El consuelo de mi suegra (1)

A mis veintitrés años me he convertido en uno de los enólogos más jóvenes de la comarca. Bien es verdad que el hecho de tener como novia a la hija del dueño de la bodega ayuda bastante, no digo que no, pero no es por no quitarme méritos… desde pequeño he “nadado” en vino y se puede decir que puedo valorar y catalogar mejor que muchos de los experimentados profesionales que conozco. Provengo de una familia humilde, pero muy trabajadora y casi todo lo aprendí de mi abuelo, un hombre que sabía todo en torno a este mundo y esa fue mi mejor baza para poder empezar en la bodega de mi futuro suegro. Me contrataron a prueba con 20 años, en un principio, gracias al nombre y prestigio de mi abuelo, pero después se puede decir que fui ganando la confianza de mis superiores con mi tesón en el trabajo y mi gran interés por conocer más cada día en este apasionante mundo. Así es como a los pocos meses logré entrar a trabajar en el laboratorio y fue allí donde conocí a Sofía, mi chica, la hija de los dueños.

Sofía me pareció una chica muy interesante en el primer impacto visual. Es cierto que no es un bombón ni nada por el estilo, pero tiene un no sé qué que para mí resulta tremendamente atractivo. Ese primer día en el laboratorio que me encontré con ella, me pareció muy sexy. Llevaba una bata blanca y estaba atareada rellenando un informe. Recuerdo que esa pose ya me encandiló, viéndola enfrascada en un microscopio, sentada en un taburete con sus piernas cruzadas y aquella melena negra larga que brillaba tanto como sus ojos. Levantó la mirada y esos enormes ojos negros contactaron con los míos dejándome atontado.

– ¡Uy!, hola no te había visto. – me dijo levantándose del taburete de un gracioso saltito.

– Hola.

– Soy Sofía, tú debes ser… – me sonrió esperando mi respuesta.

– Yo soy Víctor. – respondí dándole dos besos.

Aquella chica, apenas dos años menor que yo, resultó ser, aparte de mi nueva jefa, la encargada de darme las pautas de ese laboratorio y la que me iría enseñando algunas cosas nuevas que yo desconocía del vino, no solamente desde el punto de vista del sabor, el color, el aroma… sino a entenderlo desde su parte más técnica, a saber los porqués de sus reacciones químicas… Ella apenas tenía experiencia y escasos conocimientos, pero los pocos que tenía los fue compartiendo conmigo. Yo estaba encantado de tener a aquella joven y simpática profesora. Poco a poco, aparte de buenos compañeros, fuimos entablando una gran amistad y al cabo de un mes ya estábamos compartiendo algo más que mesa de trabajo y tubos de ensayo.

A modo de juego, recuerdo cómo le iba robando besos a mi compañera de mesa, justo cuando nos quedábamos a solas en el laboratorio, aunque tengo que confesar que la mayoría de las veces era ella la que me atacaba a mí, incluso habiendo gente cerca, algo que me ponía nervioso, pero al tiempo ese juego a escondidas resultaba muy morboso. Recuerdo aquella vez que hablábamos con uno de los encargados frente a nosotros sobre un problema con una barrica y la muy pícara empezó a acariciar mi polla por encima del pantalón escondida bajo la mesa. Yo no sabía ni cómo ponerme, pero veía en su perfil como sonreía triunfadora y traviesa. Otra vez llegó a trabajar antes que yo y me pidió que le diera un masaje en los hombros. Se puso de espaldas a mí y comencé a darle ese masaje relajante sobre la bata, pero ella me decía que era difícil y soltándose unos botones de la blanca prenda me permitió meter los dedos directamente sobre la piel de sus finos hombros.

– ¡No llevas sostén! – le dije en voz baja para que no nos oyera otro compañero que estaba relativamente cerca.

– Ni braguitas tampoco.

– ¿Estás desnuda? – pregunté alucinado en un susurro junto a su oído.

Su sonrisa era diabólicamente cachonda que me puso a mil. Se dio la vuelta para que nuestro otro compañero no viera nada y se abrió su bata de par en par. Fue la primera vez que vi el cuerpo desnudo de Sofía y evidentemente, aluciné. Sus tetas eran más bien pequeñas, pero a mí me encantaron, lo mismo que su cintura estrecha, su vientre plano y su sexo rasurado que me hicieron perder la razón. Me abalancé sobre ese cuerpo y ella me empujaba riendo como si aquello no formase parte del juego.

