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                                                       Noche de ópera.

 
 
—    Así que te vas a Londres, hermanita – le dijo su hermano, apurando el café de su desayuno.
—    Sólo por tres días – sonrió Tamara, agitando una mano.
—    Van a ver museos – bufó Fanny, de mal talante.
—    Bueno, ya sabes, es un viaje de estudios. No vamos a ver exactamente museos, sino que nos llevan a distintos sitios donde atienden a niños, como el centro materno Kemland Duster, o el hospital universitario. También visitaremos Magic Mushroom, la mayor guardería de Inglaterra, y otros lugares por el estilo – explicó Tamara por enésima vez.
—    ¿Y dónde os alojaréis? – quiso saber su hermano.
—    En un albergue cercano a Chessington Park.
—    Buen lugar para salir de juerga – remachó Gerard.
—    ¿Y? – el tono de Tamara subió un octavo. – Ya tengo 18 años. ¿sabes? Conduzco mi propio coche, me gano mi propio dinero, y estudio además…
—    Vale, vale – se avino su hermano, levantando las manos como si se rindiese. – Sólo hacía el tonto. Compréndeme, nunca has salido por ahí sola. Se me hace un poquito cuesta arriba.
—    Pues ya es hora. Además, Gerard, iremos acompañados por un par de profesores. Se trata de unas visitas laborales, no de juerga de fin de curso.
—    Ya – refunfuñó Fanny.
Su bella cuñada no estaba muy de acuerdo con ese plan. En una palabra, se sentía celosa, aunque sabía que Tamara no tenía ninguna relación con la gente de su curso. Pero, últimamente, se había vuelto posesiva. Necesitaba a Tamara cerca de ella, a mano para meterla en su cama a la menor ocasión.
Ocultando su sonrisa de satisfacción, Tamara acabó de desayunar, y, tras coger sus libros, se subió a su Skoda Citigo para ir al centro Akson, donde asistía al curso avanzado de Puericultora. Había tenido que dejar a todos sus clientes entre semana y tan sólo quedarse con algunos niños los fines de semana, pero aún así se mantenía ocupada.
La verdad es que no existía ningún viaje de estudios a Londres, y, como decía su hermano, pensaba irse de juerga a la capital. Es sí, era una juerga de las refinadas, cultural y social. La habían invitado a un estreno en la ópera. ¡Nada menos que en la Royal Opera, en Coven Garden!
¿Cómo decir que no a una cosa así? Acudir con traje de noche, junto con la alta sociedad londinense y parte de la aristocracia inglesa, a un estreno de ópera era algo que no podría repetir en su vida.
Se enfrascó en sus clases durante toda la mañana, mirando de reojo a sus compañeros. Bufff, menuda farsa. ¿Ir de viaje de estudios con aquellos chicos y chicas? Ni pensarlo. A pesar del escaso nivel social de su hermano y familia, Tamara ganaba bastante dinero que no declaraba, pues no le era posible. Tenía muchas “donaciones” que debía guardar en casa para que el fisco no metiera las narices. Así que, lentamente, Tamara estaba convirtiéndose en toda una esnob. Sus compañeros de clase, chicas en su mayoría, la verdad, pues sólo había tres hombres en su curso, eran mayores que ella. Universitarias sin trabajo, amas de casa que buscaban un trabajo complementario, o jóvenes esposas aburridas en busca de algún aliciente.
No había trabado amistad con ninguna de ellas, desde el comienzo del curso. Ninguna la atraía, ni como posible amante, ni como amiga. Así que se limitaba a acudir a clase, hacer sus tareas, y procurar retomar su trabajo a la menor oportunidad.
Fue durante una tarde en casa de los Kiggson, ocupándose del pequeño Stan, cuando conoció a Marion. Eleonor, la señora Kiggson, había invitado a la nueva esposa de lord Arthur J. Bekseld a tomar el té. Lady Marion Bekseld resultó ser una mujer dinámica y muy versada en artes, de una treintena de años. Reemplazaba a la segunda esposa del lord, que se había separado de él por incompatibilidad de caracteres. El esposo, un rico mujeriego empedernido, le doblaba casi la edad a su nueva esposa, pero se mantenía aún en plena forma.
Lady Bekseld no dejó de lanzarle miradas sesgadas desde el mismo momento en que Eleonor las presentó. Tamara jugaba con Stan en el extremo del salón, intentando que se comiera una papilla de frutas. Las incesantes miradas de Lady Bekseld la ponían nerviosa. La mujer llevaba el cabello caoba recogido en un elaborado moño y vestía un traje de chaqueta y falda tubular muy elegante. Tomaba la taza del té con todo el protocolo necesario, dedo meñique levantado, y no cruzó las piernas ni una sola vez. Se notaba que había sido instruida en un colegio para señoritas.
