No sé a qué hora terminé regresando a casa, ya que después del delirante episodio en la estación de servicio, todavía tenía que volver a pasar por el consultorio para ducharme y cambiarme, cosa que en definitiva no había hecho en mi pasada anterior  aun cuando fuera justamente a eso a lo que había ido.  Damián, por supuesto, ya dormía; nuestra relación se estaba volviendo cada vez más fría y distante.  Era impensable que no fuera así: mis salidas hasta cualquier hora con las consecuentes sospechas, sumadas a mi propio alejamiento de él, no podían llevar a otra cosa más que a que él también se alejara.  A pesar de eso, jamás decía o manifestaba nada; por el contrario, cuando yo le daba explicaciones o exponía excusas acerca de mis demoras o ausencias, se comportaba como si estuviera atento a otra cosa, provocándome con ello la sensación de estar dando explicaciones que, en realidad, nadie me había pedido: casi una tácita admisión de culpabilidad.  De hecho, él también tenía, ahora, largos momentos de ausencia o tardanza.  Ignoro si con eso quería pagarme con la misma moneda o si, simplemente tenía la esperanza de que yo, en algún momento, le preguntase.  El hecho es que, si realmente ésa era su intención, jamás lo hice.  ¿Con qué derecho podía incriminarle o interrogarle?  Además, y me da algo de culpa decirlo, con todo lo que amaba a Damián, en algún rincón de mi conciencia destellaba ligeramente una pequeña esperanza de que tal vez él mismo se estuviera abriendo camino por otro lado.  De ser así, podía sacarme un peso de encima.  Para la esposa infiel no hay mejor remedo a sus culpas que saber que su marido se está alejando o bien creando su propia historia.  Qué extraño: la sola idea debería generarme celos… y no lo hacía.  Por el contrario, mis celos enfermos tenían como único destinatario a Franco, el chiquillo de diecisiete años que había provocado semejante cambio en mi vida.
               Renuncié al trabajo en el colegio.  Argumenté incompatibilidad de horarios, lo cual no era cierto.  Los dueños del establecimiento se lamentaron muchísimo y, de hecho, me ofrecieron mil variantes para tratar de acomodarme y que siguiera, pero puse excusas en cada caso.  La insistencia de ellos para que yo no renunciara venía a evidenciar que, finalmente y contra todos mis temores, ningún rumor les había llegado acerca de lo ocurrido, al menos hasta ese momento.  Damián, por supuesto, tampoco me pidió demasiadas explicaciones sobre el porqué de mi decisión, cuando quizás podría haberse pensado que se decepcionaría dado que era él quien me había conseguido ese trabajo: sólo lo tomó como un dato más, aun con todo lo extraño que pudiera parecerle que dejara un trabajo a las pocas semanas de haber arrancado.  La sorpresa fue que, a los pocos días de haber renunciado, una visita inesperada cayó en mi consultorio privado.  Cuando la recepcionista me pasó la ficha (recientemente abierta) de un tal Sebastián, de diecisiete años, jamás se me cruzó por la cabeza que pudiera ser el mismo.  Pero sí, era él, el chico de la fiesta…  Su presencia en aquel ámbito, en MI ámbito, me provocó una fuerte turbación.
             “¿Q… qué hacés acá? – pregunté, sin salir de mi incredulidad.
              “Quise visitarte – respondió, con sorprendente serenidad -.  Me dio mucha pena que dejaras el trabajo en el colegio.  Ahora hay una gorda cincuentona y ninguno de los chicos quiere hacerse la revisación, jaja… Con vos se peleaban por ir…”
                 Me quedé mirándolo fijamente, sin festejar su broma.
                “A mí no me parece que sea oportuno que te vean por acá – objeté -.  Sólo serviría para alimentar más dudas y sospechas; te agradezco que me hayas querido ver, pero… creo que es algo que en lugar de sumar, resta…”
               “Está bien, doctora, pero es que… además tengo un problema…”
                Se me escapó una sonrisita de incredulidad.
                 “¿Ah, sí?  No me digas… Dale, nene…, volvé a tu casa…”
                “Doctora, es la verdad… No se me ha vuelto a parar desde que estuve con vos en la fiesta…”
                 “Jajaja – me quité los lentes y solté una carcajada; él estaba haciendo uso de lo que a veces se suele llamar “chamuyo adolescente” a través de la exagerada lisonja -.  Gracias, nene, sos un divino…”
                 “¡Me masturbo pensando en vos!” – exclamó con tal ímpetu que me pareció imposible que no hubiera sido oído por la recepcionista o por los posibles pacientes que se hallasen en la sala de espera…
                  “Shhhh… callate, pendejo pelotudo, ¿querés?” – le reprendí, mordiendo y casi susurrando las palabras.
                “Pero es la verdad, fijate…”
                  Se puso en pie y dejó ver su bulto prominente por debajo del pantalón de jean; era claramente ostensible cómo la verga estaba tratando de escaparse de debajo de la tela.  Me afectó, no puedo negarlo.
                “¿Lo ves? – continuó -.  Se para apenas estoy en tu presencia.  No lo hizo en todos estos días…”
                 Lo que él decía bien podía ser verdad o mentira y más probablemente lo segundo, pero tal cuestión pasó, de pronto, a ser secundaria.  La contemplación de su bulto por debajo del pantalón me trajo irremediablemente a la cabeza el recuerdo de… Franco.
                 “Se acordó de Franco, no?”…
                  Touché.  El pendejo conocía bien el juego y recurría al golpe bajo.  Estaba clarísimo que había venido al consultorio sólo con un propósito: cogerme.  Y se iba a valer de todas las armas emocionales a que pudiera recurrir para conseguirlo.

Me quedé estática.  La mención de Franco y la visión del bulto del muchacho fueron una combinación explosiva para mí.  Desvié la vista, nerviosa, hacia un costado.  Él, detectando mis defensas bajas, caminó alrededor del escritorio y se ubicó a mi lado; estando yo sentada y él de pie, su pelvis quedó casi a la altura de mi rostro.  Y la presencia, tan cercana, de su bulto, se volvió más turbadora que nunca.  Giré la cabeza en sentido inverso.

                 “No te reprimas, doctora… Si te gusta mirarlo…”
                 Comencé a temblar de la cabeza a los pies.  Mi pierna izquierda, particularmente, se empezó a agitar frenéticamente, como sin control.  Daba la impresión de que yo no dominara mi cuerpo.  Junté fuerzas y volví a girar la vista hacia él con el objetivo, en principio, de reiterarle que se fuera, ahora con más energía que antes.  Pero al volver mi cabeza, me encontré… con su verga al descubierto y bien horizontal, asomando por fuera del cierre bajo del jean y apuntando hacia mí.  Casi me la choqué , de hecho…  Me eché hacia atrás en un impulso mecánico.  Levanté la vista hacia él:
            “¿Qué… hacés…? – mascullé -.  Andate, ¿entendés?”
