La verdad que ya no se sabía qué cosa era más degradante.  Rogar por sexo anal era una humillación tanto o
más grande que pagar para que me lo hicieran.  Pero yo estaba ultra caliente.  Y ya para esa altura no había obstáculo que se me interpusiese con tal de conseguir la verga del pendejo en mi cola.  Ni aun si ese obstáculo era mi dignidad.  Así que inspiré, tragué saliva y recité, casi como si se tratara de una oración o alguna perorata legal.
             “Por favor Franco… ¿Puede usted hacerme la cola?”
             El pendejo rió, como ya era costumbre en él.  Me estrelló una palmada en la nalga.
             “Casi bien, doc, casi…” – dictaminó.
               Me quedé un rato en silencio a la espera de que aclarara mejor qué era lo que faltaba a mi pedido, pero no dijo nada, así que yo misma pregunté:
               “¿Qué es lo que está mal…?”
              “La cola no – me corrigió -, el culo…”
 
              Ok.  Tragué saliva nuevamente…
              “Por favor, Franco, puede usted hacerme el culo?”
             “Puede usted hacerme el culo como la puta que soy…”
             El pendejo de mierda nunca estaba conforme.  Siempre parecía conseguir que mi dignidad cayera un escalón más abajo.  Y, sin embargo, no había forma de que yo dijera que no a sus imposiciones.
              “Por favor, Franco, ¿puede usted hacerme el culo como la puta que soy?”
                Una vez más rió con satisfacción.  Mirando de soslayo vi que buscaba algo en el bolsillo del pantalón que tenía por las rodillas.  No llegué a ver qué extrajo pero un instante después me estaba embadurnando mi orificio con su dedo untado en algo, lo cual me hizo volar por los aires, tanto que no pude evitar cerrar los ojos y abrir la boca en una exhalación de placer.  ¡Y pensar que eso era sólo el prólogo de lo que se venía!  En efecto, sólo pasaron unos pocos segundos y su precioso miembro se abrió paso en mi culo.  Logré ahogar algunos gritos pero otros se me escaparon: todo mi cuerpo se agitó como si estuviera siendo presa de una gigantesca convulsión.  Y, al igual que hiciera momentos antes con mi concha, el joven comenzó el bombeo continuado, pero esta vez dentro de mi cola.  Me atrapó con ambas manos de mi cintura mientras que yo hacía lo propio con el escritorio, el cual comenzó a zamarrearse como si se tratara de una cuna ante cada arremetida que él daba hacia mi interior.
            “Eso, putita, así… – me decía, mascullando las palabras como en una mezcla de rabia y disfrute -.  Disfrutá de la verga que tenés adentro y agradecé el honor de que tu culo sea desvirgado por un macho de verdad y no por eso que tenés por marido… Él nunca podría hacerte esto…”
             Era extraño.  Las ofensas contra Damián me dolían en el alma pero a la vez me excitaban de una manera especial.  Y lo cierto era que en ese momento el estar siendo penetrada analmente por Franco provocaba en mi interior un morbo único: era como sentir que él era mi dueño, mi verdadero poseedor… Ese día comprobé la verdad de uno de los grandes mitos que circulan acerca de la sexualidad: que cuando un hombre penetra por la cola a una mujer que nunca ha sido abordada de esa forma, se convierte en su dueño.  Eso era lo que él era para mí en ese momento; así era como yo lo sentía…
           Siguió dándome y dándome; el dolor era ya insostenible pero el placer también.  De pronto sentí que su torrente caliente corría dentro de mi cola y el saber de la excitación de él fue suficiente para activar al doble o triple la mía.  Así que no pude evitarlo… pero acabé… y penetrada por detrás.  Él se dejó caer encima de mí y ese acto graficó aun más el sentimiento de posesión.  Su pecho quedó largo rato pegado a mi espalda y pude sentir cómo ambas transpiraciones se mezclaban y formaban, corriendo piel abajo, riachos de lujuria y placer.  Su mentón se clavó sobre mi nuca y su respiración me entró por la oreja: otro modo más de penetración…
          No sé durante cuánto tiempo se mantuvo en esa posición.  Quizás no haya sido más de un minuto pero yo sólo deseaba que no se interrumpiera nunca, que quedáramos para siempre fundidos así, con él teniéndome ensartada en su verga por la cola.  De hecho, cuando se separó de mí y retiró su miembro, sentí como si me estuvieran cortando un pedazo…
         Giré levemente la cabeza hacia él y vi que comenzaba a acomodarse la ropa con aire indiferente, como si sólo hubiera cumplido con un trámite.  Bueno, quizás eso era para él y después de todo estuviera acostumbrado a menesteres como el que acababa de cumplir.  Pero como ocurría con todo en ese pendejo increíble, esa indiferencia también me calentó, pues con actitudes como ésa me reducía aún más a la condición de objeto.  Supe que la sesión había terminado así que, aun a pesar de lo extenuada que estaba, comencé yo también a vestirme.
            “Por favor, Franco, ¿puede usted hacerme el culo como la puta que soy?”
             No pude evitar un sobresalto en el preciso momento en que estaba calzando una de mis piernas en la tanga.  Lo que acababa de escuchar era… ¡mi propia voz!  Me costó unos instantes darme cuenta de que era así porque, a decir verdad, sonaba como distorsionada o metálica.  Giré la cabeza rápidamente hacia Franco y de inmediato tuve la respuesta: el pendejo estaba allí, sonriente y arrogante como siempre, sosteniendo en su mano derecha su teléfono celular, con el cual, por supuesto, me había grabado.
             Le eché una mirada de hielo:
               “¿Otra vez van a chantajearme?” – pregunté.
             “Jaja, no… No se preocupe doc… Esta vez no va a caer en manos de nadie.  Lo que pasó la otra vez fue un accidente… Bueno, no sé si accidente…, digamos que todo fue culpa de la gorda torta ésa, pero…”
             “¿Sólo me grabaste o volviste a filmarme?  ¿Es sólo audio o también hay imagen?”
               “Jeje… un poquito de todo, doc… Es que cuando usted está en esa posición…, bueno, ya sabe cómo… está tentadora para cualquier camarita, jaja… Pero no va a pasar nada; de verdad se lo digo: no se preocupe…”
                De momento no dije ni objeté más nada.  No por conformismo sino por abatimiento.  Ya empezaba a entender que no correspondía a la naturaleza de Franco el no salirse con la suya ni el no tener a otra persona en sus manos… Una vez que hubo acomodado el nudo de su corbata y puesto el faldón de la camisa adentro del pantalón, encaró hacia la puerta.
                “¿Y qué va a pasar con los otros?” – le pregunté antes de que llegara a salir del lugar.
                  Se volvió y me miró como sin entender.
                 “La filmación… – aclaré -; se supone que ha llegado a otros chicos, ¿no?  ¿Qué va a pasar con ellos?  ¿Cómo puedo fiarme?”
                  “Ah… eh, bueno, en realidad no, doc…, no puede fiarse lamentablemente.  De todas formas yo le prometo que voy a hablar, al menos con los que más conozco, para convencerlos de que no lo sigan difundiendo… Con respecto a las amistades de Vanina, ya no sé qué decirle, doc… Si quiere hablo con ella; es lo más que puedo hacer”
                Otra vez volvió a encaminarse hacia la puerta.  En el preciso momento en que apoyaba la mano sobre el picaporte se detuvo.
                 “Una cosita, doc… – dijo -.  Si hablo con los chicos y ellos piden condiciones…hmm, en fin, supongo que usted entenderá que no está muy bien parada como para decir que no…”
                 Lo miré con odio.
                 “¿De qué hablás?” – pregunté con sequedad.
                “Nada, doc, sólo eso… – me guiñó un ojo y abrió la puerta para retirarse -.  Que tenga un buen día, doc…, usted y su marido”
               Una vez más, volví a mi casa llena de culpas.  El resto de la semana fue exactamente eso: culpas y más culpas.  Es que cuando estaba en la soledad de mi casa o bien en mi consultorio comenzaban a desfilar las imágenes de todo lo ocurrido y sólo podía sentir vergüenza pero, además, todo me producía una gran incredulidad, como que fuera un sueño o una pesadilla de la cual tenía que despertar.  No había forma de aceptar que todo había sido real.  Y sin embargo así era…
              La paranoia del teléfono regresó más viva que nunca; cada vez que sonaba era como un flechazo para mí: siempre temía oír, al otro lado de la línea, la voz de alguna de las autoridades del colegio.  Pero ya para esta altura no era sólo el teléfono, era también la televisión.  Temía ver y oír en cualquier momento “el increíble caso de la médica abusadora de menores en un colegio privado”.  Era en esos casos, ante ese tipo de temores, cuando menos podía creer que hubiera llegado adonde lo había hecho, que hubiera puesto en peligro mi profesión, mi nombre y mi matrimonio de ese modo y sólo por una calentura.  Pero la gran sorpresa, la terrible sorpresa, me la terminó dando el celular.
                Había pasado ya más de una semana después de mi último encuentro con Franco.  Luego de eso todo había discurrido por carriles más o menos normales y yo había cumplido con todas mis obligaciones revisando a nuevas tandas de chicos y chicas y confeccionando las fichas correspondientes.  Cuando sonó el celular, descubrí que se trataba de un mensaje de voz, lo cual me pareció extraño.  Fui, por lo tanto, al buzón de voz y, para mi estupor, escuché lo siguiente:
             “Por favor, Franco, ¿puede usted hacerme el culo como la puta que soy?”
             Desde luego, era mi voz…
 
