Ágata levantó los ojos de su plato y codeó a su amiga Alma, sentada a su lado en el pequeño comedor de la academia Wilson.
 ―     ¡Mira! ¡Ahí está Frank! – musitó.
―     ¡Vaya! Le llamas Frank y todo. Cuánta confianza.
―     No te burles, envidiosa. No me dirás que no es atractivo, ¿no?
―     No está mal, nada mal – respondió Alma, mirando con disimulo al profesor cuarentón que miraba los platos del buffet en ese momento.
  Se trataba de un hombre atlético, con el pelo bien arreglado y en el que no disimulaba las canas que poblaban sus sienes. Sus rasgos parecían cincelados en bronce, con una mandíbula agresiva y una boca recta y viril.
―     ¿Sólo eso? ¡No me importaría hacerle un favor! – bromeó Ágata.
―     No esperes que se fije en ti. No seas tonta.
―     Oh, ya lo sé. No me imagino nada. Además, me resultaría muy violento. Una cosa es comentar y otra cosa es pasar a la acción. No sirvo para eso – dijo Ágata con un suspiro. Paseó uno de sus dedos por el filo de su plato de plástico. – Lo que ocurre es que me trata muy bien y no puedo dejar de admirarle. Es un gran actor, ¿sabes?
―     Por supuesto. Por eso mismo, nos da clases.
―     No te lo he dicho antes, pero mi nombre figura entre las candidatas para la obra del primer curso.
―     ¿Para actriz principal? – se asombró Alma.
―     Sí.
―     ¿Cómo lo has conseguido?
―     Bueno, todo ocurrió a raíz de leer unos textos en el escenario. Frank… esto, el profesor Warren alabó mi entonación y mi gesticulación.
―     ¡Vaya suerte!
―     Bueno, veremos a ver qué pasa.
  Sin embargo, para Ágata no existía duda alguna de que su vida estaba destinada a ser actriz, tarde o temprano. Para ello, a sus diecisiete años, había convencido a su familia para tomar clases de arte dramático en una academia durante el verano. Su intención era seguir con esas clases, incluso cuando empezara el curso escolar. Podría llevar ambas cosas adelante pues era buena en los estudios.
Ágata era una pelirroja estilizada, de piel muy blanca y cabellera abundante y larga, siempre bien cepillada. Estaba muy orgullosa de su cuerpo, rebosante de juventud. Piernas largas, cintura estrecha, vientre plano y duro, pechos erguidos y no muy grandes, perfectos, un trasero respingón y un rostro angelical y pecoso. Sin embargo, esas mismas pecas que tanto atraían las miradas de los chicos, la cohibían un tanto. En su opinión, la afeaban, por mucho que comentaran los amigos, pero, por desgracia, eran imposibles de borrar. De lo que si estaba orgullosa era de sus rasgados ojos verdes, a los cuales acompañaba con unas bien depiladas cejas rojizas. Cuando alzaba una de ellas, en un gesto interesante, una pequeña arruga vertical aparecía en su ceño, confiriéndole un aspecto maduro. Poseía una nariz estrecha, fina y algo respingona, que su padre denominaba de pura irlandesa, que remataba con una boca pequeña, de labios finos y jugosos.

Alma sabía que su amiga, a pesar de ser inteligente y voluntariosa, era algo ingenua. No había dedicado tiempo alguno a conocer otros chicos ni a relacionarse. Solo estudios y películas. Ahora, abordaba un mundo nuevo y deslumbrante y podía resultar decepcionada. Era cierto que Alma envidiaba a su amiga, pero se decía, a ella misma, que era una envidia sana. Ágata poseía una innata belleza que atraía todas las miradas, pero no se aprovechaba de ella. Alma hubiera querido esa belleza para ella, para disfrutar mucho más de su vida, pero las cosas eran como eran y debía aguantarse. Sonrió de nuevo al mirar al profesor Warren. Ágata estaba pasando por lo mismo que ella había pasado a los trece años; se había enamorado de su profesor.