De aquellas travesuras, besos furtivos, tocamientos mezclados con risas y bromas, juegos de lo más variados, pasamos a terminar follando como locos en una de las grandes neveras donde guardamos las muestras sin importarnos que la pequeña estancia estuviera a 5 grados bajo cero.

Sofía era y es una mujer ardiente, le gusta el sexo y a pesar de su juventud tenía ya entonces una amplia experiencia. Aunque yo había tenido algunas otras aventuras con chicas del pueblo, quedaban bastante lejos de los conocimientos de esa mujer ardiente que no solo me enseñó las fórmulas químicas sino también las más locas de las artes amatorias. Fueron mis primeras mamadas y mis primeros polvos en entrega total y desenfrenada, en posturas inimaginables que sólo conocía de las pelis porno. Nunca dimos a conocer nuestras pequeñas aventuras, pues ambos sabíamos que eso podría separarnos definitivamente, por lo que preferimos llevarlo en absoluto secreto, aparte de que nuestros juegos cuanto más locos y prohibidos más nos ponían…

Ella me fue contando cosas de su vida, de su familia y así fue como me fui enterando de quien era mi jefe, Don Ernesto, a quien apenas había visto dos o tres veces en mis tres primeros meses de trabajo ya que el laboratorio estaba en un edificio separado de las oficinas principales.

Ella siempre me hablaba de su padre y lo hacía con total admiración. Un hombre de cincuenta años, reconocido empresario viticultor, con un par de marcas de un vino bien catalogado a nivel nacional, dueño de un par de negocios inmobiliarios y la bodega en la que trabajo, una de las más reconocidas de la comarca. Actualmente Ernesto tiene más de ochenta personas a su cargo, sin contar la época de vendimia. Un hombre, con cierto carácter, según ella me contaba, muy obsesionado con su trabajo y puntilloso, obsesionado con hacer las cosas bien. Por otro lado, según Sofía me contaba, es un padrazo y tiene a su hija como se suele decir “entre algodones”, tratándola, como a una niña, pues es hija única y evidentemente, su ojito derecho, pero de niña inocente… más bien poco.

Ernesto, enviudó cuando apenas Sofía tenía seis años, ahora ella tiene veinte. Fueron momentos muy duros para él y evidentemente también para ella. Unos años más tarde, su padre conoció a una mujer divorciada con la que se casó al poco tiempo y que es actualmente la madrastra de Sofía. Se llama Mónica y tiene diez años menos que su esposo, es decir cuarenta. La relación de mi chica con su nueva madre, por cierto, fue complicada desde un principio y no marcha del todo bien actualmente pero intentan respetar el espacio de cada una en todo lo posible. Las descripciones que me daba sobre su madrastra nada tenían que ver con las de su padre, al que ensalzaba y adoraba. Cada vez que salía a escena el nombre de Mónica, ella se ponía tensa y yo evitaba sacar la conversación siempre que podía. Hasta entonces no había tenido oportunidad de conocerla, pero por las cosas que me contaba Sofía, parecía ser toda una bruja.

Fue al cabo de unos cuatro o cinco meses cuando me dieron el aviso de que el gran jefe, me quería ver en su despacho. Me temí lo peor, porque cuando llamaba no era para dar coba precisamente. De todos era sabido su carácter y su forma de proceder. Subí a las oficinas preocupado y allí me atendió su secretaria que me hizo esperar sentado en uno de los sofás de recepción unos cuantos minutos que se me hicieron eternos y donde se incrementó mi nerviosismo.

En esa espera estaba cuando de pronto apareció por los pasillos una mujer impresionante. En ese momento me pareció que todo el mundo se había detenido y no había nada a mi alrededor, solo una increíble mujer rubia que llevaba un porte poderosamente sexy y elegante a la vez. Supe al instante que se trataba de Mónica, la esposa del jefe y madrastra de Sofía. No había tenido oportunidad de conocerla hasta entonces, pero sí había escuchado hablar a algunos compañeros de ella, comentando sus lindezas y grandes dotes, creyendo que estaban exagerando aunque después de verla, comprendí que se habían quedado realmente cortos en sus descripciones.