             Las piernas me temblaron a más no poder.  Volví a escuchar el mensaje de voz prestando especial atención al número desde el cual había sido enviado: no lo reconocía.  No tenía en mi directorio nada parecido y, obviamente, era lógico: ¿quién de mis amistades podía tener ese audio?  Si de alguien había venido, por supuesto, era de Franco, o de alguno de sus amigos… o quizás fuera la gordita lesbiana haciendo de las suyas nuevamente… Pero, ¿cómo habían obtenido mi número?  ¡Dios! ¿Hasta dónde llegaría la pesadilla?  Me quedé helada, de pie en el medio de la sala de estar.  De pronto sonó el teléfono, el fijo.  Corrí hacia él: Damián estaba en casa en ese momento pero estaba arriba; no tenía tiempo de llegar a atender pero la desesperación que me embargaba era tal que quería atrapar ese tubo ya mismo.  Lo levanté; bajé la vista mecánicamente hacia el visor del aparato y marcaba anónimo.
                “Por favor, Franco, ¿puede usted hacerme el culo como la puta que soy?”
                  Otra vez el mismo mensaje.  Otra vez mi voz.  No sé si fue mi imaginación pero me pareció escuchar una respiración al otro lado y tal vez una risita ahogada pero no lo supe a ciencia cierta; no llegué a preguntar quién era que ya había colgado.  Todo me daba vueltas; de pronto veía borroso y me zumbaban los oídos.  Alguien estaba decidido a hacerme pagar el precio de mi infidelidad de aquel primer fatídico día de trabajo en el colegio.  La frente se me perló de sudor.  ¿Y ahora qué?  ¿A quién acudir?  ¿Cuál sería el siguiente paso?  Tenía que pensar, pensar, pensar… Claro, llamar al número que me había quedado registrado en el celular: ése tenía que ser el próximo movimiento de mi parte.  Salí a la galería exterior, lejos de los oídos de Damián quien, a todo esto, seguía arriba y no había dado señales de nada.  No tenía por qué, desde luego: sólo había sonado el teléfono después de todo, algo que ocurría a menudo.
 