             Manoteé por encima del escritorio tratando de asir algo; en las películas suele ocurrir que las mujeres casi siempre encuentran una cuchilla o algún elemento contundente cuando son repentinamente atacadas por un psicópata: no sé si era ése mi caso, pero lo cierto fue que sólo encontré un portalápiz: un par de lapiceras que se hallaban dentro del mismo se desparramaron por sobre el escritorio.  Estrellé con fuerza el objeto contra su vientre pero no pareció acusar recibo de nada; por el  contrario su siguiente acto fue hacer un movimiento de caderas y cintura que, con un violento empellón, hizo llegar su pija hasta mi boca.  Quise dejarla cerrada, pero fue imposible: el miembro entró altivo y victorioso entre mis labios una vez que los mismos se separaron, ignoro si por la fuerza de la embestida o porque algo dentro de mí me llevó a separarlos.  Mi boca quedó formando un aro mientras su verga avanzó dentro de ella en busca de la garganta; me quedaba un último recurso que era el de utilizar mis dientes.
             “Franco, Franco, Franco…”
              Por un momento creí que me estaba volviendo tan loca que hasta escuchaba mis pensamientos con toda nitidez, pero no: no había sido mi mente esta vez la que había repetido el nombre de Franco tres veces sino que había sido… el propio Sebastián.  El pendejo seguía ganando la batalla y sabía bien cómo hacerlo: se daba cuenta perfectamente del efecto que la mención de ese nombre provocaba en mí, tanto que el oírlo tres veces fue para mí casi como si alguien hubiera mencionado a Candyman tres veces ante el espejo.  Porque desde ese momento sólo sentí la verga de Franco, no otra… No era Seba, era Franco…
                “Franco, Franco, Franco…” – repetía él mientras empujaba cada vez más adentro de mi boca y yo desistía, finalmente, de la utilización de mis dientes.
                De repente la extrajo, sin delicadeza.  Yo había cerrado los ojos por un instante y, al reabrirlos, me encontré una vez más con la imagen de aquel prominente falo ante mi vista.  Volví a levantar la vista hacia él y, por un momento, volví a ver a Sebastián, no a Franco…
                “¿Sabés qué fue lo que me faltó aquella noche?” – me preguntó.
                Negué con la cabeza.
               “Hacerte la colita.  Ésos dos forros te la hicieron pero yo estaba demasiado fisura”
                Léxico adolescente, je.  Se me escapó una sonrisa.  De manera increíble, su planteo me pareció lógico.
                “Es verdad…” – dije simplemente.
                “A lo nuestro entonces…” – dijo él, con decisión.
                Me tomó por las manos y me invitó a ponerme de pie: un trato caballeresco absolutamente contradictorio en un joven que, sólo instantes antes, me había puesto la verga en la boca sin pedirme permiso alguno.  Me sonrió y, de manera involuntaria, yo también lo hice.  Me llevó hacia la camilla del consultorio; pensé que tendría tal vez el plan de hacerme acostar sobre ella pero no fue así: me giró por la cintura y me hizo inclinar hasta apoyar mi estómago sobre la misma.  Luego, con sus manos, levantó mi ambo y mi corta falda para luego, insolente e impunemente, bajar mi tanga lo suficiente como para descubrir mi cola.  Se escupió el dedo, me lubricó durante un rato y luego… simplemente entró.  Fue entonces cuando agradecí que, de entre todas las prácticas posibles, él hubiera optado, justamente, por la anal.  Al no tener necesidad de verle el rostro, sería tanto más fácil pensar en Franco.  Así que me concentré en él, en mi macho.  No obstante ello, traté de mantener el suficiente cable a tierra con la realidad como para darme cuenta que el contexto no daba para exagerar en las reacciones.  Es decir, empecé a gemir y jadear cuando su pene se fue abriendo paso por dentro de mi culo, pero… no podía aullar ni gritar.  No en el consultorio: si lo hacía, ya definitivamente todo estaba perdido… o bien era yo la que estaba perdida.  Eché un vistazo en derredor y vi mi balanza…, luego levanté la vista un poco hacia la pared y vi mi título de la Universidad de Buenos Aires, dignamente enmarcado.  Comprendí , en ese contexto, que de todos los actos de profanación de que había sido yo objeto hasta entonces, ninguno como la penetración que por la cola estaba recibiendo merecía tal carácter.  Cuando Franco o la gordita lesbiana habían dispuesto de mí a su antojo, ello había ocurrido en el colegio, en un consultorio improvisado que era, en realidad, un aula destinada a tal efecto.  Pero esto era distinto: estaba siendo tomada por el culo en mi propio consultorio, entre mis cosas y a la vista del documento que, expuesto en la pared, acreditaba mi formación profesional.  Fue tan embarazosa la situación que me produjo una cierta vergüenza: allí aparecían la firma del rector y del decano, con lo cual tuve la loquísima sensación de que ellos me estaban viendo.  Y por detrás de ellos, todos los profesores que había tenido en mi carrera… y algo más atrás, todos mis compañeros en las distintas y sucesivas cátedras.  Y me dio la sensación de que la mayoría me señalaban o se reían, en tanto que otros se horrorizaban y se escandalizaban, tal el caso de esa vieja y conservadora profesora de parasitología a quien prácticamente podía ver como si allí estuviese, cubriéndose la boca en señal de espanto.  Más aún: me acordé, en ese momento, que sobre el escritorio tenía un retrato de Damián; giré la cabeza un tanto y allí lo vi, mirándome con una sonrisa.  Estuve a punto de pedirle a Sebastián que interrumpiera un instante la penetración y que, por favor, girase el retrato, pero justo en el momento en que empezaba a decírselo, su verga ingresó en mi culo más poderosa que nunca y lo único que surgió de mi boca fue un lastimero jadeo, quejumbroso y placentero a la vez.  Una vez más volvió a mi cabeza la imagen de Franco y sólo traté de concentrarme en que era él quien me estaba penetrando por detrás.  Ya dije que, aun cuando Franco fuera incomparable, era con Sebastián con quien menos me costaba imaginármelo.  Y él, por supuesto, lo sabía y se valía de ello.
               “Franco, Franco, Franco…” – repetía mientras bombeaba en mi culo y cada vez que pronunciaba el nombre de mi macho coincidía con una nueva y salvaje embestida de su pija dentro de mi recto.
                Me aferré a la camilla con las uñas y prácticamente arranqué por el borde la tela que la cubría.  Me mordí el labio inferior hasta que casi me sangró, pero tenía que evitar por todo y por todo proferir sonidos o gritos: no debía gritar, no debía gritar, no debía gritar… Pero claro, Seba no tuvo tan en cuenta ese detalle; de pronto reemplazó cada mención de Franco por un profundo jadeo que se fue elevando a la condición de grito.  ¡Pendejo pelotudo!  ¡Estábamos en mi consultorio!  Todo lo que pude hacer para advertirlo al respecto fue estirar mi brazo hacia atrás hasta sentir incluso un tirón en mi hombro y sólo con el objeto de golpearlo en la cadera a los efectos de que entendiera que tenía que callarse.  Bajó un poco el volumen y di por descontado que había entendido el mensaje; sin embargo al momento los gritos arreciaron nuevamente: no lograba controlarlos.  Jadeante y babeante, se dejó caer prácticamente sobre mí y, cruzando un brazo por debajo de mi axila, me estrujó una teta para luego dedicarse a masajearla.  Mi excitación alcanzó su grado sumo y mi cabeza, por supuesto, sólo pensaba en Franco… y  de pronto me encontré con que… estaba llegando al orgasmo.  Sí, por la cola.  Me di cuenta de ello en el preciso momento en que él profería un grito lastimero y ahogado que surgió por entre sus dientes, los cuales sostenía evidentemente apretados.  Su eyaculación se hizo sentir dentro de mi culo y en ese mismo momento yo también alcancé el clímax.  Son curiosos los vericuetos de la mente en tales momentos de lujuria y locura, pero lo primero que acudió a ella fue el recuerdo del profesor ante quien rendí la última materia de mi carrera en el instante en que, extendiéndome sonriente mi libreta de estudiante, me decía: “La felicito, doctora Ryan, se acaba de graduar”.
