Oscuros secretos.

Despierto entre cortinas verdes plastificadas con varias máquinas a mi alrededor, pitando y murmurando. Intento levantarme, pero no puedo. Exhalo un ronco quejido al apoyarme en mi brazo derecho, y no digamos nada del doloroso aviso que surge de mi pecho. Una de las máquinas aumenta la frecuencia de su molesto pitido y se abre una de las cortinas. Una señora madura, con bata y pantalones igualmente verdes, me obliga a recostarme de nuevo. La señora debe pesar casi lo mismo que yo, aunque medio metro más baja, pero sus maneras y su voz son muy suaves. Me tranquiliza, hablándome, dándome palmaditas en el hombro.

―           No te muevas, grandullón… has tenido una mala caída – me dice, comprobando que la vía de mi muñeca no se ha movido.

―           ¿Una caída? – no puedo dejar de asombrarme.

―           Si, por las escaleras de un sótano. Debían de ser profundas y empinadas, porque te has machacado bien el cuerpo.

―           No… lo recuerdo – mascullo, apretando los dientes. ¡Cabrones!

Estoy en el servicio de Urgencias del hospital Nuestra Señora del Rosario. Es el más cercano al club. Ya han llamado a las chicas, pronto estarán aquí. Me quedo rumiando lo que voy a hacer con ellos cuando me ponga en pie. Creo que lo haré divertido, pienso, mostrando una mueca de lobo.

Un joven médico residente pasa a informarme de cual es mi estado y hacerme unas preguntas. Tengo una fractura de cubito en el brazo derecho, la muñeca izquierda con fisura, cinco costillas dañadas, así como el esternón, y varias lesiones internas. ¡Ah, y mi nariz está rota! Los moratones van a ser de aúpa, mañana. Toda una fiesta para alguien que ha rodado unos cuantos escalones. Me aferro a esa historia, ya que es la que consta, sin duda, en el informe preliminar de los paramédicos. Nada de publicidad negativa par el club. Le pregunto cuando me podré ir a casa y, mirándome con incredulidad, me contesta que tienen que monitorizarme durante un día más, al menos.

No estoy demasiado preocupado por mi estado. Sé que sanaré rápidamente, quizás demasiado rápido incluso. Puede que tenga que pedir el alta voluntaria… El dolor pronto desaparecerá, pero el rencor es como una alimaña en mi interior, royendo mis tripas, subiendo por mi columna, hasta brotar por mis ojos.

Konor no me ha descubierto; no sabe nada. Pero actuó según el capricho de Katrina, ¡esa puta perra! ¿Tan ofendida se ha sentido por lo que pasó, como para enviarme esos matones a darme una paliza? ¿Qué clase de poder ejercita esa niña en los hombres de su padre? ¿De qué conoce a Konor? Demasiadas preguntas y nadie para responderlas. Ya buscaré la ocasión, eso seguro. Ahora, lo verdaderamente importante es: ¿se lo cuento a Víctor?

Me guardo esa opción para más tarde cuando aparecen las chicas, con cara de pánico. Pam me coge la mano, con las lágrimas a punto de brotar, mientras Maby me da muchísimos besitos en todo mi rostro.

―           ¡Ouch! ¡Ay! Cuidado, Maby… mi nariz – me quejo.

―           Pobrecito, mi niño…

―           Nos han dicho que te has caído por las escaleras de un sótano – pregunta Pam, ansiosa.

―           Si. Escaleras llenas de humedad y muy pendientes. He rodado hasta abajo. Mala suerte – contesto, mirándolas. – Pero no hay nada demasiado jodido. Unas fracturas y unos hematomas…

―           Voy a hablar con el médico – dice Pam, con determinación.

―           Pam, espera… te diga lo que te diga… mañana pienso pedir el alta voluntaria – reprimo un gesto de dolor al levantar el brazo.

―           ¡De eso nada! – rechista Maby. – Si dice que te quedas, lo haces, y punto.

No sirve de nada discutir. No puedo explicarles que no quiero que me examinen más, al menos por ahora. Ya lo solucionaré por mi cuenta. La dejo que se marche. Maby vuelve a darme muchos piquitos suaves en los labios.

A la mañana siguiente, recibo unas flores de mi jefe y una llamada de teléfono. Víctor quiere saber qué me ha pasado. No le cuento nada, salvo la tonta caída por las escaleras. Esto se va a convertir en un asunto privado. Me desea una pronta recuperación y me aconseja utilizar mi tarjeta sanitaria.

―           No tengas prisa en volver al trabajo. Te quierro sano y fuerte, ¿comprrendes? Nuestros asuntos pueden esperar.

―           Si, señor Vantia.

Esa misma tarde, firmo mi alta voluntaria, y aguanto la bronca de las chicas hasta el taxi. Tengo una tarjeta sanitaria de la clínica Ruber, ¡hay que aprovecharla! Eso las tranquiliza. Ingreso en la célebre clínica, con una atención de primera. Víctor Vantia no escatima en sus hombres, por lo visto. Me gusta cada vez más ese tipo. Una habitación privada para mi solo. Atención personalizada y todo tipo de comodidades. Además, las enfermeras son muy atractivas…

Pero ese paraíso solo dura dos días. Al cabo de ese tiempo, mis fracturas llevan un buen proceso de curación, los hematomas se han reducido bastante, y mis órganos internos parecen mucho más estables. Así que me envían para casa.

Las chicas me acomodan en el sofá de casa como un rey. Almohadones mullidos, mesita con refresco y picoteo, y el mando de la tele cerca. Esa misma tarde, Dena y Patricia llaman a la puerta. Mis chicas me miran de reojo, pero disimulan ante la visita. Patricia, con la colaboración de su madre, me ha hecho galletas caseras.

La jovencita se sienta en el filo del sofá, a la altura de mi pecho, mirándome con ojos tristes. Me acaricia el pelo con mucha suavidad, alarmada por el tremendo hematoma que tengo a los lados de la nariz y bajo los ojos.

―           Parece peor de lo que es – le digo. – Ya no me duele.

―           Te has aplastado la nariz – me dice con tristeza.

―           ¿Ya no te gusta? – bromeo.

―           Está chula así, pareces más bestia aún – se ríe, finalmente.

―           Es cierto. Te da cierto aire… duro – me confirma Dena.

―           ¿Y a vosotras? – les pregunto a las demás. – ¿Os gusta mi nariz o me la opero?

―           Dena tiene razón. Te favorece.

―           Cuando se te vaya todo ese moratón, vas a estar muuu guapo, nene – se ríe Maby.

―           Vale. Decidido. Me quedo con la nueva nariz – le pellizco la suya a Patricia, que se ríe y mira a mis chicas, con arrobo.

Las chicas están preparando la cena, felices de cuidarme. Pam nos comunica que Elke va a cenar con nosotros. Pasaremos la velada viendo la tele. Me pregunto si será el momento adecuado…

―           La vecina ha estado muy atenta contigo – dice Maby, revolucionándome el pelo desde atrás.

―           ¿Dena? – pregunto.

―           Si. Se la veía preocupada. Deberías haberle dicho que tu polla no había sufrido daño desde un principio.

Pam se ríe con fuerza.

―           Mala eres, Maby – la regaño, medio en broma.

―           Pues la niña me pareció encantadora – opina Pam, atenta a la sopa que está calentando. – Tenía puestos en ti esos ojos llenos de adoración. ¿Cuántos años tiene? ¿Doce?

―           Catorce…

―           Pues no está muy desarrollada que digamos.

―           Creo que soy su primer amor… ya sabéis, algo platónico…

―           Debe de ser eso, porque no tiene carnes suficientes para aguantarte, nene – bromea Maby, inclinándose desde detrás del sofá para besarme.

―           Creía que Dena me iba a caer peor – deja caer mi hermana, sacando unos platos soperos del estante.

―           Solo es una esclava – digo, serio y tajante.

―           Igual que nosotras – responde Maby, en el mismo tono.

―           No, no como vosotras. Es muy distinto…

―           A ver, explícanos por qué es distinto – me desafía Pam, con los platos aún en la mano.

Me callo un momento, mirando la tele, pero sin verla realmente. ¿Cómo puedo explicarles nada guardando tantos secretos?

―           Confiad en mí. Es así – muevo una mano, cortando el tema.

―           Quizás deberíamos buscar una casa grande e instalarnos todos juntos. Ahorraríamos una pasta en alquileres – la pulla de Maby suena muy irónica.

El timbre corta la discusión, gracias a Dios.

―           ¡Ahí está mi mujercita! – exclama Pam, quitándose el delantal y acudiendo a la puerta.

Elke nos saluda al entrar en el comedor. Está radiante, con las mejillas arreboladas por el frío y un gracioso gorro de lana atrapando su frondosa y aspaventada cabellera rubia. Se desabrocha un anorak azul y negro, mostrando el ancho suéter que lleva debajo. Unos amplios pantalones mongoles oscuros, de invierno, y unas botas de pelo, complementan el conjunto. Se acerca hasta el sofá y me da dos tímidos besos, entregándome un paquetito con un perfecto lazo azul.

Lo abro, intrigado, y me encuentro con cuatro pastelitos cónicos, recubiertos de caramelo tostado.

―           Son “kumkake”. Los he hecho yo. Mi abuela me los hacía siempre que estaba enferma. Dice la tradición noruega que ayudan a sanar – me explica.

Me impresiona su gesto. No lo esperaba.

―           Bueno, por lo menos, tienen mejor pinta que las galletas de Patricia – bromea Maby.

―           Ooooh… pero el gesto ha sido taaaan tierno – sonríe Pam, antes de llamarnos a la mesa.

―           Si, galletas platónicas – ironiza de nuevo mi morena. Me parece que se siente algo celosa de una niña.

Nos sentamos a cenar y consigo cambiar el tema. Entre bromas y pullas, conseguimos que Elke se sienta cómoda y relajada. Necesito que no se retraiga, que no se cierre. En el transcurso de la cena, hago algunas preguntas a Elke, sobre Noruega, su vida allí, su familia. Contesta con reticencia, como si no quisiera recordar demasiado de esa época. Nos cuenta que su familia vive relativamente cerca de Oslo, en un sitio llamado Därgau (al menos ella lo pronuncia así), y que tuvo la oportunidad de conocer a una mujer, que la lanzó al mercado de la moda. Sus respuestas son realmente vagas y sabe cambiar muy bien de tema, con una ligereza impresionante.

Por segunda vez, siento curiosidad por ella y su pasado.

Probamos los “kumkake” y quedamos sorprendidos por su sabor y textura. Se parece un poco a lo que aquí llamamos “leche frita”, pero con un sabor algo más ácido y sin el azúcar espolvoreado por encima. La felicito y Pam la besa, provocativamente. Elke sonríe y se sonroja, como si no estuviera acostumbrada a deslumbrar a la gente desde la pasarela. Finalmente, nos sentamos los cuatro ante la tele. Maby y yo ocupamos el sofá más grande, Pam y su novia acercan el dos plazas hasta colocarlo en escuadra, al lado nuestro. Nos tapamos las piernas con unas mantas y nos quedamos calladitos, abrazados, contemplando el coñazo de programación nocturna.

No dejo de lanzar miraditas hacia Elke. Parece que está muy atenta a lo que le susurra mi hermana en el oído, mientras sus dedos trazan sinuosos signos en la palma de la mano de Pam. Tiene los ojos bajos y una leve sonrisa, pero, de vez en cuando, levanta la vista y me mira, fugazmente. Maby, sentada a mi lado, con las piernas recogidas bajo su cuerpo, apoya su cabecita contra mi hombro. Ocupa el espacio que me separa de Pam, en el otro sillón. Traviesamente, ha metido su mano bajo mi jersey (no llevo nada más debajo) y no deja de pellizcarme el pezón, con delicadeza.

Tras media hora de tonta cháchara y ñoñas manitas, mis ojos consiguen pescar la esquiva mirada de Elke. Lentamente, me devuelve la intensidad con la que la miro, mientras que Pam, recostada sobre su hombro, le sigue besuqueando el cuello, sin darse cuenta de nada. Está atrapada en el toque del basilisco, jejeje…

―           ¡Que mierda de tele, coño! – suspiro, agitándome y moviendo la cabecita de Maby.

―           Sip – contesta, lacónicamente mi hermana.

―           Oye, Elke, de vez en cuando mencionas a tu padre, pero nunca lo has hecho con tu madre. ¿Murió? – le pregunto, casi de pasada, como una pregunta intrascendente.

Todos escuchamos el suspiro que sale de lo más profundo de su pecho. Pam aparta su cabeza y mira su perfil.

―           Mi madre nos abandonó. Se fugó con otro hombre cuando tenía yo cuatro años.

―           Pobrecita. No lo sabía – Pam aprieta sus hombros y la besa en la mejilla. Los ojos de Elke no se apartan de los míos.

―           Has tenido una mala infancia, ¿no? – dejo caer la pregunta.

―           Si. Desgraciada – contesta muy suavemente.

Pam me mira. No sabe qué está pasando, pero sabe que Elke es reacia a contar nada de eso. Ni siquiera ella conoce esos detalles. No comprende por qué me los dice a mí.

―           ¿No te gustaría desahogarte? ¿Contarnos todo?

Elke levanta un solo hombro. Le falta un empujón, y me siento inspirado.

―           Mírame bien, Elke. Sé que quieres a mi hermana y que ella te quiere a ti. No pienso entrometerme en esa relación. Pero mi amor iguala al vuestro y me niego a perderla. Ella despertó estos sentimientos en mí y me rescató de la soledad, de mi pequeño mundo. No puedo dejarla ir; la quiero demasiado, ¿me entiendes?

―           Si… pero yo no…

La atajo de un gesto.

―           Te vas a quedar sin compañera de piso en un mes. Te hemos ofrecido compartir casa con nosotros, con tu novia. Menos gastos, más cerca de la agencia, sexo confortable… pero estás llena de dudas. ¿Por qué? ¿Qué es lo que te limita? Le he dado muchas vueltas y solo llego a la conclusión de que es por mí.

Elke niega con la cabeza y baja la mirada. Ya no me hace falta mantener el contacto visual.

―           Le comenté que tuviste algún problema con los hombres cuando pequeña – le susurra Pam, asiendo su mano.

―           ¿Quieres explicárnoslo? – insisto.

Elke asiente y, sorbiendo, se limpia las lágrimas que afloran. Maby quita volumen a la tele, dejándolo en un murmullo de fondo. Las manos de Elke se atarean sobre el filo de la manta que cubre sus piernas.

―           Mi padre es jugador profesional. Se pasa la vida en salas de juego y casinos – empieza a contar, despacio al principio, pero su relato toma fuerza a medida que sus emociones impulsan las palabras. – Cuando tenía que hacer largas giras, me quedaba con mi abuela, pero, normalmente, me solía llevar con él, dejándome sola en la habitación de un hotel, dormida.

―           ¿Por eso se fue tu madre? – pregunta Pam.

―           En parte. Cuando perdía, la molía a palos… desahogaba su frustración con ella.

―           ¡Hijo de…! – barbotea Maby.

Elke asiente y retoma su vivencia.

―           Mi abuela, la madre de mi madre, era muy buena conmigo y nunca regañaba a papá. Creo que intentaba compensar el abandono de mi madre. Mi padre no demostró que me quisiera demasiado. Tenía sus buenos momentos, que eran cuando ganaba, y me compraba juguetes o ropa nueva. Pero, cuando perdía, decía que yo le daba la misma mala suerte que mi madre, y me… humillaba.

Siento un pequeño tirón en la entrepierna al imaginarme todo tipo de cosas. No sé si es furia o lujuria. Ambas emociones me dan miedo. en este momento.

―           Al principio eran pequeños castigos, como dejarme sin postre, o mandarme a la cama sin ver la tele. Tengo vagos recuerdos de ello, debería tener unos seis o siete años. Papá nunca estuvo solo. Siempre había mujeres con él. Unas duraban más, otras menos, pero todas eran guapas y se reían mucho. Hasta después, no comprendí que eran mujerzuelas. Algunas me cuidaban con cariño, pero, la mayoría se mostraban indiferentes…

―           ¿Y el colegio? – preguntó Maby, levantando las cejas.

Elke negó de nuevo con la cabeza.

―           No fui nunca a un colegio…

Nos miramos, los unos a los otros, asombrados, pero la dejamos seguir. La historia de Elke estaba siendo mucho más errática de lo que había supuesto.

―           Cuando cumplí los ocho años, papá entró en una mala racha. No dejaba de perder y acumular deudas. Le recuerdo, gritando y bebiendo en la habitación. Yo me escondía debajo de las mantas, pero siempre me encontraba… — el sollozo de Elke nos toma a todos por sorpresa, demasiado atentos a sus palabras.

Pam la calma, pero la noruega ha desatado sus sentimientos, quizás después de mucho tiempo, y todo aflora con renovada fuerza, como un imparable manantial. Me levanto y, colocándome detrás del doble sillón donde mi hermana y Elke están sentadas, empujo el mueble hasta pegarlo al nuestro, frente a frente, formando así un espacio, un nido, protector. Todos estamos juntos, compartiendo mantas y calor humano. Elke sonríe, como agradeciéndome el gesto.

―           ¿Mejor así? – le pregunto, acariciándole la barbilla.

Asiente y, con un movimiento inesperado, besa mis dedos.

―           ¿Puedes seguir?

―           Si…

―           ¿Abusaba de ti? – le pregunta Maby, casi sin atreverse.

―           No, nada sexual. Me echaba la culpa y me aplicaba castigos más perversos, pero nunca me tocó sexualmente – confirma con un suspiro. – Un día se le ocurrió… La llamaba la Gran Idea…

―           ¿Qué idea?

―           Pensó que como todo era culpa mía cuando perdía, yo pagaría sus deudas. Un día habló conmigo, cara a cara, mirándome muy serio con sus ojos serenos. Fue la primera vez, creo, que habló conmigo como una persona. Me impresionó tanto… era tan pequeña, tan inocente…

Otro tironazo. Es como si mi entrepierna me advirtiese antes de escuchar algo perverso. Trago saliva y tomo la mano de Maby con la mía.

―           Estuvo mucho tiempo hablándome, insistiendo sobre las mismas cosas, una y otra vez. Recuerdo su dedo alzado, poniendo de relieve lo que en verdad le importaba, mientras su voz machacaba mis oídos: Debes ayudar a papá. Tienes que colaborar. Tienes que ganarte lo que comes. Debes ser cariñosa… solo eran “debes” y “tienes”, sin parar… Me inundó con responsabilidades y deberes que no comprendía, que no sabían que existieran siquiera. ¡Estaba asustadísima, creyendo que todo era culpa mía, que íbamos a acabar en la calle, debajo de un puente!

Pam se levanta y le sirve un poco de agua que Elke traga rápidamente. Ya no hay que animarla a seguir, necesita contarlo, soltar todo el veneno que la corroe. Clava sus ojos de nuevo en mí. Puedo ver el miedo y la tensión en ellos.

―           Entonces trajo a su primer “amigo”. Eso decía que eran, amigos que querían conocerme y que jugarían un rato conmigo, pero, en realidad, eran sus acreedores, sucias ratas perversas que buscaban cobrar su deuda como fuera.

Siento como los dedos de mi morenita se clavan en mi brazo. Pam no deja de darle besitos en la mejilla y en el cuello a su chica.

―           Se desabrochaban la bragueta y colocaban mis manitas sobre sus miembros. Papá siempre estaba delante, supongo para que nadie se extralimitara. No era para protegerme, sino para asegurarse que nadie tomaba demasiado pastel sin pagarlo – el tono de Elke es más triste que irónico. – Primero fueron pajas. Esos hombres me enseñaron a masturbarles de muy distintas formas, hasta con mis pies. Se corrían sobre mí y tenía que recoger el esperma caído con mis dedos y lengua y tragármelo…

Los ojos de Elke se vidriaron un tanto, perdiendo de vista la realidad, buceando en el pasado, en los recuerdos.

―           Después no se contentaron con eso. Quisieron mi boca y aprendí a chupar y lamer, a tragar leche sin descanso. A veces, se juntaban demasiados acreedores en la habitación, y papá no les hacía esperar su turno, sino que los dejaba hacer un círculo en torno mío. Aún no tenía diez años cuando podía meterme una polla adulta toda entera, hasta la garganta.

―           ¡Dios, Elke, cariño! – la abraza mi hermana.

―           Pero no odiaba a papá… jamás le he odiado… se limitaba, antes de recibir a sus “amigos”, a repetirme esos “debes y tiene que” para ponerme a tono, para hacerme entrar en calor, y, cuando ya se marchaba todo el mundo, me acariciaba el pelo y me llevaba a la bañera. Me lavaba y me mimaba mientras me comía un gran caramelo que siempre me daba. Entonces, me decía: “Eres la niña de papá, una niña buena y valiente que ha salvado a papá. Gracias a ti, tendremos cama para dormir. Estoy orgulloso de ti, muy orgulloso”.

Asiento con la cabeza, comprendiendo la manipulación a la que la sometía su padre. Deberes y obligaciones primero, sobre un miedo primario como es el de quedar abandonada, después la recompensa de un padre que no le ha mostrado nunca su amor. Eso es un poderoso incentivo para una niña necesitada. Elke había sido machacada todo el tiempo con esa rutina que era como un perro de Pavlov. Con solo mencionarle “debes hacer y tienes que…”, se pondría tan excitada, tan sumisa, que necesitaba cumplir el ritual para obtener su recompensa.

―           Papá empezó a beber mucho. Siempre necesitaba más dinero. A veces, cuando sus “amigos” estaban conmigo, él se traía a una de sus chicas para que le acariciara mientras me miraba. Al final, llegó lo que tenía que llegar. Le ofrecieron una buena cantidad por mi virginidad… tenía once años. Todos aquellos cabrones a los que había masturbado y chupado, estaban en la lista. ¡Todos querían follarse a la niñita en su momento!

Elke empieza a estremecerse y las lágrimas brotan mansamente. No sé cómo, pero puedo oler la humedad de su coño. No ha sido un sollozo lo que la ha estremecido… ¡Elke acaba de correrse disimuladamente!

―           Papá solo aceptaba a cuatro “amigos” por día, dos por la mañana y dos por la tarde. Mi chochito estuvo más de dos meses sin cerrarse. A papá no le importaba mis lágrimas, ni el dolor al que me sometía. Aquellas bestias no tenían consideración alguna. Solo importaba el dinero que le pagaban y que podía gastar en sus vicios.

―           ¡Por Dios! ¿Cómo escapaste de eso, Elke? – Pam ya no lo soporta más.

―           Mi madre volvió a por mí…

―           ¿Qué? – exclama Maby, sorprendida.

―           Alguien le dijo a mi abuela lo que mi padre estaba haciendo conmigo. Siempre supo donde estaba mi madre… que era otra mujer alegre, como todas las que rondaban a mi padre. Cuando le abandonó, no pudo, ni quiso cargar conmigo. Pensó que tendría mejor vida con él que con ella. Pero cuando mi abuela la llamó y le contó lo que pasaba, volvió a por mí, y no lo hizo sola. Recuerdo que era un tipo enorme, tan grande como tú o más, Sergio. Destrozó la habitación. Pegó a mi padre y a uno de sus amigos, mientras mi madre, a la que no conocía ya, me tomaba en brazos y cubría mis desnudeces. Nos fuimos a Oslo y mi madre me entregó al cuidado de una mujer llamada Passia. No volví a ver a mi padre hasta que no cumplí los dieciocho, en uno de mis desfiles de la capital.

Elke se queda callada, aceptando los besitos de Pam. Pienso que hay que exprimirla más.

―           ¿Le has perdonado? – le pregunta Maby, los dientes apretados.

Elke se encoge de hombros y sonríe.

―           Es mi padre. Claro que le he perdonado. Cuando le llamo por teléfono, me dice que debo llamarle más veces, y que tengo que ir a verle… — su sonrisa se esfuma. – Pero no me gusta su nueva esposa… no, no me gusta nada.

―           Elke, ¿recuerdas que nos contaste que tu antigua jefa te hacía gozar solo que una vez, antes de enviarte a dormir? – le pregunto.

―           Si.

―           ¿Se trata de esa Passia?

―           No. Passia es una madame. Mi madre trabajó con ella y entablaron amistad. Siempre había querido tener un hijo, pero era estéril tras una enfermedad que tuvo de jovencita. Mi madre no quería, ni podía cuidarme, así que me entregó a Passia, sabiendo que me mimaría, y así fue. Fueron los mejores cinco años de mi vida. En aquel elegante burdel, conocí buenas mujeres que me dieron cariño y comprensión. Passia contrató una institutriz, que me enseñó todo lo que me había perdido en el colegio y me ayudo a obtener un título de escolarización. Sin embargo, Passia si me puso en contacto con mi jefa, cuando la convencieron de que podía dedicarme a modelar.

―           Pam – susurro a mi hermana, no queriendo molestar a Elke. – Comprueba si está mojada…

Pam alza las manos y los hombros, en una muda pregunta.

―           Mira si tiene el coño mojado – repito. — ¡Hazlo!

Pam mete la mano bajo la manta, pero los pantalones mongoles son demasiado anchos para saber si tiene la entrepierna húmeda. Así que busca colar una mano por la cintura.

―           Passia, a través de sus contactos, envió varias fotos mías y un pequeño currículo a una cazatalentos reconocida: Marina Stossberg – sigue contando, sin darse por enterada de los dedos de mi hermana. – Esta mujer madura ha descubierto muchas estrellas en Escandinavia, y no solo modelos, también actrices, cantantes, y artistas…

Pam levanta la cabeza y me mira. Sus labios forman una O perfecta. No hace falta que me diga nada más, Elke está chorreando. Rememorar todo aquello la ha encendido, como si lo reviviera.

―           Cuando Marina me entrevistó por primera vez, ella tenía unos cuarenta y cinco años. Era aún bella y muy elegante. Era altiva y dura; lo controlaba todo. Me impactó fuertemente y supo ver en mí algo que aún no entiendo. Dos semanas más tarde, estaba viviendo con ella; se convirtió en mi mentora.

Elke toma la mano de Pam, aún metida bajo sus bragas, y la saca. Se lleva los mojados dedos a la boca y los lame. Maby me aprieta el muslo bajo la manta.

―           Me matriculó en clases privadas, se ocupó de mejorar mi imagen, de enseñarme lo más básico de la moda… Dos o tres agencias me hicieron pruebas, y empecé a trabajar, sobre todo en ropa juvenil. Marina no tardó en meterme en su cama. Se creía una reina, una diosa. Tenía que adorarla, que mimarla, que agasajarla constantemente. Cuando se hartaba de gozar, me metía un dedo y me hacía acabar. Luego me mandaba a la cama a descansar, que, según ella, tenía que dormir mucho para estar guapa. Eso duró hasta que tuve diecinueve años y acepté la oferta con una agencia española. Quería salir de Noruega, alejarme de la gente que me controlaba desde pequeña.

Se gira hacia Pam y lame toda su cara, demostrando un vicio desconocido. Sigue desinhibida por el toque de basilisco. Me mira y acaba su historia.

―           Desde entonces, he conocido buenas amigas y mi amor – toma la mano de Pam. – Esto es muy diferente a mi país. La gente es más abierta. Me siento bien…

―           Pero eres conciente de que te falta algo, ¿verdad? – sentencio.

―           Si… lo supe en Año Nuevo…

―           ¿En la cama con nosotros? – Maby también lo ha pillado.

―           Si. Tengo que aprender a gozar, a dejarme llevar, pero no puedo… me es muy difícil…

―           Puedo ayudarte en eso – le digo.

―           Te tengo miedo. Tu polla me hace recordar las de mi infancia. Eran tan grandes y yo tan pequeña…

―           Tranquila, Elke… relájate… respira profundamente… eso es…

―           ¿Qué estás haciendo? – pregunta Pam, preocupada.

―           Ahora no. Necesito silencio. Elke, tengo que llevarte a otro nivel de relajación. Cierra los ojos.

―           Si – me obedece, cerrando los párpados.

―           Maby, tráeme la linterna del cajón y apaga la luz y la tele – le meto prisa y ella salta por encima del respaldo.

―           ¿Qué es lo que…? – empieza de nuevo Pam.

―           Voy a ayudarla. Voy a intentar que acepte esos malos recuerdos.

―           Pero, ¿cómo sabes…?

―           Ahora no, Pam, y ¡cállate, coño!

La luz se apaga. El foco de la linterna que Maby trae es lo único que nos ilumina. Concentro el haz frente a los ojos cerrados de Elke. Deslizo el haz a un lado, apartando la luz de ellos, cuento hasta cinco y vuelvo a situarlo. Luz, penumbra, luz, penumbra, en una cadencia rítmica. Empiezo a hablarle suavemente, como si fuera una niña pequeña.

―           Tranquila… relájate, Elke… eso es. Estás flotando, nada te alcanza, nada te toca. ¿Recuerdas lo que sentías cuando niña? Tu abuela, tu padre, las visitas, las habitaciones de hotel… todo lo bueno y todo lo malo.

―           Si. Si…

―           Sigues siendo esa niña. Eres Elke, la hija del tahúr.

―           Si.

La dejo aquietarse. Debo pensar muy bien lo que quiero plantearle. Debo colocar disparadores de conducta para prevenir cualquier situación.

¿Qué cómo conozco esta técnica de hipnosis? Viendo a Juan Tamarín y su ¡Tachaaann! ¡No te jode! A saber lo que tengo metido en el coco, con los recuerdos del Monje Loco… Lo sé y punto. Aparece como la respuesta en un concurso ¡Pum! ¡De repente! Y no tienes ni puta idea si lo estudiaste en el cole, si lo has leído esa misma mañana en el ABC, o si te lo sopló María Antonieta antes de que la decapitasen, en uno de tus locos sueños.

A lo que vamos.

―           Elke, escúchame…

―           Si, Sergio.

―           Incluso cuando haces algo malo, algo que te da vergüenza y sabes que no está bien, siempre hay un momento divertido en ello. Puede que sea una tontería, algo que dure solo un segundo, o que no le des importancia, pero es algo que te gusta, que te hace sentir bien. Puede relajarte o excitarte, hacerte cosquillas o pellizcarte, puede ser dulce o salado, pero, cada vez que haces eso que no te gusta, ese momento bueno está ahí, para que todo, todo, no sea tan malo. ¿Entiendes?

―           Si, Sergio.

―           ¿Cuál es ese momento para ti?

―           Las pollas, me gusta tocarlas, es divertido – contesta, y esta vez, sin trazas de vergüenza.

―           ¿Te gustan todas?

―           Si. Hay pequeñas y grandes, otras gordas, y algunas muy pequeñitas. Unas saben mal, pero otras están ricas. Me gusta tocarlas, notar como crecen, agitarlas. Me gusta lamerlas y chuparlas, y tragarme la leche…

―           Bien, Elke, eso está bien.

Pam me mira, con los ojos enormemente abiertos. Está reventando por preguntar qué sucede. Deslizo mi trasero por el sofá, acercándome a la noruega, tomándole las manos. Maby, que queda casi detrás de mí, coloca las suyas sobre mi hombro.

―           ¿Qué es lo que no te gusta? ¿Qué te repele o te asusta?

―           Sus ojos. Me miran como enloquecidos. No me gustan sus risas, ni lo que me dicen… algunos huelen muy mal. No me gusta cuando papi me grita y me ordena. Me asusta cuando quieren meter sus pollas en mi coñito. ¡Me duele mucho! Me asustan cuando se tumban sobre mí…

La calmo antes de que empiece a llorar. Esto va a ser difícil. Tengo que limitar sus fobias, casi sin conocerlas, y aplicar los disparadores según los vaya necesitando, incluso meses después.

―           Elke, tienes que recordar los momentos bonitos, cuando jugabas con esas pollas; debes concentrarte en ellos. Tienes que magnificarlos, idealizarlos, para que ganen ventaja. Serán recuerdos que te animarán, que te ayudarán a ser mejor persona. ¿Lo harás?

―           Si, Sergio. Recuerdos bonitos.

―           Al contrario, tienes que olvidar los recuerdos malos; debes dejar de lado las caras de esos hombres y sus brutalidades. Tienes que cubrirlos con barro, con tierra, hasta crear una colina. Sabes que están ahí, lo que representan, pero ya no los ves. Así los recuerdos buenos pesarán más que los malos. ¿Entiendes?

―           Si, Sergio. Olvidar lo malo.

Entonces, tomo su rostro con mis manos, una en cada mejilla. Inclino su cabeza y coloco mi boca sobre su oído. Enumero todos los disparadores que se me ocurren en el momento, y son muchos. Ni Pam, ni Maby pueden oírme, es algo entre la noruega y yo. Necesitaré puertas a su psique a medida que vaya experimentando nuevas situaciones, accesos que me permitirán reeducarla o controlarla en caso de necesidad.

Debo decir que no la he forzado a hacer nada que ella no pretenda hacer. Trato de no influir demasiado en su ego, salvo reacondicionar sus fobias, pero intentando no forzar un cambio drástico que indique que he manipulado su voluntad. Las directrices marcadas se irán fortaleciendo con los días, pareciendo decisiones que Elke ha tomado por si misma, tras haberla, digamos, curado de sus fobias con mi pseudo hipnosis.

―           Creo que ya está – digo, echándome hacia atrás, en los brazos de Maby. Las costillas me duelen por la posición.

Pam inspecciona el rostro de Elke, la cual se mece lentamente, los ojos cerrados.

―           ¿Qué le has hecho? – me pregunta, muy seria.

―           La he hipnotizado, Pam, y he borrado malos recuerdos para que se libere de sus miedos.

―           ¿Dónde has aprendido a hacer eso? – casi me lo preguntan simultáneamente.

Bien, ha llegado el instante temido. Debo revelar la verdad, descubrirme ante mis chicas, si quiero que sigan a mi lado. Tomo aire y cierro los ojos. Necesito un minuto… ¿Qué saldrá de todo esto? Ni idea. Empieza la aventura.

―           Chicas, escuchadme bien. Hay algo que no os he contado…

Bueno, no ha ido tan mal, aún estoy vivo, pienso mientras preparo el desayuno. Eso si, he tenido que dormir en el sofá. Las tres han dormido en la cama y yo en el salón. Pero no se lo tomaron demasiado mal.

Antes de despertar a Elke, le di la indicación de que no recordara nada de lo que había escuchado durante el trance, solo las directrices, hasta que decidiera lo contrario. Creyó haberse dormido mirando la tele y nos sonrió. Pam le dijo que era demasiado tarde para irse para su piso, que durmiera con ellas, y yo, como un buen caballero, me quedaría en el sofá. Aquello iba con segundas, seguro, si la conoceré yo…

Pero, como no hay mal que por bien no venga, me permitió repasar mentalmente todo lo sucedido esa noche, desde la historia de Elke, su hipnosis, y, finalmente, la reacción de mis chicas.

Al principio, sonrieron, creyendo que estaba bromeando. Después, Pam empezó a cabrearse y a decirme que dejara de hacer el payaso. Tuve que presentar pruebas. La primera fue simple, las senté a todas en el doble sillón y lo levanté hasta casi tocar el techo, con ellas encima. Tras esto, Maby empezó a relacionar detalles, como cuando me vio cargar los árboles yo solo, o con el episodio del ternero. Le recordé a Pam que jamás me había visto enfermo, ni con heridas más graves que un arañazo. Disponían de la prueba ante ellas. La paliza recibida fue preocupante para los médicos, pero ahí estaba yo, cuatro días después, en casa y sin dolores. Una persona normal hubiera meado sangre durante una semana.

Claro que esa, a pesar de ser un tanto fantástica, fue la parte que podía demostrar. Lo malo llegó cuando les hablé de… Rasputín.

―           ¿Voces? ¿Escuchas voces y no has dicho nada? – Pam casi me mordió, os lo juro. ¡Vaya cabreo!

―           Escuchaba una voz, la de Rasputín, y ya se ha ido – puntualicé.

―           ¡Me da lo mismo! ¡Necesitas un escáner!

Punto terminante para mi hermana. ¡Se transformó en neurólogo, en segundos! Maby agitaba la cabeza, muy preocupada. Tuve que ponerme un poco cabrón para que dejaran de decir gilipolleces. Me levanté y traje el portátil de Maby. Me conecté y puse “Rasputín” en el buscador. Fui directamente a las fotografías del pene en formol.

―           ¿Os recuerda algo? – les pregunté, girando el portátil.

Estaba desmejorada, algo despellejada y acorchada, pero la reconocieron. Era mi polla.

―           Es la polla conservada de Rasputín. Treinta y un centímetros. La misma que me creció en apenas una semana, días antes de que me acostara contigo, por primera vez, Pam. Antes, tenía una cosita normal, tirando a pequeñita. ¿Crees que la polla de un chico se desarrolla en una semana, años después de que lo haya hecho el resto del cuerpo?

Pam tuvo que pensar y se quedó callada.

―           Comprendo algunos idiomas eslavos sin haberlos escuchado nunca, aunque aún no sé siquiera cuales domino. Tengo recuerdos que no son míos, flashes de conocimientos que jamás he estudiado. Sé hipnotizar una persona, influenciar y manipular una mente, y puede que algunas cosas más. He revivido la muerte del Monje Loco unas cien veces, con todo detalle, así como otras escenas de su vida…

―           Pero, ¿por qué tú? – me preguntó Maby.

―           Según él, estuvo buscando una mente como la mía y como la suya, desde que le mataron, en todo el mundo. Tardó cien años en encontrarme. Supongo que necesitaba un requisito genético de alguna clase. ¡Qué se yo! Pero ya que estamos de confidencias, seré absolutamente sincero…

―           ¿Hay más? – preguntó mi hermana, nerviosa.

―           Si. Lo más importante, creo. Cuando tomé la decisión de convertirme en Amo de cuanto me apetecía, Rasputín se fundió en mi interior; nos hemos unido, fusionado. Pero siento y experimento sus deseos, sus anhelos, sus vicios y caprichos. Es muy fuerte, intenta arrastrarme. Lucho contra ello porque me da miedo, en verdad. Rasputín no tiene límites. Ha estado mucho tiempo vagando, sin poder tocar carne, sin poder saciar su eterna hambre de sexo y pecado, y pretende utilizarme para ello.

Las dos me miraron con mucho temor, todo hay que decirlo.

―           Por eso mismo, si en algún momento os digo que os marchéis, lo hacéis. Sin preguntas, dudas, ni excusas, os largáis echando chispas, ¿entendido?

―           Si, Sergi.

―           Bien. Espero ser capaz de controlarle y aprovecharme de sus dones, pero toco siempre de oído, así que me tendréis que ayudar.

―           Por supuesto, Sergi.

―           Ahora, a despertar a Elke.

Si, es hora de despertarlas, me digo, volviendo al presente.

Elke llega la primera a sentarse a la mesa. Pam le ha prestado un camisón para dormir. Se ha levantado con buen humor y hambrienta. Creo que es una buena señal. Mis dos chicas se acercan con un poco de recelo, lo noto.

―           No muerdo… aún – bromeo y Elke se ríe, ignorante de todo. – Venga, he hecho tortillas de ajetes y gambas para todas. ¡Que tenéis que estar guapas para ir a trabajar! ¡Qué no sois fontaneras, sino modelos!

Todas se ríen esta vez y se sientan a la mesa. Pam me mira, como si buscara algún rasgo que no es mío, en mi rostro. Bueno, ahora mi nariz no se parece a la mía y tengo la cara amoratada, pero no es eso lo que busca. Finalmente, se echa el flequillo para atrás y se atarea sobre su plato.

Creo que las cosas están bien.

Bajo a ver a Dena, vistiendo solo el pantalón del chándal y una vieja camiseta, y portando las tortillas que me han sobrado. Dena no me espera, cree que estoy peor de lo que me encuentro. Balbucea y quiere ponerse de rodillas, allí mismo, en el descansillo. La atrapo por los pelos y, plato en una mano y cabellera en la otra, entro en el apartamento.

―           ¿Patricia?

―           En el colegio, Amo.

―           ¿De qué vas vestida? – pregunto, mirándola mejor. Parece un payaso de feria. Ropa vieja y manchada y unas pantuflas.

―           Iba a hacer limpieza general. Creía que no ibas a bajar.

―           Llevo cinco días sin follar, y tú vas a pagarlo, zorra – le digo, con una sonrisa dentuda.

Ella se estremece, feliz.

―           ¡Quítate todo eso! – ordeno, señalando su ropa. – Hoy vas a estar todo el día desnuda…

En apenas veinte segundos, Dena está desnuda ante mí. Se arrodilla y se ofrece. Me bajo el pantalón deportivo. No llevo nada más. Me coge la polla con ansias, llevándosela a los labios. Tras diez minutos de rechupeteo, Dena tiene el canal de sus pechos tan lleno de babas, que me decido por una cubana para acabar. Nunca he soltado una descarga así, tan abundante. Le dejo los pechos llenos de esperma, la envío al cuarto de baño. Nota para mi mismo: procurar no estar más de dos días sin eyacular; pueden ocurrir accidentes…

―           Dena, ¿sabes la contraseña del portátil de Patricia?

―           No, Amo, ¿puedo preguntar para qué?

―           Aún no lo sé, pero he tenido una intuición que quiero comprobar. ¿Se lleva el móvil al cole?

―           Si.

Mierda. No puedo husmear en nada. La inactividad me aburre.

―           Me voy al gimnasio a hacer algunas series y vengo en un par de horas. No te vistas, no te toques, no te corras – la aviso.

―           Si, Amo. ¿Almuerzas con nosotras?

―           Si, puta, me quedaré todo el día.

―           Te preparé algo especial – sonríe, contenta.

Cuando Patricia llega del colegio, me he follado a su madre tres veces más, durante la mañana. Está relajada, cansada y feliz. Se ha puesto una chilaba etiope sobre su cuerpo desnudo y está acabando el almuerzo. Patricia me saluda y me inclino para que pueda tocarme la cara.

―           La veo mejor…

―           Si, niña, ya no me duele. ¿Estoy más feo?

―           A mi me gusta, esté como esté.

―           Gracias, guapa.

Está monísima con su uniforme escolar. Se mordisquea la punta de un mechón rubio paja.

―           ¿Qué tal con…? ¿Cómo se llamaba tu amiga?

―           Irene.

―           Eso. Irene, ¿Seguid reuniéndose en el recreo en vuestro sitio secreto?

―           Si. Nadie nos molesta, ni nos encuentra. Hablamos de nuestras cosas, nos reímos, escuchamos música, nos comemos los sándwiches…

―           Una juerga, vamos.

Ella se ríe.

―           Vamos, a comer – nos llama su madre.

Dena ha hecho pasta con crema de queso y champiñones. Patricia se relame. Me encanta esa lengua rosada y velocísima, que siempre aparece en su boca, sea haciendo los deberes o viendo la tele. Es la primera vez que almuerzo con ellas. He merendado y desayunado, pero nunca almorzado. Patricia no deja de mirarme de reojo. Yo juego a sorber los largos tallarines, haciéndola reír.

Después de comer, con la excusa de ayudarla con los deberes, llamo a su dormitorio, tras tomarme el café con su madre. Me acerca un puff lanudo al lado de ella, en su escritorio. La veo contenta de tenerme allí.

―           ¿Qué tareas tienes?

―           Una traducción de inglés y algunos problemas.

―           No es mucho.

―           No, hoy han sido buenos – se ríe.

En ese momento, el aviso sonoro del Messenger anuncia que uno de sus contactos ha ingresado.

―           Oye, Patricia, ¿me dejarías mañana tu portátil para una cosilla que tengo que hacer? El de Maby está en urgencias – bromeó de forma casual.

―           Si, claro.

―           Tengo que entregar ciertos informes para el trabajo y me aburro. Así que si los hago ahora, mejor.

―           Te dejaré el ordenador cargado y encendido, aquí mismo, ¿vale? – me dice ella.

―           Perfecto. Te lo agradezco. ¿No tienes miedo que te cotillee los novios que tienes o que mire todo el porno que guardas?

Se ríe y me da un golpe en el hombro.

―           Vale, ya veo que no tienes porno. ¿Y novio? – pregunto, poniendo cara de sátiro.

―           ¿Qué dices? ¡Noooo, tonto! No tengo novio – es categórica.

―           Bien hecho, Patricia. Eres solo míaaaaa – la hago cosquillas y la beso en la mejilla. Huele a natillas.

La dejo que haga los deberes, pero sus ojos me siguen hasta que salgo de la habitación.

A la mañana siguiente, tras una buena tanda de ejercicios en el gimnasio, subo a casa de Dena. Me ducho allí mismo y me grita que va a salir de compras, antes de cerrar la puerta. Me seco y ni siquiera me visto. Me siento al escritorio de Patricia y levanto la tapa del portátil. Busco su registro de conversaciones y, como todos los jovencitos, las ha guardado. Las edito. Todas son de Irene, en el último mes. Se hablan a diario. Empiezo a leer.

Hay mucha ñoñería y mucho parloteo de chicas, pero también hay varias alusiones que me hacen pensar que Patricia está contando lo que ocurre en casa. Pero no hay nombres, ni descripciones directas, solo veladas indirectas.

¿Puedo tener razón? ¿Patricia ha buscado un confidente? Tiene que hacerlo en el colegio, en ese cuartito donde se sienten a salvo. Eso explicaría porque está más tranquila. Tiene alguien a quien contárselo, con quien compartir lo que le ocurre. Ahora mismo, no veo como puedo sacar ventaja de esta información.

Me siento frustrado. En ese momento, escucho la llave en la cerradura. Dena regresa. Sonrió como un lobo. Ella me calmará.

Se queda parada al verme desnudo, esperándola.

―           Has tardado, puta – le digo.

―           Solo he comprado el pan, leche y…

―           ¡No me interesa la mierda que has comprado! ¡Desnúdate!

Dena suelta la bolsa de la compra en el suelo y se desnuda rápidamente. Le indico que me siga al dormitorio, en donde la coloco a cuatro patas sobre la cama. Se queda allí, desnuda y temerosa, mientras rebusco en su armario hasta encontrar un cinturón de cuero, pequeño, estrecho y manejable.

―           ¿Amo? – Dena intenta saber a qué es debido este castigo.

―           A callar, puta.

Enrollo parte del cinturón en mi mano y le doy un fuerte azote que la estremece toda. Intenta amortiguar el quejido, mordiéndose el labio.

―           Te voy a decir por qué te estás llevando este castigo…

Le atizo otro en la nalga gemela. Las marcas enrojecen rápidamente.

―           La putilla de tu hija…

¡ZASSS!

―           … le está contando a su amiga, en el cole…

¡SPLASSS!

―           … lo que tú y yo hacemos aquí…

¡PLAAASH!

―           … y nos pone cara de santa a nosotros, comprensiva y perfecta…

¡ZAAAKS!

―           … y yo me estoy conteniendo… por respeto… por miedo a hacerle daño…

¡SSPLAAASH!

―           ¡Se acabó! ¡Es hora de meter en vereda a esa golfilla! ¿Te enteras, PUTA?

―           Sssii…¡¡Amooooooo!! – grita ella con el último azote. Sus nalgas están encendidas.

Tiro el cinturón al suelo y, colocándome tras ella, le amorro la cabeza. Restriego mi polla, ya endurecida, contra sus nalgas.

―           ¡Te la voy a meter en el culo, sin lubricar, zorra! – muerdo cada palabra.

―           No… Amo, por favor… me rasgará… — suplica.

Ni la escucho. Mi pene es como un ariete, un órgano perforador que solo obedece al deseo, pero tengo que detenerme. La estoy matando. Sus chillidos resuenan en el dormitorio. Es demasiado para ella.

―           ¡Jodida zorra! ¡No aguantas nada! – digo, sacándola y buscando la crema lubricante en el cajón.

No es una buena mañana para Dena. Estoy cabreado y eso parece sacar a flote la vena sádica del viejo. Porque esos deseos de dañar no son míos, seguro. Empiezo a encontrar mis límites, mis carencias, y mis ventajas. Cuanto más me excito, más me domina Rasputín. Da igual que sea sexualmente o emocionalmente. Cuanto más lejos llego, más parte de él aparece en mí. Aún no sé el control que puede tener sobre mi cuerpo, o el tiempo que puede anclarse, como parte dominante. Creo que ya lo iré averiguando.

El hecho es que debo meter a Dena en la cama, con todo su cuerpo dolorido, y dejarla dormir. Le hago el almuerzo a Patricia y la prevengo que deje a su madre descansar. Me marcho a casa. No quiero estar cerca de la jovencita, no sé si me podría controlar.

―           ¡Se viene! ¡Elke se muda con nosotros! – grita mi hermana, nada más abrir la puerta. Tira las llaves al techo y empieza a dar saltitos de alegría, hasta que me engancha por el cuello y se abraza.

Maby se une a nosotros. Estamos preparando la cena. Esperábamos a Pam que se ha pasado la tarde con su chica.

―           Gracias, Sergi, gracias – murmura, besándome el cuello.

―           Es mejor así, aunque la haya manipulado.

Se separa de nosotros y se quita el abrigo, dejándolo en el perchero de la entrada. Maby le coge las manos y le pregunta:

―           ¿Qué has notado en ella desde la hipnosis?

―           Se siente más segura, ya no duda tanto. Está más alegre, menos encerrada en sí misma… No sé, diferente, pero mejor.

―           Me alegro – respondo. – Entonces, se muda aquí, ¿no?

―           ¡Si!

―           ¿Tenemos que quitar el vestidor? – pregunta Maby, con un puchero.

―           ¡Noooo! – estalla en risas Pam.

―           ¿No?

―           Está de acuerdo con la cama grande – Pam une sus manos, con una alegría incontenible. — ¿No es maravilloso?

―           Pues si que lo hice bien, coño – me asombro.

―           Eso no quiere decir que te la vayas a follar – me amonesta Pam, agitando un dedo.

―           Claro, claro, seré un caballero.

―           Al menos, de momento…

―           ¿Qué quieres decir, Pam?

Me mira, dudosa. Al final lo suelta.

―           Ya sabes que le caías bien a Elke, pero no se fiaba de ti. La imponías y, después de saber que nos acostábamos los tres, estaba muy recelosa. Pero, ahora, parece tenerte en gran estima. Te tiene todo el día en la boca… que si Sergio por aquí, Sergio por allá… ¿Qué le parecerá a Sergio? ¿A Sergio le importará…?

Maby se ríe, abrazándola, desde atrás, por la cintura, y colocando su mejilla en la espalda de mi hermana.

―           ¡Sergio, creo que te has pasado con la presión hipnótica! – exclama la morenita.

―           ¿De verdad? – se preocupa Pam.

―           No. Es algo normal. Su mente ha despejado grandes dudas y temores. Ahora, las personas más cercanas toman mucha más importancia, como si fueran muletas para un cojo. Seguro que también ha comentado sobre Maby, ¿cierto?

Pam se gira, enfrentándose a su compañera y amante.

―           Pues si, es cierto, aunque menos que sobre ti, Sergio.

―           ¿Qué dice sobre mí? — se interesa Maby.

―           Que podrías entregarle tu parte del vestidor, como sois de la misma talla… Así tendríais el doble de vestidos las dos.

―           Buena idea.

―           No cesa de planear lo que podemos hacer las tres juntas. Trabajamos en la misma agencia y tenemos vidas muy parecidas. Se le ocurren montones de cosas. Está muy entusiasmada, y todo ha salido de ella, casi de repente.

―           Es lo que pretendía, Pam. De esa forma, ahorramos muchos problemas. Elke se sentirá integrada a nuestra familia y, aunque no sea una sumisa mía, si lo puede ser tuya.

―           ¿Mía? Yo no quiero una sumisa – protesta mi hermana, agitando la mano.

―           El tiempo lo dirá, no es algo que tú decides. El trauma que Elke ha vivido en su infancia, la hace dependiente de una voluntad más fuerte. Hasta ahora, su miedo a los hombres la ha mantenido fuera de línea, pero si tú no le impones respeto y obediencia, puede buscarlo en otra persona. En mí, en Maby, o en otro extraño…

―           Está bien. Lo pensaré.

Maby regresa a controlar el pollo que está friendo. Esta semana, le toca a ella aprender a cocinar, bajo mi supervisión, claro. Pam pone la mesa, mientras yo acabo la ensalada.

―           ¿Cuándo piensa mudarse? – pregunta Maby.

―           Bueno, le he propuesto dormir unas cuantas noches, antes de traerse sus cosas, para aclimatarse.

―           Por supuesto – digo.

―           Pero lo hará antes de que termine el mes. Así suelta el apartamento.

―           ¿Podré magrearle sus tetitas mientras duerme? – pregunta Maby, moviendo sus dedos con malicia. Pam la fulmina con los ojos.

―           Ya veremos como reacciona a todo esto – respondo, pero sonrío interiormente. Para eso mismo puse esos disparadores, ¿no?

―           Necesito quedarme a solas con Patricia – le suelto a Dena, desayunando juntos.

Han pasado un par de días desde los azotes y aún está dolorida, pero más feliz que nunca.

―           ¿A solas? ¿Cómo? – me pregunta.

―           Al menos, un día y una noche. Necesito que te marches.

―           ¿Qué piensas hacer?

―           Lo que tenga que hacer. Te garantizo que no le haré daño, pero tengo que solucionar este asunto, antes de que se desmadre del todo. Por tu bien y el de ella, sobre todo.

Ella asiente, comprendiendo.

―           Puedo visitar a mi padre. Sigue pachucho…

―           Servirá. Le dices a Patricia que va a ser una visita relámpago y que no es necesario que vaya contigo. Que yo me quedaré a su cuidado, incluso dormiré en tu cama, esa noche.

―           Si, Amo

―           Díselo hoy. Te marcharás mañana.

Estamos sentados a la mesa, por parejas. Maby a mi lado, Elke y Pamela enfrente. Tenemos cena de gala, la primera cena oficial de los cuatro, y me he esmerado haciendo platos noruegos: salmón al estilo kuku y una ensalada con arenques y queso nórdico.

Todas me miran pues he propuesto un brindis.

―           Elke Nudsen, no puedo decir que me alegre que me hayas arrebatado a mi preciosa Pamela. Sería de tontos, pero si estoy contento de veros lo felices y enamoradas que estáis. Veo que os complementáis, que os necesitáis, y por ello brindo. Por ti, Elke, para darte la bienvenida a nuestra familia y a nuestro hogar.

Chocamos nuestras copas. Es un clarete para el pescado, fácil de digerir.

―           Gracias, Sergio, y a ti también, Maby, por aceptarme – responde Elke, muy suave, con las mejillas arreboladas. – Sabía de vuestro amor como trío y… me metí en medio sin querer.

Pam toma su mano, sobre la mesa, animándola.

―           No quiero romper esa relación. Soy la recién llegada, la nueva… Después de pensarlo mucho y de consultarlo con Pamela, hemos llegado a la conclusión… que debemos ceder en nuestras demandas… Yo no puedo reclamarla… absolutamente, y ella no puede entregarse… totalmente…

Maby enarca una ceja, esperando una mejor explicación.

―           Ayúdame – le suplica Elke a mi hermana.

―           Debes decirlo tú, cariño…

Elke traga saliva, toda roja ya, y me mira a los ojos, intentando desafiarme, pero no lo consigue. A medida que habla, va bajando la mirada.

―           Puedes follarte a Pam… siempre que yo no esté delante… Maby también puede, aunque hemos decidido aceptarla en la cama… cuando quiera…

―           ¡Bien! – exclama la morenita, con jubilo.

―           ¿Así que me excluís en la cama? – pregunto suavemente, los ojos ardiendo.

―           Bueno… Sergio… no te pongas así… no es por ti, es por mí – murmura Elke.

―           ¿Por ti?

―           No creo que pueda soportar ver como le haces el amor a Pamela…

―           ¿Celos?

Ella niega con la cabeza.

―           Envidia… — musita tan bajo que hasta Pam tiene que inclinarse para oírla.

―           ¿Envidia, cariño? Pero… ¿por qué no se lo pides a él? – le pregunta.

―           No puedo… aún no puedo…

―           Está bien. Es un trato aceptable. Lo respetaré – digo, levantando una mano. – Hasta que te sientas capaz, Elke. ¿Hace?

Ella asiente y me dedica una maravillosa sonrisa.

―           Esto hay que sellarlo con un beso – digo, poniéndome en pie e inclinándome sobre la mesa.

Pam la insta a imitarme. La tomo por las mejillas con los dedos de una mano, haciéndole un gracioso hociquito con la presión, que beso suave y lentamente. Ella responde y acepta la punta de mi lengua. Me separo, mirándola a esos bellos ojos azules grisáceos que tiene.

―           ¿A qué no te ha picado ni nada? – bromea Maby y Elke sonríe, sentándose.

―           ¡Y, ahora, a cenar todos! – exclamo.

Más tarde, estrenamos la cama para cuatro. Es un placer ver a Elke y Pamela hacer el amor, tanto que Maby y yo dejamos de follar para admirarlas. La morenita está sentada sobre mi pecho. Se ha sacado la polla de su coñito y la masajea suavemente con una mano, mientras que nos recreamos en el espectáculo. Pam está comiéndole el coño a su chica, con voracidad. Elke ya parece haber aprendido a correrse todas las veces que pueda y más.

Maby alarga la mano y coge la de Elke, en el momento en que se corre de nuevo. Reanudamos nuestro polvo mientras ellas cambian de turno. Elke no deja de echar rápidos vistazos a mi miembro. No tengo prisa, ni quiero presionar a la noruega. Ya caerá sola. Por lo pronto, no tiene ningún pudor en mostrarse desnuda ante mí, ni en la cama, ni en el piso.

Estoy friendo unas albóndigas en el piso de Dena. He preparado una salsa de almendras para chuparse los dedos. Sé que a Patricia le encantan las albóndigas, así que aprovecho. Dena se ha marchado a Sevilla esta mañana, temprano. No volverá hasta mañana. Suena el timbre cuando echo las patatas en la freidora.

―           Hola, canija – saludo a Patricia, al abrir la puerta.

―           ¡Que no me llames así! – me lanza ella una patata a la espinilla. Después, espera a que me incline y me besa en la mejilla.

No es que Patricia sea una niña, ni sea demasiado pequeña, es que yo soy muy alto, jeje. Casi medio metro de más que ella.

―           Ummm… ¡que bien huele! ¡Albóndigas!

―           ¡Premio! – me río.

―           ¡Uuuy! ¡Que te quiero, Sergi! – me abraza con fuerza la cintura.

―           Yo más, canija.

―           ¡Que no me digas esooooo!

―           Anda, ve a lavarte las manos y pon la mesa…

Mientras almorzamos, le hago inocentes preguntas sobre Irene. Ella contesta a todo, mojando sopas de pan en la salsa.

―           ¿De donde dijiste que era Irene?

―           De Albacete.

―           ¿A qué se dedican sus padres?

―           Su padre murió en un accidente, en una obra. Se cayó de un andamio. Su madre trabaja en la casa de un reverendo.

―           ¿Un reverendo? ¿Baptista? – pregunto, intrigado.

Ella se encoge de hombros. No lo sabe.

―           ¿Quieres más salsa? – le pregunto al ver el plato más limpio que nunca.

―           Si, por favor…

―           Así que de Albacete – la animo a seguir mientras arrebaño la sartén.

―           Si, se marcharon poco después de la muerte de su padre. La madre de Irene es una mujer muy religiosa, que participa mucho en la iglesia, y consiguió el trabajo de ama de llaves a través de los curas esos.

―           Ya veo – digo, poniéndole el plato delante. Ella lo ataca con otra gran sopa de pan.

―           ¿Irene está contenta por haberse venido a Madrid?

Nuevo encogimiento de hombros.

―           Todas sus amigas estarían en Albacete – insisto.

―           No tenía muchas. Se parece mucho a mí. Nos gusta leer y estar tranquilas, a solas. Por eso nos hemos hecho amigas.

―           Ah… yo creía que habíais montado un club de canijas…

―           ¡Tontooooo! – no llega a darme una patada bajo la mesa, pero siento el movimiento.

―           Ups… lo siento. ¿Es que tu amiga está buenorra? ¿Grandes tetas y eso?

Patricia enrojece y niega con la cabeza.

―           Es normal… como yo.

―           Es que como nunca la has traído, pues…

―           Es más morena que yo, tiene gafas redonditas, como las de Harry Potter, y la nariz algo achatada. Es un poquillo más alta que yo.

―           Entonces, seguro que es tan guapa como tú…

Patricia enrojece aún más, y no levanta la cabeza, chupándose los dedos. Decido no presionarla más, por ahora. Acabamos de almorzar y recojo la mesa. Sorprendentemente, me propone fregar los platos conmigo. Rechazo su oferta, riendo. Hay un par de platos y una sartén, no más. La envío a hacer sus deberes y mientras, me alargaré al gimnasio. Hoy toca karate y no pienso perderme la clase.

Me toca aguantar una charla del sensei sobre control del espíritu. No hay que dejarse llevar por insultos y provocaciones. Dice que somos guerreros y que estamos muy por encima de esa gente. Incluso pueden denunciarnos legalmente si les hacemos daño, porque la ley otorga el grado de arma a los conocimientos marciales. Así que sería como atacar a alguien con una navaja o un bate.

Pero, una vez que revisa mis heridas, a solas, me mira fijamente y me dice, muy despacio y bajito, con ese acento portugués que no se le va a pesar de llevar en España casi veinte años:

―           Hay que rehuir de las peleas en la calle. Solo traen complicaciones. Pero, a veces, es imposible dejarlas atrás, y tienes que defenderte. Entonces, debes dejar atrás cualquier duda, cualquier piedad o remordimiento. Tu enemigo debe quedar aplastado, sin posibilidad de seguir con el combate, en el menor tiempo posible y con el menor esfuerzo. ¿Comprendes?

―           Si, sensei.

―           Nada de golpes vistosos, ni grititos de cine. Tres golpes encadenados a puntos vitales. Kata oshori te. ¿Comprendes?

―           Si, sensei – esta vez me da un papirotazo en la frente, para que el concepto se me quede. De la vieja escuela el hombre…

―           Primero es preferible derribar. Si no se puede, entonces desmayar. Si presenta resistencia, pasa a destrozar. Matar siempre es lo último, pero siempre es mejor eso a que te maten a ti. ¿Comprendes? – esta vez no es un papirotazo, sino un doloroso pellizco en el nervio del hombro.

―           Hai, sensei san – pronuncio la versión respetuosa.

―           ¿Cómo quedó el tuyo?

―           Eran dos, tan grandes como yo y profesionales. Me tomaron por sorpresa. Ni los vi, ni los toqué… pero pienso remediarlo – contesto, apretando los dientes.

―           No busques excusas. Te sorprendieron porque no estabas centrado. Pensabas en otras cosas. Eres joven y necesitas disciplina. ¿Es necesaria la venganza?

―           No es venganza, sensei, es respeto.

El viejo brasileño asiente, comprendiendo lo que quiero decir.

―           Volvamos con la clase. ¡A entrenar! Ashime!!

Voy descubriendo nuevas facetas de mi cuerpo y de mi mente. Mi cuerpo se adapta muy bien a lo que se le exige en los entrenamientos de karate. Cada día se vuelve más resistente al esfuerzo, y también es más rápido en sus reacciones. Mover una masa como la mía requiere esfuerzo y dedicación. No podré conseguir mucha más agilidad, ni flexibilidad, pero seguro que puedo sorprender con la rapidez de movimientos que estoy desarrollando. El sensei parece haberme tomado bajo su dirección personal y me da caña, mucha caña…

Regreso al piso de Dena. Patricia ya ha acabado sus tareas y está viendo la tele. Me meto en la ducha. Cuando estoy enjabonándome, Patricia entra sin llamar. Me quedo quieto, mirándola, pero no intento cubrirme. Finalmente sigo con el jabón mientras ella me habla:

―           ¿Quieres que te prepare algo de merendar?

―           Tomaré fruta, gracias.

―           ¿Zumo? – siento sus ojos delineándome, recorriendo todo mi cuerpo.

―           Estará bien, canija.

―           Odio que me llames así, de verdad. No soy una canija…

―           Ah, ¿no?

―           No. Es que no me he desarrollado del todo – su mirada está clavada en mi polla.

―           Entonces, hasta que no lo hagas, te llamaré canija.

Me río al escuchar el portazo. Menudo genio tiene la niña. Me visto con mi eterno chándal de ir por casa y una camiseta de los Ramones. Me quedo descalzo, como siempre. Me gusta ir así, sobre todo si hay parqué. Además, nunca tengo frío en los pies. Como venganza, Patricia no me ha servido el zumo. Está viendo una de esas series de adolescentes de Disney y pasa de mí.

Me dejo caer a su lado, mordiendo una manzana y le miró el perfil. En verdad, Patricia es preciosa. Posee una carita de muñeca que irradia simpatía si sonríe, pero el problema es que no lo hace demasiado. Más bien, emite soledad y tristeza. Tiene una naricita breve y recta, debajo de sus enormes ojos verde azules. Incluso su boca tiene personalidad, con un labio inferior gordezuelo y sensual, y el superior muy fino y picudo en el centro. Su mandíbula inferior está un poquito salida hacia fuera, por lo que cuando sonríe, muestra más sus dientes inferiores.

Nos reímos con las ocurrencias de Demi Lobato, en la serie, y Patricia me mira. Alarga su mano y coge la mía, perdonándome que me haya reído de ella. Tiro de su brazo y la atraigo contra mi pecho. La noto rebullir como un gato haciendo su cama, frotándose, buscando el mejor hueco. Al final se abraza y queda recostada en mi costado. Acabamos de ver el episodio y, entonces, pregunto:

―           ¿Irene es también muy religiosa?

―           Lo normal – alza un hombro Patricia, mirando un anuncio de perfume.

―           No es como su madre, ¿no?

―           No, no tanto. Esa mujer da miedo – se ríe. – Cuando le ha tocado llevarnos en coche, hay que rezar antes de que arranque y, luego, otra vez cada vez que suelta a una de nosotras ante su casa.

―           Jejeje, como la madre de Carrie, coño.

―           ¿Quién es Carrie? – pregunta la jovencita.

―           Un personaje de Stephen King, ya te dejaré el libro… Así que Irene no sigue los pasos de su madre…

―           Bueno, ella tiene que ir a misa, y vive en la casa del reverendo ese. Así que no tiene más remedio que creer, ¿no? Pero me cuenta que tiene muchas… dudas.

―           Es normal. Estáis en la edad de cuestionar cuanto veis. A propósito de ver… ¿qué es lo que mirabas en el baño?

No contesta, pero estoy seguro que se ha sonrojado al máximo.

―           ¿Patricia?

―           Nada…

―           Nunca has entrado así en el baño desde que visito vuestro apartamento.

―           Solo quería preguntarte…

―           Sin excusas, canija. Querías verme desnudo, ¿verdad?

Intenta levantarse pero la sujeto de un brazo. Rehúye mi mirada.

―           ¿Verdad? – la sacudo ligeramente.

Patricia asiente, mirando el suelo. Las lágrimas brotan de sus ojos.

―           ¿Sientes curiosidad?

Un nuevo asentimiento.

―           Solo tenías que preguntarme. Me encantaría ayudarte a satisfacer tus dudas, canija. ¿O es que no somos amigos?

―           No… soy… una canija – musita, sorbiendo las lágrimas.

―           Ooh, Patricia, mi preciosa cabezota… eres mi canija, ¡siempre lo serás! – la abrazo fuertemente, enterrando su rostro en mi pecho. – Aunque llegaras a pesar doscientos kilos, serías mi canija, porque es lo que amo de ti. Esa fragilidad que se huele en ti, que muestras con naturalidad. Esa inocencia que desprendes en cada acto… me embelesas…

―           ¿De veras? – musita, sacando la cabeza de mi camiseta y alzando los ojos hacia mí.

―           Totalmente, Patricia. Si dependiera de mí, ya te habría pedido una cita, canijita mía. Me encanta abrazarte, mimarte, protegerte… pero… no puede ser…

―           ¿Por qué no puede ser? Tú también eres menor de edad.

―           Ya, pero ¿qué diría tu madre? ¿La gente? ¿Tu amiga?

Patricia se arrodilla a mi lado, tirando de mi camiseta para auparse. Ahora se siente energizada. Me mira con determinación.

―           ¿Mi madre? ¿Qué puedo decir YO de mi madre? ¡Está todo el día suplicando que la azotes y la folles! ¿Qué diría la gente de eso? – estalla.

―           Bueno, no sé…

―           ¿No comprendes lo que me duele escucharos desde mi cuarto? ¿Saber que lo estáis haciendo a unos metros de mí, sin pudor alguno?

―           Patricia…

―           ¡Me tapo los oídos! ¡Entierro la cabeza en el colchón! ¡Subo el volumen de la música! ¡Pero sigo escuchándoos! ¡Esos gritos… esos gemidos…!

―           Perdónanos, cielo… yo no sabía…

Pero Patricia sigue. Ya ha entrado en erupción y tiene que soltarlo todo.

―           … y cuando ya no puedo más… salgo a espiaros, a ver como le metes esa cosa a mi madre, esa serpiente de carne… sus gritos me cortan la respiración, me hacen jadear… pero… pero…

―           Tranquila, pequeña, no tienes que seguir – le acaricio la mejilla.

―           … pero, lo más terrible de todo es que… ¡LA ENVIDIO PORQUE QUIERO QUE ME HAGAS A MÍ TODO ESO! – y se derrumba en mis brazos, llorando a más no poder.

Finalmente, lo ha admitido. Es un gran paso aceptar su deseo por mí, por el que se folla a su madre. Es muy valiente y me hace quererla más. Pero eso solo es una de las cosas que pretendía. Aún no he acabado con ella, pero tengo que darle un respiro, una recompensa…

―           Ssshhh… ya está, canija… desahógate, sácalo todo fuera – la acuno entre mis brazos, susurrándole. – Es algo que suele pasar, canija, no te preocupes…

Sus sollozos se aquietan, calmando sus hombros, pero sigue aferrada a mi pecho.

―           Hay alumnas que se enamoran de sus profesores, chiquillas que lo hacen de sus padrastros, o de un hermano guapo. El amor no entiende de parentescos, ni de edades. Es natural, tus hormonas están revolucionadas y has visto cosas sobre las que no tienes información veraz…

Noto como asiente varias veces y su frente roza contra mi camiseta.

―           A ver, canija, mírame… — le digo, levantándole la barbilla. Ya no se queja por el apelativo, o bien se ha cansado de quejarse. – Vamos a hacer una cosa. Vas a entrar en el baño y te vas a lavar todas esas lágrimas, ¿vale? Te afean muchísimo, canija…

Sonríe, sorbiendo y musita un suspiro que suena a afirmación.

―           Luego, si no se lo dices a mamá Dena, ni a nadie más, te voy a permitir que veas “la serpiente” de cerca, incluso que la toques. ¿Qué me dices?

Se lleva una uña a la boca y, finalmente, alza un hombro, como aceptando. Su rostro no puede estar más rojo sin sangrar.

―           Ve a lavarte – la impulso con un pequeño azote sobre su falda escolar, que aún lleva puesta.

Escucho el grifo abierto y el húmedo ruido de sus abluciones durante algunos minutos, y Patricia surge renovada y limpia. Casi sonríe al presentarse ante mí. Se arrodilla en el sofá, pero se mantiene en su rincón, esperando. Su respiración agita su camisa blanca de colegiala.

―           ¿Preparada? – le pregunto y ella asiente con determinación.

Me bajo el pantalón deportivo y los boxers, hasta quitármelos por completo. A pesar de que ya me la ha visto en diversas ocasiones, Patricia retiene el aliento, impactada por tener esa “serpiente” tan cerca de ella.

―           ¡La ostia! – exclama entre dientes. — ¿Cómo le cabe todo eso a mamá?

―           Con paciencia y dulzura, canija. Acércate, no muerde.

Avanza de rodillas hasta mí, sin quitar los ojos de mi miembro.

―           Esto es un pene masculino – informo.

―           Ya lo sé, tonto. He visto antes…

―           ¿Has visto otros?

―           No de verdad, pero he visto fotos y vídeos – tiene otra vez metido un dedito en la boca, como si estuviera dudando de lo que va a hacer, sea lo que sea.

―           Ah. Entonces, comprenderás que, normalmente, los hombres no disponen de este tamaño. Este es King Sergi – bromeo.

―           ¿Cuánto…?

―           ¿Cuánto mide?

―           Si…

―           Treinta y un centímetros en erección. Aún está floja.

―           ¡Madre mía! Eso… eso… me llegaría a…

―           A ningún sitio. No puedes con este tamaño sin haberte desarrollado completamente. Reventarías, ¿comprendes?

―           Si… si, claro. ¿Puedo tocarla, Sergio?

―           Hasta que te hartes…

Puso una de sus manitas sobre el pene, aún en reposo, casi con miedo. Lo acaricia con delicadas pasadas de sus dedos. Lo toma con las dos manos, sopesándolo, alzándolo. Queda impresionada por su grosor y su tacto, por su peso, e incluso por su olor. Apretuja el glande, primero con una mano, después con las dos, jugueteando con las gotas de líquido que surgen del meato.

Me abro de piernas para que pueda acceder a los testículos. Le aconsejo como acariciar el escroto y el perineo. Se ríe al jugar con mis bolas, tironeando de ellas. Y, con todo ese toqueteo, mi polla se alza, encaprichada de esas manos que la acarician. Los ojos de Patricia brillan de emoción y orgullo.

―           ¿Por qué no le das besitos? – la animo.

―           ¿Dónde? – pregunta, muy dudosa.

―           Empieza por la cabeza. Se llama glande o capullo…

―           Hola, capullito – musita ella, al inclinarse y depositar un besazo en él.

―           Más suave, canija, sin apretar con los labios, solo rozar…

―           Perdona, Sergi…

―           Sigue… canija… ¿Puedo llamarte ya así?

―           Si, Sergi… llámame como tú quieras…

La dejo amorrarse contra mi polla, depositando besitos tras besitos, miles de ellos, hasta recubrirla de saliva.

―           Usa la lengua ahora – le susurro. – Lámela suave… el tallo… los huevos, succiona el capullo…

Quiere probarlo todo. Está hambrienta de estos conocimientos. Por supuesto, no puede metérsela en la boca, pero se la apaña muy bien para succionar fuertemente el glande, aspirando el orificio de la uretra.

―           Eso es, Patricia, mójala bien, llénala de saliva… toda… escupe sobre ella…

Literalmente, babea sobre mi polla. Lentamente, le desabrocho la camisa y se la quito. Lleva una camiseta interior blanca, debajo. Gruñe cuando le levanto la cabeza para sacársela. La he hecho abandonar su juguete por unos segundos. Retoma su actividad con ansias. ¡Dios! Esa niña va a ser toda una chupona…Le quito el enganche del sujetador, una monería pequeñita y rosa. Ella misma se saca los tirantes, arrojándolo al suelo. Tiene unos pechos no más grandes que tazas de café, con unos pezones rosados y picudos, deliciosos.

―           Descansa tu boquita, cariño. Mañana te va a doler – le aconsejo. – Usa las manos… menea la polla… eso es… arriba y abajo, suave… aprieta el capullo cuando subas, y tira de la piel cuando bajes… muy bien, cielo… lo haces muy bien…

―           ¿Te gusta de verdad, Sergi? – pregunta ella, mirándome, gloriosa.

―           Me encanta, amor mío – la adulo. —Has nacido para esto…

―           ¿Puedo hacerte esto más veces?

―           Ya veremos, canija… todo depende…

―           Es que me está gustando mucho tocarte la… eso.

―           Vamos, dilo… di su nombre, Patricia.

―           La polla…

―           Otra vez, canija.

―           ¡La polla! ¡Tocarte la polla! – exclama, riendo.

―           ¡Otra vez!

―           ¡LA POLLA! ¡QUIERO TOCARTE LA POLLA TODOS LOS DÍAS! – grita, liberada.

Cae sobre mí y nos reímos. La atraigo y la beso dulcemente. Ella me devuelve innumerables piquitos. La freno y le meto la lengua entre los labios. Casi se asfixia por la sorpresa, pero se recupera enseguida, dándome la suya, a su vez. Sabe a cacao y a leche. Sus manos abandonan mi pene para abrazarse a mi cuello. Estoy loco por tocar sus pezoncitos. Subo mis manos y los pellizco con dulzura. Ella se estremece e intenta apartarse instintivamente. No la dejo, persigo sus pechitos, mientras sigo metiéndole la lengua en la boca.

La aplasto contra mi pecho. Ella se arrodilla sobre mi regazo para llegar bien a mi boca. Mi polla queda olvidada de momento, oculta detrás de su falda azul. Su torso desnudo se aprieta contra mi camiseta, así que me la quito, quedando desnudo. Enseguida Patricia frota sus pezones, que se han endurecido rápidamente, contra la piel de mi pecho.

Aspira y gruñe, intentando atrapar mi lengua con su boca; la persigue con ahínco, emitiendo ruidos que me vuelven loco. Nunca creí que Patricia, esa dulce y retraída chiquilla, resultara ser tan sensual, tan entregada. Me pasan varias tentaciones por la cabeza que desecho rápidamente. No, ni pensarlo. ¡Son obscenidades! ¡Mierda de Rasputín! ¡Me niego a hacerle eso!

La tomo por la cintura, agobiado por mi propia mente, y la alzo a pulso, subiéndola a horcajadas sobre mis muslos. La miro a los ojos y pongo sus manitas sobre mi ansiosa polla.

―           Haz que me corra, canija… por Dios, frótate y no pares hasta que salga leche… — casi la imploro.

Me mira como si no entendiera,

―           Vamos, putilla, sácame la leche antes de que haga una barbaridad – le repito, moviendo sus manos sobre mi polla.

Sonríe y sigue la cadencia. Sus deditos me estrujan el pene dulcemente. Tiene un don, lo sé…

―           Dímelo otra vez – susurra roncamente.

―           ¿El qué?

―           Lo que llamas a mamá… lo que me has llamado ahora mismo…

―           ¿Putita?

Una gran sonrisa aparece en su cara. Tiene los ojos enfebrecidos.

―           ¿Te gusta que te llame así?

―           Si, mi príncipe…

¡Joder! Y yo que iba con cuidado…

―           ¿Quieres ser mi putita? ¿Eso es lo que quieres?

Asiente varias veces y se pega la polla a su pecho. La frota con sus manos por un lado y, por el otro, la restriega por sus tetitas, llenándolas de babas. Ella misma se escupe sobre el pecho para que resbale mejor.

―           Quiero ser tan puta como mamá… dime que si, que me harás tu putita – implora, mirándome a los ojos y moviendo su torso con furia.

―           ¿Podrás soportar lo que soporta tu madre? – mi polla está al rojo vivo.

―           Aún más… pero tendré que crecer…

―           No… tengo… prisa, zorrilla.

―           Siiiii… pero te la… puedo menear… y chupar, ¿verdad?

Las palabras no surgen de mis labios. Los movimientos que Patricia imprime a su torso, a sus pechitos y a sus manitas, sobre mi miembro, me están llevando a la gloria. Su cuerpo caliente y frágil se ha convertido en algo poderoso, capaz de contorsionarse para darme placer.

―           ¡Joder, que bueno! Canijaaaa… casi estoy…

Patricia ya no contesta. No he tenido ni que tocarla. Tiene los ojos vueltos, hacia el techo. Se balancea y se frota contra mi polla por inercia. No sé si es su primer orgasmo, pero, sin duda, es el más estremecedor. Con solo ver su expresión de placer, ese hilillo de baba que mana de su comisura, salpico su pecho, su cuello, y una de sus mejillas…

―           ¡JODEEEEERRR!

Patricia necesita casi diez minutos para recuperarse. Un tiempo que paso con ella tumbada sobre mi pecho, rebozada en semen. Mientras hilvano mi próximo paso. Casi es la hora de la cena. La envío a la ducha y me pongo a cortar una buena macedonia de frutas, con nata y miel. Cuando Patricia sale del baño, con su pijama ya puesto, se queda sorprendida de verme aún desnudo.

―           ¿No te vistes? – me pregunta.

―           No, ¿para qué? Yo duermo desnudo.

Se ríe tontamente. De pronto, ve la macedonia y se relame. Le doy una cuchara y se coloca de rodillas en una de las sillas, los codos sobre la mesa, inclinada sobre la fuente de fruta. De esa forma, me disputa la comida, a mi misma altura. Nos peleamos por atrapar más pedazos de fruta con nuestras cucharas. Nunca la he visto más feliz que ahora. ¿Esto es la corrupción de una menor? Yo más bien diría que es su liberación.

―           ¿Qué te ha parecido, canija? – le pregunto mientras ella apura el dulce caldo que queda en el fondo de la fuente.

―           Ahora comprendo por qué mamá grita tanto – suelta con una risita.

―           Tu madre va más lejos, preciosa. Se enfrenta al dolor…

―           Con más motivos, ¿no?

―           ¡Bicho malo! – le revuelvo el cabello pajizo.

―           Sergi… ¿se lo contaremos a mamá?

―           Claro que si. No podemos esconderle esto. Ella ya lo veía venir, canija… estabas muy rara.

Alza sus manitas y me toma de las mejillas, mirándome.

―           Es que sentía un nudo muy grande aquí, en la garganta, cada vez que sabía que estabas con ella…

―           Eso se llaman celos, Patricia.

―           Lo sé, pero… no podía expresarlo… ¿Cómo le iba a decir a mamá que tenía celos de ella?

―           ¿Y ahora? ¿Lo has pensado?

―           Puedo soportar compartirte – asevera ella, muy seria.

―           Muchas gracias – me inclino en una reverencia.

―           ¡No es coña! Mientras sepa que te interesas por mí, podré compartirte con otras mujeres, con mamá, con Maby…

―           Hay algunas más, canija.

Sus cejas se enarcan. Se cruza de brazos, aún de rodillas sobre la silla.

―           ¿Cuántas?

―           Al menos, dos más.

―           ¿Las conozco?

―           Si, Pamela y Elke.

―           Pero… pero… — se asombra ella, bajándose de la silla.

―           Si, ya lo sé, una es mi hermana, y la otra su novia, pero son mías, al igual que tú eres, ahora, también mía. Sois mis siervas, mis sumisas, mis mujeres, y no hay más felicidad para vosotras que eso mismo – Patricia queda atrapada por el toque de basilisco, como una mosca en una telaraña. — ¿Acaso no lo sientes? ¿No notas que tienes una conexión con las demás? Os respetáis y os amáis, las unas a las otras. Sois familia, compañeras…

―           Si… hermanas de amor – susurra, comprendiendo su nuevo estatus.

La tomo en brazos y despierta de su ensoñación. Se ríe y me pregunta que qué hago.

―           Nos vamos a la cama. Tenemos cosas de las que hablar.

―           ¿A la cama de mamá? ¿Vamos a dormir juntos? – se emociona.

―           Claro que si, aún quiero divertirme… ¡Tú no?

―           ¡Ssiiiiiii! – chilla, abrazándose a mi cuello mientras la llevo al dormitorio. No pesa más que un cachorrito.

                                                CONTINUARÁ…

Comentarios y opiniones, así como cualquier sugerencia o pregunta, podéis dejarlos en: janis.estigma@hotmail.es

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