¡Qué imagen más impactante e hipnotizante! Esa mujer llevaba un traje de chaqueta gris, con una falda de tubo muy ceñida, una blusa de una o dos tallas menos, lo que hacía resaltar aquel busto extraordinariamente y unas medias negras rematadas con unos zapatos de tacón de aguja. Noté que se me secaba la garganta al presenciar aquella escena por primera vez, algo que además será difícil de olvidar mientras viva. La primera visión de Mónica es algo que permanecerá para siempre en mis retinas.

Desde luego no me la había imaginado así, ni muchísimo menos, ya que Sofía nunca me detalló sus enormes aptitudes físicas, muy alejada del prototipo de bruja que había dibujado en mi cabeza. Le acompañaban dos clientes que parecían más enfrascados en observar el culo y el resto de la anatomía de Mónica que en prestar atención a lo que ella les mostraba en un dossier. Esa belleza impresionante se deshacía en gestos de lo más sugerentes, sonrisas y miradas provocativas hacia aquellos clientes, lo que llevaría a que seguramente firmaran el contrato sin apenas mirar las condiciones. No era para menos. Mónica era una mujer madura que no aparentaba haber pasado esa frontera de los cuarenta, tremendamente atractiva, con un pelo rubio, rizado, ojos marrones grandes, una naricilla respingona y unos labios carnosos. Verla era comprender cómo era una mujer repleta de curvas, más remarcadas con aquel uniforme de ejecutiva agresiva, de gran volumen de pecho y de portentosas caderas, acompañado de una estrecha cintura y unas gafitas de pasta que la hacían, si cabe, más atrayente todavía.

Yo no podía quitar la mirada de aquel bellezón, que ciertamente podría ser mi madre, pero que me cautivó en un instante. Ni cuenta me di, que tenía a su marido en pie delante de mí observando cómo estaba comiéndome con los ojos a su esposa completamente ensimismado en sus andares y su extraordinaria belleza.

– ¡Víctor! – me dijo el hombre casi en un grito en tono seco.

Me puse en pie como un resorte. Noté como los carrillos me ardían. Sabía que él me había visto en esa distracción inolvidable, pero también que eso podría traerme terribles consecuencias. Me puse en lo peor.

– Vamos a mi despacho – añadió serio.

Seguí sus pasos avergonzado y preocupado. Me fijé también en ese hombre que caminaba delante de mí y nada tenía que ver con su esposa precisamente. Un hombre no muy alto, algo grueso, con una gran calvicie y con un aspecto mucho mayor de los cincuenta que me había contado su hija que tenía.

– Víctor Gallardo, ¿verdad? – me dijo invitándome a sentar en una silla al otro lado de su gran mesa de caoba mirándome fijamente a los ojos hasta llegar a intimidarme.

– Sí… don Ernesto. – contesté removiendo el pico de mi bata blanca de laboratorio.

– Llámame Ernesto.

– Sí, don Ernesto… digo Ernesto.

– ¿Qué tal tu trabajo en el laboratorio? – me preguntó.

– Bien.

– ¿Y con mi hija?

– Esto… bien.

– ¿Sabes que está formándose para ser la enóloga de la bodega?

– Sí, claro, precisamente estoy aprendiendo mucho con ella.

– Lo sé, aprendiendo mucho… – dijo con cierto retintín.

– Es una buena compañera. – traté de justificarme revolviéndome en la silla.

– No hace falta que disimules, Víctor.

Creí morirme en ese instante, no sabía qué responder, pero él me miraba serio, aunque me parecía vislumbrar una leve sonrisa, divertido de ver mi cara de susto. Traté de pensar rápidamente qué contestar, qué poder justificar ó qué hacer para tratar de convencer, pero era imposible jugar con ese hombre que de seguro estaba enterado de nuestro lío y aparte de mi jefe, ¡era el padre de Sofía!

– Entonces… usted sabe por ella… – dije yo tartamudeando y vencido ante su mirada desafiante.

– No, ella no me lo ha dicho.

– ¿Pero?