             A medida que fuimos, tanto él como yo, recuperando el ritmo cardíaco y respiratorio, las cosas fueron volviendo a su sitio.  Él se separó de mí y se dedicó a acomodarse la ropa nuevamente.  Yo me trepé a la camilla y me senté de costado, con ambas piernas sobre ella, mirándolo: su cuerpo lucía transpirado, bellamente sudado.
              “Ahora me va a decir que no lo disfrutó…” – me espetó sonriente, pasando el cinto por la hebilla y abandonando súbitamente el tuteo.
               No dije nada.  Sólo seguí mirándolo.  Hice una seña con el dedo índice en dirección al ventilador.  Él, interpretando correctamente, se dirigió hacia el artefacto, lo puso en marcha y hasta tuvo la delicadeza de girarlo hacia mí.  La ráfaga de aire en mi rostro operó no sólo como un relax sino también como un retorno a la realidad.
              “¿Quiere que vuelva o no?” – me preguntó, a bocajarro.
              Yo no supe qué decir.  Seguía mirándolo con expresión estúpida y a lo único que atiné fue a parpadear varias veces seguidas.  El momento vivido instantes antes había sido tan intenso que holgaban todas las palabras.
                 “Mirá, hagamos una cosa – dijo, recuperando el tuteo y mientras parecía aprontarse para irse -.  Vos tenés mi número, ¿no?  Te quedó registrado… ¿Lo tenés todavía?”
                  “C… creo que sí” – respondí dubitativamente.
                  “Bueno, por las dudas que ya no lo tengas, yo después te mando un mensaje y así me agendas, ¿sí?  Yo el tuyo lo tengo…”
                  Asentí con la cabeza.  Yo estaba como ida.  La sensación era de una extraña paz.
                    “Así que, bueno, cuando pienses en Franco…, no te hagas la cabeza inútilmente.  Simplemente llamame o tirame un mensaje y yo voy a estar acá para que te acuerdes de él…”
                   Me guiñó un ojo y se despidió soplándome un beso desde la puerta.  Cuando volví a quedar sola en el consultorio, me atacaron la angustia y la premura juntas.  Me bajé de la camilla de un salto y me dediqué a acomodarme la ropa ya que de un momento a otro entraría la recepcionista con una nueva ficha.  Teníamos tanta confianza entre ambas que ya hacía rato que había dejado de golpear la puerta, al menos cuando sabía que yo no estaba con ningún paciente.  Justo a tiempo: Paloma, mi recepcionista, ingresó en el exacto momento en que terminaba de acomodarme aunque, casi con seguridad, mi cabello debía lucir bastante despeinado.  Dejó una ficha sobre el escritorio y me miró; me pareció descubrir un destello pícaro en su mirada y recordé, entonces, los potentes gritos que Sebastián no había podido contener mientras me hacía la cola.  Incluso yo misma había, en algún momento, sido demasiado ruidosa aún a pesar de mis esfuerzos por evitarlo.  Se retiró, dejando la puerta entreabierta y sin dejar de mirarme nunca; siempre sostuvo una ligera sonrisa, lo cual me puso nerviosa.
                  Quedaba un solo paciente por atender: un hombre de edad a quien, pobre, no debo haber escuchado una sola palabra de lo que me dijo ni sé tampoco qué le dije.  Puedo sonar insensible, lo sé, pero trate el lector de imaginar lo que puede llegar a ser atender a un paciente cuando un pendejo acaba de cogerte por el culo y hacerte acabar dejándote muerta.  Al retirarse, Paloma, mi recepcionista, volvió a hacerse presente en el lugar.  Era una joven muy agradable, de cabellos negros y de veinticuatro años; tenía aún cierta afabilidad y alegría adolescentes en todo lo que hacía.
               “Ya podés irte, Palo – le dije -.  No te hagas problema por las fichas que yo las acomodo… Andá, así llegás temprano a tu casa; por ahí tenés que…”
               “¡Contame ya cómo estuvo eso!” – me interrumpió bruscamente, con los puños apoyados sobre mi escritorio y con la mirada encendida.
               Obviamente sabía de qué me hablaba y mi primer deseo fue querer morir; intenté, no obstante ello, hacerme la tonta.
               “Hmmm… no te entiendo… ¿Q… qué…?”
                “¡Dale, pelotuda! – exclamó, abriendo enormes los ojos y haciendo aún más amplia su sonrisa, mientras golpeaba el escritorio con los puños acompañando sus palabras -.  ¡Se escuchaban los gritos de los dos desde la otra cuadra más o menos, jiji…!”
                Bajé la vista, cerré los ojos, me quité los lentes y me llevé dos dedos al puente de la nariz.  Cualquier mentira de allí en más era insostenible.
                “Jajaja… ¡Dale, contame!  ¡Te re comiste a ese bomboncito! ¡Sos mi ídolo, jajaja!  ¡Está RE bueeeenooo!!!” – me insistía,  alocada e híper cinética; se movía tanto que por momentos hasta parecía saltar en su sitio.
                Tomé aire y exhalé despaciosamente antes de preguntar, en tono de lamento:
                 “¿Tanto se escuchaba?”
                 “Jajaja… ¡Nena!  ¡Parecía que te estaba matando!  ¡O lo estabas matando, no sé!  ¡Quiero detalles! ¡DE-TA-LLES!  ¿Qué te hizo???”
                  Escondí mi rostro entre las palmas de mis manos.  Había toda la confianza del mundo entre Paloma y yo y sabía que le contara lo que le contase, sería una tumba.  Pero no era eso: era la vergüenza lo que me impedía hablar o, tan siquiera, mirarla a los ojos.
                   “Cheeeee… diecisiete años tiene… – me propinó un suave golpe de puño en mi antebrazo, haciéndome casi perder el equilibrio de mi cabeza -.  ¡DIE-CI-SIETE!  Sos una pedófila, hija de puta, jajaja…  ¿Y coge bien???”
                  Paloma es una chica que tiene mucha picardía pero no maldad: no buscaba, por lo tanto, ser hiriente con ninguno de sus comentarios; al contrario, se divertía y quería que yo también lo hiciera. Ya no quedaba más que seguirle el juego.
                   “Muy bien” – admití, con una sonrisa en mis labios.
                   “¡Aaaaay, me muerooooo!!!!  ¡Me MUE – RO!  ¿Y qué te hizo?  ¿Te la chupó??? ¿Cómo se porta con la lengua???”
                    “No hicimos sexo oral” – respondí, quedamente.
                   “Aaaay, qué pena, no me digas… ¿Todo convencional entonces???”
                  Fruncí los labios; sacudí un poco la cabeza.
                 “Más o menos…” – dije, volviendo a sonreír.
                  Sus ojos y su rostro se encendieron más aun de lo que estaban.  Abrió la boca inmensa y pareció tragar aire hasta ahogarse a la vez que llevaba ambos manos, con los puños cerrados, a su boca.  Se giró, caminó hasta la puerta, luego volvió… y así varias veces.
                    “¡Nooooo te la pueeeedo creeeeeer! – aullaba -.  ¿Te la dio por la cola???  ¿Y no te hizo doler?  ¿La tiene grande???”