Marqué el número en mi celular y llamé.  Nadie contestó.  Era obvio que sería así.  Debería usar otro número para llamar, ¿pero el de quién?  Involucrar a cualquier tercero en ese asunto implicaría ponerlo al corriente de todo lo ocurrido o, en el mejor de los casos, abrirle la puerta para que se enterase.  No, no debía haber otras personas de por medio.  Yo debía encargarme de las cosas.  Otro chip.  Eso era.  Llamar desde mi teléfono pero utilizando un chip diferente; de esa forma no reconocerían la línea y contestarían.  ¿Por qué pensaba en plural?  No sé;  la verdad era que me taladraba la cabeza la idea de que era una confabulación entre varios.  No sé por qué, pero eso era lo que me parecía.

                    El terror se apoderó de mí durante lo que restaba de ese día y el siguiente.  Estuve presta a correr a atender el teléfono cada vez que sonó antes de que Damián pudiera hacerlo e hice todo lo posible para que él no quedara solo en casa en ningún momento.  Por suerte, nuestros respectivos horarios hacían que lo normal fuera que estuviéramos los dos o bien estuviera yo sola.  De todas formas, no volvió a haber novedades al respecto.  Logré conseguir otro chip de ésos que se venden baratos por cualquier lado y así llamé al número utilizando una línea diferente.  Nada.  No me contestaron.  Fuera quien fuera el que estaba detrás de todo estaba bien obvio que sabía y calculaba cuáles serían mis próximos movimientos.  De ser así, era lógico que no contestase un llamado de un número desconocido ya que era bastante posible que se tratara de mí.
                  Mi cabeza ya no daba más.  Sólo me quedaba hablar con Franco, pero… ¿cómo hacerlo?  ¡Un momento!… ¿Cómo no lo pensé antes?  Tanto su dirección como su número de teléfono debían figurar en la ficha.  Pero la había entregado.  Sólo me quedaba volver a pedirla con alguna excusa y de esa forma sacar esos datos.  Luego, desde ya, tenía que actuar con mucho sigilo.  El chico viviría con sus padres y eso era un elemento a tener en cuenta.  No se podía pensar en llamar y decir algo como “hola, soy la doctora Ryan… atendí a su hijo Franco en el colegio y me gustaría hablar con él”.
 