– Acabas de hacerlo tú. Se ve por tu cara que sois más que compañeros. – añadió.

El tío era un crack, pues sin saber nada, lo había sospechado o se me había notado demasiado, no lo sé, pero desde luego era un hombre de mundo que conocía a fondo a sus empleados con solo mirarles a la cara. A mí me había pillado en fuera de juego de lleno con una grandísima habilidad.

– Disculpe, don Ernes… Ernesto, pero solo somos amigos.

– Tranquilo, no te voy a despedir. Lo que quiero es el bien de mi hija. Y espero que tú sepas valorar eso y respetarla.

– Por supuesto.

– Espero que vayas en serio con ella.

– Claro. – respondí aunque no sabía muy bien si definir cómo “seria” nuestra relación

– Tampoco quiero que eso dificulte tu trabajo y por supuesto tampoco el de mi hija, ni que descuide sus estudios de enología. ¿Me comprendes?

– Por supuesto. – respondí con rotundidad.

– Bien, casi no te conozco, pero espero que ella haya sabido con quien empezar a tener una relación.

– Soy una persona seria, don Ernesto… digo, Ernesto.

– Lo sé. Tengo aquí tu informe y tus compañeros hablan maravillas de ti.

Aquello me gustó y no pude reprimir una gran sonrisa, primero porque me viera de la mejor manera y que mis compañeros hubieran comentado esas cosas buenas de mí… que es bastante cierto, soy un buen chico.

– Víctor, necesito que ayudes a mi hija. – me comentó levantando su vista del informe y mirándome fijamente…

– ¿Qué le ayude a ella?, ¿Yo?

– Si, tú.

– Pero…

– Mira, Sofía es una cría de tan solo diecinueve años. Ahora está formándose en la parte técnica, pero no vale solo con eso. El máster que está haciendo en la universidad va a servirle de mucho y a nuestra bodega también, pero el vino no es solo un producto químico con unas características técnicas como muchos se empeñan en decir.

– Desde luego que no. – afirmé seguro.

– Por eso. Tuve la suerte de conocer a tu abuelo, un gran hombre y con el que aprendí muchas cosas.

– ¿Usted?, ¿Aprendió de mi abuelo?

– Sí. Tu abuelo era un amante de este trabajo, que para él era una gran pasión. Recuerdo cuando me decía que el vino estaba vivo y cómo había que tratarlo, mimarlo, descubrir sus interioridades, las sorpresas que podría darte si sabías cómo domarlo.

– Sí, mi abuelo siempre decía eso… domar el vino.

– Por eso. Sé que él también te enseñó esas cosas, esas interioridades, esa pasión y quiero que tú se las contagies a mi hija, quiero que aprenda a ser una enóloga de cabeza, pero ante todo de corazón. Yo no puedo encaminarla en esa parte, porque no he sabido nunca transmitirle esas cosas, pero sé que tú sí. Sé que vives tu trabajo con pasión y eso es lo que quiero que ella empiece a ver también.

Era reconfortante oír aquello pero más saber cómo parecía conocerme ese hombre, mucho más de lo que imaginaba, mientras que yo no sabía ni qué decir, pensando que lo que esperaba de su visita no fuera otra cosa que reprenderme por estar con su hija o por babear al observar a su esposa minutos antes de entrar en su despacho, aunque luego comprendería que no era el único en admirar la belleza de su mujer, porque todos volvían la cabeza a su paso y a eso, Ernesto, debía estar acostumbrado.

Aquel hombre me fue dando unas pautas de cómo ir adiestrando a su hija en el mundo vitivinícola, desde conocer las cepas, hasta saber cuánto pueden influir las heladas, la tierra o la forma de cortar un racimo y descubrí que parecía tener la misma pasión contando las cosas que mi abuelo.

– ¿Me has entendido, Víctor? – dijo muy serio.

– Sí. Perfectamente.

– En cuanto a la relación con mi hija, no hace falta que te diga nada. Ella es una chiquilla inocente y quiero que la respetes.