                    “Sí… – respondí -.  Sí a las tres preguntas…”
                   “¡Aaaaay,qué hija de puta, sos una guachaaa!!! ¿Y acabaste???”
                    “Sí…, lo hice”
                     De pronto detuvo su frenético deambular por el consultorio como si alguien la hubiera clavado al piso delante de mí.  Se llevó un dedo índice a la boca e hizo la señal de la cruz.
                     “Vos quedate tranquila que de esta boca no sale nada , eh…”
                      “Lo sé – dije sonriente -, hace años que nos conocemos… Pero… me preocupa el paciente que se fue…”
                      “Aaaah, no, ni te preocupes… – hizo un ademán desdeñoso con la mano -.  Ese hombre no escuchó nada… No oye bien, ¿ no te diste cuenta?”
                    No sé de qué podía yo haberme dado cuenta cuando la realidad era que casi ni le presté atención.
                    “Pero vos quedate tranquila, tranquila… – me siguió diciendo, cargando a sus gestos de exagerado histrionismo -.  Esto nunca le va a llegar a Damián.  ¡Podés estar segura conmigo! Ahora… te hago una pregunta – pareció ponerse más seria repentinamente -.  Yo… hace rato que te noto extraña, como… ida, como… ausente…, como…. , hmm, ¿cómo decirlo?  ¡Como en otra, eso es!  ¿Es por este chico?”
                     Touché.  Tragué saliva.   Por dos motivos: por un lado, lo obvio que había sido mi ánimo durante todos los días previos; por otro, porque yo a Paloma no podía mentirle y tenía que decirle la verdad.
                   “No…- le dije -.  Es por otro…”
                   Otra vez abrió la boca y los ojos grandes.
                   “¿Otrooo???  ¿Y ése?  ¿Estuvo por acá?  ¿Qué edad tiene???”
                    Por momentos Paloma me hacía tantas preguntas que había que seleccionar a cuáles responder.
                   “Tiene también diecisiete… – respondí -.  Es un compañerito del que estuvo hoy…”
                     Se llevó la mano a la frente.
                      “Aaaaah noooo, nena, ¡paráaaaaaa!!!!!!! Jajaja… ¿Te vas a voltear a todo el curso?  ¿Y qué onda con ese otro chico?  ¿Está más bueno que éste???”
                      “Creeme que sí…” – asentí.
                       “Mmmm… Chaaaauuuuu….  ¡Me mueroooo!!! ¡Quiero conocerloooo!!!  ¿Cuándo lo traés por acá?”
                      De pronto me vino un acceso de tristeza.
                      “Va a ser difícil que venga… – respondí -.  Estamos como… alejados…”
                       Su rostro se tiñó de pena.
                       “Aaaay, Mari, cuánto lo siento… Me parece que metí la pata al preguntar, ¿no?”
                      “No, hermosa… – le guiñé un ojo -.  Está todo más que bien; en serio, no importa… Andá, linda,… andá a casa tranquila… Ya terminaste acá…”
                    No se lo dije en tono de exigencia ni de expulsión, sino más bien como premio o concesión.  Ella interpretó correctamente que yo, tal vez, quería quedarme sola para pensar en lo ocurrido.  Se inclinó hacia mí para saludarme con un beso en la mejilla y luego se dirigió hacia la puerta con la misma jovialidad que siempre la caracterizaba.  Al llegar al umbral y mientras sostenía el pomo de la puerta, se volvió una vez más hacia mí.
                   “¿Te puedo hacer una preguntita?”
                    Asentí con un encogimiento de hombros.  Por dentro pensé que ella hasta ese momento sólo había hecho preguntas.  Una más no parecía grave.
                    “O sea…, perdoname si es muy íntimo esto, pero… a tu marido, a Damián… ¿le das la cola?”
                   Esta vez no sonreía ni reía en absoluto; por el contrario, su talante había adquirido una cierta seriedad y, paradójicamente, ello hacía más graciosa toda la situación.
                 “Jamás” – respondí, tajante pero sonriente.
                La alegría volvió a su rostro.  Se llevó la lengua hacia un costado de la boca para inflar una de sus mejillas a la vez que me guiñaba un ojo y extendía hacia mí un pulgar levantado.
                “Ya te lo dije, Mari… ¡Sos mi ídolo!  ¡Ídoloooooo!!!! ¡Ídolaaaaa!!!! Jaja… te quierooooooo….”
                  Y, sin más, se esfumó por la puerta.  Paloma se convirtió, en ese momento, en la primera persona de mi ámbito que estaba al tanto de las cosas.  La primera que no sólo buscó sino que consiguió una confesión de mi parte.
               Las situaciones que me tocaba vivir se seguían enrareciendo y mi capacidad de asombro ante el rumbo que estaba tomando mi vida se veía superada a cada momento.  Lo de Sebastián en el consultorio no se podía creer, pero había que aceptar que en el abismo en que yo me hundía al saberme cada vez más lejos de Franco, el muchachito ayudaba un poco a mitigar esa pena y, de paso, a no sentir tan lejos a mi macho hermoso.  ¿Damián?  Cada vez más ausente, en todo sentido: físico y espiritual.  Mi matrimonio había entrado en cuesta abajo y eso era bien visible.  Y si el hecho de que un jovencito adolescente me hubiera cogido por el culo en mi propio consultorio parecía el punto máximo al que podían llegar las cosas, dos días después ese límite se vio superado…, y fui yo misma quien llevó a tal superación; no hizo falta que cayera nadie en mi consultorio ni en ningún lado.  En la noche previa a ese día di, como ya venía siendo habitual cada tanto, un nuevo giro por la casa de Franco; tenía la esperanza de verlo pero no fue así.  La calentura crecía en mí y ello me llevó nuevamente a la estación de servicio.  El muchacho estaba allí, pero había un par de autos esperando para cargar y la situación no estaba dada para nada.  Sin bajarme del coche, estacioné a algunos metros de los surtidores.  Él me vio y se notó que ello le afectó; se acercó unos pasos hacia el auto.
                 “¿A qué hora salís?” – le pregunté bajando el vidrio de la ventanilla y cuando aún le faltaban un par de metros para llegar hasta mí.  Se detuvo y quedó estático allí mismo, notoriamente descolocado por la pregunta.
                 “Ufff… a las siete de la mañana –se lamentó -.  De diez a siete; trabajo esclavo” – se notó en la cara del joven que le provocaba una cierta decepción tener que darme esa respuesta, ya que eso podría significar, según su óptica, aguar cualquier otro plan que yo tuviera.
               “Siete y cuarto estoy acá – le dije, guiñándole un ojo -.  Te encuentro en la otra esquina, por el maxikiosco”
                Los ojos se le encendieron y ni siquiera llegó a articular una respuesta.  Yo puse primera y me marché de allí, dando por descontado que había aceptado la propuesta.
               Claro, yo sabía que a las siete Damián entraba al colegio y, por lo tanto, a las seis y media ya salía de casa o de lo contrario no llegaba a tiempo.  Mi plan funcionó a la perfección.  En efecto, Damián se marchó a las seis y media; me saludó con un beso muy frío y apenas escuché el motor del auto ponerse en marcha, salí de entre las sábanas a toda prisa.  Fue todo rapidísimo: vestirme, maquillarme un poco, cepillarme los dientes y perfumarme con el 212 Sexy.  Me subí a mi auto y partí hacia la zona de la estación de servicio.  El chico estaba allí, donde yo le había dicho.  Le abrí la puerta, se subió sin decir palabra y comenzamos el viaje.  Aquí es donde viene la locura mayor: mi plan no era llevarlo a ningún hotel, no señor…, mi plan era llevarlo a casa.  Y así lo hice.  Prácticamente no intercambiamos palabra durante el trayecto; le manoteé un par de veces el bulto para tenerlo excitadito.  Al aproximarnos a casa lo hice inclinarse sobre mí para que no fuera visto por ojos curiosos de vecinos sin vida propia; en realidad era una precaución tal vez excesiva ya que el polarizado de los cristales, si bien leve, jugaba a nuestro favor.  Lo demás fue fácil: abrí automáticamente el portón y… ya estábamos adentro.
            Él estaba extasiado; escudriñaba la casa a su alrededor a medida que caminábamos en dirección al living y estaba claro que no podía terminar de entender por qué las cosas se le venían dando de ese modo tan sorprendente, fácil y rápido: en bandeja prácticamente.  Primero lo tomé de la mano y lo fui guiando; no pensaba hacer que me cogiera en el living, no.   Quería que fuera en mi habitación matrimonial, tenía que ser ahí.  Cuando llegamos ante la puerta del cuarto, simplemente me aparté a un lado y le hice con el brazo seña de que pasara en primer lugar.  Sí, nene, hoy vos vas a ser mi objeto, le dije con la mirada y sin hablar.  Vaciló un momento pero finalmente avanzó; se advertía en su rostro que sabía que iba ser prácticamente violado por mí una vez dentro del cuarto pero seguramente eso no lo detenía sino que, por el contrario, lo estimulaba.  Cuando pasó por delante de mí no pude resistir la tentación de calzarle una mano en la cola pues de verdad que la tenía preciosa.  Se volvió hacia mí y yo sólo lo empujé contra la cama para luego arrojarme sobre él como un felino cazador.  Lo besé todo lo que quise.  Teníamos toda la mañana después de todo.  Fue un placer desnudarlo e irle besando y lamiendo cada pulgada de su cuerpo a medida que le iba sacando las prendas.   En donde más me detuve fue obviamente en el pito, que lo tenía bien erecto.  En un momento se cansó de asumir una posición tan pasiva y me apoyó una mano sobre el hombro para tumbarme a mí sobre la cama y luego echárseme encima.  Ahora era él quien daba cuenta de mis prendas.  Me chupó las tetas y, al hacerlo, me llevó prácticamente al cielo.  Yo miraba en derredor las fotos de Damián o las que estábamos en pareja, ubicadas sobre los muebles.  Sólo dos días antes, cuando Seba me tomaba por el culo en el consultorio, había querido girar el retrato de mi marido; esta vez me atacó un morbo muy diferente.  Detuve al joven en un momento y le pedí que juntara todos los portarretratos que había alrededor nuestro y que los colocara sobre el borde de la cama.  Esta vez quería que mi esposo nos viera.
             El muchacho cumplió con lo que yo le pedí y los fue poniendo todos juntos, a un costado de donde yo me hallaba.
            “¿Ése es el cornudo?” – preguntó.
              “Ajá” – asentí con una frialdad que me sorprendió a mí misma.
              El muchacho se quedó contemplando las fotos por un instante y se notó que se detuvo particularmente en una en que estábamos los dos juntos, Damián y yo, en Mar de las Pampas.
              “Se los ve como una pareja feliz – comentó, extrañado y con un deje de insospechada tristeza -.  ¿Qué es lo que pasa?”
              Sacudí la cabeza y me restregué la frente.
              “Ni yo misma sé lo que pasa” – le respondí.
              Frunció los labios y asintió con la cabeza, aún mirando a la foto.
              “Está bien.  Menos pregunta Dios y perdona…  – dijo sonriendo y trocando su fugaz tristeza en una sonrisa; me pregunté por qué tuvo que usar el mismo dicho que le había escuchado a la putita de la vendedora en casa de Franco -.  Lo que la vida da, hay que tomarlo, jeje…”
              Y, sin más, me tomó por la cadera y se inclinó hacia mí, obligándome a poner mis piernas sobre mi cuello.  Lo que siguió fue, por supuesto, una cogida atroz.  En mi propia casa, en mi propia cama y teniendo sobre mí los ojos de Damián que me miraba desde los portarretratos.  Luego charla, cigarrillo, bebida y luego cogida nuevamente, esta vez conmigo en cuatro patas.  La sensación de estar siendo cogida por un extraño en mi propio lecho matrimonial no tenía parangón con nada.  Por supuesto que pensé en Franco, pero ya estaba visto que la única forma que yo encontraba de reducir en mí los efectos de su ausencia era buscando cada vez cosas nuevas que produjeran más adrenalina y más morbo.  ¿Cuál era el limite?  ¿Hasta dónde iba a llegar?  No había forma de saberlo.  El joven me hizo las más que obvias bromas acerca de que podía ir a la estación de servicio a que le midiera el aceite cada vez que lo quisiera o a que me llenase el tanque.  Muy vulgar y poco imaginativo…  y sin embargo, me excitaba.  Eso en lo que yo me había convertido no era otra cosa que lo que Franco había creado; él mismo lo había dicho: una perra en celo… Adiós, doctora Ryan.  Reapareció otra vez en mi cabeza la imagen del profesor devolviéndome mi libreta de estudiante pero allí en donde debía figurar la nota de mi última materia se leía claramente “perra en celo”… Y otra vez la frase repiqueteando en mi cabeza: “la felicito, doctora Ryan, se acaba de graduar”…
              El muchacho se retiró al mediodía; por cierto, jamás supe su nombre.  En un momento él me preguntó el mío y se lo dije pero cuando intentó abrir su boca para pronunciar el suyo le tapé los labios con mis dedos: lo quería así, sin nombre…
            Esa tarde hice una de las mayores estupideces posibles: fui a un local de tatuajes y me hice tatuar sobre la parte posterior del hombro derecho la  palabra “perra” pero claro, no me lo hice hacer, obviamente, en español ni tan siquiera en letras reconocibles, sino en caracteres japoneses.  Cuando Damián lo vio esa noche, le dije que esos símbolos representaban el orden cósmico: de algún modo era cierto.  Por supuesto que era todo una inmensa idiotez: a Damián le bastaba con investigar un poco el verdadero significado.  Definitivamente yo había involucionado a un estado de la más estúpida adolescencia; Franco me había llevado a eso.  Hasta pensé en tatuarme el nombre de él con caracteres japoneses pero… ya era demasiada locura.
               Si quedaba todavía una sorpresa más en mi vida, ésta llegaría en los días inmediatamente posteriores: por lo menos la sorpresa porque lo que no llegó… fue  mi menstruación.  Ello abría una perspectiva aterradora y excitante a la vez.  Porque, entre las posibilidades y de acuerdo a mis cuentas, había altas chances de que si en verdad estaba yo embarazada, el hijo en camino pudiera ser de Franco.  No de Seba, no del gordo, no del flaco, no del pendejito, no del playero sin nombre: si había embarazo, tenía que ser de Franco.  Ello, por supuesto, dejaba abierto un gran interrogante con respecto al futuro de mi matrimonio pero, por otra parte, se presentaba irónica y paradójicamente como una cierta recompensa después de tanta angustia y sufrimiento.  ¡Y qué recompensa!: un hijo de Franco era realmente lo mejor que me podía pasar.  Sería la mejor revancha posible entre tanta derrota.  Pero no había que precipitarse.  Mi atraso bien podía ser producto de que había dejado de tomar las píldoras anticonceptivas y eso suele redundar en pérdida de regularidad.  Pero los días pasaron y no hubo caso: no llegaba, no llegaba y no llegaba.  Recurrí, por supuesto al test de embarazo y…, en fin, positivo.  El corazón me latía con fuerza, no cabía en mí de la emoción y no lograba conciliar la tormenta interna en la que se debatían mi desesperación y mi algarabía.  Porque la noticia era tan aterradora como excitante.  Recurrí a una ginecóloga amiga, ex compañera de estudios y me hice una ecografía: en efecto, había bebé…
                “¡Qué bueno!  ¡Te felicito Mari!!! ¡Imagino cómo se va a poner Damián!  Va  a saltar en una pata” – me decía ella, emocionada.
              Sí, yo también imaginaba cómo se iría a poner Damián.
              Las preguntas comenzaron a poblar mi cabeza junto con los primeros mareos.  ¿Qué tenía que hacer ahora?  ¿Contarle la verdad a Damián?  Ello significaría, por supuesto, el fin de nuestro matrimonio y, en ese caso, ¿correría yo hacia Franco para pedirle que se hiciera cargo de su paternidad?  ¿O debía, más bien, callar todo en aras de salvar lo más que se pudiera de mi reputación y hacerle creer a Damián que el bebé era suyo?  Y de ser así, ¿él no sospecharía? ¿Y si algún día pedía un ADN?  Durante dos días y dos noches me devané los sesos debatiéndome entre ambas opciones: se trataba de un triple duelo entre la razón, los sentimientos y la pasión animal.  La primera  opción, la de confesarlo todo, era la más explosiva pero,  a su vez, y desde una óptica optimista, era la que me deparaba un futuro más promisorio o, al menos, más parecido a lo que yo podría, para esa altura, considerar como “lo ideal”: veamos…: yo ponía al corriente a Franco de su paternidad y, no habiendo más remedio, tendría que decirle la verdad a Damián y decidir así nuestra separación.  Tal perspectiva, por supuesto, era terrible para mi nombre, mi persona y mi carrera; sólo se hablaría de mí casi como una médica pedófila, pero ¿no estaba yo acaso dispuesta a pagar ese precio si la recompensa significaba la felicidad a futuro y la posibilidad de, tal vez, convivir con Franco por el resto de mi vida o, en el peor, de los casos, convertirme en pareja algo más formal de él?  ¿Qué futuro podía avizorarse mejor para una hembra que el de quedar para siempre unida a su macho?  Pero, claro, apenas trataba de poner un poco en orden mis pensamientos y de echar paños fríos sobre mi cabeza soñadora, me daba cuenta de lo delirante que era todo eso.  En primer lugar, ¿Franco admitiría su paternidad?  ¿Podía esperarse tal responsabilidad en quien, en definitiva, sólo era un adolescente?  En segundo lugar, aun suponiendo que fuera a hacerlo, ¿vendría realmente hacia mí?  ¿O preferiría, simplemente, mirar hacia un costado y dejarme a mí con “mi problema”?  Y por último, ¿qué había con los padres de Franco?  ¿Se quedarían realmente en el molde?  No hay que olvidar que, ante los ojos de ellos como posiblemente ante los de la ley y de la sociedad toda, yo sería vista sólo como una abusadora de menores y hasta podía terminar siendo tapa de los diarios: ¿qué podía ser más tentador y jugoso para la prensa amarillenta que el caso de la médica casada que fue  embarazada por un adolescente?  Como se verá, anoticiarlo a Franco del embarazo y reclamarle que se hiciera cargo de la paternidad era problemático en cualquiera de las variantes que asumiera o en cualquiera de los desarrollos que, de allí en más pudiera seguir la historia: más dudas que certezas…
           La otra opción era, como antes dije, guardar en secreto la verdad detrás de mi embarazo y encajarle a Damián un hijo que no era suyo; ello implicaba, sin duda, una mayor seguridad par a mi persona y mi reputación, además de la salvación de mi matrimonio: no habría tapas de diarios, no habría padres haciendo demandas judiciales, no habría que dar explicaciones a nadie porque, en definitiva, pocas cosas pueden ser más vistas como normales por nuestra sociedad que el que una mujer espere un hijo de su marido…   Ahora bien: habida cuenta de lo que venía siendo nuestra relación conyugal en las últimas semanas, me cabía a mí preguntarme si yo realmente querría,  ya para esa altura, salvar mi matrimonio: arrojarse en ese momento con Damián a la aventura de criar un hijo era, tal vez, comenzar un vía crucis, tratar de estirar la soga que ya no podía ser estirada; no hay nada peor que unir a la fuerza cosas que están tendiendo naturalmente a desunirse…  Y había algo más: si adoptaba ese camino bien estaba la posibilidad de perder para siempre todo contacto con Franco aun cuando, paradójicamente, me quedaría la satisfacción incomparable e impagable de engendrar un hijo suyo.  De hecho, mientras mi cabeza se devanaba buscando determinar qué era lo mejor por hacer, de a ratos se me daba por pensar en el niño, en imaginar cómo sería y hasta cómo se llamaría, e incluso hasta se me cruzaba la loca y, por supuesto, imposible fantasía de conservarlo en mi interior para siempre: sí, lo sé, no tiene sentido; era sólo una fantasía irrealizable pero me puse a pensar varias veces en cuán hermoso sería que el niño nunca naciera y así vivir el resto de mi vida en un embarazo eterno provocado por mi macho.  Es que la sensación de tenerlo dentro mío, de haber sido fecundada por Franco, era tan hermosa que hasta provocaba una cierta angustia el saber que algún día mi hijo tendría que desalojar mi vientre.
             Por lo pronto, y antes que nada, necesitaba hablar con Franco.  Tenía que ponerle al corriente de la situación y recién entonces, de acuerdo a la reacción y a las posibilidades que se abrieran, vería qué hacer.  Lo llamé un par de veces; nunca contestó.  Le tiré un par de mensajes de texto manifestándole que era necesario que hablásemos y tampoco hubo respuesta.  Aumenté la apuesta y en uno de los mensajes le puse: “Estoy embarazada”.  Si quise, con ello, generar un golpe bajo, no funcionó.  Nada.  Ninguna señal de Franco, lo cual era, justamente, una mala señal… Se me ocurrió la posibilidad de llamarlo a Sebastián: él era su amigo y, quizás, podría tener sobre Franco algún poder de persuasión.  Pero, considerando lo que Seba me había dicho en su momento, casi podía escuchar las palabras que iría a decirme: “no te enamores de Franco, doctora…; él no se enamora de nadie”.  Lo descarté entonces.  ¿A quién recurrir?  Tenía que ser, obviamente, alguien del entorno de Franco pero no cualquiera ya que tenía que ser alguien que estuviera al tanto de la historia que yo había tenido con él.  No podía, por supuesto, llamar al colegio para que hablaran con él desde la dirección ni tampoco pedirle a la psicopedagoga que busque convencerlo de los beneficios y responsabilidades que conlleva la paternidad.  No, descartado de plano.  Pero, entonces… ¿a quién acudir?… Un momento…, eso es: ¿cómo no se me ocurrió antes?
              Sí, sé que el lector, para esta altura del relato considerará como descabellada mi idea y también sé que tendrá toda la razón del mundo.  Pero la zorrita del local de lencería de la avenida Santa Fe era, casi, el único nexo que todavía podía llegar a tener con Franco.  Cuando entré en el local me saludó con su clásica y exagerada efusividad que rayaba en el histrionismo y la hipocresía, pero aun así se advertía en su talante una expresión de clara sorpresa al verme allí.
              “¡Hola amor!  ¡Qué sorpresa tenerte por acá!  ¿Qué pasó?  ¿Tenés alguna otra fiestita y querés que te vista?  ¡Encantada, va a ser un placer!  ¿Y Franco…?”
                Hasta allí hablaba ella sola; parecía preguntar y responderse a sí misma.
                “Es sobre Franco que vengo a hablarte” – le espeté, amable pero algo seca.
               Una sombra oscureció su rostro.
                “¿Fran?” ¿Por qué?  ¿Qué pasa con él?”
               Eché un vistazo en derredor: clientes, vendedoras, cajera… Definitivamente no era el contexto.
                “¿Podemos hablar privadamente en algún lado?” – le pregunté.
                “Hmmm, sí, amor, desde ya, pero… esperá… – manoteó de un estante un conjuntito de lencería -.  Vamos a los probadores” – me dijo para, al instante siguiente, salir a paso firme y decidido buscando el fondo del local a la vez que me instaba a seguir la marcha de sus tacos.
               Una vez adentro de uno de los probadores, corrió la cortina y levantó con una mano el conjunto que había tomado.
                “Es para disimular – explicó -.  Ahora decime, amor… ¿Qué pasa?”
                 “Bueno… es que… estoy embarazada”
                  La noticia, se notó, produjo un fuerte impacto en su expresión, lo cual, a decir verdad, disfruté: la zorrita no era tonta para nada y sabía a qué iba el asunto; si yo venía a hablarle de Franco para salirle con que estaba embarazada, estaba más que obvio que el responsable de mi preñez era él.  Su rostro pasó por todos los colores posibles:
              “Hmm… te felicito, amor, pero… a ver: sé clara, ¿qué tiene que ver Franco en esto?” – fingía sonar desconcertada pero la muy turra sabía sobradamente la respuesta.
               “Es de Franco…” – le dije, infligiéndole así una dura estocada, de la cual acusó recibo.
                Tragó saliva.  Recién en ese momento recalé en que era posible que Franco ni siquiera le hubiera contado que él y yo habíamos tenido algo antes de que ella apareciera.
                 “Pero… ¿estás segura?” – preguntó, achinando un poco los ojos.
                 “Es de él” – respondí con toda seguridad.
                  Instante de silencio.  Ella, claramente, estaba reacomodando su cabeza; créanme: lo disfruté.  Sí, nena, pensé: soy yo y no vos quien tiene un vástago de Franco dentro suyo.  Sé que te  carcome la envidia y que te querés matar: me encanta.
                 “Bien… – dijo finalmente -.  ¿Y qué tengo que ver yo en todo esto?”
                  “Franco no me contesta… Lo llamo a su celular y no me responde.  Le envío mensajes de texto y tampoco me los contesta…”
                  La joven, visiblemente turbada, asintió pensativamente y frunció los labios.  Un mechón de rubio cabello le había caído sobre su ojo, como agregando más sombra a la que ya la noticia recibida había, de por sí, impreso a su rostro.  De pronto giró por detrás de mí; me sorprendió el movimiento.  Un instante después me estaba quitando la chaqueta por los hombros.
                 “¿Qué… qué estás haciendo?” – pregunté, extrañada.
                 “La charla parece ir para largo y si hay que disimular vamos a hacerlo bien – explicó -.  Te vas a probar ese conjunto que te traje.  Más aún: te diría que lo compres porque de lo contrario me voy a ver en problemas par a explicar por qué tanto tiempo en el probador”
                 No respondí; parecía tener su lógica o tal vez no, no sé.  Pero la dejé hacer simplemente.
                 “Yo te diría – me dijo – que si Fran no te contesta los llamados ni los mensajes está bastante claro que no está dispuesto a reconocer ese bebé”
                Puñalada hiriente.  Pensé en objetar algo a sus palabras pero no encontré nada.  La zorrita era maliciosamente inteligente y, llegado el caso, hacía uso de una lógica impecable.
                “Yo no sé qué hayas llegado a sentir vos por Franco, amor… – continuó -, pero yo lo conozco bien… y te puedo asegurar que haya sido lo que haya sido, para él no fuiste más que un polvo…, como tantas otras… Eso no va a cambiar con un bebé… Levantá los bracitos…”
                 Hice lo que me decía y me sacó mi remerita musculosa por la cabeza.
                  “¿Y vos no fuiste sólo un polvo para él?  ¿Se siguen viendo?” – pregunté.  El doble interrogante tenía claramente dos aspectos diferenciados: la primera pregunta tenía fines revanchistas; la segunda, investigativos.  Ambas, en todo caso, rezumaban de mi parte profunda envidia y celos.
                  “Sí, sí, nos estamos viendo cada dos o tres días – respondió, eligiendo contestar primero a la segunda pregunta, cuya respuesta era la más dolorosa de ambas para mí -.  Ahora… si soy un polvo o no para él… hmm, a decir verdad no es algo que me preocupe… Franco está hermoso y súper fuerte.  Mientras pueda, me lo voy a seguir cogiendo hasta que me mate y le voy  a seguir chupando la verga hasta sacarle la última gotita de leche y dejarlo seco… – a medida que iba hablando, acercaba su boca a mi oreja, con lo cual sus palabras se hacían para mí mucho más lacerantes -, pero… honestamente, no me imagino que Fran termine casándose conmigo…, ni con nadie: es la clase de tipo que nunca sienta cabeza.  Es un machito, ¿entendés?  Un macho con todas las letras.  Y un macho… no tiene dueña.  Hoy soy yo, mañana será otra; no importa: lo voy a disfrutar mientras pueda…”
                  Claro, la chica tenía las cosas mucho más claras que yo.  Me sentía una estúpida siendo aleccionada por una jovencita frívola y odiosa que, con toda seguridad, no habría tenido formación universitaria ni terciaria de ningún tipo.  Me bajó la falda y luego se hincó para llevarla hasta abajo y hacerme levantar primero un pie y luego el otro hasta terminar de quitármela.  Cuando se volvió a incorporar apoyó su mentón sobre mi hombro; sentí su respiración en mi oreja.
                 “Los chicos que están taaan buenos como él no son para enamorarse, para casarse ni para tener hijos – me dijo, casi en un susurro -; son para cogérselos, mi amor… Y eso es lo que vos no entendiste” – cerró sus palabras propinándome un delicado besito en el cuello, lo cual me hizo dar un respingo y encogerme de hombros como si hubiera recibido una descarga de electricidad.
                   “Está bien, te entiendo… – acepté, mascullando mis palabras con rabia -.  Estás diciendo que fui una estúpida por dejarme embarazar…”
                   “Sí, muy – me cortó, divertida, al tiempo que, sin aviso, me calzaba ambas manos sobre las desnudas cachas de mi cola, dado que yo tenía puesta sólo mi tanga.  Me las estrujó hasta clavarles las uñas y ello me hizo dar un respingo y estirar el cuello, situación que aprovechó para darme otro rápido beso allí -.  Y más todavía siendo doctora; se supone que deberías tener algunas cosas bastante claras.  ¿No te parece, amor?”
