Maby se viste para la ocasión, haciendo honor a las viejas películas de detectives.
Traje de chaqueta y pantalón, color crema, con una camisa azulona, y una corbata estrecha beige tostado. Cinturón y zapatos a juego, de cuero marón. Los zapatos, masculinos y flexibles, por supuesto, por si hay que correr. Cubre todo, con el impermeable que usó para salir en Salamanca, y lo remata con un pequeño sombrero de hombre, gris y de corte clásico, años 50.
¿Qué tendrá esa chica en el armario?, me pregunto.
Parece excitada por el asunto. Nos subimos a la camioneta. Coloco el GPS y lo conecto. Maby mira con curiosidad. Me encojo de hombros ante su muda pregunta. Inserto la dirección de la agencia de las chicas, y, en segundos, me da un camino. Tardamos casi media hora, sobre todo en encontrar un sitio para aparcar. La oficina de la agencia está en el tercer piso de un edificio centenario.
Maby se ocupa de hablar con la recepcionista. Le pide información sobre los próximos castings de la agencia, y, de paso, si están visibles las dos chicas que estamos buscando, alegando una amistad con ellas. El comentario acertado de que son sus madrinas, predispone a la madura recepcionista. Nos dice que una de las chicas se marchó ayer para un trabajo en Marbella y no regresará hasta el final de semana. La otra, por el contrario, llamó, la misma mañana, para suspender una sesión de fotos que tenía programada, aludiendo una enfermedad. Según la recepcionista, sonaba más a resaca que a enferma. Maby, con su maravillosa sonrisa y dulces palabras, consigue la dirección de esa chica.
―           ¿Has visto? ¿A que soy buena como detective? – me dice, al descender las escaleras del edificio.
―           Tú estás buena desde que naciste – la sorprendo.
―           ¡Chulazo! – me responde, con un meneo de caderas, justo en el último escalón.
Esta vez, llegar a la nueva dirección, nos toma casi una hora. El tráfico está fatal y, al parecer, la chica vive en las afueras. Es un barrio de reciente construcción, con muchos edificios aún sin acabar. Maby llama al timbre de la puerta, situada en una sexta planta de un inmueble de ángulos redondeados.
―           ¿Si? – pregunta una voz desde detrás de la puerta.
―           ¿Belén Toro?
―           Si, ¿Quién es?
―           Soy una compañera. Trabajo en Visión Martínez, y me gustaría hablar contigo. Me llamo Maby Ulloa y seguro que nos hemos visto en alguna pasarela.
―           ¿Maby Ulloa? Si. Tú hiciste el pase para Stella McCarney, ¿no? – pregunta, abriendo la puerta.
―           Si, así es.
―           Me gustaste mucho. Eres buena para ser tan joven – la chica se apretuja más en su bata, apoyándose en el quicio. Su mirada pasa de Maby a mí. Sus ojos huyen del contacto directo.
Tiene miedo.
―           Este es Sergi, mi novio – me presenta Maby. Le estrecho la mano. Por algún motivo, la miro fijamente, y la noto estremecerse. – Mira… te seré sincera. Tengo un problema con un modelo que trabaja en Massante Models. Se llama Eric y creo que tú también le conoces.
Belén mira a ambos lados del pasillo y nos indica que pasemos. El piso es muy luminoso y está amueblado con estilo modernista, muy coqueto. Belén me resulta mano, pero la curvatura de sus hombros encogidos y ese miedo huidizo que destila, la afean.
―           ¿Un problema con Eric? – vuelve a preguntar.
―           Si. Tiene algo sobre mí que no me gustaría que se conociera, ¿comprendes?
Belén asiente. Seguro que ella está igual.
―           Trata de obligarme a hacer cosas que no quiero. Sergi se ha ofrecido para ayudarme, pero necesitamos saber si Eric está solo o tiene más socios que pueden usar esa información.
Belén no contesta. Solo se muerde el labio y mira el suelo.
―           Belén – susurro su nombre. – Mírame…
Ella levanta la vista lentamente, y posa sus ojos lánguidos y oscuros sobre los míos. Parecen los de un cervatillo.
Así… déjame a mí… háblale suave…
―           Sé que te encuentras en poder de ese cabrón. Conozco lo que hace con las chicas, como abusa de ellas, como las vende – me acerco a ella despacio. Belén mantiene el contacto visual. – No quiero que Maby pase por eso, jamás. Si es necesario, le mataré y ya no podrá hacer nada…
―           Pero, las fotos… — gime ella.
―           Todo desaparecerá cuando él ya no esté. Fotos, vídeos, archivos.
Se arroja en mis brazos, llorando. La acuno, dándole calor y confianza. La bata que lleva puesta, resbala de uno de sus hombros, revelando varios surcos oscuros. Miro a Maby y ésta se acerca, bajando aún más la prenda. Belén tiene toda la espalda llena de gruesos verdugones. Ha sido azotada con saña, recientemente.
―           ¿Te ha hecho él esto? – le pregunta Maby.
Belén niega, sin dejar de llorar.
―           Tranquila, pequeña, tranquila. Yo te protegeré – le susurro. No sé aún por qué, pero le beso la frente y el cabello, recogido en una graciosa cola castaña. Maby me mira, pero no parece recriminarme.
La verdad es que parece una muñeca entre mis brazos. Es delgada y muy frágil. Sus sollozos se serenan. Hipa un poco y sorbe sus lágrimas. Abandona mis brazos. Sin más palabras, se da la vuelta y deja deslizar la bata por su espalda, hasta dejarla en el suelo. No parece importarle quedarse en bragas delante nuestra.
Maby se lleva las manos a la boca. No solo la espalda de Belén está llena de brutales señales, también sus nalgas y la parte posterior de sus muslos. Con razón, se ha excusado en el trabajo. No puede aparecer así para una sesión de fotos.
―           El sábado, Eric trajo un hombre, sin avisar, sin contar conmigo para nada. Venían muy enfadados – nos confiesa. – Por lo que pude comprender, ese cliente hijo de puta esperaba estar con otra chica, la pelirroja la llamó… No sé si es que la chica había huido o estaba enferma, no lo sé, pero me obligó a estar con él… se desahogó conmigo.
¡Me cago en Satanás! ¡Ese tío iba para Pam, si no hubiera ido a la granja!
―           ¿Qué tiene contra ti? – le pregunta Maby.
―           Unas fotos de una despedida de solteras.
―           ¿Comprometedoras?
Ella asiente. No quiero preguntarle más.
―           La mayoría de las veces no es nada malo. Eric nos pone en contacto con señores amables, limpios y discretos. Muchas de nosotras necesitamos ingresos extras – explica. – Incluso muchas de las chicas están en esto voluntariamente. Pero, otras, como yo, pues no…
―           Te juro que intentaré destruir todas esas pruebas que Eric guarda – le prometo, cogiéndola de las manos y mirándola.
―           Gracias – musita, con una bella sonrisa. – No he visto a Eric nunca con amigos o socios. Siempre viene solo, pero sé que está en contacto con una mujer…
―           ¿Una mujer? – pregunta Maby.
―           Una vez teníamos que acudir a una importante fiesta de disfraces. Así que nos llevó, de una en una, a una gran casa, donde nos probamos disfraces y nos lo retocaron para adecuarlos. En esa casa, había chicas desnudas y una señora madura parecía la directora. La llamaba señora Paula y parecía conocerle muy bien.
Eso tiene todo el aspecto de un burdel.
―           ¿Sabes donde está esa casa? – pregunto, esperanzado.
―           En Arturo Soria, casi metida en el pinar de Chamartín. Es una casa grande, de ladrillo rojo, con verja alrededor y jardines.
―           Gracias, Belén – le digo, tomando su carita con mis manos. Con un impulso, me inclino y la beso suavemente en los labios. Ella responde, tímidamente. – Le daré un par de ostias de tu parte.
Maby no dice nada hasta estar en la camioneta. Noto que me mira fijamente mientras meto la nueva dirección en el GPS.
―           ¿Has sido muy tierno ahí arriba? – me dice.
―           ¿Por comprenderla?
―           Y por besarla. Belén parecía necesitar precisamente eso, una muestra de confianza y respeto, y tú has sabido cómo dársela. Estás sorprendiéndome mucho en estos días. No parece que quede gran cosa del chico paleto que conocí hace meses.
“Gracias, Rasputín.”
De nada.
―           ¿No te has enfadado por el beso?
―           No, en absoluto – responde ella, con aplomo. – Ni siquiera lo he considerado como algo sexual. Creo que si no se lo hubieras dado tú, lo hubiera hecho yo, aunque así, ha quedado mejor.
―           Venga, no nos pongamos sentimentales – me río y arranco la camioneta.
Es casi mediodía cuando localizamos el caserón. Está apartado y rodeado de árboles y setos, así como de una gran valla. Nos quedamos a curiosear, sin salir de la camioneta. Llevo unos buenos prismáticos en la guantera. Rasputín tiene razón, parece un burdel. En el par de horas que estamos allí plantados, entran, al menos, una docena de hombres bien vestidos, con maletines, por la pequeña puerta de la gran reja. No solo eso, sino que varios coches han entrado y salido; vehículos con los cristales oscurecidos. Cada media hora o así, un tipo grande, con gafas de sol, da una vuelta por los jardines, fumando un cigarrillo. ¿Seguridad? Seguramente. Además, hay cámaras en las esquinas de la verja y en la puerta de entrada.
No creo que haya manera de colarse sin ser vistos. Debe de ser un sitio bastante exclusivo. Maby piensa lo mismo.
Estos sitios se quedan desiertos después del almuerzo. Es una hora tonta, sin clientela. Si haces lo que te diga, tendremos una oportunidad.
Decido escucharle.
Las madames de los burdeles suelen ser, en su mayoría, putas jubiladas, o verdaderas oportunistas que se han hecho ricas con el trabajo de otra gente. En cualquier caso, esas mujeres no buscan hombres, hastiadas de ellos, sino savia joven, ya sean jovencitos o chiquillas primerizas. Lo que las pone a todas ellas es corromper la inocencia, educar en el vicio y el placer. Como te he dicho, tienes una oportunidad. Debes presentarte buscando a Eric, desesperado, cándido, perdido. Debes dejar claro que, sin Eric, no puedes sobrevivir. Le has buscado en su casa y no está, no contesta a tus llamadas, y tienes que encontrarlo. Tendrás que inventar algún pretexto creíble.
Puede que a esa señora le vayan las chicas, con lo que no te ayudará y te echará a la calle, pero cabe que le gusten los jovencitos y vea en ti una presa codiciada, que es exactamente lo que buscas. Entonces, debes dejarme actuar… sé como sonsacar a esas mujeres maduras. Puede que acabes en la cama con ella, pero, el que algo quiere, algo le cuesta, ¿no?
“¿Eso es un plan? ¿Tengo que dejarlo todo a la improvisación, a la suerte, y a los deseos corruptores de una mujer?”
¿Tienes algo mejor?
Refunfuñando, le digo a Maby que es buena hora para darle una sorpresa a Eric. A cada momento que pasa, estoy más seguro que Eric trabaja solo como gancho. La dirección de Eric es un pequeño adosado en la zona alta del Limonar, no muy lejos de allí, pero más metido en la ciudad. Al llegar, las persianas están bajadas y no se escucha nada en el interior. Ni siquiera llamo. Una fuerte patada, y la jamba de madera de la puerta salta en pedazos, liberando la cerradura.
―           ¡Joder, que bruto! – exclama Maby, con el sobresalto pertinente.
Después de recorrer todo el cubil de Eric, tres cosas quedan en evidencia: la primera, el sujeto no está y, al parecer, no ha pasado la noche ahí; la segunda, que no brilla por su limpieza, y, la tercera, no hay rastro de ordenadores, ni archivos.
―           Volvamos a casa. Comeremos y pensaremos en algo – dice Maby, tirando de mi mano.
―           Vale.
Pam está muy ansiosa por saber noticias. Quiere que se lo contemos todo, nada más llegar al piso. Maby se encarga de eso, mientras yo me dedico a guisar un buen arroz caldoso, con verduras y mariscos.
Mi hermana se queda muy impresionada con mi comportamiento en casa de Belén, y me abraza por detrás, mientras el arroz hierve.
―           ¿Sabes de algún sitio dónde se haya podido esconder esa rata? – le pregunto a Pam.
―           No, a no ser que haya vuelto con sus padres.
―           ¿Sus padres viven aquí, en Madrid?
―           No, en Huesca, en los Pirineos.
―           ¿Tienes su número?
―           No – contesta Pam, abatida.
―           Bueno. Volveré a darme una vuelta por su casa, esta tarde. Puede que encuentre allí el número o la dirección.
―           Si, es una buena idea. Iremos en cuanto…
―           No, tú no vienes – corto a Maby.
―           ¿Por qué no? Esta mañana he sido muy útil.
―           Si y te lo agradezco, pero, esta tarde, voy a intentar colarme en un burdel, y tú, con tu edad, no te puedes presentar para puta.
Pam se ríe, pero después se queda seria.
―           ¿Será peligroso? – me pregunta, preocupada.
―           No más que ir al dentista, supongo. No voy a meterme en la cama con ninguna puta. Intentaré sonsacar a esa señora Paula.
Si, la reina puta.
¡El cabrón se ríe!
Nadie parece que se ha dado cuenta de la puerta reventada del chalé de Eric. La verdad es que la deje bien atrancada cuando nos fuimos. Entro con autoridad, como si la casa fuera mía. Hay que confiar a los posibles vecinos. Tengo suerte a los quince minutos de estar dentro. En un cajón lleno de papeles, encuentro un papel con un teléfono anotado y las palabras “papá casa” escritas. También encuentro varias cartas y postales de sus padres, con el remite. Seira, Huesca.
Si Eric está herido, como creo, lo más lógico es que se haya refugiado con sus padres. La montaña sería perfecta. Pero ese viaje turístico es mi último cartucho. Antes tengo que probar en el burdel.
Llamo a Pam. La convenzo de que debe llamar a Eric y averiguar donde está, aunque tenga que simular que le pide perdón por lo que yo le he hecho. Si no contesta o no puede averiguar donde está, que llame al número de sus padres, el cual le paso, y se invente algo. Me contesta que lo hará, que Maby le ayudará.
El tipo me mira fijamente. Pone mala cara. No parezco un cliente. No llevo traje, ni tampoco maletín, ni tengo la edad adecuada.
―           ¿Si? ¿Buscas algo? – me pregunta el tipo de las gafas de sol, abriendo la puerta de la casona.
―           Por favor, tengo que ver a la señora Paula. Es muy urgente – le digo, con voz compungida, evitando mirarle a la cara.
―           ¿Para?
―           Necesito su ayuda… por favor…
El tipo parece pensárselo y, finalmente, me deja pasar. El vestíbulo es lujoso y el pasillo que nos conduce a la sala de espera, está lleno de viejas fotos del Madrid de principios del siglo XX. Me encuentro con varias chicas ligeras de ropa en la sala de espera. Por el momento, no hay clientes. Las chicas me miran con curiosidad. El matón ha desaparecido por una puerta.
―           ¿Tu primera vez? – me pregunta una de las putas, una chica con aire latino, de generosos muslos, cubiertos por medias oscuras.
Asiento, manteniendo la cabeza baja.
Así, muy bien. Interpretas muy bien la timidez.
“Hasta hace poco lo era.” Me empiezo a dar cuenta de lo que estoy cambiando. Este juego incluso me gusta. Disfruto de él.
El hombre vuelve a salir y me indica que pase. Lo hago enseguida. Contemplo a la famosa señora Paula. Está sentada a un escritorio de bruñida madera, atareada con un libro de contabilidad y un sinfín de facturas. Deja el bolígrafo y levanta los ojos. Los tiene muy negros, rasgados.
Contará con cuarenta y cinco años, más o menos, muy bien llevados. Aún conserva un bello rostro, de pómulos marcados y amplia boca. Un lunar negro ocupa un lugar privilegiado en un lado de su labio superior.
―           Dicen que buscas mi ayuda. ¿De qué me conoces, niño? – me pregunta, con un tono muy suave, engañoso.
―           Eric me habló de usted, señora Paula.
―           ¿Eric?
―           Si, Eric, el guapo – dejo caer.
Ella sonríe. No hay tantos Eric en el mundo que sean tan guapos.
―           ¿Por qué te ha hablado de mí?
Suéltale la historia, Sergio.