A mi mente llegaron de nuevo las imágenes retozando de todas las maneras con Sofía y en múltiples ocasiones, bajo la mesa, en el almacén, en la nevera, en el parking… desde luego Sofía era dulce, simpática, dicharachera, pero no una chiquilla inocente precisamente. Si alguien me había enseñado hasta entonces algo sobre el sexo y cosas que ni había soñado, fue ella. Se notaba que era una dominadora de las artes amatorias, experta mamadora y hábil controladora del otro sexo hasta saber cómo dar placer a un hombre de todas las maneras posibles y en todos los lugares: en la cama, en el coche, sobre una alfombra o encima de la mesa de trabajo.

En ese instante mi jefe pulsó el interfono que comunicaba directamente con su secretaria.

– Diga a mi esposa que venga a mi despacho.

– Si don Ernesto – respondió la voz al otro lado.

Soltó el intercomunicador y siguió examinándome, supongo que dándole vueltas a la cabeza y pensando si era yo el yerno que había soñado para su tierna e inocente hija, como él decía.

– Quiero que conozcas a mi esposa. Creo que antes la has visto por los pasillos.

– Yo… – respondí con un nudo en la garganta.

Tardé unos segundos en recobrar serenidad, momentos que se me hicieron largos pero por suerte alguien entró en el despacho. Era ella.

– Hola cariño, ¿querías verme? – dijo aquella voz dulce de una mujer hermosísima.

– Sí, pasa. Voy a presentarte.

Me puse en pie y no pude retirar la vista de esa imagen de un bombón caminando sensualmente hasta la mesa en donde estábamos su esposo y yo. Se acercó hasta Ernesto dándole un beso sonoro en la mejilla apoyando sus manos en el hombro de este sin dejar de mirarme fijamente.

– ¿Quién es este joven tan guapo? – preguntó descaradamente.

Creo que en ese momento tuve una erección, aunque lo disimulé bien gracias a mi bata blanca larga y acercándome a unos libros apilados sobre la mesa del jefe. Ella parecía divertirse con mi alucine, ya que yo debía estar con la boca abierta.

– Mónica… él es Víctor. Es el nieto de Pascual, ¿te acuerdas? – le comentó Ernesto.

– Ah, sí, un buen hombre. Le recuerdo. Se jubiló hace cuatro años ¿no?

Yo asentí, incapaz de articular palabra. Solo podía fijarme en la rotundidad de sus caderas y aquella blusa blanca tan pegada que mostraba un gran escote del que era difícil escapar. Y una vez más, ella lo sabía.

– Pascual era un hombre alto y fuerte. Muy simpático y muy atractivo. – comentó Mónica refiriéndose a mi abuelo al tiempo que se humedecía los labios con la punta de su lengua.

– Gracias – respondí sonriente y orgulloso.

– Igual que su nieto. – afirmó mirándome de arriba a abajo.

Siempre se agradece que una mujer lo piropee a uno, pero viniendo de aquella señora tan espectacular, es algo realmente increíble. No sé si cambié de color, pero yo notaba como mis carrillos ardían.

– ¿Sabes que está con la niña? – intervino de pronto su marido.

El rostro de ella cambió radicalmente, pues al contrario que su esposo, no debía sospechar nada y parece ser que no le gustó nada saber que yo estuviera tonteando con su hijastra. Se quedó mirando a su marido como si estuviera preparando la carta de despido conociéndole y sabiendo que su hija era más que sagrada para él.

– Vaya con Sofía. – añadió Mónica dirigiendo su mirada hacia mí y volviendo a inspeccionar todo mi cuerpo que temblaba allí de pie como si me fueran a fusilar.

– Bueno, ya le he dicho que debe centrarse en el trabajo y respetar a Sofía – añadió Ernesto clavando su mirada de nuevo en mis ojos.

– Conociendo a tu hija… no sé yo si se dejará respetar… – apuntó ella con sorna.

– ¡No empieces, Mónica! – le recriminó su marido.

Aquella mujer, sin ser su madre, parecía conocer mejor a Sofía que su propio padre y por la forma de mirarme parecía estar diciéndome que era la pura verdad y que aquella chiquilla no era tan pura y tan inocente como la veía Ernesto. ¡Qué me lo dijeran a mí!