                  Pensar que, apenas un par de minutos antes, había yo pensado que la noticia del embarazo era un duro golpe para ella.  Ahora me quedaba en claro que, o bien había sido sólo mi imaginación engañada por mi deseo de venganza y por lo que en realidad había querido ver, o bien había sido sólo el fugaz impacto de la sorpresa momentánea.  Anoticiarse de mi embarazo no la turbaba en absoluto; más bien la divertía.  Yo estaba, una vez más, abatida y vencida.  Ella deslizó las puntas de sus dedos sobre la espalda hasta llegar a mi corpiño y lo soltó, dejándome en tetas.
                  “Está bien – concedí, quebrada la voz por el dolor y la bronca -.  Supongo que tenés razón en eso, pero hay una cosa que no cambia: yo voy a tener un hijo de Franco…”
                   “Ajá”
                  “Bueno…, necesito que Franco lo sepa…”
                  “Ya lo debe saber… – señaló, con tono indiferente mientras tomaba mi tanga por los bordes del elástico e, hincándose nuevamente, me la deslizaba piernas abajo -.  ¿No se lo dijiste por mensaje?”
                  “Sí – me apresuré a responder -…, bueno, en realidad no…, le dije que estaba embarazada, no que el niño fuera de él”
                  “Ah, qué genio que sos… Y decime… ¿por qué motivo crees que él pueda pensar que le venís con semejante noticia  a menos que sea porque él es el padre?  Ya lo sabe, tontita…”
                   Una vez más hubo silencio de mi parte.  Ella me tomó por los hombros y me giró noventa grados hacia el espejo del probador.
                   “Mirate… – me dijo -.  Detenete un momento a mirar qué hermoso cuerpo que tenés… – me cruzó una mano tanteándome el vientre -.  Y dentro de un tiempo va a estar todavía más lindo cuando te empiece a crecer la pancita, amor… – nuevo beso en el cuello; luego me llevó las manos a las tetas manoseándolas y estrujándolas con fuerza -.  Y esas tetas se van a llenar de lechita para alimentar a tu nene… ¿No te excita pensar eso, doctorcita?  Olvidate de Franco, haceme caso.  Pensá que ese bebé, sea bastardito o no, va a significar algo muy pero muy groso en tu vida y no tiene sentido que la malgastes pensando en un pendejo.  Además, con ese cuerpo e incluso si tu marido te deja en cuanto se entere de los cuernos que tiene, vas a poder tener al hombre que quieras.  Va a haber muchos haciendo cola para estar con vos e incluso van a aceptar la carguita de un hijo si eso les sirve para cogerte todos los días… Viví la vida, amor, olvidate de Franco…”
                  Viéndome al espejo en mi desnudez, ésta se hacía todavía mayor en la medida en que las palabras de la joven se clavaban en mi cuerpo como ponzoñosos dardos envenenados con realidad.  Aun a pesar de lo hiriente que era y de su objetivo, más que obvio, de hacerme renunciar definitivamente a Franco, había que concederle que la putita, una vez más, tenía razón.  Me soltó los senos y se dedicó a colocarme el conjuntito, primero un delicado corsé calado y con transparencias, luego una bombachita que era prácticamente un hilo dental, la cual llevó tan arriba al calzármela que me la enterró bien profunda adentro de la zanja de la cola haciéndome lanzar un gemido.
                  “Es más… – continuó -: hasta podés decirle a tu marido que el bebé es de él.  ¿Te pensás que va a sospechar?  Los hombres son bastante pelotudos para esas cosas.  Nada más fácil que enchufarles un chico que no es suyo… Compran y creen todo… –  me envolvió con sus brazos desde atrás, abarcando incluso a los míos y, produciendo, de ese modo, la sensación de estarme privando de movimiento -.  Mirate… ¡Mirate! – me espetó enérgicamente, repitiendo la orden al darse cuenta que yo desviaba la vista del espejo -.  Estás preciosa, tarada… PRE- CIO- SA… ¿Y te querés quedar llorando por un pendejo?  Olvidate de él… salí a conquistar el mundo, boluda…”
                  En eso descorrió la cortina de un manotazo y prácticamente me empujó hacia fuera del probador.  Yo sólo sentí pánico, terror; pugné por volver a introducirme en el vestidor pero ella me fue llevando a empellones hasta el pasillo.  Un par de chicas y una señora mayor estaban allí y clavaron la vista en mí.  La vendedora se acercó a mi oído y me habló en un susurro entre dientes:
                 “Lo ves, ¿pelotuda?  Mirá cómo te miran… Te comen con la vista… ¡Y son mujeres!  Si tuvieran pito, ahora lo tendrían parado… Dejate de joder con Fran… Olvidate, lo tenés todo por delante…”
                  Me tomó por la cintura y ella misma me empujó otra vez hacia el interior del probador para luego correr la cortina.  Antes de hacerlo, les sonrió a las tres azoradas clientas, las cuales, de hecho, no desviaron ni por un segundo la vista de mí.
                 Mi vergüenza no conocía límites.  Me quería morir ante tan humillante exposición como la que acababa de sufrir.  Una vez que volvimos a estar ambas encaradas dentro de la estrechez del probador, la miré con angustia:
                 “Vos… ¿no podés hablar con Franco?  Por favor, te lo pido… Quizás…”
                Se cruzó de brazos y miró hacia el techo a la vez que resopló apartando con ello por un momento el mechón de cabello rubio que le caía sobre el ojo izquierdo.
                  “Aaaay, doctora… ¡Cómo estamossssss! – se quejó, con tono de evidente fastidio -.  Tanto hablar para que la pelotuda siga sin entender nada…”
                 “P… por favor” – le imploré, al borde de las lágrimas.
                  “Está bien – terminó concediendo y, al hacerlo, un súbito arrebato de júbilo me recorrió de la cabeza a los pies.  Se descruzó de brazos y levantó las manos a la altura de los hombros, girando las palmas hacia arriba -.  Ok… ¡Ok!  ¿Querés que le hable?  Le voy a hablar, quedate tranquila…”
                Yo no cabía en mí de la alegría.  Hasta me había olvidado del embarazoso episodio de un instante antes, cuando había sido expuesta en ropa interior en el pasillo.
                 “¡No sabés cuánto te lo agradezco! – exclamé saltando en el lugar -.  ¡No te das una idea de lo importante que es para mí el favor que me estás haciendo!  Te debo una grande… ¡No sé cómo podría pagarte!”
                  Ella asentía, talante pensativo y boca contraída en una mueca.  Miraba hacia algún punto indefinido en la cortina.  Luego me miró de reojo.
                   “Yo sí sé cómo” – dijo.
                   La miré sin entender.  De pronto introdujo sus manos por debajo de la corta falda que llevaba e hizo deslizar su tanga piernas abajo hasta que la prenda quedó en el piso.  Alzó luego la falda a la vez que se sentaba en una brevísima banqueta de madera que, empotrada a un costado del probador, sólo tenía como función principal servir de apoyo para la ropa.  Echó la cabeza hacia atrás en señal de relajación y abrió las piernas:
                    “Dame una buena chupada de concha como la de aquel día en casa de Franco”
  CONTINUARÁ

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