―           Verá usted, señora. Me prometió que me escondería… Yo no… — bajo la cabeza todo lo que puedo. – no sé donde ir… no conozco Madrid… me dijo que me podía quedar en su chalé…
―           Tranquilízate, jovencito. Respira, eso es. Por lo que puedo ver, tienes problemas, ¿verdad?
Asiento presuroso. Dejo que mis manos retuerzan los dedos.
―           ¿Y Eric te dijo que te ayudaría con ellos?
―           Si, señora.
―           Entonces, ¿por qué vienes a verme?
―           Porque Eric no está en su casa. Lleva dos días sin aparecer. No contesta al móvil… me ha dejado tirado…
―           Vale, comprendo.
―           Él me habló de usted… que trabajaban juntos…
―           ¿Te dijo eso? – su tono suena preocupado.
Asiento nuevamente. Rasputín no me deja mirarla directamente.
―           Si. Me dijo que podía confiar en usted… que entendía los problemas de los jóvenes.
―           Cierto.
Bien jugado.
―           No puedo volver a casa. Tengo diecisiete años, soy menor, pero no… no quiero volver – no sé de donde saco el sollozo, pero es convincente.
―           ¿Vas a contarme porque has huido de tu casa?
Niego vehementemente con la cabeza. Noto los ojos de la mujer recorrer mi cuerpo, calibrándome.
¡Ahora! Mírala y no apartes los ojos. Sostén su mirada.
Nuestros ojos conectan en cuanto los alzo, con una fuerza desconocida. He dejado de respirar, ella también. Es como si no existiera nada más a nuestro alrededor, solo sus ojos y los míos. Su labio inferior empieza a temblar, como si estuviera a punto de llorar, pero no aparece lágrima alguna. De repente, con un gran suspiro, retoma el ritmo de sus pulmones. Se atusa el pelo tras apartar la vista.
Ya está.
“Ya está ¿qué?”
Está hechizada. Se dejará convencer de cuanto le digas o pidas, siempre que no lo hagas de forma brusca y directa.
“¿Es broma?”
No. Ese es uno de las cosas que debo enseñarte, clavar la mirada. Un impulso sugestivo que relaja las defensas de quien lo recibe, tanto éticas como morales. Conseguí mucho con esa técnica.
Joder. Joder…
―           Entonces, ¿en qué puedo ayudarte? – pregunta la señora Paula.
―           Tengo que encontrar a Eric… puede que usted sepa si tiene otra casa, o dónde viven sus padres… no puedo perder a Eric también… me lo prometió.
―           Pobrecito. Estás desesperado, ¿verdad? – la señora se pone en pie y rodea el escritorio, cogiéndome de las manos. Yo asiento una vez más.
Ahora puedo verla al completo. Por debajo del metro setenta. Viste blusón oscuro, de satén, y un pantalón blanco, algo ceñido, que pone de manifiesto que aún conserva una admirable figura.
―           Parece que estás muy pillado con Eric. ¿Harías cualquier cosa por encontrarle?
―           Si, señora, cualquier cosa.
―           Ese cabroncete sabe escogerles, no hay duda – murmura ella y no sé a qué se refiere. – Ven, vamos a tratar esta cuestión con más calma, en mi habitación…
Aprovecha la sugestión… cuanto más baje sus defensas, más colaborará.
Tíos, es como tener tu propio manual de instrucciones personalizado.
Para ella, yo soy un dulce que robar, una oportunidad de caramelo. Me lleva a su dormitorio, donde destaca una amplia cama redonda, con sábanas de seda. La señora se cuida. Hace que me sienta en el borde y se coloca delante, desabotonándose la camisa y sonriendo.
―           Veras, puedo contarte cosas de Eric, pero siempre hay un precio. ¿Comprendes? Debes complacerme. ¿Cómo te llamas, chico?
―           Jesús, señora. Haré lo que usted quiera…
―           Eso es. Has comprendido a la perfección – acaba mostrándome unos senos opulentos, de grandes pezones y un poco caídos, pero aún atractivos. — ¿Te gustan?
―           Si, señora Paula.
―           Pues ven y me los besas – dice mientras los sujeta con sus manos.
Avanzo de rodillas hasta ella y hundo mi rostro entre sus grandes tetas. Succiono, chupeteo y mordisqueo como un niño hambriento. Ella comienza a suspirar, aferrándose a mis hombros.
―           ¡Que hambre tenías, Jesús!
―           Mucha… mucha…
―           ¿Has estado antes con una mujer, Jesús? – me atrapa las mejillas con las manos y me mira, apartándome de sus senos.
―           No, señora.
―           Perfecto, hoy vas a convertirte en todo un hombre – dice mientras me empuja de nuevo hacia la cama.
La dejo que me quite los pantalones y después la sudadera. Entonces es cuando presta atención al bulto de mis boxers. Me los baja con dedos temblorosos. Veo como su expresión se transforma.
―           Jesús, por tu madre… esto se avisa antes… ha estado a punto de darme una cosa mala… ufff… ¡la madre que me parió! ¿Cuánto te mide?
―           Treinta centímetros, señora. ¿Es malo?
―           No, no, por Dios, ¡que va a ser malo! Pedazo de gilipollas el Eric… ¿Me dejas chupártela, Jesús?
―           Si, lo que usted quiera, señora.
La experta boca de la señora Paula cae sobre mi polla demostrando su hambre atrasada. Pone todo su empeño, su sapiencia, y su deseo en pulir mi herramienta. La verdad es que la señora tiene arte, hay que decirlo. Mi polla jamás se ha puesto tan dura. Finalmente, se pone en pie, resollando. Los ojos le arden, las mejillas encendidas. Se baja el pantalón y el tanga, con desesperación.
―           ¡Tengo que metérmela! ¡Por Dios, que me la meto! – murmura, tomándola con las manos y restregándola contra su pubis, bajo sus muslos, enfebrecida.
Es mi turno de actuar. Me siento en la cama, dejándola jugar con mi miembro, pero impidiéndole que se empale.
―           Antes de eso, señora Paula, debería saber donde puede estar Eric…
―           ¡No lo sé! – exclama histérica. – Puede que esté en casa de Julien. Ese camello también está por sus huesos. Déjame que me clave, por favor…
―           Aún no. ¿Eric es gay?
―           Es bisexual, le saca partido a todo, pero, por lo que sé, solo mantiene relaciones sentimentales con hombres, nunca con mujeres. ¿Puedo ya? – busca frotarse el clítoris contra mi mástil.
―           Una pregunta más. ¿Eric trabaja por su cuenta?
―           No, Eric es un gancho más de la organización. Se ocupa de las modelos, ya que trabaja en ese mundillo. No seas malo, ya no aguanto más… Te dejaré que me la metas también por el culo, si quieres, por favor…
Como ha cambiado la cosa. Tengo que aprender eso de “clavar la mirada”. Es de alucine. Con una sonrisa, la dejo que se empale lentamente. No deja de gemir, los ojos en blanco.
―           ¿Sabes cómo consigue Eric a las modelos? – pregunto mientras la dejo a su aire.
―           Las chan… tajea…
―           ¿Y comparte sus archivos con la organización?
―           Noooo… es muy celoso… con sus inver…siones…
―           ¿Conoces dónde guarda esos archivos?
―           Uuuhhh – se mete toda mi polla, como una campeona. – No… no sé… espera… espera… no te muevas aún… que me partes…
―           Cuando usted diga, señora Paula… ¿qué pasaría si Eric no apareciera más?
―           Suuu… pongo que sus chicas… se perderían…por lo menos, las que chantajea…aaaaahhh… eres un borrico, cariño… la organización buscaría otro… gancho y ya está…
Giro y la dejo caer sobre la cama. Pongo en marcha mis caderas, con un ritmo lento.
―           ¿Y usted, señora Paula, qué es usted para la organización? – le pregunto mientras ella intenta alcanzar mi boca con su lengua.
―           Controlo a las putas… las de esta casa y otras…quédate conmigo y las tendrás a todas… serás el chulo mayoooor… te las follarasss a todasssshiiiii…
―           ¿Te gustaría tener esta polla para siempre, eh guarrona? – susurro mientras aumento las embestidas.
―           Ooh si, claro que siiii… ooooh, dulce santa madre de los malditos… jamás…
―           ¡Dilo!
―           Jamás me… habían machacado… así…
Sus manos se aferran a mi cuello, con fuerza, para poder levantar más las piernas, ya que no queda más espacio para mi polla. Atrapo su lengua con mis labios y tiro de ella, con fuerza. Gruñe como un animal. Está totalmente entregada a sus sentidos.
―           ¡Córrete! ¡Córrete ya, que quiero meterla en tu culo! ¿Lo soportaras?
―           Si, si… oh siiii… ya, cariño mío, ya me corro… me corrooo… ¡¡ME CORROOOO!!
Un auténtico mal de San Vito recorre su cuerpo, agitando caderas y piernas, entre estertores. La saco y le doy la vuelta. Tiene buenas nalgas, amplias y redondas. Ella alza la cabeza en cuanto se recupera algo.
―           ¡Espera, espera! ¡En seco no! – exclama con miedo.
Se arrastra por la gran cama hasta alcanzar una de las mesitas de noche, de donde saca un tubo de crema lubricante.
―           Deja que te la ponga en esa magnífica polla, cariñito.
Ella misma se mete un dedo en el ano, lleno de crema. Se nota que está acostumbrada porque enseguida dilata el anillo del esfínter.
―           Con cuidado, eh, Jesús, que lo tuyo no es una polla, es un obús – murmura, pero sus ojos parecen decir lo contrario.
Es mi primera sodomía y me cuesta meterla, aún con una señora tan experimentada. El ano es mucho más estrecho que una vagina y no está apenas lubricado. Hay que abrir camino lentamente, y dejarlo despejado y resbaladizo. La señora Paula muerde las sábanas de seda, de color salmón y huevo. Mi polla la está matando, pero no protesta lo más mínimo.
―           Lento… lento… así… Jesús. Hasta que la metas toda… la quiero toda dentro…
―           Si, señora. ¿Empujo?
―           Si, un poco más… ñññggghh… para, para… déjame descansar.
Métela de un tirón. No le hagas caso. Le gusta que le hagan daño.
“¿Cómo lo sabes?”
He conocido a otras como ella. Son controladoras y frías con sus allegados, pero cuando sucumben a la lujuria, sale su verdadera condición. Son autoritarias porque en el fondo no son más que unas putas esclavas sin freno. Es una forma de compensar o de esconderse. ¿Comprendes? Ella ya se te ha entregado, es tuya para lo que quieras, mientras te recuerde. ¡Dale con fuerza!
Se la clavo de un tirón, sin miramientos. La señora aúlla con fuerza. Se estremece toda, babea y llora a la vez.
―           Ca…brón – apenas puede hablar.
―           Si, tu cabrón, recuérdalo – le digo al oído, embistiendo con rapidez en su culo.
―           Si… si… mi niño…
Pinzo su clítoris con dos dedos, con fuerza, y lo retuerzo. Un sonido estrangulado surge de sus labios. Su cabeza cae sobre la sábana, sin fuerzas, abandonado a lo que le hago sentir. Siento que mi orgasmo es inminente. Azoto con mucha fuerza sus nalgas, un par de veces. Alza de nuevo la cabeza con presteza mientras jadea con fuerza. Sus nalgas adoptan un ritmo vertiginoso, follándome a su vez. Descargo al menos cinco veces en su culo, mientras mis dedos tironean de uno de sus pezones. Ella rinde la espalda y cae de bruces sobre la cama, estremeciéndose toda.
―           Soy tu puta… soy tu putaaaa… toda una putaaa – la escucho decir bajito.
Tras unos minutos de descanso, la señora Paula me limpia la polla con unos pañuelos humedecidos en colonia y nos vestimos. Ella tiene una extraña sonrisa en los labios. Me acompaña hasta la puerta, cogida de mi brazo, tras darme el número de móvil de Eric, el móvil laboral. No me sirve de mucho, pero no se lo voy a despreciar.
―           Y recuerda, Jesusín, cariño, si Eric no puede ayudarte, vente por aquí, que yo te apadrino en la organización, con mucho gusto – me dice, dándome un tierno beso como despedida.
Hay buenas noticias cuando regreso al piso. Pam ha conseguido que la chica de servicio de la finca de los padres de Eric, le confirme que toda la familia está allí. Si, el “guapo modelo” también, palabras textuales. Les digo lo que ha averiguado en el burdel, aunque me callo la forma como he conseguido la información. Las chicas me miran, contritas.
―           Tengo que ir. No hay más remedio – respondo cuando me doy cuenta de cómo me miran. – El único que puede hacerte daño es ese chulo. “Muerto el perro, se acabó la rabia”.
―           Pero estás hablando de matar a una persona – insiste Pam.
―           Yo no lo considero una persona.
―           Pero es peligroso. Algo puede salir mal – Maby también tiene dudas.
―           Entonces, ¿qué proponéis? ¿Nos quedamos aquí, a esperar que se recupere y vuelva a por ti y por mí, mucho más preparado, con ganas de vengarse?
―           No, no – se echa Maby en mis brazos. – Cariño, eso jamás. Si hay que hacerlo, se hace. Por eso vamos a ir contigo.
Pam asiente, dando su brazo a torcer.
―           ¡Ni de coña! ¡Esto es cosa de uno solo! Si algo sale mal, ¿quereis que vayamos todos al talego? Eso no es juicioso. Yo estoy más preparado físicamente, así que yo voy.
Las chicas bajan la mirada. No pueden discutir mi lógica.
―           Entonces, tengo que salir ya. Son las seis de la tarde. Tengo casi cinco horas hasta Seira, puede que algo más con esas carreteras de montaña. Necesito un par de mantas para no perder demasiado calor durante la vigilancia. Una buena linterna, un termo, una pala y una palanqueta. Mejor ir preparado. Bajo a la ferretería y, de paso, llenaré el depósito de la camioneta. ¿Me preparáis unos sándwiches y un poco de café?
―           Claro – dice Pam, dándole un codazo a Maby, que me mira embelesada.
Salgo de Madrid sobre las ocho de la tarde. No hay demasiado tráfico. Llevo una buena recopilación de AC/DC sonando a toda pastilla. He descubierto que los roqueros australianos también le gustan a Rasputín.
Este no deja de hablarme sobre aprender a “clavar la mirada”, lo que me dará mucha ventaja en hacer que la gente me obedezca o me preste una especial atención. Es pesado dando la vara, pero tiene razón, es hora de que me enseñe sus trucos más sucios.
Aún no sé lo que voy a hacer. No tengo ningún plan pensado. Todo está en mano del azar y de la improvisación. Sé que soy bueno improvisando y, además cuento con Rasputín y sus consejos, pero no tengo ni idea con lo que me voy a encontrar. No conozco la finca, ni el terreno, ni siquiera a la familia. El reconocimiento se hace necesario.
Hago varias paradas para no quedarme dormido, no por sueño, sino por aburrimiento. En la última parada, lleno el termo de fuerte café en una venta de carretera y compro varias chucherías. El azúcar me va a hacer falta.
Encuentro la finca bien de madrugada. Está en la falda de una montaña, es extensa, y está rodeada de un alto y viejo muro de piedra. Aparco en lo que me parece el bosque, aunque hay poca luna. Me abstengo de encender demasiado la linterna. Pongo el despertador del móvil para las seis de la mañana, y me envuelvo en las mantas. Me cuesta poco quedarme dormido.
El pitido repetitivo me despierta. Apago el móvil y atrapo el termo. El café aún está tibio. Un buen trago para despertar. Meto la linterna, los prismáticos y el machete que llevo en el coche, en la pequeña mochila de viaje que también llevo tras los asientos. Seria buena idea llevar también la palanqueta, aunque sea en la mano. Echo dentro la bolsa que contiene aún un sándwich y las chucherías que he comprado, junto con el termo casi vacío. Ahora, es cuestión de buscar un buen sitio para observar.
No me he equivocado, he metido la camioneta en un bosque de pinares y fresnos. Me muevo bajo los árboles en dirección de la finca. Encuentro unos riscos que me permiten otear la gran casa de una sola planta que se levanta en una gran plataforma o bancal, ganada a la montaña. En otra plataforma, más pequeña e inferior, han construido una piscina, junto con el espacio que necesita para la comodidad de los bañistas.
Al amanecer, veo movimiento. Enfoco los prismáticos. Un hombre, maduro y fornido, saca varios aparejos de pesca y carga un 4×4. Poco después, sale la finca por la gran puerta metálica de la entrada. Sin duda el padre.
¿De pesca? Bien, uno menos. Espero. Hago flexiones. Espero aún más. Desayuno con el sándwich y el café que queda. Espero.
Sobre las nueve y media, una señora rubia y alta, saca del garaje un pequeño utilitario y sale de la finca también. Es la mía. Puede que haya más gente dentro, pero debo arriesgarme. Me meto un pastelito en la boca y salto el muro.
Mala suerte. Hay un perro, un pastor ovejero. Le espero llegar, ladrando. Un fuerte sopapo en el hocico le frena y le aleja. No es demasiado fiero. No molesta más. Rondo la casa, buscando un sitio para colarme y no dejar huellas. Bien, la puerta del garaje no se ha cerrado del todo, sin duda al sacar el utilitario.
Entro en la casa. Escucho. Nada. Marcó el número de móvil que la señora Paula me ha dado. Suena al fondo del pasillo. ¡Eric está aqui! Corto la llamada. Dejo pasar diez minutos para que vuelva a dormirse y me meto en su habitación. Le encuentro roncando, con un brazo en cabestrillo y el otro vendado. También tiene el torso vendado, bajo la camiseta. Si que le he hecho pupa. A pesar de eso, parece un angelito durmiendo. El cabrón es muy guapo. Le despierto suavemente, colocando la punta del machete sobre uno de sus ojos.
Se queda muy quieto, balbuceando preguntas. Le sonrío.
―           Hola – le susurro. — ¿Me echabas de menos?
Cógele la polla.
No entiendo lo que me quiere decir Rasputín.
Tienes que controlarle. Con alguien tan asustado, no sirve de nada la sugestión, ni la hipnosis, ni nada de eso. ¡Piensa! Si no ve salida alguna, puede no decirte la verdad, o hacer una locura. Tienes que darle siempre una salida para que haga lo que tú quieras.
El viejo Rasputín parece saber de estas cosas.
Sabemos que es homosexual.
“Bisexual.”
¡Lo que sea! Si le acaricias sexualmente, creerá que él te gusta, que puede recuperar el control y disponer de una oportunidad de salvar su vida.
Muy listo. Meto mi mano bajo las mantas y le sobo la polla. La tiene empalmada, a pesar del miedo, y no es muy grande. Respinga al no esperar la caricia.
―           Pensaba matarte para que no me denunciaras, ni usaras lo que tienes de mi hermana, pero, al verte así, dormidito, no sé… eres demasiado guapo. No puedo matarte – le susurro.
―           No… me mates – suplica. — ¿Cómo me has encontrado?
―           Soy un sabueso – ironizo, apretándole los huevos.
―           Haré lo que tú quieras… todo lo que quieras – se ofrece.
―           ¿Quién hay en la casa?
―           Mis padres.
―           ¿Alguien más? ¿Criada, algún hermano?
―           No. ¡Ouch! – le he vuelto a apretar. — ¡Lo juro!
―           ¿Dónde tienes los archivos de todas las chicas?
―           En mi casa, en Madrid.
Mentira. Son su garantía. No los dejaría solos.
Le pincho en una ceja. Salta una gota de sangre.
―           ¡Está bien! Están en un servidor seguro, a la espera de que los desencripte si son necesarios – confiesa.
―           Entonces, podrás borrarlos online.
―           Si, pero aquí no hay Internet.
―           Está bien. Levántate y haz la maleta. Te vienes conmigo.
―           ¿La maleta? ¿Por qué?
―           Porque vas a hacer un viajito. No me fío de dejarte atrás. Se te pueden ocurrir muchas cosas raras.
―           ¡No haré nada! ¡Lo juro!
―           He pensado que mejor compras un pasaje a… no sé, ¿Río de Janeiro? Te puedes pegar una buena vida allí.
―           Si, si… — acaba comprendiendo, con alivio.
―           Y no volverás jamás. Así ganaremos todos, tú, yo, las chicas que extorsionas, y hasta tus pobres padres…
―           Eso haré. No quiero problemas – sin embargo, seguía empalmado, con mi mano en su polla. La verdad es que no me desagradaba el tacto.
Le dejo que se levante. Eric, con un gemido de dolor, atrapa un petate e intenta llenarlo con su ropa, pero no puede. Me mira, asustado, su erección se ha esfumado.
―           Tengo el hombro dislocado, una fisura en el cubito del otro brazo y tres costillas astilladas. ¿Me ayudas?
Meto todo eso rápidamente y, además, el portátil. Noto que me está mirando, los brazos afirmados sobre su pecho. Necesito confiarle más.
―           Mira, Eric, siento haberte machacado tanto. Perdí la cabeza cuando te escuché amenazar a mi hermana. De otra forma, no te hubiera hecho daño nunca. A un chico tan guapo, jamás. La verdad es que no he podido dormir en estos dos días. Se me venía a la cabeza tus ojos llenos de miedo…
Me estaba excitando al contarle todo esto, extraño. ¿Seré bisexual yo también o bien es que disfruto controlándole? El caso es que mi polla se está quejando del encierro. Es extraño, nunca me ha gustado un tío. Ahora, no es el momento para pensar en eso, me recrimino. Eric pierde esa expresión de perro apaleado, e incluso me sonríe un poco. Pero no le dejo pensar.
Le saco de la casa, llevándole por el cuello. Es como un muñeco en mis manos. Atravesamos el bosque hasta la camioneta, a paso vivo. Le hago conducir, con mi machete apoyado en su entrepierna. Conduce hasta el cercano pueblecito, Seíra, 141 habitantes. La leche, vamos. Menos mal, hay una gasolinera. Mientras relleno el tanque, Eric usa el wifi para conectarse con su portátil. Sobre el capó, le obligo a borrar todos los archivos que tiene almacenados. Al menos cuarenta. Le empujo de regreso a la camioneta, a ponerse al volante.
―           ¿Y ahora? ¿Me dejas marchar?
―           ¿Me juras que te vas a ir del país?
―           De verdad, te lo juro. La verdad es que no sirvo para esto.
―           Bien. Te creo – ya no tengo el machete en la mano. Me sonríe, más confiado. – Vamos a hacer una cosa. Conduce tú hasta un sitio apartado, donde te pueda dejar. Regresaras andando. Así me dará tiempo a quitarme de en medio.
―           Claro, pero de verdad, no voy a hacer nada – su tono es casi amistoso.
―           Mejor porque no me gustaría que me decepcionaras. Creo que eres un buen tío, algo equivocado, pero con sentimientos.
―           Te lo juro, tío. Ya he aprendido la lección. Me iré en cuanto saqué la pasta que tengo en el banco.
Eric se mete por un camino vecinal.
―           Tío, no sabes cuanto sentí pegarte. Eres toda una dulzura – aunque no fuera cierto, en este momento no le tengo demasiada tirria.
―           Joder, ojala nos hubiéramos conocido de otra forma. También me gustas un montón – se confiesa él, deteniendo la camioneta en mitad del camino.
Se inclina sobre mí y me besa delicadamente. Saboreo los labios masculinos. En Eric, no hay apenas diferencia con una chica. Le agarro de la nuca y le doy un buen morreo. Nos apartamos jadeando.
―           ¡Tío, bestial! – exclama.
―           Me gustaría probar esos labios en otra parte del cuerpo – le digo.
―           Te la puedo mamar aquí, en el coche – susurra, inclinándose de nuevo sobre mis labios.
―           ¿Tú crees que puedes mamar esta dulzura dentro de un coche? – le digo, desabrochando mi pantalón y sacando la polla.
Se queda sin palabras. La mira y remira.
―           ¡Joder, tío! ¿Es de verdad?
―           Puedes tocarla para convencerte.
La aferra con las dos manos. Está alucinado con mi polla, incluso creo que se ha olvidado de que yo le he sacado de la cama, amenazándole con un machete. Tiene razón Rasputín, si les das una salida, aunque sea poco creíble, harán lo que uno quiera.
Arranca de nuevo, y, al parecer, con prisas. Sigue el camino que, más adelante, se bifurca y acaba ante las estructuras de unos chalés en construcción, detenidos cuando la caída del sector. Mete mi camioneta detrás de los muros de ladrillos sin terminar.
―           Esto se paró hace un año. No viene nadie por aquí – dice, abriendo la puerta.
Cae de rodillas ante mí cuando me bajo. Está deseando catar mi polla, se le ve. Aplica su boca con suavidad. Nunca ha tenido una de ese tamaño. Se afana en masajearme la polla y las bolas, mientras que su lengua se convierte en un torbellino. Es todo un experto en chupar pollas. No creía que me fuera a gustar la boca de un tío, pero ahí está. Bueno, hay que decir que más que un tío, Eric es un tanto andrógino, sin ningún vello en la cara, con una belleza casi femenina, y, encima, sometido a mi voluntad. Eso cambia algo las cosas. De todas maneras, sigue siendo un tío y me está gustando que me la mame. Si no le miras, no hay apenas diferencias con una tía.
Tienes la oportunidad ahora.
Lo sé, por eso le he llevado allí. Puedo ocultarle en cualquier agujero y nadie le encontrará hasta meses o años después, si es que le encuentran.
Utiliza tu polla, Sergio. Es tu mejor arma. Métesela en la garganta y asfíxialo.
¡Me morderá!
Si se la metes a fondo, no podrá. Las mandíbulas no tendrán apoyo. Córrete en su garganta mientras agoniza. ¡Es lo mejor del mundo!
La idea me da tanto morbo que le hago caso. De un golpe, se la cuelo hasta la garganta, produciéndole fuertes arcadas. Intenta apartarse, sacársela, pero le sujeto la cabeza con fuerza, mi tripa golpeándole la frente. Tiene los brazos inútiles para hacer palanca y apartarse. Embisto con fuerza su garganta, próximo al orgasmo. Sus esfuerzos por aspirar aire producen espasmos en su garganta que me vuelven loco. Finalmente, me corro con fuerza, vaciándome durante lo que me parecen minutos, directamente a su esófago. Eric ha dejado de retorcerse. Sus pies mantienen un corto movimiento involuntario, fruto de la agonía, hasta que todo queda en silencio.
Me aseguro, dejándole mi polla aún metida un tiempo, aunque va perdiendo consistencia. Le tomo las pulsaciones. Cero. Está frito. Me guardo la polla matadora y exploro un poco la obra. Encuentro un poco negro sellado. Uso la palanqueta para destaparlo y arrojo el cuerpo dentro, junto con su bolsa y su portátil.
―           Adiós, Eric. Espero que se la chupes igual de bien al diablo – me despido, cerrando la tapa y colocando sobre ella varios bloques de cemento.
¿Te ha gustado la experiencia?
“Puede que demasiado.”
¿Qué has sentido al planear la muerte de otro ser humano, y después ejecutarle?
“Poder, Rasputín, absoluto poder, y mucha excitación.”
Bien, ahora conoces las dos constancias de la sociedad humana.
“El placer y el poder.”
Vámonos a casa.
                                           CONTINUARÁ
 
 
Si queréis comentar algo, mi email es: la.janis@hotmail.es
 

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