El jefe le fue contando a su esposa toda la conversación que había tenido conmigo minutos antes, como lo de seguir aprendiendo con su hija y al mismo tiempo sacar de ella la vena más sentimental para amar al producto y sentirlo. La idea general pasaba por compartir e intercambiar conocimientos entre su hija y yo, al tiempo que se ponía en valor la calidad del producto no solo a nivel técnico. El hecho de que yo estuviera con Sofía de manera menos profesional, parecía no molestarle tanto a su padre, aunque él evidentemente, ignoraba que no eran flirteos precisamente lo que desarrollábamos en el laboratorio entre prueba y prueba, sino que follábamos de mil maneras distintas y su hija era una auténtica loba y no la inocente caperucita.

– Víctor, es importante que tengas en cuenta una cosa. – dijo de pronto mi jefe.

– Dígame, Ernesto.

– Es necesario que vuestra relación personal no trascienda en la bodega.

– ¿Cómo? No entiendo.

– Verás, yo quiero estar enterado, pero no deseo que lo sepa el resto del personal, es necesario que ocultéis vuestra relación en todo lo posible, creo que no interesa por tu bien, el de mi hija y el de la propia bodega.

El interfono hizo un ruido y mi jefe lo pulsó esperando respuesta. Yo aproveché para observar las vertiginosas curvas de su esposa con cierto disimulo, aunque ella volvió a pillarme encandilado absorto en ese par de tetas que parecían salirse por el canalillo…

– Don Ernesto, los clientes ya están en la sala de reuniones. – dijo la voz de la secretaria.

– Gracias, sírvales el reserva del 96 y enseguida voy.

– ¿Son los italianos? – preguntó Mónica.

– Sí, déjame que empiece con ellos diez minutos y luego te acercas tú. Ya sabes…

– ¿Sólo diez minutos?

– Bueno, espera quince y luego te acercas. – terminó Ernesto.

Estaba claro que Mónica, aparte de ser la esposa del jefe y directora comercial de la empresa, era algo más que eso y su esposo lo explotaba a las mil maravillas. Sus armas de mujer eran empleadas como técnica de venta y eso debía resultar bastante eficiente. Primero su marido se camelaba a los clientes con regateos, precios, volumen de compra y cuando la discusión estaba a cierto límite, ella aparecía en escena descolocando a los tipos y llevándoles a su terreno. Con semejante cuerpo y tan buenas artes no debía resultar difícil cerrar cualquier contrato por muy complicado que fuera. Quizás no funcionase siempre, pero estaba claro que cualquier hombre quedaría prendado ante aquella mujer y nosotros, ya se sabe, nos cegamos y es que… “tiran más dos tetas que dos carretas”.

– Suerte, cariño. – respondió Mónica acompañando a su esposo a la puerta al tiempo que le daba un piquito pegando su armonioso cuerpo contra el de él algo que hizo que mi polla rebotara dentro de mi pantalón y seguramente la de su marido también. ¡Qué mujer!

Tras desaparecer su marido del despacho Mónica se dio la vuelta mirándome fijamente y comenzó a caminar lentamente hacia mí, de una forma muy sensual, marcando los pasos que resonaban con esos zapatos de aguja sobre el parquet. Imponía observar a una mujer así, pero yo me hubiera quedado viéndola horas.

– Bueno, Víctor, con la sorpresa no te he dado un par de besos. – dijo sonriente.

Esa preciosa rubia se pegó a mí, juntando su pecho al mío pudiendo percibir la enormidad de su busto y su blandura apretujándose contra mi tórax. La vista se me fue al canalillo que tenía a pocos centímetros y disfruté de aquella maravillosa visión. Mis manos se fueron a su cintura que agarré más que nada para no caerme al tiempo que su blanca sonrisa me deslumbraba y esos labios carnosos me daban dos besos sonoros en los carrillos pudiendo aspirar el aroma que impregnaba aquella mujer alucinante. Tuvo que notar mi erección y su sonrisa al separarnos me lo confirmó

– Siéntate Víctor y charlemos. – me dijo al tiempo que ella subía su redondo culo sobre la mesa justo a un palmo de donde yo me sentaba.