Se decía que pertenecía a la nobleza menor, y que había vivido todo el tiempo con su anciano padre, impartiendo clases a señoritas. Pero Tamara podía ver el hambre en sus oscuras pupilas, cada vez que la miraba. Poseía un perfil clásico, digno de aparecer acuñado en una moneda de una libra. Nariz agresiva y algo afilada, barbilla adelantada, gruesos labios en una boca grande y simpática, y unos ojos negros, grandes y algo rasgados.
Llegó un momento en que, con una excusa, se llevó al pequeño del salón, sólo para recuperar la tranquilidad.
Al día siguiente, recibió una llamada de un número que no conocía. Se trataba de ella, de Lady Bekseld, asombrosamente.
—    Espero que no te importe que la señora Kiggson me haya dado tu número.
—    No, está bien – respondió Tamara, deleitándose en aquella voz perfectamente modulada y con una dicción académica. — ¿Qué desea, Lady Bekseld?
—    Oh, por favor, querida, Lady Marion es mucho mejor. No me envejezcas prematuramente – el tono fue jocoso, pero contenido. – Me gustaría invitarte a tomar el té, digamos, ¿mañana?
Tamara repasó mentalmente sus compromisos. Podía modificarlos fácilmente.
—    Sí, por supuesto será un placer – acabó respondiendo. – Pero…
—    Oh, el motivo es puramente social, querida. No tengo hijos con los que puedas ayudarme. Pero Eleonor me ha hablado espléndidamente de ti y me gustaría conocerte. ¿Quién sabe? Puede que decida quedarme en buen estado si nos entendemos.
Tamara no supo decir si hablaba en serio o no.
—    Está bien, Lady Marion. Allí estaré.
—    Me alegro muchísimo. Aún no conozco a nadie aquí y, en confianza, la familia de mi esposo es muy aburrida – el restringido resoplido de Lady Marion la hizo sonreír.
Cuando colgó, Tamara repasó, una a una, las implicaciones que aquella invitación traería. Estaba dispuesta a aceptarlas todas y eso la hizo sonreír, traviesa.
Al día siguiente, Tamara subió a la colina Rubbert, la zona más cara y elegante de Derby, donde se ubicaba la casa familiar de los Bekseld. Una madura doncella, con acento latino, la hizo pasar hasta una coqueta salita del ala del segundo piso. Lady Bekseld la esperaba allí, vestida con una blusa marfil, un jersey rosa echado sobre los hombros, y un pantalón blanco que delineaba sus piernas, esta vez cruzadas.
Con una sonrisa, se levantó, besó a Tamara en las mejillas, como si fuesen amigas de toda la vida, y la hizo sentarse a su izquierda, compartiendo el mismo diván. Sirvió té para las dos y le ofreció un dulce de suave nata.
—    ¿Sabes? Pensaba vivir en Londres cuando me casé con Arthur – le confesóLady Marion, de repente. – Tiene un buen apartamento en Maple Street. Pero estaba más interesado en sus caballerizas que en la vida social, así que nos venimos a Derby.
—    Las caballerizas Bekseld son famosas, Lady Marion – indicó Tamara.
—    Sí, lo sé, por eso no protesté. Pero aquí, querida, languidezco, en esta casa solariega, con estos familiares tan… — no completó la palabra que tenía en mente, pero aún así, Tamara la entendió. – Así que, cuando te vi, me recordaste a mis alumnas, y sentí un franco interés por tu persona.
—    Muchas gracias, señora, pero… no soy nada especial. Sólo soy una chica que hace de nanny para pagarse los estudios.
—    Pero me han dicho que era muy buena como niñera – alzó un dedo Lady Marion.
—    Bueno, los niños se me dan bien – se encogió de hombros Tamara.
—    ¿Qué estudias?
—    Puericultura.
—    Era de esperar – se rió la señora y Tamara se dio cuenta del sutil maquillaje que llevaba, apenas unas pinceladas para resaltar sus rasgos. — ¿Qué hay de tu familia?
Y sin saber por qué, Tamara se lo contó todo, desde el accidente de sus padres, a vivir con su hermano en Derby. Le contó cómo se sentía, qué echaba de menos, qué había descubierto viviendo en el interior del país, y, por último, su especial amistad con su cuñada. No contó nada de la relación que mantenían, pero no hizo falta. Lady Marion la atrapó al vuelo.
A partir de aquel momento, las dos mujeres compartieron sus pensamientos, su forma de ver la vida, sus particulares filosofías, y, como no, sus gustos más secretos y recónditos. Claro que no sucedió en la misma tarde, pero al cabo de dos o tres sesiones de té, se lo habían contado ya todo.
A poco que Lady Marion le tiró de la lengua, Tamara admitió mantener relaciones no sólo con su cuñada Fanny, sino con algunas señoras maduras de lo más respetable. Lady Marion pareció entenderlo perfectamente, y, a su vez, le contó su aprendizaje lésbico en el internado para señoritas. Era algo de lo más normal entre aquellos muros, algo que venía haciéndose desde al menos doscientos años. Las chicas allí recluidas se solazaban entre ellas, lejos de la tentación de los hombres y de la posibilidad de un embarazo. Se mantenían puras para sus futuros compromisos sociales, y, al mismo tiempo, aprendían sobre el amor, la morbosidad, y la lujuria, sin peligro alguno.
Claro estaba que eso condicionaba ciertamente a muchas de ellas. En su caso, la mantuvo célibe cuando se ocupó de su viejo padre en vez de buscar un marido. Ahora, a la muerte del viejo, tuvo la suerte de conocer a lord Beksield, lo que la ayudó a consolidar fortuna y posición, pero sólo era una cuestión de interés. Su vida amorosa y sexual había tomado, desde hace tiempo, otro camino, en compañía de chicas jóvenes y curiosas que acogía como alumnas.
Sólo con aquellas horas de conversación, de picantes confesiones, y risueños intercambios de chismes locales, Tamara regresaba a casa muy excitada, y prendida de deseo por aquella mujer. Debía tumbarse en su lecho y masturbarse largamente para calmar su lujuria e imaginación.
Lady Marion aún no la había tocado, a pesar de la entrega y deseo de Tamara. Sólo hablaba y hablaba, haciendo que su mente se liberara y viajara a mundos imposibles, a situaciones que la señora le exponía con todo detalle. Entonces, un día, sin previo aviso, le dijo que tenía invitaciones para el Royal Opera y que su marido no quería ni escuchar hablar del asunto. ¿Qué le parecía si la acompañaba al estreno, las dos solas?
Bueno, era como si Santa Claus descendiera y te preguntara si habías sido bueno… ¿contestarías que no lo habías sido?
De ahí había surgido la idea de un viaje de estudios a Londres. Su hermano no preguntaría nada más, ni debía pedir permiso para ausentarse de casa, ni para viajar. Ya era mayor de edad. Sólo quería acompañar a lady Marion a la ópera, por encima de cualquier otra cosa.
Tamara se compró un traje de noche, rojo cereza, con una larga apertura en un costado, y unos zapatos a juego, gastándose algo más de novecientas libras, pero no le importó. Tenía que estar lo más guapa posible para lady Marion.
Se dieron cita en la estación de Derby, el viernes tras el almuerzo. Subieron a un tren de cercanías y se sentaron en un departamento vacío. El tren llevaba poca gente, más bien vendría lleno de regreso, trayendo a todo aquel que estuviera trabajando o estudiando en la capital. Charlaron y tomaron té que la señora traía en un elegante termo. Tamara se enteró que dormirían en el Mandarín Oriental de Hyde Park, uno de los hoteles más lujosos de Londres, con vistas al parque real y a Knightsdridge. ¡Compartirían una habitación para las dos! Desde luego, estaba entusiasmada con la aventura.
Un taxi las llevó desde la estación al hotel y Tamara se quedó muda con la habitación, y eso que era una de las más normalitas del hotel. Por la ventana, entre cortinajes ocres y amarillos, se veía la espesura y algunos caminos de Hyde Park. Una gran cama, donde cabían, al menos, tres personas, surgía de un cabezal con dosel, a juego con las cortinas. Una mesita auxiliar, de estilo victoriano, se adosaba a la pared, con una silla de alto respaldar al lado. Dos cómodos sillones, en tono vino tinto, completaban el mobiliario. Más allá, un baño espacioso, con ducha de mampara redonda, y armarios de mimbre blanco.
—    ¡Joder! ¡Aquí podría vivir perfectamente! – exclamó Tamara, saltando sobre la cama.
—    Esa boca, niña – la reprendió lady Marion.
—    Disculpe.
—    Si quieres refrescarte, hazlo. Vamos a salir de compras.
—    ¿De compras?
—    Claro, Piccadilly está ahí, a continuación – sonrió la señora, señalando a su espalda.
Lady Marion la arrastró hasta Piccadilly Circus en un frenético recorrido, de tienda en tienda. Entraron en Lillywhites, bucearon entre los percheros y estantes de HMV, rastrearon ofertas en Virgin Megastore, y, finalmente cenaron en la terraza de un pub, junto al London Pavilion.
Cuando regresaron al hotel, ambas estaban cansadísimas, rotas por la caminata y el trajín. Se ducharon por turnos y se metieron en la gran cama. Lady Marion la acunó en sus brazos y, tras un beso de buenas noches, se durmieron inmediatamente.
* * * * * * * * *
Al día siguiente, tras desayunar en el hotel, salieron a recorrer los caminos de Hyde Park y los vecinos jardines de Kensington, hasta la hora del almuerzo que tomaron en una encantadora taberna bajo el puente de Chelsea.
Tras esto, regresaron al hotel, donde Lady Marion la dejó echando una siestecita sobre la cama, mientras que la señora acudía a Southwark a atender ciertos asuntos de familia. Regresó dos horas antes del estreno. Tamara ya la esperaba duchada y envuelta en una gran y mullida toalla. La señora la recompensó con un fugaz beso y se excusó por haber tardado tanto. Desapareció en el interior del cuarto de baño. Mientras tanto, Tamara se arreglaba el pelo ante la pequeña cómoda con espejo.
Una hora más tarde, Lady Marion llamaba a recepción para que le pidieran un taxi, mientras devoraba con los ojos la figura de la joven. Tamara estaba de pie ante ella, posando frente el espejo, enfundada en el vertiginoso vestido rojo que había traído. Una pierna pálida y perfecta, puesta de relieve por el zapato de alto tacón, se mostraba en todo su esplendor a través de la larga raja del vestido. La tela se pegaba obscenamente a su esbelto cuerpo. La mujer se preguntó si llevaría ropa interior bajo aquel vestido, porque no se señalaba absolutamente nada. Inconscientemente, Lady Marion se relamió.
Se echaron por encima unos abrigos rutilantes, propiedad de lady Marion, y descendieron al vestíbulo, para salir a la calle, donde un taxi las esperaba, pacientemente. Tenían el tiempo justo para llegar al coctel de bienvenida del teatro real, donde los que eran algo en la sociedad, podían lucirse a placer.
Una vez allí, entre toda aquella gente vestida de gala, de esmóquines y pajaritas, de barbillas levantadas, y otras poses hedonistas, Tamara se sintió algo atribulada, al menos, hasta que la dama empezó a presentarla como su última pupila.
Sonaba tan convincente en boca de Lady Marion… ¡Una pupila! ¡Su alumna!
Y Tamara sonrió y estrechó manos; sonrió e hizo dignas reverencias cuando fue necesario. Lady Marion la felicitó por ello, y las copas de champán aparecían en su mano como por arte de magia. Tamara se dejó llevar por aquel momento mágico y único en su vida, sintiendo que la felicidad anidaba en su pecho.
Un carillón la sacó de su sueño. Sonaba dulcemente pero, a la vez, insistente.
—    Debemos entrar, querida, la función va a comenzar – musitó Lady Marion en su oído, tomándola del brazo.
Un hombre vestido de valet victoriano se les acercó, y tras una inclinación de cabeza, les dijo:
—    Señoras, permítanme que las lleve a su palco.
—    ¿Palco? ¿Tiene un palco? – abrió desmesuradamente los ojos Tamara.
—    Por supuesto. Pertenece a mi familia desde hace más de cien años – sonrió la dama.
—    Vaya…
El susodicho palco no era muy grande y era uno de los más alejados del escenario, pero seguía siendo un palco privado, con sus cortinajes y sus mullidos asientos de terciopelo rojo. La puerta de acceso se encontraba detrás de un exquisito biombo de madera de cerezo, recubierto de la misma tapicería que había en las paredes, lo que le hacía prácticamente invisible. Un cómodo diván se encontraba pegado a la pared, así como una mesita baja con silenciosas ruedas.
—    Tráiganos una botella de champán Ruissier, por favor – le pidió la dama al valet, deslizando un billete de diez libras en su mano. – Ah, y un par de refrescos también, por favor.
—    Sí, Madame.
—    Es precioso – musitó Tamara, mirando el anfiteatro, de pie y una mano apoyada en el murete de la balconada del palco.
—    Sí que lo es. A pesar de haber reconstruido el teatro varias veces, se ha intentado mantener el escenario y el anfiteatro lo más parecido al original – explicó Lady Marion, colocándose a su lado.
Abajo, el público iba llenando las dos vertientes de asientos, entre carraspeos, arrastre de zapatos, cuchicheos, y saludos. Las damas llevaban las manos ocupadas con libretos, diminutos bolsos, o bien anteojos de los más dispares estilos.
—    No te preocupes, hay anteojos debajo de los asientos – le dijo Lady Marion, adivinando su preocupación. – Vamos, siéntate.
Las dos tomaron asiento en las sillas dispuestas contra el muro norte, o sea la esquina más abierta del palco, desde la cual se podía ver el escenario casi al completo, salvo una pequeña porción del extremo este. Las sillas, más bien pequeños sillones, estaban alineados oblicuamente para que un espectador no molestara al otro. Lady Marion ocupó el que quedaba contra la pared y Tamara el siguiente, quedando delante de su posible “mentora”.
Otros dos sillones se encontraban a su lado, completando el número máximo de espectadores del palco. El valet llamó a la puerta y entró, portando una gran bandeja de acero sobre la cual temblaba un cubo de hielo con una botella en su interior, y un par de latas de refresco más comerciales. Lo dispuso todo sobre la mesita rodante que llevó al lado de la dama, apartando uno de los sillones. Cabeceo respetuosamente y se retiró en silencio.
Lady Marion abrió la botella y sirvió un par de copas, al mismo tiempo que las luces del teatro se apagaban. Un minuto después, cuando se aquietaron las toses y murmullos del público, se pudo escuchar el golpeteó de la baqueta del director sobre su atril, y la orquesta inició la obra suavemente. El telón se alzó y los primeros cantantes y actores salieron a escena.
Tamara aplaudió, emocionada por asistir a su primera ópera, aunque fuera una obra difícil como Los pescadores de perlas, de Georges Bizet. Sin embargo, y a pesar de consultar el libreto, poco después empezó a perderse entre los dúos de tenores y barítonos y las intervenciones de un potente coro.
—    ¿Qué te está pareciendo, Tamara? – le preguntó Lady Marion, inclinándose sobre ella.
—    Un tanto lioso, milady.
—    No te preocupes, a veces suele aburrirme también – le confesó la señora, acariciándole el pelo en la penumbra.
—    Pero, de todas maneras, es fantástico. No sólo la ópera en sí es el espectáculo, ¿no?
—    Así es, jovencita. Este mundo es un sutil caleidoscopio, lleno de brillos y espejos rutilantes – le dijo la dama, justo al oído, antes de lamer suavemente su lóbulo.
Tamara se estremeció, pues llevaba casi dos días esperando el momento que la dama eligiera para tocarla. Bueno, realmente eran más de dos días, más bien tres semanas repletas de una tremenda tensión sexual que acababa llevándose a casa. Pero parecía que la espera había terminado.
Dejó que su espalda se recostara más sobre el respaldar y entrecerró los ojos, más atenta a las suaves caricias que procedían de atrás, que al escenario de delante. Por otro lado, la sinfonía mecía todas sus fibras interiores en un continuo crescendo, como si armonizara totalmente con aquellos finos dedos que acariciaban su nuca y cuello.
La cálida punta de lengua seguía haciendo diabluras en su oreja, descendiendo en ocasiones por la línea de su maxilar. En un momento dado, la dama se lanzó a su cuello, cual vampiresa ansiosa, para sorber la suave piel y marcar su territorio dulcemente. Tamara gimió con la caricia, alzando una mano y acariciando la mejilla de Lady Marion.
—    Te noto muy receptiva, Tamara – susurró la señora.
—    Lo que estoy es muy cachonda – contestó Tamara. – Tanto que creo que me he puesto a gotear.
—    Es el único momento en que me gustan las palabras soeces, mi querida flor. Cuanto más vulgar seas, más me excitaras…
—    Puedo ser… muy… muy guarra, milady – dijo entre un suspiro la rubita, notando como aquellos dedos bajaban lentamente hasta el escote de su vestido.
—    Eso espero, putilla, porque me he contenido hasta este momento, esperando la ocasión de realizar una de mis fantasías: poseer una de mis alumnas en la ópera. Y por Dios que estoy dispuesta a hacerlo ahora mismo…
Los dedos de Lady Marion se deslizaron bajo el sutil tejido, comprobando que no había sujetador alguno que contuviera los medianos senos de Tamara. El tierno pezón se endureció al mínimo contacto, irguiéndose como un mágico hito. Los dedos de la señora se atarearon inmediatamente en él, pellizcándolo, manoseándolo, hundiéndolo en la carne, y haciendo que el estremecimiento se repitiera en el cuerpo de Tamara.
—    Oh, mi señora – balbuceó la rubita, acariciando el dorso de la mano que exploraba sus senos, y luchando con la otra para no llevarla entre sus apretados muslos. Sabía que no debía tocarse, pero lo necesitaba urgentemente.
—    Tranquila… no te muevas demasiado… aquí nuestras siluetas son visibles. Déjame que te explore, sin prisas…
Las dos manos de Lady Marion se apoderaron de sus tetas, ésta vez por encima del vestido. Las comprimió y aplastó, como si estuviera moldeando la joven carne. Tamara encogía el torso cuanto podía cada vez que aquellas manos apretaban con fuerza. Estaba ardiendo como si tuviera fiebre y sentía la boca muy seca. Con un gemido, se lo dijo a la señora, quien, con una perversa sonrisa, llenó las copas y le dio de beber.
El champán estaba fresquísimo y lo trasegaba como si fuese agua, aunque era totalmente consciente de que estaba cada vez más achispada. Se rió con esa idea… ¿Qué más daba? Estaba enloquecida por el deseo de que la señora abusara totalmente de ella, que la arrastrara por el más abyecto fango del vicio, que la humillara…
—    Ven al diván – le susurró la dama, tomándola de la mano y poniéndola en pie. – Allí no nos verá nadie.
Nada más sentarse en el mullido asiento, las caderas de ambas bien juntas, la mano de la dama se deslizó por la pierna de Tamara que quedaba al aire. La recorrió lentamente, acariciando la sedosa media y ascendiendo hacia su objetivo final. Tamara introdujo su nariz en el hueco del cuello de la señora, conmovida por aquella caricia. Gimió contra la fragante piel al sentir los dedos sobre su entrepierna.
Lady Marion enredó sus dedos en la minúscula prenda íntima que se había puesto la chica, un tanga de talle alto, tan estrecho que apenas cubría el pubis. Pasó las uñas suavemente por éste, totalmente depilado, y sonrió. La enloquecían aquellos coñitos lampiños y delicados, expositores de la mayor inocencia para ella.
Su dedo corazón bajó más, notando la humedad que se desbordaba de la joven vulva. Tamara no la había mentido, estaba realmente muy excitada. Eso la animó a buscar su boca en la oscuridad. Tamara la recibió con intensa alegría, entregándole su lengua. Ambas se entregaron a un dulce juego bucal, lento y suave, sin prisas. Desde luego, la joven sabía besar, utilizando su lengua muy hábilmente.
Tamara, a medida que atrapaba la lengua de su mentora y la succionaba con pasión, se había abierto de piernas completamente, para que aquella mano que la estaba trastornando no tuviera problemas de acceso. Sus caderas comenzaron a moverse, a girar y contraerse, a bailotear de forma obscena, a medida que el placer se adueñaba de ella.
—    M-me voy… a correr… señora – musitó contra los labios femeninos.
—    Lo sé, putilla… tu coño me está apretando el dedo como si fuese una boca… córrete, Tamara, córrete para mí…
Las palabras de su mentora acabaron por detonar su lujuria y, con un largo gemido, se dejó caer en los brazos de la más sublime sensación que un ser humano pudiera experimentar. Posó una mano sobre la de su mentora, para apretar su coñito en el lugar idóneo para ella, para alargar un segundo más el orgasmo, mientras que la boca de la señora aspiraba sus quejidos amorosos.
—    Oh, milady – suspiró Tamara, fundida en los brazos de la señora, tras recuperarse.
—    ¿Estás bien?
—    En el cielo, señora.
—    Pues es hora de que bajes al suelo, cariño. ¡Hala, de rodillas!
Lady Marion la empujó hasta quedar arrodillada en el suelo, entre las piernas abiertas de la señora. La rubita la miró a los ojos, apenas visibles en las sombras, y dejó que los dedos peinaran su cabello.
—    Vas a comerte mi coño, ¿verdad? Todo, todito – le susurró.
—    Oh, sí, señora… tengo mucha hambre – sonrió Tamara.
Las manos de la chica remangaron el largo vestido de Lady Marion, dejando asomar las medias oscuras que volvían casi invisibles sus piernas, y finalmente, la franja de carne pálida, surcada por la lengüeta del liguero. Se inclinó sobre la entrepierna de la señora, aspirando el aroma que impregnaba la prenda íntima, tan negra como las medias.
—    Quítamelas – musitó Lady Marion.
Tamara no se lo hizo repetir. En cuanto la señora cerró sus muslos, deslizó la prenda interior piernas abajo hasta sacarla por completo, dejándola olvidada en un extremo del diván. Tamara separó aquellos macizos muslos con las manos y se le pasó por la cabeza, como un relámpago, encender la luz de su móvil para admirar aquel coño. Deseaba contemplarlo en toda su magnificencia, regodearse en la visión de la voluptuosidad que tocaba. Era un coño rollizo, de labios mayores abultados, y los menores debían ser largos, pues al tacto parecían ocultar la entrada a la vagina. Los abrió con los dedos de una mano mientras que la otra jugueteaba con el corto vello que coronaba aquella maravillosa gruta.
Hundió su lengua con ansias, repasando los labios en diversas pasadas que culminaban sobre el inflamado clítoris. Lady Marion crispó todo su cuerpo y exhaló un dulce quejido de gozo. Sus dedos se hundieron en el dorado cabello de su pupila, tironeando de su cabeza a placer. Tamara, con los ojos bien cerrados, intentaba profundizar todo lo posible con su lengua. De vez en cuando, aspiraba el clítoris con fuerza, haciendo que su señora casi se levantase del diván, con los ojos girados al techo.
Cuando le metió el pulgar en el coño, Lady Marion se corrió entre pequeños saltitos que sus nalgas dieron sobre la aterciopelada superficie.
—    Aaah, querida, qué bien lo has hecho – musitó tras una pausa. Tamara aún seguía arrodillada, pero ahora descansaba la mejilla sobre uno de los muslos de la señora.
—    ¿Le ha gustado, señora?
—    Mucho, criatura… en verdad tienes un don para devorar entrepiernas – sonrió en la oscuridad.
—    Gracias, milady. ¿Quiere que siga?
—    Ahora prefiero una copa de champán.
Tamara se puso en pie y sirvió dos copas. Una vez sentada a su lado, la señora brindó silenciosamente con la chica. Comenzó el aria del barítono y se dejaron mecer por sus trinos y notas altas, y por la vorágine de los violines al terminar.
—    Tenemos que adecentarnos. Se acerca el descanso del entreacto – le dijo al oído la señora. – Después tendremos otra hora para gozar como locas…
Tamara se rió.
* * * * * * * * *
Permanecieron silenciosas en el taxi que las llevaba de vuelta al hotel. Sus mejillas estaban encendidas y sus ojos brillaban, pero no se sentían en absoluto satisfechas. Todo aquel manoseo y goce en la oscuridad las había enardecido aún más. Lo que deseaban era contemplarse, la una a la otra, desnudarse a la luz de una lamparita, de unas velas… visionar el cuerpo deseado, y acariciar hasta el último rincón. Deseaban yacer sobre una cama, envueltas por sus propias caricias incontroladas, y poder mirarse a los ojos cuando llegara el clímax.
Nada más llegar a la habitación, se despojaron de los altos tacones y se subieron a la gran cama, entre risas. De rodillas, se abrazaron, se miraron a los ojos, y comenzaron a besarse sin pausa. La saliva llenaba sus bocas, se derramaba por sus comisuras a medida que la pasión las consumía.
Tamara se decidió la primera y quitó el vestido de la señora por encima de su cabeza, dejándola tan sólo con una preciosa combinación negra, de seda. En respuesta, Lady Marion desanudó los rojos tirantes, dejando que el escote del vestido de Tamara se abatiera, revelando los desnudos senos.
A continuación, la señora tiró del cuerpo de la joven, dejándola tumbada de espaldas sobre la cama, la cabeza apoyada contra sus piernas dobladas. De esa forma, las manos de Lady Marion se apoderaron de los enhiestos pezones de la chiquilla. La señora era una experta en atormentar pechos, hasta el punto de hacer gozar a más de una de sus amantes tan sólo dedicándose a esa zona, y Tamara tuvo la dicha de comprobarlo.
El cuello de la joven se movía, llevando la cabeza de un lado a otro, mientras la señora amasaba sus senos con fuerza para luego tironear del pezón con fuerza, como si así el pecho volviera a su sitio tras la presión. Jamás había tenido los pezones tan duros y erguidos. Los senos estaban enrojecidos, con marcas de dedos que se pondrían cárdenas al día siguiente, pero, en aquel momento, a las dos les daba igual. Eran auténticas fieras sexuales.
Tamara tenía el vuelo del vestido en la cintura, dejando sus abiertas piernas al aire. Las bandas elásticas de sus medias se habían aflojado, haciendo que el tejido resbalara de sus muslos. Instintivamente, llevó una mano a la entrepierna, acariciando su vulva sobre la tela de su prenda íntima. Lady Marion observó este movimiento y abandonó los torturados senos. Posó una mano sobre la rodilla izquierda de la rubia, para abrir aún más sus piernas, y deslizó el dedo índice de su otra mano sobre el tanga.
Tamara, con un quejido, apartó la prenda para que la señora pudiera tocar su sexo sin trabas. Automáticamente, el dedo de Lady Marion se posó sobre el sensible clítoris de la chica, haciéndola botar. Aprovechó la inclinación de la señora para destaparle un seno de la tenue combinación y llevárselo a la boca, totalmente embravecida.
Los pechos de Lady Marion eran pesados, en forma de pera, y con un grueso pezón oscuro, del que se apoderó ávidamente. Lo mordisqueó suavemente, convirtiendo el pecho en una ubre que colgaba sobre ella. Hubiera deseado que la señora estuviera embarazada y poder lactar de ella. Por su parte, la señora gemía y bamboleaba sus pechos, sin dejar de friccionar el coñito sin vello. Del clítoris a la vagina, y viceversa.
 Sin poder resistirlo más, Tamara elevó los brazos, atrapando la nuca de la señora y tirando de ella. Bajó su cabeza hasta encajarla entre sus piernas, indicándole, sin palabras, que adoptara una posición ideal, un sesenta y nueve.
Lady Marion no se hizo rogar, su lengua se encargó del chorreante coño que tenía delante, al mismo tiempo que se ponía de rodillas y colocaba sus caderas sobre el rostro de su pupila. Tamara cambió el pecho de la señora por su coño, admirando, por primera vez, el perfecto rombo que había formado con el vello del pubis. Sonrió, abrió con sus dedos la vagina, y recogió, con la lengua, dos perlas de humor que amenazaban con caer sobre su barbilla.
Poco tardaron en ondular, las dos, las caderas, electrizadas por las lenguas insaciables. Lady Marion suspiraba fuertemente, como si resoplara a cada movimiento de su pelvis. Tamara, en cambio, había entrado en una espiral de suaves quejidos ininterrumpidos, a metida que sus caderas se agitaban en espasmos cada vez más bruscos.
Ambas se corrían como golfas rematadas, pero ninguna quería abandonar el coño de la otra, empalmando pequeños orgasmos que se sucedían cada medio minuto.
Lady Marion fue la primera en rodar a un lado, jadeando, necesitada de un descanso. Tamara se quedó en el mismo sitio, relamiendo los jugos que le corrían por toda la cara. Sonrió cuando la señora alargó la mano para apresar la suya.
—    ¡Me vas a matar, putilla! Nadie me había comido tanto tiempo el coño…
—    Nunca me había corrido tres veces seguidas, sin parar – se encogió de hombros Tamara.
—    Dios, somos perras – se rió la señora.
—    Yo siempre me siento como una perra.
—    Entonces, me has contagiado – bromeó Lady Marion.
—    ¿Quiere que la contagie un poco más? – preguntó Tamara, alzándose sobre un codo y mirándola.
—    ¿Qué pretendes?
—    Verla desnuda, señora, del todo – dijo, avanzando a cuatro patas hasta ella y tironeando de su negro y corto camisón.
También la despojó de las medias y del liguero, y luego se desnudó ella misma. Colocó a su señora arrodillada y la cabeza sobre las sábanas, el culo respingón y provocativamente alzado. Entonces, hundió el rostro en la gran raja del culo, apoderándose del esfínter y aspirando su acre olor cuando consiguió abrirlo.
Lady Marion agitaba su trasero en el aire, mientras sus dedos se aferraban como garfios a la prenda de la cama. Tenía los ojos cerrados y la boca abierta, babeando y gimiendo sin cesar.
Cuando los dedos de la rubita la penetraron, tanto por su ano como por la vagina, y antes de caer en el más puro paroxismo, la señora se hizo la firme promesa de encontrar una forma para mantener a aquella ninfa en su vida, aunque le costase el divorcio.
 
 
 
                                                                       Continuará…
 
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