  Ágata sintió como su corazón saltaba en el pecho cuando, al final de la clase de interpretación, Frank la llamó. Disimuló su nerviosismo recogiendo sus apuntes.
 ―     Mañana aparecerá en el tablón de anuncios, pero me gusta decir las noticias personalmente – dijo el profesor acercándose a ella.
―     ¿De qué habla, profesor Warren?
―     De que has conseguido el papel principal en la obra. ¡Enhorabuena!
―     ¡Dios! ¿De verdad? – exclamó ella, saltando impulsivamente.
―     Sí, así es. Eres una de las mejores alumnas de este curso y no he dudado en dártelo.
―     Muchas gracias, profesor Warren, yo…
―     Ahora, vamos a trabajar juntos durante muchas horas. No es necesario que me trates con tanto respeto. Llámame Frank.
 Ágata ni se enteró de que sus pies la habían llevado ante su casa. Durante todo el camino, su mente dejó volar la imaginación y protagonizó multitud de sueños alocados. Nada más subir a su habitación, llamó a Alma y le comunicó la noticia.
 Días más tarde.
—          No, no. No es ese el tono. Muy mal. Repetiremos la escena – dijo Frank, cortando el ensayo.
—          Lo siento, pero no me sale de otra forma – se excusó Ágata, un tanto avergonzada.
  Llevaban ya tres semanas de ensayos y Ágata fallaba en nimiedades que debería haber asumido ya. Llegó a pensar, en ocasiones, que no estaba preparada, que el papel le venía grande. Frank agitó el guión delante de su rostro y la miró fijamente, algo furioso.
—          Se supone que eres una mujer despechada, amargada, llena de odio. No puedes hablarle al causante de tus penas de esa forma, Ágata. ¡No estás pidiendo un sándwich en la cafetería! Debes mascar cada palabra; tu voz debe destilar odio y pasión a la vez. Tus ojos deben apuñalarle. Eso es lo que debes sentir.
 —          Lo siento.
—          ¡Y no digas más “lo siento”! ¡Afirma tu carácter!
  Ágata sintió como su garganta se atenazaba; un nudo, formado por la vergüenza, el desencanto y rabia, la impidió decir nada más. Las lágrimas brotaron, incontenibles, y Ágata huyó del escenario. Diez minutos más tarde, Frank llamó a la puerta de uno de los camerinos donde ella se había refugiado.
—          Ágata, por favor, ¿puedo hablar contigo? – dijo desde el otro lado de la puerta. Al no tener respuesta, empujó la puerta y entró.
  Ágata se encontraba sentada delante del espejo, secándose los ojos y retocando un poco su maquillaje.
 —          Vengo a excusarme por todo lo que te he dicho. Estaba furioso y no me he podido contener. Defecto de actor – dijo, encogiéndose de hombros.
  La broma no funcionó; ella le miró con ojos atormentados.
—          En serio, Ágata. Sé que todo esto es duro, que piensas que no lo podrás conseguir, pero sí puedes. Tienes madera y posibilidades; sólo necesitas… concentrarte.
—          No es necesario que me animes. Me he dado cuenta de que no sirvo para esto. No he podido contener las lágrimas en el escenario. Vaya fracaso de actriz – sorbió ella.
—          No, no. Estás equivocada. Los actores deben de ser totalmente impresionables, llenos de sentimientos encontrados que les permitirán adecuarse al papel. Eso es bueno, solo que debes pulirlo.
—          ¿Y cómo lo hago?
 —          Verás, tenemos aún tiempo, pero no puedo dedicártelo a ti solamente en el plató. Hay otros estudiantes que me necesitan. Si pudiéramos vernos fuera de clases… No sé, una tarde de sábado, por ejemplo. Podría enseñarte muchas cosas, trucos de la profesión, que te ayudarían a concentrarte en tu personaje.
—          Eso sería estupendo – dijo ella, animándose.
—          ¿Qué tal si vienes a mi casa este sábado?
—          Estupendo.
—          Te daré la dirección. Yo mismo te acompañaré a casa cuando acabemos.
  Ágata sintió de nuevo su corazón acelerarse. Era lo más parecido a una cita que ella pudiera imaginar.
 

La casa de Frank era bastante curiosa. Según él, la empezó a construir su bisabuelo y su padre la terminó. Grande y con un amplio jardín trasero, el edificio contenía varios estilos arquitectónicos, debido a los diversos propietarios que colaboraron en su terminación. El timbre resultó ser una graciosa cadenita que activaba un carillón. Frank la saludó y la hizo pasar. Hacía un poco de frío en la calle y la recibió con una taza de chocolate caliente que no se atrevió a rechazar, aunque en casa nunca lo tomaba, pues cuidaba de su silueta.

   Frank entró en materia rápidamente y repasaron partes del guión. A medida que pasaban las horas, Ágata se sentía mucho más cómoda y llegaba a bromear constantemente. Se le pasó el tiempo volando y Frank, cual solícito caballero, la acompañó a casa en su coche. Ágata suspiró a solas en su dormitorio; estaba viviendo algo especial, casi un cuento de hadas.
  Durante dos semanas, la chica acudió puntualmente casi a diario. Los dos habían llegado al acuerdo de que debían repasar diariamente. Frank hizo mucho hincapié en que no debía comentar con nadie aquellas clases particulares, porque las había negado a muchos otros alumnos. Aquello convirtió la relación en algo especial para Ágata. Frank la ayudaba a ella, sólo a ella. La hacía sentir que era parcialmente suyo.
—          Inspira profundamente; relájate – la aconsejó a la tercera semana.
  Los dos estaban de pie en el centro de lo que él llamaba su estudio. Una amplia habitación de madera en el piso bajo, en parte biblioteca, en parte escenario. Ágata se sentía un poco nerviosa, a pesar de la gran confianza que había nacido entre ambos. Estaban repasando la escena final y era bastante difícil. Norma, su personaje, por fin encontraba el amor, después de ser golpeada duramente por los hombres. Era una especie de reconciliación con la vida. Frank interpretaba el rol de Néstor, el grave y profundo Néstor, psicólogo y viudo.
   Ágata se situó en posición. El final ocurría en uno de los puentes de Paris, acodados contra la pétrea barandilla. Para facilitar la escena, la chica se acodó en el pequeño mostrador de nogal del coqueto bar que Frank mantenía en su estudio. Sonrió cuando tuvo que imaginarse que el río Sena corría detrás del mostrador.
—          La vida no tiene por qué ser sólo sufrimiento, Norma – dijo Frank, colocándole una mano en el hombro, cariñosamente.
—          Entonces, ¿por qué sufro constantemente? ¿Por qué me trata así? – repuso ella.
—          No es la vida, Norma, y creo que te has dado cuenta finalmente. Eres tú. Te has encerrado tanto en ti misma que has creado una concha que nada puede traspasar. Has vivido con odio y rabia. Es hora de que te deshagas de ese bagaje, por el bien de tu hijo y por…
—          Sigue, Néstor, no calles. ¿Qué ibas a decir? ¿Por nuestro bien?
—          Sí.
—          ¿Qué futuro tendremos? Ambos somos seres incompletos, sin ilusiones.
 —          Yo sí tengo ilusiones, Norma – susurró Frank, tomándola de la barbilla y mirándola a los ojos.
  Ágata confundió por un momento la realidad. ¡Qué hermoso sería que le dijera eso a ella y no a su personaje! Ni siquiera se acordó que debía volver la cabeza para que Néstor no pudiera ver sus lágrimas. Se le quedó contemplando, alelada.
—          Tengo ilusiones para los dos y para Ben. No tengo hijos, pero quiero a ese chiquillo como si fuera mío. Deseo pasar el resto de mi vida junto a vosotros y cuidar de una familia – dijo Frank sin dejar de mirarla.
—          Fra… Néstor, ¿puede suceder eso? ¿No volverá el pasado para burlarse?
—          Cariño, el pasado está muerto. Déjalo enterrado. Confía en mí, confía en el amor…
—          Oh, Néstor, abrázame y no me dejes jamás – dijo ella, apoyando su cabeza en el pecho de Frank. Aquello era el fin, el telón debía caer en ese momento.
  Sin embargo, Frank hizo algo que no estaba en el guión. Le levantó el rostro con un dedo y se inclinó sobre ella. Ágata contempló aquel movimiento como si lo hiciera a cámara lenta. Ni siquiera se dio cuenta de que abrió sus labios, deseosa. El hombre la besó, dulcemente. Ella cerró los ojos y se dejó abrazar. La lengua de Frank rozó sus labios, atormentándola. Fue un instante mágico, memorable.
—          ¡Oh, Dios! ¿Qué estoy haciendo? – se apartó Frank vivamente, dejándola totalmente sorprendida y a punto de caer hacia delante. – Lo siento, me he dejado llevar por el papel. Soy tu profesor; esto está mal.
—          No pasa nada, Frank. Ha sido una reacción normal. Yo también he sentido… – intentó calmarle, pero el hombre empezó a pasear por el estudio como una bestia enjaulada.
—          ¿A quien intentó engañar? No es el papel, eres tú… Ágata, será mejor que te vayas. Llamaré un taxi y…
—          ¿Por qué? ¿Qué hemos hecho de malo? – imploró ella. Su corazón latía muy rápido y sentía escalofríos.
—          Lo siento, pero debes marcharte.
—          Frank, por favor, no le des tanta importancia. Sólo ha sido un beso.
—          No lo entiendes, ¿verdad? – dijo él, girándose hacia ella y tomándola de los brazos, fuertemente. – No eres consciente de tu propia belleza, ¿no es cierto? Me estás volviendo loco; me desconcentro cuando te miro a los ojos. Siento un nudo doloroso en mi pecho y sufro cuando sales por esa puerta. Me estás volviendo loco, Ágata, con tu inocencia, con tu candor, y no puedo negarlo por más tiempo.
  Fue el turno para Ágata de sentirse atontada. ¡Frank la quería! ¡La quería de verdad!
—          Esto no puede suceder. No debo comprometerme de esta forma – murmuró Frank, soltándola y saliendo del estudio.
  Ágata se quedó como en trance. Aquella revelación la cogió desprevenida. Tanto soñar e imaginarse situaciones parecidas no la habían preparado para la realidad. Notó como las lágrimas acudían a sus ojos. Se sintió desesperada. Al cabo de unos minutos, Frank se asomó al estudio.
 —          He llamado a un taxi. Sobre la mesa del vestíbulo hay dinero. Por favor, acéptalo y márchate ahora. No volveremos a vernos aquí. No puedo dejarme atrapar por esta espiral. Discúlpame, te dejaré a solas.
—          No, Frank, no quiero que…
  Pero el hombre se marchó. Escuchó crujir las escaleras de madera que conducían al piso superior. El llanto se apoderó de ella, de forma atenazante, enmudeciendo cualquier oportunidad de hablarle. Ágata esperó el taxi fuera de la casa y llegó a su casa sintiéndose la mujer más desgraciada del mundo.
—          Frank, necesitamos hablar – le dijo ella, aprovechando que nadie estaba cerca. No tuvo más remedio que abordarle en la clase porque ni siquiera contestaba a sus llamadas telefónicas. Habían pasado tres días desde aquello.
—          Sí, sería lo mejor – dijo el hombre, asegurándose que nadie les escuchaba. Los demás estudiantes estaban saliendo de clase. – Ven a la hora del almuerzo al estudio de grabación. Estaré allí pasando unas copias.

La siguiente clase se convirtió en eterna. Ágata no dejaba de pensar en lo que estaba dispuesta a decirle y no sabía cómo hacerlo. Le había dado vueltas en su cabeza durante los tres últimos días y se había decidido finalmente. Dio de lado a Alma con una excusa cuando salieron de clase. No tenía hambre, no podía pensar en comer. Se dirigió al estudio de grabación, sabiendo que estaría vacío. Frank acostumbraba a revisar sus propias copias y lo hacía aprovechando el momento de descanso del personal. Tendrían intimidad para aclarar lo que sucedía entre los dos.

  Frank estaba de pie delante de la gran mesa de control y escuchaba atentamente un pasaje cuando ella abrió la puerta. Se miraron sin decirse nada.
—          Frank, yo… – empezó a decir Ágata, pero el hombre la cortó con un gesto.
—          No hace falta que digas nada. Lo he pensado y lo mejor será que te cambies de clase. Te daré una buena nota y te pasarás con el profesor Clems. Es un buen educador.
—          Pero…
—          Es lo mejor para los dos. No puedo soportar verte todos los días, sintiendo que me consumo por dentro. Me has llegado muy adentro, Ágata, no me será fácil olvidarte.
—          Frank, por favor, déjame hablar – exclamó ella, nerviosa y con el rostro arrebolado.
  Frank calló y se dejó caer en la silla giratoria del control. Encendió un cigarrillo y aspiró con fuerza.
—          Lo que… sientes, también lo siento yo – dijo, inclinando la cabeza. – Te he admirado desde el principio y… me he enamorado de ti. Intenté que no sucediera, pero mi imaginación y mi corazón pudieron más que la lógica. No tenemos por qué separarnos.
—          Oh, Dios, no es posible… – jadeó él. – Es lo peor que podía ocurrir. ¿Sabes qué pasará? Finalmente, se enterarán y seremos la comidilla de todos. Eso si tus padres no se me echan encima. Eres demasiado joven, Ágata.
—          ¡Frank! Yo te… quiero — estalló ella en un llanto algo histérico.
—          Oh, mi pequeña, mi dulce pelirroja – la consoló Frank, abrazándola. – No llores. Está bien, no nos separaremos. Shhhh… no llores más.
  La acunó entre sus brazos, meciéndola y susurrándole palabras de aliento y cariño. Ágata se sintió mujer entre sus brazos, querida y confortada. No quería que la soltara.
 —          No te preocupes, ya pensaré algo – le dijo cuando se calmó. – Lo importante es que lo mantengamos totalmente en secreto. Debes hacer lo que te diga, en todo momento, y fingir que no ocurre nada. ¿Podrás hacerlo?
—          Sí, dices que soy una buena actriz – contestó ella, sorbiendo por la nariz.
—          Así me gusta. Claro que eres una buena actriz. La mejor. Ahora, vuelve a la cafetería y reúnete con tus amigos. Ya nos veremos más adelante.
  Frank se sentó sobre su escritorio y sacó una botella de coñac, reserva para las ocasiones especiales, de la cual se sirvió una copa. Estaba prohibido tener alcohol en la academia, pero nadie registraba sus cajones. Alzó la copa y sonrió.
 —          Por ti, mi bella pelirroja. Has caído en la trampa como una novata. Ni siquiera distingues una buena actuación, así que no llegarás lejos en este mundo – dijo, bebiendo un trago.

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