Podía haberse sentado en el sillón, sin embargo prefirió subirse a la mesa y ofrecerme otra visión de su deslumbrante cuerpo. Cruzó las piernas y aquella imagen volvió a resultarme más que seductora y atrayente. La mujer del jefe o la madre de mi novia, una impresionante madura pero de belleza colosal, estaba sentada sobre la mesa del despacho a escasos centímetros de mí. Las grandes caderas hacían que la falda de tubo se subiera un poco más, proporcionándome una gran visión de sus muslos y la marca del final de sus medias negras que hacían juego con su sostén ya que tuve la suerte de verlo cuando se pegó a mí. Imaginaba sus braguitas negras también bajo esa vestimenta tan atrayente, pero no podía certificarlo, hasta que de pronto, como si leyera mi pensamiento, hizo un nuevo cruce de piernas, esta vez más lento, a lo “Sharon Stone”, dejándome ver un par de segundos ese prohibitivo triángulo negro de sus bragas. Me siguió observando mientras yo seguía embobado ante su cuerpo y su sensualidad.

– Y dime Víctor ¿cuánto tiempo lleváis Sofía y tú? – me preguntó la rubia con aquella sonrisa y esos ojazos inmensos.

Inevitablemente mis ojos se iban a esos muslos embutidos en medias negras que tenía a escasa distancia. Ella lo sabía y sonreía victoriosa. Sin duda era una mujer muy segura de sus atributos y sus atractivos, por eso estoy convencido de que conseguía los objetivos comerciales más complicados.

– Bueno, poco… un par de meses. – respondí azorado.

– Entiendo. ¿Ya te la has follado?

Abrí los ojos como platos ante su pregunta tan directa y contundente.

– No, no. – respondí tartamudeando.

– Vamos, conmigo no hace falta que disimules. Yo no soy Ernesto. Sé de sobra como es la pequeña, aunque su padre esté ciego.

– Sí, bueno…

– No te preocupes, me lo esperaba de ella.

No cabía ninguna duda de que aquella mujer conocía a su hijastra a la perfección y yo no podía disimular, de hecho no hacía falta que siguiera respondiendo.

– En fin Víctor, me alegro mucho de haberte conocido, voy a ver si cerramos el trato con los italianos. Espero que nos veamos pronto.

– Claro, encantado, Mónica, cuando usted quiera.

– Oye por favor… de usted nada. No soy tan mayor. – protestó con un mohín en su cara.

– Perdón.

Al estar sentada a cierta altura sobre la gran mesa y bajarse de un saltito, tropezó torpemente al contactar sus taconazos en el suelo, aunque creo que no fue del todo inocentemente y apoyándose sobre mis hombros pegó sus tetazas sobre mi cara, durante un tiempo mayor del necesario, que se me hizo bastante más corto de lo que realmente duró y era claro que ella lo alargó más de lo necesario, algo que a mí me supo a gloria bendita. Aquellas prominentes tetas pegadas a mi cara era lo mejor que podría soñar en ese momento y para el resto de mis días.

– ¡Uy, perdona! – dijo con aquella sonrisa y saliendo del despacho con un meneo de caderas que me recordó a Marilyn en “Con faldas y a lo loco”.

Esa mujer sabía cómo poner a un hombre al máximo y no me extraña que Ernesto estuviera embobado con ella, como lo estaba yo en ese momento viéndola salir del despacho.

Cuando regresé al laboratorio le conté todo a Sofía, bueno, todo no, claro… la parte que hacía referencia a su madrastra la obvié, pero en cuanto a lo que me habló su padre no pareció sorprenderle tanto, pues le conocía bien y sabía hasta qué punto no se le podría escapar ningún detalle de nuestra secreta relación, sin embargo el tipo desconocía la faceta “más abierta” de su hija. De hecho cuando le hice el comentario:

– Tu padre me dijo que lleváramos esto en el más absoluto secreto.

– ¡Jeje, cómo es!… no quiere tonteos en la empresa.

– Y que te respetara… – añadí.

– ¿Y me vas a respetar? – me preguntó con su voz sensual agarrando mi polla por encima del pantalón acariciándola hasta conseguir ponérmela durísima.

Cogí su mano y tiré de ella, pues había conseguido alterarme más de lo que ya estaba tras mi tortuosa reunión minutos antes en las oficinas.

– ¿Dónde me llevas? – preguntaba Sofía sorprendida de mi carrera por los pasillos del laboratorio mientras yo tiraba de su mano.