              Al otro día me tocaba volver a trabajar en el colegio.  Y tuve que jugar mis cartas con el mayor cuidado de que era capaz.  Solicité la ficha para revisar algunas cosas, pero a los efectos de disimular pedí unas cuantas, dentro de las cuales estaba obviamente incluida la de él.  Conseguí la dirección y el número de la casa.  Probé llamar una vez desde un locutorio pero me contestó alguien que, aparentemente, sería su madre.  Podría a continuación haber pedido hablar con él pero no me atreví.  ¿Quién era yo y cómo iba a justificar mi llamado?  No podía, por cierto, hacerme pasar por una compañera de colegio porque mi voz delataba claramente mi edad.  Volví a intentar más tarde y me contestó una voz también femenina pero más juvenil: ¿una hermana?  No había modo de saberlo pero en todo caso volví a cortar.  Decididamente seguir llamando sólo contribuiría a ponerlos en alerta o a levantar sospechas.  Lo mejor tal vez sería llegarme hasta el lugar y estacionar en algún lugar estratégico, relativamente cerca.  En algún momento Franco aparecería.
            En efecto, permanecí casi dos horas estacionada sobre su misma calle, a unos ochenta metros de la casa, un chalet de tejas francesas.  Mientras estaba allí medité acerca de lo loco que era todo: ¿qué hacía yo espiando a un adolescente?  Por otra parte era notable hasta qué punto había llegado mi desesperación como para estar aguardando por un joven que posiblemente nunca llegaría o bien estaría ya hacía rato adentro de la casa.  De hecho, ya empezaba a oscurecer y sería mejor retornar a mi propia casa antes de que llegara Damián: no era tanto el riesgo de que sospechara algo a partir de mi ausencia (las médicas siempre contamos con ventajas cuando se trata de presentar excusas para estar en otro lado) sino sobre todo el pánico de que el teléfono sonara sin que yo estuviera allí para ganarle de mano en atenderlo.  Ya estaba arrancando el auto… cuando distinguí a Franco…
            El corazón me saltó en el pecho.  Por primera vez lo vi lucir un atuendo diferente al uniforme del colegio.  Estaba de remera y jean, muy sencillo y de entrecasa, pero siempre igual de hermoso y apetecible.  Arranqué el auto; perdí tanto el sentido de la realidad que, en el momento en que dejaba el lugar junto a la acera para avanzar hacia él, no vi un Fiat Palio que justo pasaba por al lado y le impacté en el guardabarros.  El tipo se bajó del auto enardecido; yo estaba terriblemente nerviosa y superada por la situación: más no podía pasarme.  Creo que en el momento en que abrí la puerta y me bajé, se calmó un poco: ésos son los casos en que sirve ser una mujer hermosa.  Traté de sonar lo más apaciguadora posible; le pedí mil disculpas por mi torpeza y le dije que no se hiciera problema por lo del seguro aunque, si lo pensaba fríamente: ¿qué diría ante Damián?  ¿Cómo podría mentir acerca del lugar en que había sido el siniestro si tenía que hacer la denuncia ante el seguro a los efectos de que ese hombre pudiera cobrar?  Él no paraba de decirme que yo no podía salir andando así como así, sin mirar, etcétera… Yo, por mi parte, no paraba de pedirle disculpas y estaba en eso cuando, en un momento determinado, noté que alguien se había acercado para ver qué ocurría… Y al girar la vista hacia mi derecha, me encontré con Franco…
           El pendejo estaba allí y me miraba fijamente: lucía preocupado pero a la vez sereno.  No era, por cierto, el único que se había acercado.  Era un barrio tranquilo pero aun así unos cuatro o cinco curiosos se habían arracimado en torno al lugar del accidente; la mayoría se alejaron rápidamente al comprobar que se había tratado de un toque sin importancia pero la realidad era que, de entre todos los que allí estaban, yo sólo tenía ojos para Franco…
           “¡Hola, doc! – me saludó -.  ¡Qué sorpresa!  ¿Está todo bien?”
            Yo seguía mirándolo estúpidamente; tuve que tragar saliva y juntar fuerzas para poderle contestar:
             “S… sí, sí… – otra vez el maldito tartamudeo -.  Todo bien Franco… ¿Qué hacés p… por acá?”
             “Vivo acá” – respondió señalando hacia la casa que yo, más que sobradamente, sabía bien cuál era.
              De pronto me había olvidado de mi interlocutor principal quien, por cierto, pareció impacientarse.
              “Bueno… ¿me va a dar los datos del seguro?”
             “S… sí, sí, claro… ya se los doy” – contesté y metí medio cuerpo adentro del auto para buscar un bolígrafo y un papel.
              “Bueno, doc, yo la dejo… – saludó Franco -.  Me alegro de que no haya sido nada y esté todo bien…”
              “¡Esperá!” – le espeté en un tono que sonó más desesperado de lo que me hubiera gustado pero que en ese momento no logré contener.
                Dirigí la vista hacia Franco a través del parabrisas y pude ver que se había detenido y me miraba fijamente y con intriga.  Le hice con la mano un gesto de que me aguardara.  Le di finalmente al conductor del otro vehículo los datos que necesitaba y le volví a reiterar que se quedara tranquilo, que mi seguro le cubriría todo.  Era tal la conmoción que yo sentía que me olvidé de pedirle sus datos para hacer mi propia denuncia y fue él mismo quien me recordó que debía hacerlo.  Me sentía estúpida; no sé qué pensaría de mí ese tipo pero yo tenía la esperanza de que atribuyera mis despistes a la turbación por el accidente mismo y no a la presencia del jovencito a quien, al parecer, no conocía.   De hecho, eché un par de miradas de soslayo a Franco y me dio la impresión de que se estaba divirtiendo con mi turbación.  Una vez que logré desembarazarme del tipo (no fue fácil) quedé cara a cara con el muchachito.
          “Subite al auto” – le dije.
 

Él pareció sorprendido por mi tono imperativo y, a decir verdad, yo también me sorprendí.  Ni siquiera le di opción a la negativa ya que me ubiqué al volante y permanecí aguardando a que él, simplemente, subiera.  Permaneció unos segundos sin hacer ni decir nada; luego entró y se sentó a mi lado.  Durante algún rato no hubo palabra alguna: sencillamente giré la llave y me alejé de aquel lugar en el cual, dado que se trataba del vecindario del chico, podía haber muchas miradas indiscretas.  No sé durante cuánto tiempo conduje pero llegué casi hasta los límites de la ciudad, en una calle muy tranquila a escasas cuadras de la avenida General Paz; ya había oscurecido.  Estacioné junto al cordón de la acera y giré la vista hacia Franco:

           “Decime qué es lo que está pasando” – le requerí, manteniendo mi tono enérgico y demandante.  Él se encogió de hombros; súbitamente daba una cierta imagen de indefensión o, en el mejor de los casos, incomprensión.
           “No sé de qué me habla, doc”
          “Estoy recibiendo mensajes de voz” – repuse ásperamente.
           Una vez más puso cara de no entender.
            “¿Mensajes de voz? ¿Y qué dicen?”
            “Soy yo… Es mi propia voz la que aparece en esos mensajes – yo sonaba algo fuera de mí y Franco mantenía la misma actitud de incomprensión; como no decía nada, seguí hablando -.  Es la grabación… La grabación que me tomaste con tu celular, ¿te acordás?  Donde yo decía…”
              “Donde usted me pedía por favor que le hiciera el culo” –me interrumpió Franco quien, con un revoleo de ojos, dio señales de comenzar a entender.  A la vez, su recordatorio de lo que yo había dicho funcionaba de un modo especialmente hiriente contra mi dignidad, con lo cual, como siempre parecía ocurrir, el pendejo estaba volviendo a tomar control de la situación.  Cada vez que yo creía habérselo arrebatado, él se encargaba de esfumarme esa ilusión muy rápidamente.
              “S… sí – bajé la vista con vergüenza -.  Ésa… – estuve unos instantes en silencio pero volví a arremeter con enegía -.  ¿Sos vos el que me está jodiendo?”
              Franco desvió la vista y miró hacia algún punto indefinido en la noche.
              “Sos vos, pendejo de mierda… ¿No? – insistí.
             “No, doc… – negó con la cabeza aun sin mirarme -.  Yo no hago esas cosas, ya se lo dije”
             “¿Volvieron a sacarte el celular?  ¿Es la gordita torta ésa?”
             “No, doc, no hay forma.  Esta vez me cuidé bien.  No tomó el celular en ningún momento”
             “¿Y entonces? – yo estaba furiosa, no cabía en mí -.  ¿Qué me vas a hacer creer esta vez?”
             “Yo no le quiero hacer creer nada – me contestó volviendo a mirarme -.  Le estoy diciendo la verdad: esta vez no hubo nadie que tomara el celular de mi mochila ni nada por el estilo…, a menos…”
            “¿A menos…?”
             Franco tragó saliva; parecía estar recordando.
             “Al otro día de que usted me pidió que yo le rompiera el culo – el maldito pendejo siempre se encargaba de humillarme -, me quitaron el celular por estarlo utilizando en clase”
 
             Touché.  Eso sí que fue una verdadera bomba.  Estoy segura de que la cara se me contrajo en un rictus de espanto.
             “¿Q… quién?  ¿Un profesor???” – pregunté.
             “Una profesora en realidad”
             Me llevé las manos a la boca mientras mis ojos estaban a punto de lagrimear.
             “¿Qué profesora?” – pregunté, anonadada e incrédula ante lo que oía.
             “Patricia Quesada… de psicología.  ¿La conoce?”
              Negué con la cabeza.
               “Pendejo boludo – dije entre dientes -.  ¿No tenías nada mejor que hacer que estar utilizando el celular en clase?  ¡No se puede!  ¡Era obvio que te lo iban a quitar si te veían!”
              “S… sí, no me di cuenta, pero de todas formas…”
             “¿Y qué pasó después?” – pregunté, más imperativa que nunca.
             “¿Perdón?”
             “¿Qué pasó con el celular?  ¿Cómo siguió la historia?” – yo estaba más que impaciente.
              “Ah, eso… Bueno, mire, por reglamento, si a uno le quitan el celular por estarlo utilizando en clase, se lo pasan a la preceptora y de ahí a dirección… Se envía una nota a los padres en el cuaderno de comunicados y uno de ellos se tiene que hacer presente en el colegio para recuperarlo.  Si no es así, no lo devuelven”
               Un torbellino se arremolinó en mi cabeza.  Sólo desfilaron nombres, personas con rostro o sin rostro, directivos o parientes… Un mar de manos por las cuales podría haber pasado el maldito celular con el cual él me había grabado y donde vaya a saber si no estaría aún la filmación del primer lunes.
             “¿Y quién fue de tu casa al colegio para buscar el celular?” – pregunté, abatida y con mi rostro enterrado entre las palmas de mis manos.
             “Hmm…, mi papá, creo… ahora que me lo pregunta no sé bien.  Yo sólo recibí mi celular en casa, con un buen reto como siempre… Pero, doc… no se ponga así…”
             “Estoy recibiendo mensajes, ¿entendés, pendejo?  Alguien se está divirtiendo conmigo gracias a esa grabación en tu celular”
            “Sí… entiendo cómo debe sentirse, doc…, pero no sé, no me parece que ni en mi casa ni en la dirección del colegio se hayan puesto a revisar el celular…”
            “Nunca tenés control de ese celular, parece – le increpé, mezclando indignación y pesadumbre -.  Ya la otra vez te lo sacaron y ni siquiera te diste cuenta por lo que decís…”
            “Sí, pero… ¡ah! – se interrumpió, como si súbitamente se hubiera acordado de algo -.  Estuve hablando con los chicos, por lo menos con los cuatro que conozco…”
             Aparté las manos de mi rostro y le miré, esperando que fuera más explícito.
              “Bueno… – continuó al notar mi silencio -.  Los chicos se comprometen a no difundir ese video.  Dicen que hasta ahora no lo han hecho…”
             “¿Hasta ahora? – ladré, prácticamente -.  A ver… vamos por partes: ¿cómo podemos saber si realmente dicen la verdad en eso de que no se lo han mostrado a nadie?  Y en segundo lugar, ¿cómo es eso de “hasta ahora?”
 

“Hmm… bueno, a ver… con respecto a si lo mostraron a otra gente o no, no tenemos más remedio que creerles, ¿ no le parece?  O sea, no tenemos forma de saber si dicen la verdad o mienten… Y con respecto a lo otro, hmm… ellos consideran que si usted quiere que ellos mantengan el video en secreto y no lo den a conocer, debería pagar un precio”

             Touché.  Otro duro golpe más.  ¿Hasta cuándo tendría que seguir pagando por mi infidelidad?
             “¿Quieren plata? – pregunté, furiosa -.  Quieren plata, ¿verdad?  Bueno, entonces es corta… Preguntales cuanto quieren… O bien yo les ofrezco a ver si están…”
              “No, no – me interrumpió, gesticulando desdeñosamente con las manos -, no quieren plata, doc… Quédese tranquila”
               Una vez más lo miré sin entender.
               “¿Y entonces?” – pregunté.
               “Hmm, bueno… – vaciló un momento -.  A mí me parece que lo que piden es, dentro de todo, razonable.  Y usted puede dárselo.  Verá… están preparando una fiesta para el próximo “finde”… Y les gustaría tenerla a usted como invitada principal”
              Un terrible escozor me recorrió de la cabeza a los pies.  Los ojos se me inyectaron en rabia e impotencia:
             “¿Eeh?… ¿Q… qué clase de fiesta?  ¿De qué estás hablando?”
            “Ellos ya se lo van a decir cuando llegue el momento.  Por eso sería importante que se pusiera en contacto – extrajo su teléfono celular -.  Voy a necesitar su número, doc”
               Se lo veía totalmente sereno.  Su rostro no lucía la expresión burlona de otras veces pero a la vez era como que subyacía de manera tácita el hecho de que se estaba divirtiendo conmigo una  vez más.
               “¿Mi número?” – vociferé -.  ¿Estás loco?”
               “Doc… si realmente fueran ellos quienes la están molestando, entonces ya tienen su número así que no veo cuál sería el problema.  Y si usted está desconfiando de mí y piensa que soy yo el responsable de esos mensajes, entonces significa que también tengo, supuestamente, su número.  ¿Cuál sería el sentido de “encanutarlo”?  Y por otra parte, doc… ¿tiene alternativa?  No hace falta que me conteste, lo hago yo: no, doc, no la tiene… Si usted no accede ellos se encargan de mostrarle la filmación hasta al verdulero de su cuadra”
              La lógica del pendejo era impecable.  Perversa sí, pero impecable.  Me sentía desfallecer. como si todo mi cuerpo cayera hacia el piso del auto o, más aún, hacia el asfalto.  Ya no sabía yo en qué contexto ni en qué barrio estaba, ni idea de lo que había más allá de los cristales del auto.  Sólo sabía que allí dentro, y mientras conversaba con un maldito pero bellísimo adolescente, mi vida se estaba cayendo hecha pedazos.  Como si fuera un robot, le fui recitando los dígitos de mi número telefónico uno detrás del otro, con voz fría y sin entonación: la voz de la derrota, la resignación y el abatimiento.  Al terminar de hacerlo le dirigí una mirada de soslayo y me pareció que se dibujaba una leve sonrisa triunfal en sus comisuras.
              “Diez puntos” – dijo y guardó su teléfono.
 
               Me quedé mirándolo, aún de reojo.
               “¿No vas a darme el tuyo?” – pregunté.
               “No – dijo con sequedad -.  Ya la llamaré y entonces agéndelo si quiere”
               Cómo gozaba el desgraciado con saberme en sus manos.  Ningún fundamento para su negativa.  Simplemente yo tenía que aceptar el “no”.  Casi como si toda la cuestión del celular hubiera funcionado como una invocación, de repente sonó el mío; me sobresalté.  ¡Dios mío!  ¡Era Damián!  Prácticamente me había olvidado de él.  ¿Qué hora era?  Tomé con prisa el aparato y respondí.
               “Ho… hola amor” – mi voz sonó algo entrecortada tanto por mi prisa en responder como por la tensión del momento.
              “Hola bebé… – sonó desde el otro lado la voz de mi esposo -.  ¿Qué pasa?  Se te nota como agitada…”
               Touché.  Otra vez un escozor indescriptible me recorrió cada palmo del cuerpo.
               “N… no, nada… Es que… vine a ver una paciente y tuve que subir escaleras”
                No era la mejor excusa del mundo pero funcionó.
               “Ah, ok… No te hagas problemas, está todo bien… Yo te espero; solamente me preocupé…”
               “Jaja… – mi risa sonó nerviosa y no sé hasta qué punto creíble -.  Me sé cuidar am…or…”
                 Justo en el momento de decir “amor” mi voz se entrecortó.  ¿Era el mismo escozor que me invadiera al sonar el teléfono lo que ahora sentía sobre mi sexo?  No, decididamente era otra cosa.  Bajé la vista y pude comprobar que la mano de Franco se deslizaba por debajo de mi falda y me acariciaba la conchita por encima de la tanga.  Fue como si todo mi cuerpo se contrajera sobre esa zona en una especie de impulso eléctrico.  Le eché una mirada furtiva al pendejo pero él, fiel a su estilo, sonreía.
               “¿Seguís subiendo escaleras? – preguntó Damián a través del teléfono y, por un segundo, dudé acerca de si su pregunta estaba hecha con ingenua espontaneidad o bien era producto de la ironía de quien algo sospechaba… Lo cierto era que yo tenía que responder rápido.
              “S… sí – dije – son interminables”
               Atrapé con mi mano libre la muñeca de Franco en un intento por hacerle quitar la suya de mi sexo pero fue un intento inútil.  Hubiera necesitado ambas manos pero la otra estaba contra mi oreja, sosteniendo el celular.
               “¿No hay ascensor en ese edificio de mierda? – preguntó mi marido -.  Jaja… ¿Dónde carajo estás?”
               Touché.  Franco, entretanto, iba tensando sus dedos que, ahora como garfios, se ensañaban en masajearme el monte, ya no tan delicadamente como antes y, en el continuo ir y venir, terminaban entrando en la raja llevando la tela de mi prenda íntima hacia dentro.  No pude evitar lanzar una exhalación que se fusionó con un jadeo imposible de contener.
                “Mmm… no, está des…compuesto” – respondí.
               “¿Hay uno solo?” – indagó Damián y a mí ya empezaba a parecerme un interrogatorio.  Crucé una pierna sobre la otra para neutralizar un poco la acción de Franco pero no logré ningún efecto al respecto.  Por el contrario, su mano quedó allí, atrapada entre mis muslos y jugando con mi concha.  Podía darme cuenta que mi tanga estaba totalmente mojada y la cara de Franco denotaba que disfrutaba con eso.  Separaba los labios de su boca al mismo tiempo que sus dedos hacían lo propio con los de mi vagina… y reía.  No era, por suerte, una risa sonora; más bien su mueca era la de una carcajada en suspenso, silenciosa, burlona, lasciva… y casi siniestra.
 
             “S… sí…. – yo hablaba como podía; me costaba sacar de mi garganta algo medianamente inteligible que pudiese reconocerse como palabras -.  N…no sé q… qué me dijo el por… tero… Algo sobre una falla en… el s… sistema… eléctri…co….”
             “¡Epa! – exclamó Damián -.  Qué agitada se te nota.  Al final no sé para qué vas al gimnasio, hacés tenis y todo eso, jaja… Estás fuera de estado, bebé”
              “Eeh, s… sí, ja… Bueno, vos no te precupes si tardo, amor… Andá comien…do; no me es…peres”
                En eso Franco estrelló un beso contra mi mejilla que rogué a Dios no hubiera sido oído por Damián; en principio me pareció imposible que no hubiera sido así.  Seguidamente y sin darme tiempo a reacción, me propinó un lengüetazo de abajo hacia arriba a lo largo de la mejilla y luego introdujo su lengua en mi oreja.  Juro que la sensación era la de que me estaba cogiendo, tal el erotismo con que cargaba tal acto.
             “No, bebé, te espero… Che, ¿cuàndo llegás? Jaja… De verdad que es interminable esa escalera… Además se nota cómo retumba tu voz”
              Y claro, Damián: yo estaba dentro de la cabina del auto siendo atacada por un pendejo que parecía estar prendido fuego.  Por cierto, ya prácticamente no lograba yo mantener mis ojos abiertos y las pocas veces en que pude entreabrirlos, llegué a advertir cómo los cristales se estaban empañando.  Encogí un hombro llevándolo hacia mi oreja para  contrarrestar la entrada de la lengua de Franco en la misma pero, como cada uno de mis intentos por frenarlo o sacármelo de encima, no funcionó.  Opté entonces por ladearme un poco hacia el lado de la puerta y, de ese modo, ponerme lejos del alcance de él.  Pero claro, al hacerlo, fue como que dejé mi cola expuesta.   Y ése fue, en efecto, su siguiente paso: sin dejar de masajearme la concha llevó su otra mano por debajo de mi falda pero esta vez desde el flanco trasero.  Atrapó con sus dedos el borde de la tanga y lo estiró hacia él, de tal modo que la tira prácticamente se me clavó dentro de la zanja.  Luego me la bajó y, sin más preámbulo, me introdujo un rígido dedo en la cola.
            “Mmmm… como quie… ras… Yo des… pués te llamo, am… or… bes… sit.. to…”
              Corté casi sin dejar margen a que Damián me saludara.  Quizás estuve algo parca, pero no podía permitir que siguiera oyendo.
               A todo esto, ya Franco se abalanzaba sobre mí y, sin dejar de penetrarme con sus dedos, tanto por la vagina como por el ano, volvió a alcanzarme con su lengua y a introducirla nuevamente en mi oreja aun más profundo que antes.  Yo hacía denodados esfuerzos por liberarme de él: en un momento hasta tanteé buscando la manija de la puerta, pero… algo me detuvo.  Si la abría era peor; era cien veces preferible que todo transcurriera, como hasta entonces, dentro de la cabina y con los cristales empañados.  Por otra parte… actuaba en mí también una fuerza invisible que llevaba a que mi resistencia nunca fuera del todo firme o decidida.  Dejé caer el celular al piso de la cabina…
                “Usted elige, doc – me susurró con perversión Franco en el oído -.  Asiento de atrás o arranca el auto y vamos a un “telo”.  Si elige eso último, es obvio que tiene que pagar usted, jeje…”
                   Esta vez, sí, con un movimiento más decidido y con mis dos manos libres, logré sacármelo de encima con un empujón, aunque creo que fue en parte porque él cedió la presión.  Sus dedos salieron de adentro de mis cavidades y yo, sin más, pisé el embrague y puse en marcha el auto, a la vez que conectaba los desempañadores.  Ni siquiera miré a Franco durante el camino; en cuestión de segundos, subía con el auto a la avenida General Paz y, poco después, me desviaba a la derecha para tomar el Acceso Oeste.  Bajé a la colectora apenas vi el primer hotel alojamiento…
 
                      No puedo decir lo que fue esa noche de hotel… Me cogió en todas las posiciones posibles: en cuatro patas, boca abajo, con mis piernas sobre sus hombros, de pie desde atrás contra una mesa de mármol de la habitación o, también, levantándome en vilo por mi cintura a la vez que mis piernas rodeaban la suya y mis pies se juntaban sobre sus perfectas nalgas.  Me acabó en la boca, en la cola, en la cara… en todos los lugares posibles y no puedo llevar una cuenta de cuántos polvos me echó ni de cuántos orgasmos tuve yo.  Sencillamente Franco era una máquina sexual que no paraba y, estando con él, yo podía captar en toda su esencia el verdadero significado de la palabra “macho”… y, de modo análogo y complementario, el de la palabra “hembra”.  Cuando sonó el teléfono interno de la habitación y la voz del conserje nos avisó que quedaban sólo quince minutos fue casi como si el encantamiento se terminara y el carruaje volvía a ser calabaza.  Me di una rápida ducha antes de que se cumplieran las tres horas del turno que pagué y, en el momento de cerrar la puerta de la habitación y mientras nos encaminábamos hacia el auto, no podía dejar de agradecer a la vida por haberme dado una noche como aquélla a la vez que no podía dejar de lamentar que se hubiese terminado.  Vaya a saber cuándo pudiera haber otra… si es que la había…  Devolví la llave en la ventanilla al salir y, dado que el cristal de la misma era opaco y no traslúcido, no pude evitar bajar un poco la vista y esconder algo mi rostro a los efectos de no ser reconocida; era harto improbable, desde ya, pero si yo no podía ver el rostro del empleado del lugar, ¿qué garantía tenía de que no me conociera?  Las casualidades existen, desde luego… Y aun en el supuesto caso de que no me conociera, no podía , de todas formas, dejar de sentir un fuerte pudor ante el hecho de que lo que estaba viendo ese hombre era a una mujer madura y muy posiblemente casada saliendo de un “telo” con un pendejito… O quizás para el tipo fuera simplemente una imagen cotidiana…
               Tales cavilaciones dieron vueltas en mi cerebro durante todo el viaje de regreso.  Era tanto mi deseo de que la noche no terminase que tardé en subir otra vez al Acceso Oeste y preferí circular un rato por la colectora, a unos veinte kilómetros por hora, antes de, finalmente, subirme y luego tomar la General Paz.  De todos modos y aun cuando yo quisiera estirar el momento, durante todo ese rato no nos dijimos palabra entre él y yo.  Era tanta la excitación vivida, tanto el cansancio y tantas las sensaciones que se cruzaban que se hacía imposible decir algo sin que sonara superfluo o bien innecesario.  Recién cuando estaba ya llegando al barrio de Franco, me sentí en obligación de preguntar algo:
 
               “¿Y qué va a pasar ahora?” – pregunté, con la vista fija en el camino.
                Aun sin verlo, me di cuenta de que giró la cabeza hacia mí sin entender demasiado.
               “¿Perdón?”
                “El video, tus amigos, la fiesta…”
                “Ah, eso… bueno, nada, estate atenta… Yo hacia el “finde” te voy a llamar… Primero tengo que hablar bien con ellos…”
                  Sus palabras eran, de algún modo, lacerantes.  Parecían darme a entender que yo no podía decidir nada, que mi suerte estaba en manos de ellos y que jugaban conmigo como si yo fuera, justamente, un juguete, un objeto…
                  “¿No me vas a dar tu número?” – pregunté, en un tono que sonó a ruego mucho más que lo que me hubiera gustado que sonara.
                 “No – dijo, seca pero amablemente -.  Yo la llamo, doc…” – y se despidió propinándome un muy delicado besito sobre la mejilla.
                Estacioné a dos cuadras de la casa de él para no ser demasiado obvia.  Tanteó la manija y comenzó a abrir la puerta para bajarse hacia la silenciosa oscuridad de la acera.  Un impulso incontenible me hizo tomarlo por la nuca y, con fuerza, atraerlo hacia mí.  Lo besé con la locura y el frenesí que ameritaba el hecho de estar cerrando la noche más maravillosa de mi vida.  Llevé mi lengua tan adentro suyo que hasta me dolió el estirarla tanto y la sentí resentida durante los días posteriores.  Cuando nuestras bocas se separaron, yo lo mantenía aún aferrado por la nuca; no podía soltarlo.  Y lo besé otra vez… y otra… Por suerte él no puso ninguna mano sobre mi cuerpo pues eso hubiera sido una invitación directa a reiniciar una vez más el camino hacia una cabalgata sexual.  Finalmente lo liberé… Y se perdió en la noche…
              Reinicié la marcha, esta vez en dirección a casa, donde… (Dios mío) me esperaba Damián.  ¿Me esperaba?  ¿Qué hora era?  ¡La una de la madrugada!  Ni siquiera se me ocurría alguna idea sobre qué iba a decir para justificar mi tardanza pero, como dije antes, quienes nos dedicamos a la medicina, siempre tenemos un margen más amplio de probables excusas… Mientras manejaba en la noche mis pensamientos se proyectaban una y otra vez hacia adelante y hacia atrás… Hacia adelante, hacia mi pobre marido que me esperaba en casa creyendo que yo estaba trabajando…, hacia atrás: hacia la noche de más desenfrenado y salvaje sexo que hubiera tenido en mi vida.  Las imágenes vividas en el hotel desfilaban una detrás de la otra… y no pude evitar tocarme durante el camino, a veces un pecho, otras mi tan castigada vagina.
                Cuando llegué a casa procuré ser sigilosa.  Quizás Damián estaría durmiendo y eso sería un punto a mi favor.  Espié por la puerta de la habitación entornada y llegué a ver su rostro sobre la almohada débilmente iluminado por la luz de la pecera… Sí, había cenado sin mí y ahora dormía… gracias al Cielo… Fui al baño y me di una nueva ducha: me sentía paranoica con que el olor de Franco debía estar aún en mí.  Luego, con absoluto sigilo, me dirigí hacia la cama.  En el momento de sentarme sobre ella, Damián habló:
                “¿Qué pasó bombón?  ¿Se complicó?”
               Otra vez volvieron a mí los nervios.  Y el tartamudeo:
                “S… sí, una señora; hubo que internarla finalmente: el marido no quería pero pudimos convencerlo.  Hubo que llamar a sus hijos; se hizo largo el asunto…”
                 Me incliné hacia él y lo besé.  O algo parecido.  Beso corto, puro trámite.  En realidad, en mi vida habría un “antes” un “después” de Franco también en lo referente al significado de la palabra “beso”.
                “¿Comiste? – le pregunté, tratando, tal vez infructuosamente, de sonar relajada.
                  “Sí, ¿vos?”
                  “Sí” – mentí.  O, en realidad tal vez no mentía.  Me había comido al pendejo más hermoso y más increíblemente viril que pudiera existir… y por cierto también su magnífico miembro, y no una… sino varias veces.
 
 
                                                                                                                                      CONTINUARÁ

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