Al final llegué a la habitación de la limpieza y tras colarnos en el pequeño habitáculo cerré la puerta echando el cerrojo por dentro.

– ¡Sofía, quiero follarte! – le dije empujándola contra una de las estanterías de aquel pequeño cuarto.

– ¡Caramba cariño, estás irreconocible!. Normalmente no tomas tú la iniciativa. – me contestó retadora

Era totalmente cierto, hasta entonces era ella la que me follaba a mí y no al revés. Dicen que en toda relación hay uno que domina y otro que se deja dominar, este era mi caso. Sin embargo, desde que había estado con su madre o mejor dicho, madrastra, mi cuerpo se había transformado y mi mente también, consiguiendo ponerme desbocado, fuera de mi. Prácticamente le arranque la bata a mi chica, pues los primeros botones se los desabroché pero los restantes salieron disparados debido a mi desesperación. Estaba cachondísimo. Con su bata abierta de par en par me entregué a besuquear sus tetitas por encima del pequeño sostén mientras ella acariciaba mi nuca.

– Madre mía, si que te ha puesto saber que mi padre está al tanto de lo nuestro.

Las palabras de Sofía me resultaban graciosas, teniendo en cuenta que lo que me había puesto, no era eso, sino su preciosa madrastra. Besé a mi novia con pasión como nunca antes había hecho y ella pareció agradecer esa entrega por mi parte. Tiré de su sostén hacia arriba lo que me permitía seguir jugando con sus pechos, pero esta vez dedicándome de lleno a sus pezones. Los mordía, los absorbía, los besaba…

Mi otra mano se metió en sus braguitas y pude palpar la humedad de su rasurado sexo.

– ¡Qué gusto, Víctor! – me repetía entre jadeos sin dejar de acariciar mi nuca.

Me agaché frente al cuerpo tembloroso de mi secreta novia y le bajé las braguitas admirando una vez más ese inflamado chochito que me pedía a gritos ser devorado. No lo dudé, tras mirarla a los ojos, cargados de excitación, me enfrasqué en chupetear esa húmeda rajita haciendo que emanaran más flujos todavía. Ella gemía acariciando mi pelo. Con mis ojos cerrados lo que venía a mi mente no era otra cosa que la imagen de su rubia madraza, esa mujer que había conseguido enervarme hasta perder la cabeza. Oyendo los gemidos de Sofía me parecía escuchar los de su madre y en ese momento me imaginaba ahí agachado frente al coño de la espectacular madurita, creyendo que era ese el que me estaba comiendo realmente.

En poco tiempo Sofía entró en un orgasmo brutal y se multiplicó el ritmo de sus temblores, de sus gemidos y de sus fluidos que llenaban mis labios y mi lengua. Con mi cara metida entre sus piernas mi novia obtuvo uno de los mejores y más sorprendentes premios que nunca le había dado por propia decisión.

Se puso de pie y con su bata abierta mostrando su desnudez dijo melosa:

– ¡Me toca!

Comencé a desabrochar los botones de mi bragueta, dispuesto a recibir los cálidos labios de mi chica, cuando de pronto alguien intentó abrir la puerta. Nos dimos un susto de muerte que nos dejó inmóviles.

Sofía se recompuso la bata y abrimos descubriendo a la limpiadora que nos miraba con cara de pocos amigos al vernos allí metidos. Disimulamos todo lo que pudimos, pero la risita de mi novia indicaba que no estábamos buscando lejía precisamente en aquel lugar.

El resto del día lo pasé tortuosamente pensando en el cuerpo desnudo de Sofía bajo la bata, pero sobre todo con el cuerpo deseado de su impresionante madre. Aquella noche tuve mi primera paja en honor a Mónica, soñando con aquellos ojos, esa boca y sobre todo con aquellas enormes tetas que estuvieron aprisionadas contra mi pecho, pero principalmente los segundos deliciosos en los que estuvieron contra mi cara. MI imagen era, además de esas tetas, aquellas monumentales caderas, ese culo redondo, aquellas piernas robustas adornadas con las medias negras. Me corrí en poco tiempo imaginando que era ella la que me masturbaba.

Juliaki

CONTINUARÁ…

PARA CONTACTAR CON EL AUTOR.

juliaki@ymail.com

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *