CASANOVA: (13ª parte)
CAPÍTULO FINAL:

Desde luego, estás hecho un sinvergüenza – dijo Dickie.

Mi institutriz y yo estábamos en la cama de su dormitorio, sudorosos y agotados tras una de nuestras tórridas sesiones de sexo, que cada vez más habitualmente, complementaban las lecciones de enseñanza que ella impartía.
Había pasado una semana desde mi “reconciliación” con Marta y Marina, periodo que pasé absolutamente agotado, pues ahora que los impedimentos parecían haber desaparecido, todas las chicas de la casa habían entrado en celo a la vez, así que pasaba más tiempo hundido entre los muslos de una mujer que haciendo cualquier otra cosa.
Y era peor cuando la afortunada era mi prima o mi hermana, pues ellas, decididas a que no se reprodujeran las tensiones anteriores, siempre acudían a mí en pareja, con el consiguiente esfuerzo físico que eso suponía.
Pero eso sí, yo estaba absolutamente feliz. Todo me marchaba bien. Tenía a mi disposición un impresionante harén de hermosas mujeres no sólo dispuestas, sino absolutamente deseosas de hacérselo conmigo, a lo que se unía la complicidad por parte de mi abuelo, el absoluto desconocimiento por parte paterna (o al menos eso aparentaba mi padre) y una madre que hacía la vista gorda.
Pero esa mañana, después de una hora bastante intensa en la cama de Dickie, una pequeña nubecilla apareció en el horizonte en forma de frasecita de la inglesa:

¿Estás bien Oscar? Te encuentro un poco cansado.

Eso me dijo la muy puñetera después de que me derrumbara agotado sobre ella tras correrme sobre su estómago. Ella, por su parte, parecía no haber alcanzado los cien orgasmos habituales que solían acometerla cuando estábamos juntos, sino sólo cincuenta, y claro, con su delicadeza habitual, tuvo que hacerme notar que yo no estaba en plena forma. Hirió mi orgullo masculino (el objeto más frágil del universo).
Decidido a que se tragara sus palabras, me zambullí entre sus muslos, comiéndole el coño como un poseso, masturbándola con las dos manos hasta lograr que se corriera como una burra. A ella le encantó el tratamiento, pero ni por esas logré que mi polla despertara de nuevo.
Dolido, me tumbé junto a ella y comenzamos a charlar. Yo, deseoso de justificarme, le expliqué todos los avatares de la última semana y fue eso lo que provocó su comentario.

Desde luego, estás hecho un sinvergüenza.

Tenía razón.
Helen, lejos de escandalizarse al averiguar que me estaba beneficiando a mi prima y a mi hermana (“Ya lo sospechaba” – me dijo), me aconsejó que me tomara la vida con más calma, que ese ritmo que llevaba iba a acabar conmigo.

Mientras pueda morirme aquí – dije juguetón, hundiendo el rostro entre sus tremendas tetas.
Ja, ja – rió ella – Muy ladino, pero hoy no has estado tan bien como siempre.

La puta que la parió. Sabía perfectamente que Dickie decía aquello para hacerme rabiar, para molestarme y reírse así un poco de mí. Y lo cierto es que lo consiguió.
Traté de poner buena cara y reírle la broma, pero por dentro no paraba de darle vueltas a que ella tenía razón. Yo había sembrado vientos y ahora recogía tempestades. Había seducido a un montón de mujeres una por una y ahora tenía a un atajo de ninfómanas persiguiéndome a todas horas, de forma que me encontraba permanentemente derrengado porque, claro, ellas me perseguían y yo me dejaba atrapar.
Y las peores eran Marta y Marina, pues con las demás contaba con la inestimable ayuda del abuelo, que se las trajinaba a base de bien, pero mi primita y mi hermana eran cosa sólo mía y cada vez que nos lo montábamos me follaban como si fuera la última cosa que iban a hacer en la vida. Carpe Diem.
Continuamente me tenían liado con excursiones a caballo, en bicicleta, paseos los tres solos. Incluso me hicieron ir a “enseñarles” el refugio de cazadores en el que sucedió mi aventura con Andrea. Casi lo echamos abajo.
No me malinterpreten, no podía ser más feliz en aquellos días, pero es que tenía las pelotas tan secas que al andar no las notaba. No iba a poder aguantar mucho más. Ni el vigor de la juventud ni leches.
Salí del cuarto de Dickie un poco enfurruñado, sin hacer caso de las miraditas cómplices y las risitas que me dedicaba Loli, que casualmente estaba limpiando el polvo en el pasillo y que sin lugar a dudas había estado con la oreja bien pegada a la puerta oyendo cómo yo conquistaba Inglaterra.
Bajé al recibidor y como aún faltaba un rato para almorzar, salí a la calle a despejarme. Iba dándole vueltas en la cabeza a mi problemilla. Se me ocurrían soluciones de lo más peregrinas, comer más, hacer más ejercicio, comprarme un látigo para mantenerlas alejadas, mudarme lejos… Estupideces, en fin.

¿Qué pasa Oscar?

Levanté la vista sorprendido y me encontré con Antonio que llevaba un par de cubos de agua.

Buenas, Antonio. ¿Adónde vas con eso? – respondí yo.
¿Con los cubos? Voy a echarle una mano a Nicolás. Tenemos que limpiar bien el coche, porque este fin de semana es la verbena del pueblo y tu abuelo quiere llevarlo.
¡Ah, pues os ayudo!

Cogí uno de los cubos que llevaba Antonio y ambos nos dirigimos a la parte lateral de la casa, donde había construido un pequeño techado para el coche. Allí esperaba Nicolás, el dueño de una monumental polla de 30 centímetros capaz de enloquecer a la más casta de las mujeres.
La situación con Nico no había mejorado mucho desde que le sorprendí en la cocina con María. Él no sabía nada acerca de mi plan de acoso al ama de llaves, pero sí era consciente de que yo conocía su “enorme secreto”. Por eso, últimamente me evitaba continuamente. Se veía que no estaba cómodo a mi lado, le daba vergüenza. Era otro asunto que había que solucionar.
Nico había sacado el coche de debajo del techado, para no mojar el suelo dentro. Al ver que yo también me aproximaba, el rostro del chofer se oscureció visiblemente. Antonio notó que algo raro pasaba, pero muy prudentemente, se abstuvo de hacer ningún comentario. Yo, por mi parte, decidí aparentar que nada pasaba, así que alegremente me uní a las operaciones de limpieza.
Más tranquilo al ver que yo no me sentía incómodo con la situación, Nico comenzó a repartir instrucciones entre los dos: tú limpia los faros, tú trae más agua, el cristal delantero, quita el polvo… En fin, que nos cundió bastante el trabajo.
Fue un rato agradable, allí los tres trabajando al sol. Antonio y yo no parábamos de cotorrear y bromear, e incluso Nico participó un poco en la conversación. Poco, eso sí, pero eso no era raro pues no era muy hablador.
Justo cuando terminábamos, Marina llegó en mi busca para avisarme de que la comida estaba lista. Me despedí de mis compañeros y regresé con mi hermana a la casa. Cuando doblamos la esquina del edificio, de forma que nadie podía vernos, Marina aprovechó para darme un buen pellizco en el culo.

¿Qué tal te lo has pasado en clase? – dijo.
¿Eh?
Pues espero que no demasiado bien, porque esta tarde vamos a ir a buscar espárragos.

Dios mío.

¿Andrea también viene? – pregunté indeciso, puesto que si mi prima mayor venía, entonces era que de verdad íbamos a buscar espárragos.
No, que va. ¿Es que no tienes bastante con nosotras?
Me muero – pensé.

Durante el almuerzo, que engullí con ganas, mi mente empezaba a madurar un plan. Era un tema que ya había considerado antes y no lo había puesto en práctica por un poco de egoísmo. Me explico.
Un tiempo atrás se me había ocurrido la idea de reunir en una habitación a Nico y a Dickie, la polla mayor de la comarca con la zorra mayor de Inglaterra. Estaba seguro de que si lo lograba, a ambos iba a encantarles el plan, porque entregarle a Dickie tamaño instrumento era el mejor regalo posible y darle a cualquier hombre la posibilidad de acostarse con semejante mujer… sobran las palabras.
Pues eso, que si hasta ahora no había intentado llevar a la práctica ese plan era por temor a que una vez que Helen hubiera catado el manubrio de Nico, quizás no quisiera saber nada más de mí. Y de eso nada (egoísmo puro).
Pero ahora yo andaba tan cansado que necesitaba ayuda para atender a mis “obligaciones”, y si lograba tener satisfecha a Dickie… mucho habría adelantado.
Y es que Dickie era la clave. Con Marta y Marina no había nada que hacer. Tenía que estar disponible para ellas cada vez que se les antojase, porque por nada del mundo quería yo que volviesen a enfadarse conmigo (y por nada del mundo hubiera renunciado yo a hacérmelo con aquellas diosas). Con las demás criadas no había tanto problema, porque aunque me perseguían (y me pillaban) siempre cabía la posibilidad de esquivarlas y evitar situaciones comprometidas (a no ser que no me apeteciera hacerlo y me dejara atrapar). Pero con Dickie no había escapatoria posible, pues cada mañana pasábamos horas a solas encerrados en su habitación, y cada vez que la señora tenía ganas de marcha acabábamos encamados, porque era absolutamente imposible resistirse a aquella mujer (amén de que yo no quería resistirme).
Pues eso, que estaba dándole vueltas a la idea de que si lograba tener satisfecha a Helen, podría descansar mucho más y estar en mejor forma para todas las circunstancias que fueran presentándose, y si algo era capaz de tener satisfecha a Dickie… sin duda era la polla de Nicolás.
La tarde transcurrió maravillosamente bien, aunque yo regresé sin ningún espárrago y completamente destrozado, mientras que las chicas traían una sonrisa de oreja a oreja.
Mentalmente iba dándole vueltas a mi plan, y en eso pasé el resto de la tarde hasta la hora de cenar, porque la verdad es que no me quedaban fuerzas para nada más.
A la mañana siguiente desperté completamente dispuesto a ejecutar mi plan, así que me tomé un buen desayuno y me dirigí a clase. Por fortuna, Helen se apiadó de mí y aquella mañana nos dedicamos tan sólo a las clases, cosa que agradecí bastante.
En cierto momento, me mandó realizar una serie de ejercicios en mi cuaderno, y yo empecé a mantener una charla intrascendente con mi maestra mientras los hacía.

¿Sabes? – dije en cierto momento – Ayer estuve ayudando a Nico y a Antonio a lavar el coche.
Estupendo – contestó Helen, sin prestarme mucha atención.
Y Nico me dijo una cosa muy curiosa.
Ya veo – dijo ella sin hacerme ni caso.
Estuvimos hablando de las chicas que hay en la casa.
Ahá.
Ya sabes, sobre cual está más buena, la que tiene mejores tetas…
Ay, todos los hombres sois iguales – dijo la institutriz enfrascada en la lectura de unos papeles.
Pues Nicolás dijo que sin lugar a dudas tú eras la mujer más bella no sólo de la casa, sino de toda la región.

Al decir esto, logré que por fin Helen se fijara en mí. Alzó la vista bastante sorprendida y dijo:

¿Cómo?
Lo que has oído. Por lo visto le gustas a Nicolás. ¿No lo sabías?
Anda niño, no digas más tonterías y termina esos ejercicios.

Tras decir esto, Dickie volvió a sumergirse en sus papeles, pero yo noté que la había puesto un poco nerviosa. Y es que todas las personas nos parecemos en esto. Si nos dicen que le gustamos a alguien… no podemos evitar pensar en él.
La primera parte de mi plan estaba lista. La segunda fue igual de fácil, pues consistió simplemente en mantener una charla parecida con Nicolás, dejando caer que me había dado cuenta de que Helen miraba con “ojitos” al bueno de Nico. Él me dio un coscorrón y dijo que no me burlara, pero yo noté que se quedó un tanto intranquilo.
En los siguientes días pude ver cómo mi plan iba dando sus frutos. Era divertido observar lo incómodos que se sentían Nico y Helen cada vez que se encontraban. Se saludaban entrecortadamente y se marchaba cada uno por su lado, consiguiendo así que pensaran que yo les había dicho la verdad.
Bueno, aquello había que dejarlo madurar y yo así lo hice. En alguna ocasión, charlando con alguno de ellos me preguntaron como quien no quiere la cosa acerca de las palabras exactas que el otro había pronunciado. Ya saben “Oye, Oscar, ¿qué fue lo que dijo la señorita Dickinson de mí?” o “¿En serio dijo Nicolás eso? No parece propio de él”. Y yo juraba y perjuraba que todo era cierto.
Pero llegó el fin de semana y tuve que interrumpir mis planes, pues se avecinaba un acontecimiento bastante importante: las fiestas del pueblo.
Todos los años esperábamos con ilusión las festividades de la patrona, pues el pueblo entero se engalanaba para la ocasión, celebrándose una gran verbena, con baile incluido. La familia acudía todos los años, y nos pasábamos todo el día de fiesta, bailando y comiendo, hasta bien entrada la madrugada. Algunos años habíamos regresado a casa al amanecer, después de una juerga tremenda.
Y no sólo nosotros teníamos ganas de ir a la verbena, sino que todos los mozos jóvenes de la región estaban deseando que fuéramos, pues durante las fiestas, todas las chicas del servicio tenían el día libre, con lo que de pronto aparecían en el pueblo un montón de mocitas hermosas y bastante cachondas.
El sábado nos levantamos temprano para acicalarnos. La mayor parte de las criadas no estaban ya en casa, sino que se habían marchado la tarde anterior para pasar la noche en casa de sus familias. Esto se hacía porque no teníamos medios de transporte suficientes para irnos todos a la vez al pueblo, aunque yo estaba convencido de que no hubieran faltado voluntarios para venir a recogerlas.
Nos vestimos todos con nuestras mejores galas. Las chicas estaban preciosas, con sus vestidos veraniegos estampados. La verdad es que aquella mañana no me hicieron mucho caso, pues estaban bastante excitadas con la perspectiva de pasarse el día coqueteando y enloqueciendo a los mozos del lugar.
Por fin, a media mañana nos pusimos en marcha. Nicolás conducía el coche, en el que iban mis dos primas y mi hermana en la parte de atrás y tía Laura en el asiento del acompañante. Por desgracia no había ninguna razón para que fuera yo también allí, pues me hubiera encantado montarme en el coche con las chicas, allí bien apretadito.
Así que tuve que conformarme con ir en mi caballo, como siempre, acompañado del abuelo, que montaba el suyo.
Papá fue el encargado de conducir el carro, acompañado de mamá, de Mrs. Dickinson, Brigitte y María, únicas empleadas sin familia en la región, por lo que habían permanecido en casa.
La marcha fue muy alegre y divertida, las chicas incluso llegaron a animarse a cantar, haciéndolo tan mal que nos reímos todos a gusto. Yo cabalgaba al lado del abuelo, manteniendo con él una de nuestras charlas, ya saben, principalmente acerca de mujeres.
Por fin, llegamos al pueblo. Dejamos los caballos en un establo que había a la entrada de la villa, cuyo propietario lo ponía a disposición de los visitantes durante las fiestas. Allí dejamos también el carro y el coche.
Todos juntos nos dirigimos a la plaza mayor, donde estaba organizada la verbena. Todo estaba decorado; había guirnaldas y farolillos por todas partes, flores en las ventanas, banderitas, cadenetas… La gente se aglomeraba allí, charlando y riendo. Aún era temprano, así que la banda del pueblo aún no había empezado a tocar, pero alguien había llevado un viejo gramófono que tocaba pasodobles, con lo que algunas parejas se habían arrancado a bailar.
Había puestos con comida, golosinas, garrapiñados y algodón dulce, había tenderetes de bebidas, con unos enormes cubos llenos de barras de hielo, donde mantenían enterradas las botellas de vino y cerveza.
Todo era algarabía y diversión y nosotros, obviamente, pronto nos dejamos arrastrar.
Entonces eran otros tiempos, no había tantas oportunidades de salir por ahí a divertirse, así que teníamos que aprovechar bien las que se presentaban. Enseguida nos repartimos cada uno por su lado, deseosos de disfrutar de la fiesta.
Durante la mañana, me encontré con varias de las chicas, que me obligaron a bailar con ellas. Fue divertidísimo ver las caras de envidia de los mozos mientras me marcaba un buen pasodoble con Vito y con Mar. Y claro, yo disfruté enormemente del bailecito, ya que, dada la diferencia de estatura, mi mejilla quedaba cómodamente apoyada sobre los senos de mi compañera de baile de turno. La gloria.
Así transcurrió la mañana, entre juerga, risa y baile. Había llegado incluso a beberme un vasito de vino (entonces no había tantas tonterías como ahora acerca del alcohol, que es como todo en la vida, bueno si es en pequeñas dosis). Entonces conocí a Néstor.
Era un chico un par de años mayor que yo, que andaba por allí zascandileando. Me hizo gracia, pues me di cuenta de la forma en que miraba a las chicas guapas con las que se cruzaba. Me di cuenta entonces de que estaba echándole mal disimuladas miradas a mi primita Andrea, que en ese preciso momento bailaba con mi padre.
Decidí acercarme a él, para hacer un nuevo amigo, cosa que a esas edades es mucho más sencilla.

Guapa ¿eh? – le dije simplemente acercándome.
¡Uf! Guapísima.
Es mi prima Andrea. Si quieres te la presento.

Él me miró sorprendido un segundo. Después sonrió.

No, gracias. No sabría ni qué decirle. Sólo soy un crío.
Me llamo Oscar – dije.
Yo soy Néstor.
Encantado.
Lo mismo digo.

Y ya está. Entre dos chavales no hace falta mucho más para conocerse. Pasamos el resto de la mañana juntos, correteando por ahí y pasándolo bien, especialmente espiando a las chicas.
A mí me hacía gracia todo aquello, pues Néstor era un adolescente en plena efervescencia, y todo lo que se asemejara al revuelo de una falda lo atraía. Además, dada su absoluta falta de experiencia, me sorprendía muchas veces con comentarios absolutamente inocentes y descabellados.
Pero claro, yo no le corregía en nada, pues no hay mejor manera de estropear una amistad que andar siempre diciéndole al otro que se equivoca y que no sabe nada acerca de un tema.
Pues así seguimos toda la mañana, charlando y caminando entre los puestos. Hacíamos comentarios un tanto machistas en cuanto se nos cruzaba una chica guapa, ya saben, principalmente acerca de su volumen mamario o de la redondez de su grupa y de cuánto nos gustaría verificar esas medidas por nosotros mismos.
Inevitablemente la conversación derivó hacia las chicas del servicio de mi casa, pues en cuanto Néstor se enteró de dónde vivía yo, comenzó a bombardearme con preguntas sobre las chicas, pues la casa de mi abuelo era muy conocida en la región (y su fama de mujeriego también).
Cada vez que nos encontrábamos con una de las chicas, yo le decía a Néstor su nombre y las saludaba para ver cómo mi amigo se ponía verde de envidia al ver que tenía tanta confianza con aquellas beldades. Yo me reía interiormente al ver cómo el chico miraba boquiabierto cada vez que una de las chicas me daba un beso en la mejilla o me preguntaba si quería bailar.
Entonces se me ocurrió darle una pequeña alegría. Y en buena hora se me ocurrió, pues eso sería el inicio de una aventurilla muy provechosa.

Oye, Néstor – le dije – ¿Te gustaría bailar un poco con una de ellas?
¿Yo? – dijo incrédulo – ¡Tú estás loco! ¡Me moriría de vergüenza! ¡Además, no sé bailar!
Vamos, no seas tonto. Que ninguna te va a comer. ¡Mira! Allí está Loli. Es simpatiquísima y le encanta bailar.

Y salí corriendo hacia donde estaba la criada, charlando con otras mocitas del pueblo y luciendo palmitos ante un grupo de jóvenes que la miraban embobados.

Hola guapetón – me dijo al verme llegar – Por fin te has pasado a saludarme, que me tienes abandonada.
Hola Loli – le dije – Muy buenos días – dije dirigiéndome a sus compañeras de charla.
Mira el niño, qué educadito – dijo una.
Buenos días a ti también, nene – dijo otra.

Sí, sí, nene. Si ellas supieran…

Loli, ¿puedes venir un segundo? Quiero pedirte una cosa.
Claro, cariño… – respondió la doncella.

Ambos nos apartamos unos pasos y yo le susurré a la muchacha:

Loli, guapa, ¿por qué no te marcas un baile con mi amigo?
¿Con tu amigo? – dijo ella, sorprendida.
Sí… Verás, es que es un poco tímido.

Loli alzó la mirada y le echó un buen vistazo a Néstor, que no sabía donde meterse.

El pobre nunca ha bailado con una chica. Y he pensado que… bailando con una chica tan guapa como tú…
Ya veo – respondió ella.
¿Entonces? ¿Lo harás?
Claro, hombre. Ve y dile a tu amigo que se acerque.
Gracias Loli. Y ya sabes…
¿Qué?
Haz que se acuerde del baile durante mucho tiempo – dije sonriente.

Ella no respondió, pero la extraña luz en sus ojos me indicó que había comprendido.

Vamos Néstor – dije acercándome a mi amigo.
¿Adónde? – dijo él, haciéndose el tonto.
A bailar con las chicas.
¿En serio?
Claro hombre. Loli dice que eres muy guapo y que no le importa bailar una canción contigo.
Venga ya.
Que sí chico, en serio.

Y de un tirón lo arrastré hasta donde esperaba Loli.

Vaya, vaya, tu amigo es muy guapo – dijo la criada en tono zalamero.
Gr… gracias – balbuceó Néstor.
Ven, hombre… que no te voy a comer…

Diciendo esto, Loli se agarró al pobre Néstor, haciendo que colocara una de sus manos en su cintura, peligrosamente cerca de su trasero. Néstor, tieso como un palo y colorado como un tomate, procuraba mantener la cintura apartada de Loli mientras bailaban, sin duda porque alguna parte de su cuerpo había despertado, pero lo único que conseguía era que Loli se pegara todavía más, frotando bien su muslo contra el chico.
Yo, por mi parte, me estaba marcando un bailecito con Mar, que pasaba por allí, aunque en nuestro caso era yo el que me frotaba disimuladamente contra el muslamen de mi pareja, con el consiguiente sofoco de la chica.

Oscar, que nos van a ver – susurraba Mar mientras trataba de mantenerme alejado.
Me importa un huevo – pensaba yo mientras me pegaba más.

El baile duró sólo unos minutos, pero estoy seguro de que a Néstor se le hicieron eternos. Cuando terminó, todos aplaudimos a la banda y yo, tras despedirme de Mar con un beso en la mejilla, fui en busca de mi amigo. Fue entonces cuando me di cuenta de que, entre las parejas que bailaban, destacaba la preciosa Helen acompañada de mi buen amigo Nicolás. Je, je, la cosa marchaba.
Me reuní con Néstor a un lado de la plaza, y la expresión del chico (un tanto ida), me demostró que se lo había pasado realmente bien.

¿Qué? ¿Te ha gustado bailar con una chica? – le pregunté.
Tío, ha sido la ostia.
Je, je.
Macho, incluso le he tocado un poco el culo…
¿De verdad?
Sí – dijo él asintiendo vigorosamente – ¡Y no veas cómo se pegaba!
Es que a Loli le gusta mucho bailar.
¡Ah! ¿Se llama Loli?
¿No te lo ha dicho ella?
Sí, creo que sí, pero sentía un zumbido en las orejas y no me enteraba de nada de lo que decía.

Yo me reí con ganas de aquello, mientras Néstor me miraba divertido.

¿De qué te ríes? – me dijo levemente picado.
De ti, tío – respondí riendo – Tienes menos experiencia que yo con las chicas.
¿En serio? ¿Acaso has visto unas tetas alguna vez? Porque yo las veo siempre que quiero.

Aquello me interesó bastante.

¿De veras? ¿Las tetas de quién?
No puedo decirlo – dijo Néstor poniéndose serio.
Venga, tío. Que yo he hecho que bailaras con Loli. Y yo quiero ver tetas.

De hecho, yo SIEMPRE quería ver tetas.

¿Levas pasta? – me soltó de sopetón.
¿Pasta?
Sí, Oscar, pasta, dinero.
No, si te he entendido, pero ¿para qué?
Pues para poder ver tetas – dijo como si fuera la cosa más natural del mundo.

Aquello me sorprendió bastante.

¿Tú pagas para poder ver tetas?
Claro, no seas crío. Conozco a una chica que te las enseña por un real.

Os parecerá una tontería, pero, aunque yo era todo un experto en materia de mujeres, el pagar por estar con una era algo que no se me había ocurrido.

¿Te refieres a una puta? – pregunté inocentemente.
No, tío, Margarita no es ninguna puta. Es sólo que enseña las tetas a cambio de dinero. Pero sólo a la gente que es de su confianza.
Que tiene dinero, vaya – pensé sin equivocarme demasiado.
Entonces ¿qué? ¿tienes dinero o no?
Sí, claro, mi abuelo nos da dinero para la verbena.
Pues si quieres la buscamos y ya verás.
Pues vamos.

Néstor me miraba un poco sorprendido, supongo que le extrañaba la tranquilidad con que yo me tomaba la posibilidad de ver un par de tetas. Él, en cambio, se mostraba cada vez más nervioso a medida que nos movíamos por el pueblo en busca de la tal Margarita. Dimos unas cuantas vueltas por la plaza, hasta que, de repente, Néstor localizó a la chica.

¡Allí está exclamó!
¿Dónde?
¡Allí, junto a aquella puerta!

Como un rayo, salió disparado hacia donde se encontraba la chica, aunque, cuando le faltaban 15 o 20 metros para llegar adonde estaba ella, frenó bruscamente, avanzando muy despacio.
Alcancé a Néstor y me puse a su lado, echando un buen vistazo a la chica. En realidad había varias apoyadas en la pared junto a la puerta de una casa, pero mi instinto me indicó claramente quien era Margarita.
Sorprendentemente (pues no tenía muchas esperanzas) era una chica bastante atractiva. Tendría unos 18 años, 1,60, pelo castaño rizado suelto sobre la espalda. Vestido de flores, un tanto ajado y una expresión pícara en su semblante que hizo que un escalofrío recorriera mi columna. Lentamente, saboreaba una manzana bañada de caramelo, lo que le daba un toque de lolita la mar de excitante.

Aquí va a haber tema – pensé.

Nos acercamos lentamente a la chica, mientras ella nos echaba un desinteresado vistazo, como si no le importara un bledo nuestra presencia. Nos paramos delante suya, mientras ella fingía ignorarnos. Torpemente, Néstor comenzó a negociar la transacción.

Ho… hola Margarita – balbuceó.
Hola – dijo ella sin mirarle siquiera.
No sé si te acuerdas de mí. Soy Néstor, el primo de Bartolo.
Sí, creo que me suenas de algo.

Néstor tragó saliva antes de continuar.

Bueno, me preguntaba si querrías que… ya sabes, si quieres que te invite a algo.
¿Y tu amigo? – dijo la chica señalándome con la barbilla.
Yo también quiero invitarte a “algo” – dije con retintín.

Ella abrió un poco los ojos, sorprendida por mi aplomo. Supongo que estaba acostumbrada a tratar con críos salidos a los que manejaba a su antojo, pero yo intuía que a ella le iba otra cosa.

¿Tenéis dinero para “invitarme”? – dijo ella imitando mi tono.
Cla… claro – acertó a contestar Néstor.
¿Y tú?
Por supuesto preciosa. Suficiente para “invitarte” a lo que quieras – respondí con descaro.
Pues vamos – dijo ella dándole un último bocado a su manzana – Toma, acábatela tú.

Tras decir esto, entregó el resto de la manzana a una de las chicas que la acompañaban, las cuales nos echaban miraditas mientras se reían, cuchicheando entre ellas.
Nos pusimos en marcha, con Margarita a la cabeza de la comitiva. Yo me mantenía ligeramente retrasado, para poder admirar el trasero de la chica, que se mecía con el suave compás que las mujeres saben imprimir a sus caderas cuando quieren. Néstor, un poco más tranquilo, trataba de conversar con la chica, pero ella le contestaba sólo con monosílabos, mientras de reojo me controlaba a mí. Aquello me gustó.
Como el que no quiere la cosa, fuimos apartándonos de la algarabía del pueblo, metiéndonos por las calles que se alejaban de la plaza. Cada vez nos cruzábamos con menos gente, hasta que, de pronto, Margarita se detuvo frente a un portal.

A ver, primero quiero ver el dinero.

Néstor y yo le mostramos unas cuantas monedas, él forcejeando nerviosamente con el bolsillo de sus pantalones, yo calmado y reposado. Satisfecha al ver que no íbamos de vacío, Margarita continuó.

¿Es de fiar? – preguntó refiriéndose a mí.
Claro – respondió rápidamente Néstor, que ya olía el par de tetas – Ya sabes que mi primo me recomendó a ti y yo no traería a nadie que se chivara.
Pues no sé yo si el Bartolo es muy de fiar.

A Néstor se le hundía el suelo bajo los pies.

Va… vamos Margarita, sabes que…
Anda, déjalo – le interrumpí – Además, dudo mucho que lo que hay debajo de ese vestido valga un real.

Néstor me dirigió una mirada asesina.

Vaya, vaya con el pimpollo. Así que vas de sobrado… – dijo la chica – Seguro que ves un par de tetas y te cagas en los pantalones.
No creo que eso pase – respondí con aplomo – Además sigo diciendo que las tuyas no son para tanto.

Mientras decía esto, mi mano se disparó hasta los senos de Margarita, sobándolos un segundo. Ella, tras la sorpresa inicial, me soltó un bofetón con bastante mala leche, pero yo, que sabía perfectamente cómo iba a reaccionar la chica, la sujeté por la muñeca y deposité en su mano dos monedas de un real. Después, con los años, he visto esa misma escena unas cuantas veces, en el cine. No se crean lo que cuentan los guionistas de Hollywood, eso lo inventé yo.

Serás cabrito – siseó Margarita.
¿Por qué? – respondí desafiante – Te he pagado el doble ¿no? Lo justo es que me des un poco más.

Ella me miró con ojos ardientes, deseosa de que me partiera un rayo, pero entonces sus ojos se fijaron en las dos relucientes monedas de su mano y su enfado dejó paso a la mentalidad empresarial.

Bueno, vale, pero como el enano éste vuelva a propasarse le meto un sopapo que…
Sí, vale, vale, lo que tú quieras – respondí yo.

Néstor me miraba con una mezcla de sorpresa y respeto. No entendía cómo yo era capaz de portarme así con la chica.
Margarita, tras echar sendos vistazos a los lados de la calle para asegurarse de que no nos veía nadie, sacó una llave de un bolsillo y abrió la puerta. Nos hizo entrar rápidamente y cerró la puerta tras de sí.
Penetramos en el portal de la casa. Se trataba de un pequeño edificio de tres plantas, en el que había un total de seis viviendas. El portal era espacioso, con una escalera que llevaba a los pisos superiores, y al fondo, tapada parcialmente por la escalera, había una puerta que daba al patio común, y junto a ella, una ventana cerrada que supuse daba al mismo patio.

¿Tú vives aquí? – pregunté a Margarita, aunque ya sabía la respuesta al verla usar la llave.
¡Shist! – me indicó la chica – Si haces un ruido más se acabó el negocio.
Tranquila – respondí – Aquí no hay nadie. Todo el mundo está en la verbena.

Margarita se dirigió al fondo del portal, junto a la puerta del patio. Sin esperarnos, se metió bajo el hueco de la escalera, desapareciendo de nuestra vista.

Vamos – dijo Néstor muy nervioso – Ahí es donde nos las enseñará.

Con calma, seguí al chico, que parecía a punto de cagarse de miedo. Nos juntamos en el hueco de la escalera, justo bajo la misma, que era bastante más grande de lo que parecía desde la entrada.
Allí, esperándonos, estaba Margarita, con la espalda apoyada en la pared, aunque no podía verla con claridad, pues dentro había poca luz.

Bueno, terminemos rápido – dijo la chica.

Noté que comenzaba a desabrocharse los botones de la pechera del vestido, pero allí debajo no se veía bien, así que protesté.

Oye, aquí no se ve nada. Hay muy poca luz.
Pues te aguantas – me espetó la moza.
Eso, Oscar, no incordies – me dijo Néstor, nervioso por si yo fastidiaba lo bueno.
De eso nada – continué en mis trece – te he pagado muy bien para ver qué escondes ahí debajo, y aquí no se ve nada.

Me di la vuelta y abrí un poco la ventana del patio, dejando entrar un rayo de luz que deshizo las tinieblas.

¡Cierra ahí, idiota! – exclamó Margarita – Si hay alguien en el patio nos pillará.
Te repito que hoy todos están en la verbena. ¿Lo ves? ¡Nadie!

Mientras decía esto abrí la ventana de par en par, inundando el portal de luz. Margarita dio un gritito, cerrándose con las manos el vestido que ya se había abierto parcialmente.

¡Cierra! – gritó.
Vaya, ya no te preocupa que nos oigan ¿eh? – dije sonriendo.

A pesar de mi tono irónico, le hice caso y entorné la ventana, dejando penetrar sólo la luz suficiente para no perderme detalle del espectáculo.

¡Yo me largo de aquí! – exclamó Margarita abrochándose los botones – ¡Malditos críos!
Pe… pero Margarita… – balbuceaba Néstor, que veía que su oportunidad de ver pechuga se esfumaba por momentos.
¡Ni Margarita ni ostias! ¡Putos mocosos del demonio!

Serenamente, me planté delante de la chica.

Bien, si quieres lo dejamos, pero devuélveme el dinero.
¡Y una mierda te voy a devolver! ¡Quítate de en medio o te calzo dos tortas!
Hazlo y no tardo ni un minuto en contar por todo el pueblo la manera que tienes de ganar dinero.

Se quedó petrificada. Me miró fijamente, más asustada que enfadada, con lo que comprendí que se había tragado mi farol.

Bueno – dijo tratando de aparentar calma, para demostrar que seguía siendo ella quien controlaba la situación – Tienes razón, me has pagado y yo necesito el dinero.

Margarita había decidido ignorar mi amenaza, haciendo como si no se hubiese producido. Entendí que aquello era lo que más miedo le daba a la chica: que se enterasen de que se exhibía por dinero.

Muy razonable – dije tratando de poner paz – Así seguro que nos entenderemos.

Margarita reculó, metiéndose de nuevo bajo la escalera. Sin esperar más, volvió a desabrocharse los botones del vestido y pronto quedó al descubierto su sujetador, de color blanco, tosco, muy alejado de las finezas que yo a acostumbraba a ver en mi casa.
La chica estaba dotada de un buen par de senos, de piel ligeramente tostada, aunque se adivinaba su tono mucho más pálido en la parte tapada por las copas. No eran ni de lejos las más espectaculares que había visto, pero de sobra bastaron para comenzar a meterme en situación.
Margarita, coqueta ella, nos permitió contemplar sus bellezas cubiertas por el sostén durante un rato, disfrutando de la admiración que despertaba, especialmente en Néstor, cuyos ojos se salían de las órbitas. Entonces notó que yo no me admiraba tanto como mi amigo, así que su ego hizo que me preguntara:

¿Qué? ¿Se te ha comido la lengua el gato? Te has quedado mudo.
No, en absoluto – respondí sin dudar – Es que esperaba algo un poco mejor.

El chispazo de enfado que brilló en sus ojos me hizo comprender que había logrado mi objetivo de ofenderla. Néstor también me miró sorprendido, pero sólo un segundo, pues en seguida volvió a clavar sus ojos en los pechos de la chica.

Ya, seguro – dijo Margarita riendo – Apuesto a que son las primeras que ves en tu vida.
Si quieres creer eso… tú misma – respondí – Pero te aseguro que las he visto mucho mejores.
¿En serio? ¿Mejores que estas?

La chica ya estaba abiertamente enfadada, así que, sin perder un segundo se desabrochó el sostén y se lo quitó, sin más ceremonias, dejando sus domingas al aire, con lo que pude constatar que no estaban nada mal.
Agarrándose una con cada mano, Margarita se las levantó, haciendo que apuntaran hacia mí desafiantes, mientras exclamaba:

¿Y ahora qué, niñato? ¿Qué te parecen? ¿Eh?
No están mal – respondí muy tranquilo – Aunque te repito que las he visto mejores.

Margarita no supo qué responder, desconcertada. Acostumbrada a tratar con mozos salidos del pueblo que se la comían con los ojos, de pronto se encontraba con un crío que no temblaba ante su sola presencia y que se dirigía a ella con total aplomo. Sin comprender lo que pasaba, sólo se le ocurrió una peregrina explicación:

Pe…pero ¿tú eres maricón o qué?

Entonces fui yo el ofendido. Decidí que aquella mujer no se me escapaba viva.

¿Maricón? ¿Yo? ¡En cuanto quieras te hago una demostración de lo maricón que soy!

Cuando crecí y maduré, dejó de importarme lo que la gente pudiera pensar de mi condición sexual, pero, a aquellas edades, era algo muy importante para mí que se supiese lo macho que yo era. Especialmente con un amigo delante que me miraba como si aquello explicara mi extraño comportamiento con la chica.
Margarita, contenta pues notó que aquello me había molestado, se sintió una vez más dueña de la situación, y comenzó a pavonearse, haciendo oscilar sus pechos frente a mí, mientras se burlaba.

Claro. Ahora lo entiendo – me decía – Es normal que no te gusten.

Mientras decía esto, balanceaba las caderas en lo que según ella debía ser una danza provocadora, logrando únicamente que sus pechos bambolearan de un lado a otro, cosa que a Néstor parecía encantarle.

Te doy dos reales más si me dejas tocarte – le espeté de pronto.
¿Qué? – exclamó Margarita, sorprendida, deteniendo el bailecito.
Que te doblo el dinero si me dejas que te toque.

Margarita dudó un instante, pues 4 reales era mucho dinero en aquella época.

Estás loco – susurró dubitativa.
Venga – insistí – Si soy maricón. ¿Qué más te da? Es para saber lo que se siente tocando a una mujer.

Sabiendo bien de qué pié cojeaba aquella chica, saqué las monedas del bolsillo y se las mostré a Margarita, que mantenía fija la mirada en las relucientes monedas. Mientras, Néstor contemplaba estupefacto la escena, sin decir esta boca es mía.
La chica seguía dudando, así que le di el arreón final.

Pensándolo mejor… te doy una peseta entera.

La chica me miró estupefacta.

Pero me tienes que dejar que toque donde quiera.

Para quien no lo sepa, una peseta eran 4 reales, lo que unido a los dos que ya le había dado, sumaban una peseta y media. Un jornalero, trabajando de sol a sol en el campo podía ganar 3 pesetas en un día.

Mentira – acertó a decir la chica.

Presuroso, deslicé las monedas en el bolsillo y busqué una de peseta, que lancé a la chica sin dudar. Ella, aún sorprendida por el giro de la situación, no atinó a cogerla, por lo que la moneda cayó al suelo, rodando hasta chocar con la pared, donde se detuvo.
Margarita, despertando, se agachó para cogerla, con lo que sus senos quedaron colgando como racimos de uva. Aquello contribuyó a excitarme. Me iba gustando la situación.
La chica examinó la moneda, como si temiera que fuese falsa, olvidándose por completo de que seguía con las tetas al aire, regalándonos a Néstor y a mí unos segundos extra de espectáculo.
Tras pensárselo unos instantes, alargó la mano, devolviéndome la moneda.

No puedo, no soy una puta.

Yo estiré mi mano, pero no recogí la moneda, sino que deposité otra peseta en la suya.

No seas tonta, nadie dice que seas una puta. Nos metemos debajo de la escalera y me dejas que te toque unos minutos. Después nos vamos y nadie se enterará de nada. Dinero fácil.
¿Y éste? – dijo señalando a Néstor.
Néstor es buen chico. No dirá nada.

Como vi que Néstor iba a decir algo, me apresuré a añadir.

Además, bastará con que le dejes tocarte un poquito y ya será cómplice, con lo que no podrá delatarnos ¿verdad?

Néstor decidió que mi idea era mejor que la suya, así que se limitó a asentir vigorosamente.

¿De verdad me vas a dar las dos pesetas? – preguntó Margarita, ya derrotada.
Y también los dos reales de antes.

Margarita se lo pensó unos segundos más, aunque yo sabía que ya se había decidido. Supongo que lo hacía para dar la impresión de que se resistía, pero tanto dinero era demasiada tentación para ella.

Pero sólo tocar ¿eh? – susurró.
Tocar… y lo que tú quieras – respondí enigmáticamente.

Ella me miró, dubitativa por mi respuesta, pero yo no le di tiempo a que se lo pensara dos veces.

Vamos bajo la escalera.

Por fin dócil y obediente, Margarita, se dirigió al hueco bajo la escalera, visiblemente nerviosa, aunque su estado no era nada comparado con el manojo de nervios que era el bueno de Néstor, que probablemente aún no se creía lo que estaba pasando.
Tranquilamente, me metí también bajo la escalera, donde me esperaba Margarita, que se había colocado al fondo, donde menos luz había. No me importó.

Sólo tocar – repitió temblorosa la chica, que por fin había comprendido que junto a ella no estaba un simple niño, sino un hombre con pensamientos muy adultos en la cabeza.

Con dulzura, posé mi mano sobre su seno desnudo, acariciándolo tenuemente. Me sorprendió constatar su dureza y el estado de sus pezones, con lo que comprendí que la situación estaba empezando a hacer mella en la chica.
Usando mis expertos dedos, comencé a estimular sus senos, trazando delicados círculos a su alrededor, haciendo que alcanzaran su grado máximo de excitación, endureciendo sus pezones, sensibilizándolos con mis caricias.

Umm.

El tenue gemido de Margarita, me demostró que era muy sensible a mis maniobras, acostumbrada quizás a la rudeza de algún afortunado mozo del pueblo (para mí estaba claro que no era virgen), percibí que aquel modo lento y sensual de hacer las cosas era el camino apropiado para hacerme con la chica.
Justo entonces, Néstor reunió el valor suficiente para actuar y de pronto noté que sus manos comenzaban también a sobar las tetas de la chica. Ella, sorprendida por la súbita intromisión, se tensó notablemente, demostrando que las torpes manos del chico no le agradaban precisamente.

Así no tonto – le aleccioné – Con suavidad, como si fuesen la cosa más delicada del mundo.

A pesar de la oscuridad, pude notar que mis palabras habían agradado a Margarita. Le gustaba sentirse deseada, tratada con cuidado y cariño.
Néstor, intentaba seguir mis consejos, pero su nerviosismo, lo dificultaba mucho. Con torpeza, tironeaba en demasía los delicados pechos de Margarita, lo que no le gustaba a la chica, aunque he de reconocer que, tratando de hacer honor a nuestro acuerdo, se dejaba hacer sin quejarse.
Comprendiendo que Néstor iba a ser más bien una molestia, decidí aprovechar sus nervios para librarme de él.

Así mira.

Mientras decía esto, mis labios se apoderaron de uno de los pezones de Margarita, estimulándolo delicadamente con la lengua. Ella pareció ir a protestar, pero la habilidad con que yo le lamía el pezón hizo que sólo fuera capaz de gemir sensualmente, lo que provocó que un conocido escalofrío de excitación recorriera mi espalda. Yo ya estaba a punto.
Ya con más confianza, Néstor se apoderó del otro pezón, dándole sonoros chupetones, como si fuese un bebé tragón, siendo cada vez más brusco, descontrolándose, hasta que sucedió lo que yo esperaba.

Ahhhhh – gimió Néstor mientras se apartaba de Margarita, respirando agitadamente.

Al apartarse, salió de debajo de la escalera, con lo que la luz le iluminó mejor. Pude ver así la mancha que se había formado en sus pantalones, a la altura de la entrepierna, signo evidente de lo que le había sucedido al pobre chico.
Un empujón más y nos librábamos de él.

¿Te has meado o qué? – le dije en tono jocoso.

Sé que fue un poco cruel y que no mucho tiempo atrás yo hubiera estado igual de nervioso que él, pero me apetecía hacer disfrutar a aquella chica un rato, sin prisas, y Néstor estaba resultando un incordio.
Avergonzado, el chico se dio la vuelta sin decir palabra, hacia la entrada del portal, pero estaba cerrada con llave.

Si quieres puedes salir por la puerta del patio – dijo de pronto Margarita.

Néstor, avergonzado, no levantó la mirada del suelo y abrió la puerta, que sí estaba abierta, cerrando tras de si al salir.

Pobrecito – susurró la chica.

Un ramalazo de remordimientos me sacudió, sabía que no me había portado bien con Néstor, pero… a mi lado tenía una hermosa mujer con la que me faltaba un pelo para conquistarla. Ya arreglaría las cosas con Néstor.

Sí, pero no te olvides que gracias a ti ha disfrutado de una verbena inolvidable – le respondí.

La magia del momento había menguado un tanto, pero yo me sabía sobradamente capacitado para recuperarla.
Lentamente, regresé a la oscuridad bajo la escalera, donde me esperaba una hembra deseosa.

Sólo tocar – dijo ella por tercera vez.

Su boca decía una cosa, pero yo sabía que a esas alturas Margarita estaba más que dispuesta a montárselo conmigo. El dulce tratamiento a que había sometido sus pechos le mostró que, sin duda, bajo aquella escalera estaba el más experto amante que ella jamás hubiese tenido.
Con delicadeza, comencé a acariciar de nuevo sus senos, haciéndole recuperar poco a poco el nivel de calentura de minutos antes. Jugueteé con sus sensibles pechos durante un par de minutos, y me aproximé más hacia ella.
Apretando mi cuerpo contra el suyo, hice que la chica notara mi dureza contra su muslo, haciéndole comprender que mis intenciones iban mucho más allá de un simple magreo en el portal. Ella, lejos de escandalizarse, deslizó lujuriosamente su muslo sobre mi erección, demostrándome que estaba más que de acuerdo con mis maniobras.
Mis labios no buscaron esta vez sus pezones, sino que buscaron los suyos en la oscuridad, aunque para ello tuve que ponerme de puntillas. Habilidosamente, mi lengua se abrió paso en su boca, enredándose con la suya, comprobando así que la chica tenía bastante práctica en esas lides.
Mis manos se perdieron en su espalda, abrazándola y acariciándole vigorosamente el trasero por encima del vestido, comprobando que su grupa era tan firme y apetitosa como lo eran sus pechos. Mientras, sepulté el rostro en su cuello, besando y lamiendo por todas partes. Me entretuve en el lóbulo de su oreja, pues parecía que le gustaba mucho a la chica.
Entonces me di cuenta de una cosa. Quitando el leve roce de su muslo sobre mi falo, Margarita no colaboraba en demasía en mis maniobras, dejándose hacer, sí, pero sin tomar la iniciativa en nada. Extrañado, le pregunté directamente.

¿Es que no vas a hacer nada?
¿Hacer el qué? Si ya lo haces todo tú solo.

Su respuesta me dejó un poco parado. Aquella chica me desconcertaba un poco. Decidí que iba a aplicarle mis mejores artes, para lograr que aquella tarde en el portal fuera para ella un recuerdo imborrable.

Oye – dije – ¿por qué no subimos a tu casa? Estaríamos más cómodos.

Enseguida comprendí que había sido un error, pues ella, más que sorprenderse, se horrorizó con la idea.

¿A mi casa? ¡Estás loco! ¡Mi tía puede volver en cualquier momento! ¡Si me pilla con un chico en casa me mata!
Vale, vale – la tranquilicé – Sólo era una idea.

Volvía a estrecharla entre mis brazos, reanudando el tratamiento de reina que le estaba dando, pero ella seguía sin poner mucho de su parte. Se notaba que estaba disfrutando, pero ¿y yo?
Con delicadeza, y sin dejar de besarla y sobarla, agarré una de sus muñecas, arrastrando su mano entre nuestros cuerpos, tratando de que ella empuñara mi herramienta. Margarita, notando mis intenciones, forcejeó para liberarse, resistiéndose.

¿Qué haces? – exclamó.
¿Tú que crees? – respondí airado.
¡Yo no hago eso!

Aquello era muy extraño. Empecé a pensar que quizás Margarita no era tan experta como yo creía. Lo mejor sería hacerla disfrutar al máximo y después ya se vería.
Reanudé mis maniobras, besándola y lamiéndola por todas partes. Sus senos, su cuello, su rostro, todo fue amorosamente acariciado por mis labios y mis manos, arrancando estremecedores gemidos de placer de la chica, los cuales me calentaban cada vez más.
Con cuidado, pues no sabía muy bien cómo reaccionaría ella, fui subiéndole la falda del vestido con una mano, para lograr introducirla bajo el mismo y comenzar el tratamiento sobre sus muslos. Eran carnosos, firmes y torneados y pronto me encontré acariciándolos con vigor, cada vez más henchido de deseo.
La nena seguía sin colaborar, dejándose meter mano ya descaradamente por todas partes pero casi sin tomar parte activa en la acción, pero mi cabeza ya no razonaba mucho sobre ello, sólo estaba pendiente de ponerla a tono y clavársela bien clavada. Y claro, para poner bien a tono a una mujer, yo acababa siempre recurriendo a mi especialidad: tratamiento extra supremo sobre el coño.
Deslicé mi mano bajo su vestido a lo largo de su sedoso muslo, hasta que palpé la tela de sus bragas. Ella soltó un gritito de sorpresa cuando apreté levemente sobre su vagina, por encima de la ropa interior y pareció ir a protestar, pero bastó con hacer presión un poco más fuerte para hacerle olvidar por completo lo que iba a decir.
Con la habilidad propia de la práctica, deslicé mi mano por la cinturilla de sus bragas, abriéndome paso hábilmente en la humedad que allí había, dirigiéndome directamente a mi objetivo.
Deslicé mis dedos por su raja, separándolos levemente, chapoteando y nadando en el mar de líquidos que era el coño de Margarita. Un estremecedor escalofrío recorrió el cuerpo de la chica cuando comencé a escarbar con mis dedos en su intimidad, exploradores expertos que sabían perfectamente a dónde se dirigían y cuál era el mejor camino para llegar hasta allí.

¡Aaaahh! ¡Dios! ¿Qué haces? ¡Eres un guarrooo! – gemía la pobre Margarita, rendida a mis caricias.

La verdad es que las mujeres siempre me han sorprendido por las cosas que dicen cuando están excitadas. Decirme guarro a mí. No sé de dónde sacaría eso.
Sin hacer caso de sus quejas, continué masturbándola dulcemente, mientras mi boca continuaba besándola y jugueteando con sus pezones, que estaban listos para cortar cristal.
Margarita comenzó entonces a agitar las caderas en movimientos espasmódicos, adelante y atrás, sin poder controlarse, signo inequívoco de que estaba al borde del orgasmo.
Así que paré.
Ella continuó sus golpes de cadera durante unos segundos antes de darse cuenta de que me había separado de ella. Abrió los ojos y me encontró enfrente de ella, mirándola divertido.

¿Por qué paras? – dijo sin pensar.

La contemplé unos instantes. Estaba realmente hermosa, sexy como se dice hoy en día, con las tetas al aire, brillantes en la penumbra por el sudor y por mi propia saliva.

No he parado – dije tras un segundo – Sólo recobro el aliento.

Esperé un poco todavía, viendo cómo la chica apretaba desesperadamente los muslos, deseosa de alcanzar el clímax que yo había interrumpido. Cuando vi que estaba a punto de meterse mano para terminar el trabajo ella solita, me decidí a continuar.

Ven – le dije – Siéntate en el suelo.

Ella dudó sólo un instante antes de obedecer. Al parecer ya había comprendido que, si me hacía caso, aquella sería una tarde que tardaría mucho en olvidar.
En un revuelo de faldas y vestido. Margarita se sentó en el suelo. Estaba un poco frío allí debajo, pero seguro que nosotros lográbamos que pronto echara humo.
Sin perder más tiempo, le enrollé el vestido en la cintura, dejando al descubierto su muslamen y el tesoro más codiciado.
Con delicadeza, le quité las bragas deslizándolas por sus piernas. Ella levantó el culo para facilitar mis maniobras, mirándome expectante para ver qué iba a hacer yo a continuación.
Dejé la tela empapada a un lado e hice lo que todos ustedes saben que iba a hacer: hundir la cara entre los muslos de Margarita.

¿Qué haces? ¿Qué haces? ¿Qué haces? – aulló la chica sorprendida al notar mi aliento de lobo entre sus piernas.
Buscar un botón, que se me ha caído – respondí un segundo antes de hundir la lengua en su rajita.
¡AAAAAAHHHHH! – comenzó a berrear.

Como vi que ya no le importaba que la escucharan, me dediqué a comer coño con pasión e intensidad, pero sin dejar a un lado la dulzura y la delicadeza que sabía volvían loca a la chica.
Mis labios se apoderaron de su intimidad, mientras mi lengua buceaba en el mar de líquidos que destilaba el chochito de mi amiga. Ella gemía y balbuceaba, tratando de ahogar con la falda de su vestido los gritos de placer que pugnaban por escapar de su garganta.
Yo, con cuidado, procedí a penetrarla con un par de dedos, que fui deslizando cuidadosamente en su interior, horadándola, explorándola, mientras mi juguetona lengua estimulaba cariñosamente su clítoris.

¡Me muero! – creí entender que decía Margarita – ¡Eres un ghghl….!

Entiendan que allí debajo, con los muslos de la chica apretando mis oídos, era difícil entender todo lo que ella decía.
La postura no era muy cómoda para mí, pues estaba tumbado, con la barriga apretada contra el frío suelo. Supongo que esa incomodidad contribuyó a que no perdiera la cabeza y pudiera seguir adelante con la idea que tenía en mente.
Cuando comenzó a formarse un charquito de jugos femeninos en el suelo entre sus piernas y las caderas de Margarita comenzaron a bailar incontroladamente de nuevo, comprendí que la chica estaba otra vez al borde del orgasmo. Así que volví a detenerme, incorporándome y quedando de rodillas entre las piernas abiertas de la chica.
Ella abrió los ojos, con un brillo de furia en la mirada, pues entendía que yo estaba jugando con ella.

¡No pares! – me espetó – ¿Se puede saber qué haces?

Mientras decía esto me agarró lánguidamente de la pechera de la camisa y tironeó, tratando de acercarme a ella, para que reanudara mis labores de exploración.

No – dije zafándome de su temblorosa mano – Ya está bien de jueguecitos.

Ella me miraba intensamente, con los ojos brillando en la oscuridad, jadeando sonoramente, a punto de correrse pero sin lograrlo.

¿Qué… qué quieres? – acertó a decir.
Yo ya me he divertido bastante…

Fue gracioso ver la expresión de sorpresa y terror de Margarita cuando pensó que me iba a largar dejándola así.

Pe… pero… – balbuceó.
Ya es hora de que sea mi amiguito quien se divierta.
¿Tu amiguito? – preguntó sorprendida, un segundo antes de que la respuesta penetrara en su mente.

La verdad es, que la chica no dudó mucho.

¡Ah, claro! ¡Tu amiguito! – dijo mirando directamente al bulto que había en mi pantalón – No hay problema, ¡sigue!

Mientras decía esto se reclinó hacia atrás, abriéndose bien de piernas y ofreciéndome su coño indefenso. Pero yo quería forzar la máquina un poco más.

Bueno, pues sácalo del pantalón – dije.
¿Por qué?, hazlo tú.
Si quieres que sigamos, es hora de que colabores un poco.

Margarita se lo pensó un instante antes de acceder.

Vale está bien – dijo incorporándose y quedando sentada – ¿Qué tengo que hacer?

Su pregunta me dejó sorprendidísimo. “¿Qué tengo qué hacer?”, pero ¿qué decía? ¿Acaso no estaba más que harta de acostarse con chicos?

Pero tú – dije entrecortadamente – ¿eres virgen?
¿Yo? – dijo riendo – ¿te parezco virgen?

Desconcertado, no supe muy bien qué decir.

Pues… no. Pero…
No, no soy virgen.
¿Entonces?
Es sólo… que no he hecho ciertas cosas. Como siempre lo he hecho con el Valentín… A mí nunca me habían chupado ahí, ni… – dijo avergonzada.

Entonces lo entendí todo. Margarita se había acostado sólo con un tipo, el tal Valentín, el cual sin duda era tan inexperto como ella, así que sólo se habían dedicado al típico mete-saca que nos indican nuestros instintos a los mamíferos, sin sospechar que existían cientos de maneras más de divertirse en pareja (o en trío, o en cuarteto, o….).

Bueno – dije – pues haz lo que yo te diga.
Va… vale.
Desabróchame el pantalón.

Con manos temblorosas, Margarita forcejeó unos instantes con los botones del pantalón. El hecho de que mi bulto presionara con fuerza contra la tela, unido a su falta de experiencia, hacía que su tarea fuera todavía más difícil

Así que Valentín y tú habéis ido directamente a follar, sin entreteneros en otras cosas antes ¡qué guarros!
Bueno, verás… – dijo ella avergonzada – ¡Por fin!

La chica había logrado finalmente hacer saltar el botón que se le resistía y ansiosamente, me bajó los pantalones. El problema fue que, al estar empalmado, me venían muy justos, así que al bajarlos arrastró a la vez mis calzoncillos, con lo que la sorprendida chica se encontró de golpe frente a frente con mi polla, que la miraba con expresión de deseo.

¡Coño! – exclamó la chica.
Justo lo que está pensando mi nabo ahora – pensé yo.

Margarita se quedó mirándomela unos segundos, como hipnotizada por lo que había surgido de mi pantalón.

Agárrala – le dije.
¿Qué? – respondió ella saliendo de su ensoñación.
Que la cojas y la menees un poco.

Torpemente, Margarita empuñó mi polla. Me encantó sentir la frialdad de su mano (la había tenido apoyada en el suelo) sobre la calidez de mi miembro. Poniendo mis manos sobre las suyas, la fui guiando en el movimiento y ritmo que debía aplicar, y en pocos segundos, conseguí que Margarita comenzara a aplicarme una torpe pero super morbosa paja.
Margarita, como alumna aplicada, fue aprendiendo con rapidez, y pronto su mano se deslizaba sobre mi tronco a una velocidad cada vez mayor.

Tra… tranquila – balbuceé – Vas a lograr que me corra.
¿Te corres con sólo hacerte esto? – preguntó inocentemente.
¿Y tú no te corres cuando te tocas solita en tu casa? – respondí.
Yo no hago esas cosas – dijo avergonzada.
Ya, seguro – pensé.

Como quiera que no tenía intención de correrme de aquella manera, detuve su mano, apartándola de mi polla. Entonces, bruscamente, la agarré de los tobillos, y tirando, hice que se tumbara, echándome enseguida sobre ella, apretando con fuerza mi erección contra su cuerpo.

¡Ay! – se quejó dando un gritito de sorpresa.

Sin darle tiempo a decir nada más, busque sus labios con los míos y la besé con pasión, mis manos se apoderaron de su cuerpo, sobándola y acariciándola por todas partes, con fuerza, sí, pero sin rudeza, pues yo sabía que aquella chica necesitaba que la trataran con dulzura.
En pocos minutos y tras haber reanudado la tarea de masturbarla, la puse a tono de nuevo, llevándola justo al borde de su primer orgasmo.

Sí… sí… ¡qué bueno! – susurraba ella mientras se retorcía como una culebra bajo mi cuerpo.

Incorporándome, quedé de rodillas entre sus muslos, con mi erección apuntando al norte. Margarita, comprendiendo mis intenciones, se abrió bien de piernas, ofreciéndose completamente.
Yo agarré sus muslos con mis manos y acerqué mi cintura a su ingle. Lentamente coloqué la polla entre sus labios vaginales e inicié una delicada caricia sobre su coño, echando el culo atrás y adelante, frotando mi polla entre sus labios vaginales, estimulándola, pero sin llegar a penetrarla.

Ummmm. ¡Qué bueno! – gemía ella – Hazlo ya, por favor….
¿La quieres? – dije en un susurro.
Síiii.
Pues dímelo, pídeme que te la meta.
Sí, por favor…. Métemela.
¿Dónde?
En el coño… la quiero en el coño….

Margarita estaba hipnotizada, deseosa de ser penetrada y alcanzar por fin el ansiado orgasmo que yo llevaba toda la tarde negándole. Estaba completamente entregada.

¿La quieres? – dije incrementando el ritmo del frotamiento.
Síiiiii.
Pues devuélveme el dinero – sentencié.

Menudo cabrón es este chico. Seguro que están pensando eso. Esperen un poco, que no soy tan desalmado.

¿Qué? – dijo Margarita despertando parcialmente de su ensoñación.
Que me devuelvas las monedas. Entonces te la daré toda.

A pesar de la poca luz pude ver la expresión de sorpresa, pena e indignación de Margarita. Incluso atisbé el brillo de las lágrimas en sus ojos.

Pero… ¿por qué? Yo creí… – balbuceaba la pobre chica – yo necesito…
Shist – la interrumpí – Es que no quiero que, mañana cuando recuerdes lo que has hecho hoy con un crío, pienses de ti que eres una puta que lo ha hecho por dinero. Quiero que comprendas que, simplemente, eres una hermosa mujer que ha pasado una maravillosa tarde con un chico que ha conocido.

No sé si mis palabras hicieron que comprendiera mis intenciones o simplemente la inminencia del orgasmo había vencido por completo su resistencia. Lo cierto es que no tardó mucho en aceptar, sobre todo porque yo no había parado de estimularle el coño con mi polla, calentándola más y más.

Eres un cabrón – siseó – Te devolveré tu dinero.
¿Me lo prometes?
Te lo prometo.

Yo no dije nada más, simplemente coloqué mi polla a la entrada de su gruta y, ayudado por lo increíblemente mojada que estaba, la penetré de un tirón.

Argghhh – gorgoteó la pobre chica, devastada por el orgasmo que arrasó su cuerpo.

Margarita se estremeció ostensiblemente bajo mí, con mi miembro bien enterrado en sus entrañas. El orgasmo, tan deseado, recorrió su cuerpo en oleadas de placer que la hicieron tensarse tanto que incluso me levantó a mí, quedando suspendido sobre ella, que se mantenía con la espalda arqueada, separada del suelo.
Cuando los últimos escalofríos de placer abandonaron su cuerpo, éste se relajó de golpe, cayendo de nuevo al suelo, y yo sobre ella, pues no la desclavé ni por un momento. Contento de haberle proporcionado semejante orgasmo, decidí que ya era hora de pensar un poco en mí, así que, tras darle unos segundos para que recuperara el resuello, comencé a bombearla lentamente.
Ella estaba todavía un poco desmadejada, agotada por lo intenso de su clímax, así que no se resistió en absoluto a mis maniobras. Seguí a lo mío, enterrándosela hasta las bolas en cada empellón, deslizándome en ella como un cuchillo caliente en mantequilla, sintiendo su calor en cada fibra de mi ser.
De pronto, ella me abrazó con fuerza, atrayéndome hacia sí, señal inequívoca de que había despertado y de que estaba disfrutando con lo que yo le hacía. Continué con el mete-saca, incrementando el ritmo pero tratando de controlarme, nada de follármela a lo bestia como estaba acostumbrado con Dickie.
Me amoldaba continuamente a ella, al ritmo y manera que presentía le gustaba más, disfrutando yo, por supuesto, pero deseoso de que Margarita no olvidara jamás aquella tarde en su portal.
Sin sacársela, decidí cambiar de postura, para que aprendiera que había mil formas de disfrutar, y me arrodillé delante de ella, levantando sus piernas y apoyándolas en mi pecho, de forma que la penetraba desde atrás mientras ella quedaba tumbada boca arriba, con los pies apuntando al techo.
Mis culetazos hacían que mi vientre aplaudiera contra sus muslos, en ese sonido tan erótico de dos personas echando un buen polvo. A medida que mi excitación subía, notaba cómo mi propio orgasmo iba aproximándose, así que cambié de postura nuevamente, tanto para enseñarla como para tranquilizarme un poco y alargar aquel mágico momento.

Espera – le dije sacándosela – date la vuelta.
¿Qu… qué? – dijo ella sin entenderme.
Ponte a cuatro patas.

En un confuso montón de vestidos, Margarita me obedeció, colocándose en la postura requerida. Yo le levanté la falda del vestido, que se le había bajado, dejando su fenomenal grupa al descubierto. Por un instante el ominoso pensamiento de encularla cruzó por mi mente, pero instintivamente supe que aquello sería demasiado para la inexperta chica, así que hice que se inclinara más, ofreciéndome su rajita. Con habilidad, se la metí en el coño desde atrás, reanudando aquel delicioso polvo.

Ahhhh – gimió ella al notar cómo la penetraba.

Yo me agarré a sus caderas, marcando el ritmo que a mí más me convenía, ni muy feroz ni demasiado lento. Ella se movía al compás, mejorando notablemente en sus nociones de sexo, notando que así se incrementaba el placer que sentíamos ambos. Entonces, guiada por su instinto, Margarita deslizó una mano entre sus piernas, acariciándonos a ambos mientras se la metía.
Sentir su ahora cálida mano sobre mi polla en cada empellón era enloquecedor, aquella chica aprendía rápido. Yo trataba de pensar en otra cosa, intentando alargar mi orgasmo, de sincronizarlo al menos con el que presentía iba a inundar a Margarita en breves instantes.
La chica gemía como loca, mientras mis certeros culetazos la empujaban hacia el abismo insondable de un nuevo y devastador clímax.

Sigue… sigue… más…. – gemía la pobre.

Entonces se lió todo.
De pronto escuché (no sé muy bien cómo) una llave deslizándose en la cerradura de la puerta del portal y el atronador sonido de la cerradura al abrirse resonó en la sala.
Margarita, aterrorizada, se encogió en el hueco de la escalera mientras yo, sin sacársela, me apretaba contra ella, tratando de ocultarnos lo mejor posible de quien fuera que hubiese abierto la puerta.
El sonido de las bisagras al abrirse fue para mí como los de la tapa de un ataúd: si nos pillaban estábamos muertos.
La luz procedente de la calle penetró en el portal, lo que hizo que nos apretujáramos todavía más en nuestro precario escondite. Entonces escuchamos las voces de los vecinos que habían interrumpido nuestra tarde de fiesta.

¡Ay, Dios mío! – resonó una voz de mujer anciana – Encarna, yo ya no estoy para estos trotes.

Margarita se tensó increíblemente entre mis brazos, lo que me hizo comprender que aquella voz correspondía a la querida tía de mi amante.

Venga, Marisa, no diga tonterías, si la he visto bailando pasodobles con don Manuel – respondió la voz de la tal Encarna.
Sí, hija, sí. Pero bien cansada que me ha dejado…
Ya, pero ¡que le quiten lo bailado! ¡Que ya vi cómo le tocaba el culo!

La risa de las dos mujeres resonó en el portal. Entonces hicieron lo que yo más temía: se pusieron a charlar.
Yo no sabía qué coño hacer, estaba asustadísimo, pues después de todo el jaleo con Tomasa lo último que quería yo en el mundo era meter en un lío a otra pobre chica, y esta vez el escándalo no iba a ser en casa de mi abuelo, sino que se enteraría todo el pueblo.
De pronto, noté algo que me dejó sin respiración: a pesar de lo peligroso de la situación, Margarita comenzó a agitarse debajo de mí. Ya que yo había parado de follarla, ella solita había reanudado la acción, moviendo lentamente su trasero adelante y atrás.
No podía creérmelo, la chica quería seguir follando con su tía a dos pasos. Yo todavía dudé unos instantes, pero claro, la lujuria innata en mí más el morbo del momento hizo que fueran sólo eso: unos instantes de duda.
Me incorporé levemente, sin hacer ni un ruido, y retomé el mete y saca, muy lentamente esta vez, para evitar sonidos de chapoteos o gemidos estridentes. Margarita, la muy zorra, se tapó el rostro con el vestido, ahogando así sus propios gemidos, pero yo, de rodillas detrás de su culo, tenía simplemente que hundirlos en mi garganta apretando los labios.
Seguimos así un par de minutos, aprovechando el morbo de la situación para llevarnos a nuevos horizontes de calentura. La pobre tía allí, hablando con su vecina del viejo que le había rozado el culo, mientras que su sobrinita querida se ocultaba en las sombras ensartada en una polla que la penetraba con pasión.
Escuché entonces que la puerta del portal se cerraba por completo y echaban la llave, señal inequívoca de que las viejas iban por fin a subir a sus casas. Pero el alivio me duró sólo un segundo, pues doña Marisa dijo algo que heló la sangre en mis venas.

Anda, Encarna, alguien ha vuelto a dejarse la ventana del patio abierta. Mira que se lo tengo dicho.

Era lógico. Al cerrar la puerta de la calle, la luz huyó del portal, mostrando entonces la ventana que yo había entreabierto para poder ver el espectáculo de Margarita.

No se preocupe Marisa, que yo la cierro.

Y justo entonces Margarita se corrió.

Urgrrrlll – susurró ella con la cabeza tapada por el vestido.

Al correrse, Margarita apretó los muslos con fuerza, de forma que su coño estrujó increíblemente mi polla, que también estaba a punto de entrar en erupción. Aquello fue demasiado para mí y alcancé mi propio orgasmo, acertando solamente a sacársela justo en el momento en que me corría como un búfalo.
Acojonado, apreté mi cara contra la espalda de Margarita, para ahogara allí cualquier sonido que escapara de mi garganta, mientras mi polla, pegada al coño de la chica, vomitaba su carga bajo su cuerpo, poniéndola perdida de semen. Como todo aquello era culpa de ella, estrujé sus tetas con mis manos con fuerza, arrancándole un gemido de sorpresa, obligándola a taparse la boca con la ropa para no dejar escapar ni un ruido.
Mientras todo esto sucedía, con un ojo yo vigilaba la ventana del patio, que estaba siendo cerrada por la vecina. Gracias a Dios, la buena mujer estaba de espaldas a nosotros mientras cerraba la ventana, aunque bastaría con que mirara por encima de su hombro para descubrir a la encantadora sobrinita de su amiga medio en pelotas, cubierta de leche y con un crío de 12 años retrepado en su espalda, con la polla vomitando semen y agarrado a sus tetas cual rémora. Para hacer un cuadro.
Pero Dios protege a lo críos y a los borrachos, así que la buena mujer (supongo que un poco sorda) cerró por completo la ventana, dejando todo el portal en tinieblas y regresó junto a su vecina. Ambas comenzaron a subir la escalera hablando de tomarse una copita de anís en el piso de doña Marisa.
Nosotros no movimos ni un músculo, conscientes de lo cerca que habíamos estado de pringarla. Cuando escuchamos la puerta de la casa de Marisa abrirse y cerrarse, soltamos a la vez un enorme suspiro de alivio, que nos hizo reír a los dos.

Estás loca – dije separándome de ella y levantándome para volver a abrir la ventana, para poder ver un poco mejor.
Ha sido divertido – respondió ella – Ajjj, me has puesto perdida.

Mientras decía esto, se limpiaba con la mano parte de mi lechada, que había manchado su vientre.

Cualquiera te reconoce ahora, antes querías abofetearme y después follando como loca con tu tía a dos pasos.

Mis palabras hicieron que Margarita fuera consciente de todo lo que había pasado. Su expresión se tornó seria y bruscamente, comenzó a vestirse de nuevo.

¿Qué te pasa? – dije desconcertado.
Espera, que enseguida te devuelvo tu dinero.

Margarita comenzó a rebuscar entre sus ropas, enfadada pues pensaba que me había aprovechado de ella.

Tranquila – dije arrodillándome a su lado.

Ella me miró inquisitiva.

No quiero que me devuelvas nada.
Pero dijiste… – dijo dubitativa.
Sé lo que dije. Me refería a que no quería que sintieras que te habías acostado conmigo por dinero, que te comportabas como una puta como dijiste.
¿Y entonces?
Entonces nada. Conserva el dinero porque yo te lo doy, porque sé que no andarías por ahí enseñando las tetas si no lo necesitaras, porque yo, como amigo tuyo, te doy unas pesetas para ayudarte, no para pagarte por echar un polvo.

Se quedó callada unos instantes, sopesando lo que acababa de decirle. Entonces acercó su rostro al mío y me dio un tierno beso.

Vaya, parece que eres mejor persona de lo que creía… – me dijo.
Venga, vamos a vestirnos que te invito a algo en la verbena…
¡Ah!, pero ¿nos vamos ya?

Mientras decía esto, la mano de Margarita se apoderó de mi instrumento, pues yo seguía con los pantalones bajados. Estaba algo mustio, pero yo estaba seguro de que pronto despertaría.

¿No quieres irte? – dije dejándola hacer.
Pensé… que podríamos quedarnos un ratito más… – respondió zalamera.
¿Para qué? – pregunté siguiéndole el juego.
No sé – dijo ella dándole un delicado estrujón a mi pene – Quizás podrías enseñarme algo más…

Me acerqué a ella y la besé con pasión, acariciando su cabello con mis manos. Mientras, su manita continuaba estimulando mi miembro, que comenzaba a endurecerse con rapidez.

Espera – dije apartándome un poco – Me gustaría otra cosa…
¿El qué? – dijo ella interesada.
Me gustaría que me la chuparas….
¡¿QUÉ?! – exclamó ella, sorprendida.
No te enfades, es una cosa normal.
¿Normal? ¿Qué te chupe tu… tu…?
Oye, yo bien que te lo he hecho a ti antes.

Margarita dudó unos instantes.

Pero, ¿en serio eso se hace? – preguntó.
Claro y es algo muy placentero.
Será para ti.
Sí, bueno – concedí – Pero de eso se trata el sexo, de pasarlo bien y de complacer a la pareja.
Muy experto te veo – dijo ella.
Bueno, sí, la verdad es que he estado con varias mujeres antes.
Y siendo tan crío…
Bueno, es que he salido a mi abuelo…
¿Tu abuelo? – dijo Margarita mientras la luz se hacía en su mente – ¡Claro! ¡Tú eres el nieto del de la escuela de los caballos! ¡O sea que las historias que se cuentan de tu casa son ciertas!
Bueno – dije un poco avergonzado – Un poco sí…

Seguimos charlando unos instantes, mientras aclarábamos quién era yo y dónde vivía. La chica, fascinada por conocer a alguien que vivía en “la casa del puterío” como la llamaban en el pueblo, se había olvidado al parecer de lo que estábamos haciendo.

Bueno, ¿seguimos o qué? – pregunté yo.

Por toda respuesta, Margarita se abalanzó sobre mí besándome con furia, devorando mis labios. Yo, como quien no quiere la cosa, la cogí por la muñeca y llevé su mano a mi entrepierna, para que reanudara su masaje, la chica no se hizo de rogar, comenzando a pajearme lentamente.
Fui besando su cuerpo, sus senos, su estómago, bajando hasta su entrepierna, tumbándome para que ella no tuviera que soltar su presa.
Metí la cara entre sus muslos, dándole delicados lametoncitos a su raja, arrancándole gemidos de placer.

¿Ves? – le dije – No pasa nada.

Viendo que aún dudaba un poco, tiré suavemente de su brazo, haciendo que quedara tumbada junto a mí, con su rostro muy próximo a mi entrepierna. Eché el culo hacia delante, de forma que mi erección se acercara a ella.

Vamos, sin miedo – susurré – Bésala.

Con reticencia, Margarita aproximó sus labios a mi expectante polla, y con delicadeza, dio un casto besito en la punta que hizo que me estremeciera de la cabeza a los pies.

Lámela un poco, como si fuese un helado – frase poco original por mi parte, pero internacionalmente conocida e utilizada.

Ella, con la cabeza un poco ida porque yo no había parado de masturbarla mientras se producía la operación, sacó tímidamente la lengua y me chupó la punta del cipote. Me encantó.

Sigue – susurré – métete la punta entre los labios.

Margarita, obediente ella, hizo lo que le pedía, y cuando lo hizo, empujé suavemente con mis caderas, para que un trozo suficientemente grande de polla penetrara en su boca. Ella pareció ir a retirarse, pero se lo pensó mejor y se dejó hacer, a ver qué pasaba.

Así, Margarita, así – gemía yo – Eres maravillosa, ahora desliza tus labios por el tronco.

Ella así lo hizo, convirtiendo aquella tarde en una de las más morbosas de mi vida (y han sido unas cuantas).

Genial nena – jadeaba yo – un poco más rápido y cuidado con los dientes.

Madre mía, la pobre no tenía ni idea de lo que estaba haciendo, pero aquella misma inexperiencia amenazaba con hacerme estallar de puro morbo.
Deseoso de devolverle un poco del placer que me estaba dando, sepulté mi boca entre sus muslos, decidido a no darle más explicaciones y dejarla que aprendiera ella solita. Mejor así, porque estar mirándola mientras aprendía a chupármela era mucho más de lo que yo podía resistir.
Estuvimos un par de minutos en la gloriosa postura del 69, hasta que noté que iba a correrme yo antes que ella y de eso nada. De un tirón se las saqué de la boca, dejándola sorprendida, mirándome confusa.
Como un gato en celo, me di la vuelta y me situé entre sus piernas preparado para clavársela.
No esperé más, pues sabía que ella lo estaba deseando, así que se la metí con fuerza, decidido a practicarle esta vez un tratamiento un poco más intenso que el anterior.
Comencé un mete-saca un poco más violento, acuciado por el orgasmo que se avecinaba, deseando hacerla acabar a ella también. Sin embargo, el contemplar su rostro en la más sublime expresión de lujuria y placer que imaginarse pueda hizo que el que no pudiese más fuera yo, y mi polla comenzó a descargar litros de semen sobre el vientre de la chica. Impresionante.
Estaba derrengado tras la monumental corrida, pero de ningún modo iba a permitir yo que la pobre Margarita se quedara sin su recompensa, así que, sobreponiéndome al cansancio, procedí a masturbarla habilidosamente, mientras mi lengua jugueteaba en su clítoris.
Orgasmo brutal.
La verdad es que creía que Margarita estaba más lejos del clímax, pero no era así, ya que a los pocos segundos de meterle los dedos y con mi polla aún descargando las últimas gotas de semen, Margarita alcanzó un orgasmo todavía mayor que el anterior, no sé si por lo bien que yo lo hacía o porque chupar rabo le había gustado más de lo esperado.
Lo cierto es que un impresionante alarido surgió de las profundidades de su garganta.

¡UAHHHHHHH! ¿QUÉ ME HACES? ¡POR DIOS! ¡ME VOYYYYY….!

Aluciné con sus gritos, me pusieron a mil, pero todo lo bueno se acaba y justo entonces, escuché voces conocidas en los pisos superiores.

¿Quién anda ahí? ¿Quién grita?

Margarita y yo, asustados, reconocimos la voz de su tía y unos renqueantes pasos que bajaban la escalera. Rápidamente, me subí los pantalones, seguro de que esta vez nos pillaban y ayudé a Margarita a levantarse, mientras la pobre buscaba sus bragas por allí.
Tiré de ella hacia la puerta, para que abriera la cerradura con su llave, pero ella, más calmada, me lo impidió arrastrándome hacia la puerta del patio, que no tenía llave.
Salimos los dos procurando no hacer ruido, atravesamos el patio (que era común para ese portal y para el de enfrente) a la carrera y cruzamos la verja que daba a la calle como una exhalación.
Tras correr cogidos de la mano durante un par de calles, nos paramos en el quicio de un portal en una calle desierta a recuperar el aliento, mientras reíamos como locos.

Perdona pero, ¡tu tía es un coñazo! – dije riendo.
Sí, es verdad – respondió ella.

Entonces ella se acercó a mí y me besó, sin importarle que alguien pudiera vernos en la calle.
Desde donde estábamos, se oían perfectamente la música y las voces de la verbena, así que, cogidos de la mano, regresamos a la plaza para pasar una agradable tarde juntos.
Conversamos durante horas y así me enteré de que el tema de ir enseñando las tetas por dinero era, tal y como yo suponía, una manera de ganar dinero extra, pues con lo que ganaba ayudando en la panadería en la que trabajaba y limpiando casas, no le llegaba para mantener a su tía y a ella.
La verdad es que su historia me conmovió, y entonces se me ocurrió una idea.

Oye, ¿y por qué no entras a trabajar en mi casa? El abuelo paga muy bien…

Ella me miró sorprendida.

¿Yo? ¿En la casa del puterío? ¿Pero quién te crees que…?

Margarita se calló de repente, consciente de que podía ofenderme. Además, su opinión sobre el sexo había cambiado notablemente tras la aventurilla del portal.

No seas tonta – insistí – Es cierto que mi casa no es muy tradicional que digamos, pero allí nadie te va a obligar a hacer nada que tú no quieras hacer.
Pero…
Pero nada. Mira, si no te parece bien pues lo olvidamos y en paz, pero te aseguro que es un buen trabajo y además, estarías conmigo y no tendría que venir a verte al pueblo…

Esa pequeña insinuación de noviazgo era una mentirijilla sin importancia. Desde luego yo no pensaba echarme novia aún, pero estaba decidido a ayudar a aquella chica y si ella creía eso…

¿Venir a verme tú? ¿Y para qué? A ver si te crees que me vas a tener de novia.

Menudo corte. Bien empleado me estaba. Mi gozo en un pozo.

Bueno, chica, lo que tú quieras. Yo sólo te ofrecía el trabajo porque te iba a venir bien, más dinero, menos trabajo y, si tú quieres, un poquito de diversión.
No sé…
Mira, si quieres te presento al abuelo y me dices.

Cogiéndola de la mano, la arrastré por la plaza en busca del abuelo. Tuve una suerte enorme, pues pronto le encontré tomando una cerveza con otros hombres en una mesa a la sombra de un árbol (digo suerte pues de seguro se estaba tomando la cerveza para recuperar fuerzas tras alguna de sus habituales trastadas con alguna moza del pueblo).

¡Abuelo! – le llamé.

Atropelladamente, le expliqué al abuelo la situación, que Margarita necesitaba trabajo y que como María había dicho que vendría bien otra chica para el servicio (mentira podrida) yo había pensado que mi amiga sería válida para el puesto.
Bastó que mi abuelo le echara una mirada a lo buena que estaba Margarita para que me siguiera rápidamente la corriente. Así que le ofreció el puesto. Y Margarita, loca de contento, aceptó.
Y, más tarde me lo agradeció con otra sesión de prácticas en el establo donde Nico había aparcado el coche. Para que vean.
Cuando regresamos a casa por la noche yo iba derrengado pero feliz, después de un día la mar de provechoso. Todos venían igual de contentos, ligeramente achispados por el exceso de bebida del día, pero hubo una cosa que me llamó especialmente la atención: tanto Nicolás como Dickie tenían la expresión completamente idiotizada y aún diré más, mi institutriz parecía incapaz de caminar correctamente, cojeando un poco. Con una sonrisa, me dediqué a especular acerca de la razón…
A la mañana siguiente, durante la clase, pude constatar que los deseos sexuales de mi maestra estaban, quizás por primera vez en su vida, completamente satisfechos, así que pude dedicarme a mis estudios durante toda la mañana, sin temor a verme asaltado por lujuriosas inglesas. ¡Qué paz!
Bueno, el tiempo pasó en la casa y el verano por fin llegó. Margarita, efectivamente se incorporó a la plantilla, siendo bien recibida por todas las criadas, deseosas de que se sintiera cómoda, pues Margarita les recordaba a si mismas en sus primeros días en aquel trabajo y porque además era otro par de manos para encargarse de las tareas.
Incluso María la acogió con gusto, pues resultó que Margarita era de lejos la más trabajadora de las chicas, lo que el ama de llaves apreció bastante, acostumbrada a bregar con mujeres más pendientes de una polla que de realizar sus cometidos.
Cosa curiosa, el abuelo, no sé muy bien la razón, jamás intentó nada con Margarita, por lo que el chochito de la chica fue (junto con el de Marta y Marina) terreno personal mío, como si el abuelo dejara que la moza fuera para mí, primer elemento de mi harén personal.
Por otra parte, me distancié un tanto de Dickie en cuestiones de sexo. Por lo que me comentaron las demás criadas, mi plan había dado un resultado inesperado, y es que en verdad parecía que Nico y Helen estaban hechos el uno para el otro (o más bien la monumental polla de Nico era perfecta para la monumental zorra de Helen).
Nos acostábamos de vez en cuando, claro, pues el morbillo de follar en clase con mi madre pululando por allí era la ostia, pero pronto entendí que entre aquellos dos comenzaba a haber algo más que simple sexo.
Una tarde el abuelo me llamó y me contó que Nico le había confesado que se había enamorado de Helen y que pensaba casarse con ella en el futuro. Mi abuelo comprendió que lo que su amigo le pedía era que dejase de tener encuentros con ella, cosa a lo que mi abuelo accedió al instante, alegrándose enormemente por Nicolás.
Después me llamó a mí y me lo contó, para lograr que yo también dejase tranquila a mi profesora, aunque yo le tranquilicé diciéndole que ya había notado lo que sucedía y que no había ningún problema por mi parte en dejar de montármelo con Helen para que Nicolás y ella fueran felices.
Sin duda echaría de menos las tetas de mi maestra, pero todo fuera por la felicidad de dos buenos amigos.
Lo que nunca le confesé al abuelo fue que el origen de la atracción entre aquellos dos había sido yo. No me pregunten por qué, supongo que no me fiaba de que, si el abuelo se enteraba, decidiera cascarme un coscorrón, pues por culpa mía se había quedado sin las tetas de Mrs. Dickinson.
A saber.
Bueno, como decía, el verano fue aproximándose. Las chicas, que habían florecido durante la primavera, se veían incluso más hermosas en verano, con sus vestidos ligeros, su piel más morena y sus sofocos veraniegos. Divertida época.
Además, había algo que siempre me hacía desear la llegada del verano: la alberca.
La alberca era un antiguo abrevadero de animales que ya no se utilizaba para tal fin, situada a la espalda de la casa, un tanto retirada. Era redonda, de unos diez metros de diámetro, y no muy profunda, como un metro y medio o así, pero más que suficiente para darnos chapuzones en verano, nadar y jugar. No la confundan con una piscina, pues no era un agujero en el suelo, sino que era una pared circular de cemento.
En un lado, había una especie de repisa, de un metro cuadrado más o menos, que era el resto de un surtidor. Cuando éramos pequeños, saltábamos desde allí al agua, pero de mayores ya no podíamos, debido a la poca profundidad de la alberca.
Todos los años me divertía mucho allí con Marta y Marina (era la época del año en que más sociables se mostraban conmigo) pero ese verano, con todo lo que había pasado entre nosotros, la alberca era… muy prometedora.
Así que, como todos los años, vaciamos la alberca por completo durante una noche (dejando abierto el desagüe que tenía). A la mañana siguiente y acompañado por Antonio, me dediqué a limpiarla a fondo. Durante el año, el agua criaba musgo en las paredes, además de una gruesa capa de limo verde que había que eliminar por completo.
Antonio y yo nos afanábamos en rascar toda la porquería con unas rasquetas, para luego llenar cubos de limo con palas y vaciarlos fuera. Finalmente (y tras horas de trabajo) frotábamos las paredes con cepillos usando agua jabonosa y, al caer la tarde, teníamos la alberca limpia como una patena.
Después conectábamos unos tubos que se usaban habitualmente para regar a la bomba de agua y la poníamos en marcha, de forma que la alberca iba llenándose poco a poco durante la noche y a la mañana siguiente, nuestra piscina particular estaba lista.
El día siguiente fue muy largo, pues era lunes y no me dejaron saltarme las clases para bañarme. Por fin, después de comer y de la hora de la mamada de Tomasa (perdón, quería decir de la hora de la siesta), pude salir por la tarde a darme el primer baño del verano.
Fue una tarde maravillosa por lo esperada, en la que me pasé varias horas nadando, disfrutando por una vez como el niño que realmente era.
Cerca de la hora de cenar, tuvieron que venir a buscarme, pues a mí no me importaba seguir en remojo aunque hubiera empezado a anochecer.
Salí arrugado como un garbanzo y durante la cena se notaba mi entusiasmo por volver a tener a mi disposición la alberca. Juro que sin mala intención en ese momento, no dudé en invitar a Marta y Marina a venir a bañarse conmigo, deseoso tan sólo de retomar la costumbre de nuestros juegos veraniegos, olvidada por un instante nuestra incestuosa relación.
Pero claro, obviamente las chicas pensaban que yo tenía otra cosa en mente, así que empezaron ellas mismas a urdir sus propios planes.
Pasaron así varios días, sin incidentes que reseñar, salvo algún escarceo con las criadas, que no detallaré para no ser repetitivo. Por las tardes, cuando yo no tenía clase, procuraba dedicar un buen rato a bañarme, pero pronto sucedió lo lógico: que me aburría en la alberca solo.
Y claro, comencé a pensar que estar allí solito, cuando tenía a mi disposición otras actividades lúdicas más interesantes era un poco… infantil. (Ya ven, a mis doce años, de vuelta de todo). Comprendí que las sesiones natatorias serían mucho más interesantes con compañía femenina de por medio, pero era imposible traerme a la alberca a alguna de las criadas, pues mi madre se me hubiese tirado al cuello.
La única opción eran Marta y Marina, pero, por desgracia, las chicas tenían sus clases por las tardes, con lo que no coincidíamos. Hasta que no entrara más el verano Dickie no les dejaría las tardes libres, así que, pasada la novedad inicial, la piscina perdió un poco de interés para mí.
Pero, como ya he dicho, las chicas ultimaban sus planes.

Oye, el agua de la alberca se está poniendo un poco sucia – me dijo de sopetón mi hermanita una noche, mientras cenábamos.
¿Si? – respondí iniciando una conversación – No me había dado cuenta. Llevo un par de días sin ir a bañarme.
Pues habría que cambiar el agua, porque Marta y yo queremos aprovechar el sábado para darnos un bañito.

Aquellas palabras y el brillo divertido en la mirada de mi hermana bastaron para captar completamente mi atención.

¿El sábado? – dije tratando de adivinar lo que tenía en mente.
Sí, ya sabes. Como papá y mamá van a la capital este fin de semana y la señorita Dickinson les acompaña, tendremos tiempo libre, y podríamos aprovechar para darnos un chapuzón.
¿En serio? – dije súbitamente entusiasmado.
Sí – intervino mi prima Marta – pero ayer estuvimos echando un vistazo y nos dimos cuenta de que el agua se está poniendo verde. Y yo ahí no me baño.

Aquello era de lo más normal. Piensen que se trataba de un abrevadero, sin sistemas de renovación del agua, además de que no echábamos ningún tipo de producto para mantener el agua limpia.

No os preocupéis – dije aparentando indiferencia – Mañana hablaré con Antonio para cambiar el agua. Para el sábado estará bien limpita.
Gracias primo – dijo Marta sonriéndome.

Seguimos charlando mientras yo, por dentro, no dejaba de imaginar diabluras para el sábado sabadete. Y conociendo a aquellas dos leonas, sin duda mi imaginación se quedaba corta.
Mi madre había escuchado nuestra conversación, pero, al estar mi hermana de por medio, no sospechaba nada peligroso, así que no hizo mucho caso.
La ocasión no podía ser más propicia. Con mis padres fuera y las chicas sin clase, yo me convertía en el amo del gallinero. Mi tía tampoco era problema, pues los sábados solía pasar el día fuera, así que quedábamos al cuidado del abuelo. Imagínense.
Al día siguiente y conforme a lo acordado, ayudé a Antonio a cambiar de nuevo el agua. Esta vez no era necesaria una limpieza tan a fondo como la de inicios del verano, así que terminamos mucho antes, y después, nos dimos un chapuzón, durante el cual no paramos de hablar de chicas.
Así me enteré de que Antonio se veía algunos domingos con Blanquita Benítez, recuerden, la lujuriosa hermanita del bastardo de Ramón y pude comprobar que mi amigo tenía un tanto sorbido el seso por la bella chica, que le tenía comiendo en la palma de su mano.
Yo me temía un poco que Blanca estuviera usando a Antonio como un pelele, pero bueno, él también sacaba algo de aquello, así que no me metí en sus asuntos.
El par de días que faltaban hasta el sábado se me hicieron eternos. Como novedad, no pude acercarme a Marta y Marina ni una sola vez (sexualmente me refiero), pues ellas siempre me rechazaban susurrándome que esperara al sábado, así que tuve que buscar consuelo entre los brazos de las criaditas de la casa. Y no me faltaron consuelos precisamente.
Por fin, llegó el sábado y yo me pasé la mañana nervioso como un mono, deseando que mis padres se largaran ya y dejaran el campo libre. Por si las moscas, procuré no pasar mucho rato al alcance de mi madre, no fuera a ser que notara algo extraño y suspendiera el viaje.
De todas formas, andaba bastante atareada con una lista de cosas a comprar para la casa, así que quizás mis precauciones eran innecesarias.
Por fin, a media mañana, se marcharon los tres en el coche con Antonio, con lo que infinitas perspectivas se presentaban ante mí.
Aún quedaban unas horas para el bañito con las chicas, ya que habíamos quedado en hacerlo por la tarde, después de la siesta, con la digestión bien hecha y habiendo dejado atrás las horas de la tarde en las que el sol caía a plomo sobre la alberca, evitando así el riesgo de una insolación. Amén de que a esa hora, mi tía se habría marchado también.
Yo, con la experiencia de otros años, preparé junto a la alberca un pequeño espacio para un picnic, con unas mantas en el suelo y una improvisada sombrilla hecha con unos palos y una sábana, por si las chicas querían ponerse a la sombra durante la merienda, cosa muy habitual, aunque en el fondo esperaba que no merendásemos demasiado esa tarde.
El almuerzo transcurrió entre miradas pícaras y risitas mal disimuladas, lo que sin duda indicó a mi abuelo que algo se estaba cociendo. Yo estaba un poco preocupado por si Andrea notaba algo, pero mi prima estaba especialmente ensimismada, leyendo una novela mientras jugueteaba con la comida en su plato.
Tras comer, las chicas se retiraron para la siesta, no sin antes quedar conmigo a las seis de la tarde en la alberca. Los días eran ya lo suficientemente largos para que no anocheciera hasta cerca de las nueve, pero eso no importaba demasiado, pues hacía bastante calor y no sería la primera vez que tomábamos un baño nocturno en verano.
Sin poder dominar mi inquietud, no me vi con ánimos de echarme una siesta, pues sabía que no podría dormir. Tampoco quise ir en busca de ninguna de las criadas, pues quería estar en plena forma para la sesión de “natación”. Lo que hice fue leer un rato, aunque no me concentraba mucho, pues mi mente divagaba continuamente, tratando de imaginar qué clase de numerito me aguardaba esa tarde.
A eso de las cinco de la tarde, no aguantando más, me puse el bañador (que no era más que un pantalón corto viejo) y, previsoramente, decidí no llevar calzoncillos debajo, pues esperaba que no me durase mucho rato puesto. Salí de mi cuarto y me asomé sigiloso al pasillo, por si oía ruido que me indicara que Marta y Marina estaban dispuestas a adelantar la hora del baño, pero, por desgracia, no se oía nada.
Resignado, bajé a la cocina a tomar un vaso de leche, y a eso de las cinco y cuarto, estaba ya esperando a las chicas junto a la alberca. Me despojé de la camisa y me tumbé un rato sobre las mantas, pero claro, no tardé en aburrirme, así que decidí no aguardar más y me di un chapuzón.
Solo en la alberca, me dediqué a nadar un poco, a bucear, a hacer el pino bajo el agua, a calcular cuanto tiempo era capaz de aguantar sin salir a respirar… lo que fuera con tal de lograr que el tiempo fuese pasando.
Por fin, la encantadora voz de Marta me hizo olvidarme por completo de mis juegos. Llegaba la hora de la diversión.

Hijo, ni siquiera has podido esperarnos – dijo Marta asomándose al borde.
Ya ves – le respondí impulsándome hacia atrás en el agua – Hacía calor y me he dado un chapuzón.
¿Tenías calor? ¿Cuánto rato llevas aquí? – resonó la voz de Marina, aunque desde dentro de la alberca yo no la veía.

Me acerqué hasta el borde y miré fuera. Las dos chicas estaban dejando junto a las mantas una enorme cesta con comida, sin duda para hacer un picnic. También dejaron toallas y otras cosas.

Chicas, a todos lados tenéis que ir cargadas de trastos – les dije.
Sí, tú habla mucho, que después, cuando te entre hambre luego ya vendrás llorándome – me dijo Marta.
Tienes razón – respondí – seguro que después de “nadar” un buen rato con vosotras me entra hambre.

Me eché a reír mientras Marta enrojecía por mis palabras. Mi hermana, más tranquila, nos observaba divertida.

Venga, meteos aquí, que el agua está buenísima – insistí apremiándolas.
Tranquilo – dijo mi hermana acercándose al borde – No hay prisa.
Pues no tendrás prisa tú – dije – pero yo estoy loco por veros en bañador.

De repente, mi hermana hizo un rápido movimiento aproximándose al borde de la alberca, y empujándome con la mano, me hizo una ahogadilla, manteniendo mi cabeza bajo el agua.

A ver si se te enfrían las ideas – oí que decía cuando salí, escupiendo agua, mientras Marta se reía.
Así, así, dale, que aprenda – decía mi primita.
En cuanto os metáis, os vais a enterar – dije tratando de parecer desafiante.
Somos dos contra uno nene – dijo Marina con los brazos en jarras – Creo que vas a ser tú quien se entere.

Tenía razón.
Por fin, comenzaron a despojarse de los vestidos, revelando los bañadores que llevaban debajo. No vayan a pensar que eran prendas como las de hoy en día, que no dejan nada a la imaginación. Eran ropas antiguas, de colores chillones, que sólo dejaban al descubierto las piernas de rodilla para abajo y los brazos. Pero a mí me daba igual, pues lo que yo quería ver en realidad estaba justo debajo de esos bañadores.

Estáis muy guapas – dije galante.
Vaya, gracias, pero este bañador es el mismo de año pasado, y que yo recuerde entonces no me dijiste nada de lo guapa que estoy – me dijo mi hermana.
Es que este año has crecido, y el bañador te queda mucho más justo, con lo que se te marcan muy bien esas tetas tan maravillosas que tienes.

Ahora fue mi hermana quien enrojeció.

¡Serás cerdo! – dijo Marta abalanzándose para tratar de hundirme de nuevo.
Vamos, vamos, no te pongas celosa. Tú también llenas ese bañador mucho mejor que antes.
¡Te vas a cagar! – gritó Marta saltando por encima del borde y arrojándose al agua.

Yo traté de huir, pero mi prima me había pillado por sorpresa, así que pronto me encontré bajo el agua de nuevo, sujetado con fuerza por mi primita.
Claro que ahora, a diferencia de antes con mi hermana, tenía a mi agresora perfectamente a mi alcance, así que me defendí amasando sus prietas nalgas por encima del bañador.

¡Ay! ¡Cerdo! – escuché que gritaba mi prima riendo.

Escuché entonces un súbito chapuzón, con lo que entendí que Marina se sumaba a la fiesta.
Escupiendo agua pero sonriente, emergí y me arrojé sobre las bellas ninfas, procurando agarrarlas de las zonas que no deben tocarse a una señorita bien educada.
Ellas me recibieron entre grititos y risas, intentando mantenerme alejado de sus tiernas carnes, sumergiéndome y dándome empujones. A mí me daba igual, feliz por la maravillosa perspectiva que se me presentaba, por lo que participé con gusto en el juego, devolviéndoles las ahogadillas a las chicas, aunque yo procuraba empujarlas en partes cuanto más comprometedoras mejor, y claro, sucedió lo inevitable, con tanto sobeteo, mi amiguito comenzó a despertar dentro de mi pantalón, con lo que pronto me encontré cada vez más cachondo, frotando mi notable erección contra las grupas de mi prima y mi hermana.

Quieto, quieto, león – me dijo Marta manteniéndome alejado con las manos – No vayas tan deprisa…
¿Cómo? – dije algo confuso – Niña mira cómo me tenéis…
Oscar, tranquilo, que habrá tiempo para todo – siguió mi prima – Pero déjanos disfrutar primero de un bañito.
Sí, hijo – terció mi hermana – Que estás siempre pensando en lo mismo.
Serán zorras – pensé.

Rápidamente me di cuenta de que ellas tenían su idea en mente y que lo mejor que podía hacer era dejarlas controlar la situación, y que hicieran lo que quisieran, pero eso no quitaba que yo pusiese mi granito de arena para acelerar las cosas.

Vale, vale – concedí apartándome de ellas – Como vosotras queráis.
Buen chico – dijo Marta dando unas brazadas – Déjanos disfrutar un poco del baño y luego nos divertiremos.
Bueno – asentí – Vosotras relajaos como queráis que yo voy a ponerme un poco más cómodo.

Mientras decía esto me desabroché el pantalón y me lo quité, arrojándolo sobre el borde de la alberca, donde quedó colgando. Ya completamente desnudo, me impulsé en el agua boca arriba, de forma que mi erecto pene asomara por encima del agua.
Las dos chicas rieron divertidas, con expresiones que decían “éste nunca cambiará”, pero no me dijeron nada, dejándome a mi aire.
Me encantaba bañarme desnudo, sintiendo el agua deslizarse por mi piel. Era especialmente agradable nadar, pues el impulso empujaba mi pene hacia atrás, separando la punta de mi ingle, como si tratase de frenar mi impulso por el agua.
Las chicas también nadaban, aunque sin quitarme el ojo de encima, convencidas (y con razón) de que en cualquier momento intentaría algo con ellas.
Continuamos un rato jugueteando en el agua, salpicándonos y nadando, con total naturalidad a pesar de que estaba yo desnudo.
Un poco harto de tanto tonteo, me sumergí buceando, y como yo no tengo ningún problema para abrir los ojos bajo el agua, me aproximé hasta una de las chicas y emergí de golpe junto a ella, agarrándola por la cintura para izarla y zambullirla de golpe. Esto originó el contraataque de las dos, que volvieron a hundirme.
En el forcejeo, noté que una mano anónima se apoderaba de mi hombría, lo que me provocó un ramalazo de placer. Sonriendo bajo el agua (pues la cosa por fin se iba calentando) me agarré a la dueña de esa mano y emergí para besarla con pasión.
Marina, que resultó ser la interfecta, me devolvió el beso con lujuria, pero súbitamente fue arrancada de entre mis brazos por Marta, alejándose las dos de mí nadando entre risas.
Me quedé allí de pié, un poco frustrado, comprendiendo que tenían pensado hacerme sufrir un rato.

Vaya, vaya, Marina – decía mi primita – qué prisa tienes. ¿No habíamos quedado en nadar un ratito antes?

Mientras decía esto atrajo hacia sí el rostro de mi hermana y se besaron sensualmente, poniéndome como una moto. Traté de acercarme hacia ellas, pero no dejaban de moverse, manteniendo las distancias, jugando conmigo.
Súbitamente se separaron, deslizándose cada una hacia un lado de la alberca.

Oye Oscar – dijo entonces Marta – ¿Por qué no me subes a caballito como el año pasado?

Yo, resignado, me encogí de hombros, sabedor de que allí no habría tema hasta que ellas quisieran.
Por toda respuesta, me volví de espaldas, agachándome en el agua hasta quedar sumergido. Pronto noté como las piernas de Marta se colocaban a los lados de mi cabeza y cuando sentí su culito apoyado en mi nuca, me incorporé, elevándola. No sé si sería porque yo era un año mayor, o porque mis músculos estaban tonificados por todo el ejercicio que últimamente hacía, pero lo cierto es que no me costó nada aupar a mi prima, cosa que el año anterior me costaba horrores.

¡Ahora, lánzame! – gritó mi prima.

Agarrando sus pies con mis manos, la impulsé hacia arriba, de forma que salió disparada, zambulléndose de cabeza en el agua, emergiendo entre risas, risueña y preciosa.

¡Ahora yo, ahora yo! – exclamó mi hermana entusiasmada.

Estuvimos con el jueguecito del trampolín humano durante un rato, que yo aproveché para sobar y pellizcar a las chicas tanto como pude. Ellas no se quejaban por eso, entretenidas como estaban, limitándose a darme algún coscorrón cariñoso cuando estaban sobre mis hombros.
Todo aquello me mantenía en un estado de excitación expectante. Sentir sus deliciosos traseros sobre mi espalda era la ostia, así que yo estaba cada vez más cachondo y aquello no parecía tener fin.
Entonces se me ocurrió una idea para darle un poco de vidilla al juego. Lo que hice fue, tras sumergirme para izar a mi hermana, darme la vuelta bajo el agua, de forma que su culo no quedara sobre mi espalda, sino en mi pecho, y su entrepierna… frente a mi cara.
En esa postura era imposible levantarla, pero tampoco era esa mi intención. Cuando ella, inadvertidamente, deslizó sus piernas sobre mis hombros, se encontró con que mi ansiosa boca esperaba a su tierno chochito.
Juro que de caliente que estaba incluso la mordí por encima del bañador. Ella, gritando por la sorpresa, cayó hacia atrás, pero yo no la solté mientras me incorporaba. Agarrándola con fuerza por la cintura, me levanté, quedando su cuerpo sumergido de cintura para arriba, con los pies apuntando hacia el cielo, mientras yo frotaba como loco mi rostro por su entrepierna.
Pronto Martita acudió al rescate muerta de la risa. Empujándome caímos los tres al agua, en un confuso montón de cuerpos, que yo aproveché para meter mano donde pude y frotarme cuanto más mejor.
Por fin emergimos los tres riendo. Las chicas, divertidas, me salpicaron agua a la cara.

Eres un cabrón – dijo Marina – Por poco me ahogo.
Hijo, eres un salido. ¿No puedes esperar un rato? – intervino Marta – ¡Con lo bien que nos lo estábamos pasando!
Sí, nosotros nos los estábamos pasando muy bien – dije poniéndome de pié y asomando la punta de mi pene por encima del agua – ¡pero nuestro amiguito está cada vez más impaciente…!

Con aquello me gané otra ahogadilla.

Mira que eres guarro – me dijo Marta.
Venga, tía – dije yo tratando de darles pena – que llevo un calentón de mil pares de cojones.
Niño, habla bien – me interrumpió mi hermana, haciéndonos reír a todos.

Entonces, noté que Marta y mi hermana cruzaban una sutil mirada de entendimiento que hizo que un escalofrío me recorriera de la cabeza a los pies. Iban a poner en marcha lo que Dios quisiera que tuvieran planeado.

Así que ya no puedes más ¿eh? – dijo mi primita mientras daba unas brazadas.
¿Estás muy cachondo? – continuó mi hermana.
¿Vosotras qué creéis? ¡Con lo buenas que estáis!
Entonces… te proponemos un juego.

Mi gozo en un pozo.

¿Un juego? – dije un poco mosqueado – ¡Venga tías, lo que yo quiero es follar!
¡Ay, hijo! ¡Qué fino eres! – terció Marina – Escucha lo que hemos pensado y después me dices.
Vaaale – asentí a regañadientes.
Vamos a jugar a la “Gallinita Ciega” – sentenció mi prima.
¿Cómo? – dije bastante sorprendido.
Ya sabes, a la “Gallinita Ciega” – dijo mi hermana.
Pero con reglas especiales – dijo Marta.
Sí.
¿Qué reglas?
Bueno… – susurró sensualmente mi prima – Primero, te la quedas tú.

Eso ya lo sospechaba.

Te vendamos los ojos y tú nos buscas por la alberca…
¿Y cuando atrape a una?
Tienes que adivinar quién es la que has atrapado…
Pero sólo tocando, no vale hacernos hablar – dijo Marina.
Ni tirarnos un pellizco para hacernos gritar y reconocernos por la voz – advirtió mi hermana.
¿Y si acierto?
Pues la que has pillado tendrá que obedecer una orden tuya.

Aquello me gustaba más.

Pero si fallas, nosotras te ordenaremos algo…
Por mí de acuerdo – dije súbitamente entusiasmado con el juego – Pero cuando os la quedéis vosotras lo tendréis muy fácil para averiguar quién es…
¡Ah! – dijo Marina – Es que siempre te la vas a quedar tú…

La verdad es que eso no me importaba en absoluto, pero seguí haciéndome el reticente.

Claro, muy bonito, yo siempre pringando.
Venga, no seas tonto, si no es un juego para ganar, sino para divertirnos.

Simulé dudar unos segundos antes de responder.

Bueno, vale, pero con una condición…
¿Cual?
Que vosotras también juguéis desnudas. Me servirá como incentivo para buscaros con más ganas.
Guarro.
Sí, ya, ya – asentí.

Las chicas se miraron entre ellas y encogiéndose de hombros, asintieron.

Total, si íbamos a acabar en bolas de todas formas – dijo mi hermana.
Con el guarro este…
Sí, vamos – tercié yo – que vosotras habéis venido aquí por el picnic.

Menudo par de…

Vale, vale… – dijo mi hermana comenzando a desnudarse.

Pronto mi prima la imitó, con lo que la erección que experimentaba se volvió hasta dolorosa. De todas formas, me sentía muy feliz, pues por fin la cosa iba encaminándose por los derroteros que yo deseaba.

¿Satisfecho? – dijo Martita arrojando su bañador a un lado.

Las dos me miraban con un brillo especial en la mirada. Yo me quedé contemplándolas unos segundos, dos diosas desnudas, sus cuerpos gloriosos salpicados de agua, bañados por el sol del atardecer, con los pezones enhiestos, contagiadas por fin de la excitación que flotaba en el aire.

Sois preciosas – murmuré.

Ninguna dijo nada.
En silencio, Marta se aproximó a mí. Llevaba en la mano un trozo de tela que no sé de dónde había sacado. Con cariño, me dio un tenue beso en los labios y me vendó los ojos. Tras asegurarse de que no veía nada, inició el ancestral rito del juego.

Gallinita ciega, qué se te ha perdido.
Una aguja y un dedal – respondí.
Da tres vueltas y los encontrarás.

Diciendo esto último, Marta hizo que girara sobre mí mismo tres veces, apartándose bruscamente de mí. Sin poder ver nada, escuché el sonido de su cuerpo al zambullirse y enseguida comencé la caza.
Me moví a ciegas, con los brazos estirados, mientras las chicas reían como locas. Yo avanzaba a tientas, andando con el agua llegándome hasta el pecho, tratando de encontrar a una de las ninfas.
Sin embargo, ellas no iban a ponérmelo fácil. Al principio se limitaron a salpicarme agua, entre risas, manteniéndose bien apartadas de mí. Yo, cuando tenía la intuición de que alguna andaba cerca, me arrojaba en la dirección en que creía que estaba mi presa, tratando de atraparla, aunque no tuve demasiado éxito.
Alguna que otra vez lograba rozar a alguna con la yema de los dedos, pero resbalaba sobre su piel mojada sin lograr asirla. Esto producía que las chicas dieran grititos de pavor y que estallaran en carcajadas cuando se me escapaban.
Al cabo de un rato y envalentonadas porque no las pillaba, fueron asumiendo más riesgos, acercándose a mí y dándome toquecitos en la espalda. Cuando notaba su contacto, yo me revolvía con rapidez, arrojándome sobre ellas. Más de una vez estuve a punto de atrapar a una, incluso logré palpar sin duda alguna la curva de un seno, pero resbalé nuevamente y la perdí, provocando de nuevo la hilaridad de las chicas.
Ellas, no contentas con esto, incrementaron la osadía de sus acercamientos, y alguna mano desconocida llegó incluso a agarrarme la polla, lo que tuvo la consecuencia lógica de ponerme cada vez más y más cachondo.

Oscaaaaar… Por aquíiiii… – susurraban.
A ver si me coges que estoy muy cachonda.
Mírame, Marina, como éste no me pilla he tenido que empezar a tocarme yo solita.
Sí, yo también. Si Oscar no me atrapa pronto voy a tener que masturbarme yo misma.
Ummmm. Estoy cachondísima. Ven Oscar. Por aquíii.

Si esto fue lo que pasó Ulises con las sirenas, compadezco al pobre desgraciado, allí atado al mástil de su barco.
Yo estaba cada vez más desbocado, no entendía cómo podía escuchar sus voces en el otro extremo de la alberca y de pronto sentir una fría mano que me rozaba el cuello, el pecho… o un poco más abajo.
Se habían coordinado de manera que, mientras una me atraía con la voz, la otra aprovechaba para tocarme, logrando excitarme más y más.

Cálmate chico – pensé – si entras en su juego estaremos toda la tarde.

Traté de serenarme, respirando hondo mientras mis dos sirenas particulares trataban de atraerme con sus cálidas voces. Entonces se me ocurrió una idea. Caminé a tientas hasta el borde de la alberca, donde me di la vuelta, apoyando la espalda contra el mismo. Tomé aire, me sumergí de golpe, e impulsándome con los pies contra la pared, salí disparado hacia delante, como un torpedo bajo el agua, de forma que recorrí el diámetro de la alberca en un instante, con los brazos estirados delante de mí.
Y lo logré. Sorprendida por la rapidez de mi desplazamiento bajo el agua, una de las chicas no tuvo tiempo de apartarse de mi trayectoria, por lo que mis manos tropezaron con ella. Además, choqué contra sus piernas, lo que me facilitó la tarea de agarrarla.
Asido como si me fuese la vida en ello al cuerpo de mi víctima, emergí del agua mientras ella trataba de zafarse de mi presa, tarea inútil, pues el calentón que llevaba encima multiplicaba mi fuerza por diez.

¡Ya te tengo! – grité con júbilo – Ahora estate quieta que tengo que ver quien eres.

Por fin, la chica dejó de luchar, resignada a padecer mi escrutinio con objeto de averiguar su identidad. Mi corazón parecía ir a salírseme del pecho, tal era el nivel de excitación que sentía. Traté de tranquilizarme, pues no era cuestión de equivocarme de chica ahora y convertirme en el cazador cazado.
Y es que no era tarea fácil distinguir a ciegas entre las dos primas, pues además de ser de altura similar, su complexión física era parecida.

Bueno, bueno – canturreé – Veamos quién eres…

Agarrando a la chica por los hombros, me situé detrás de ella. Comencé a palpar su cuello y sus cabellos pero eso no me servía de mucho, pues las dos tenían el pelo liso y de longitud similar (aunque una fuera rubia y la otra morena, dato que no me servía de nada en ese momento).
Sonriendo, palpé el rostro de la chica, que permanecía completamente en silencio, no dispuesta a darme ninguna pista. Deslicé mis manos hasta su pecho, donde amasé sus senos, duros, plenos, con los pezones enhiestos escurriéndose entre mis inquietos dedos.
Un tenue gemido escapó de los labios de mi presa, pero no fue suficiente para revelarme su identidad, así que proseguí mi exploración. Seguí sopesando sus pechos, acariciándolos, excitándolos, aprovechándome al máximo de la situación, retrasando el momento en que mis manos irían a la zona de aquella escultural criatura que me despejaría sin lugar a dudas el misterio de quién era la chica que estrechaba entre mis brazos: mi prima o mi hermana.
Y es que, como recordarán queridos lectores si han leído los capítulos anteriores de mi historia, las dos chicas llevaban el vello púbico recortadito de formas distintas, contando mi hermanita con un mechón de pelo más poblado que el de mi prima.
Yo era consciente de ello perfectamente, pero me encantaba sobetear a quien fuera de aquella forma, mientras la otra chica sin duda estaría muerta de envidia observándonos.
Cada vez más cachondo, aproximé mi ingle al trasero de la chica, apretando con fuerza mi dureza contra sus prietas nalgas.

¿Quién será, será…? – bromeé.

Seguí sobando a la chica a placer, sin arriesgar todavía un nombre. De todas formas, sentía una extraña sensación, no sabía decir por qué, pero notaba que algo no marchaba bien.
Caliente como un horno, me las ingenié para deslizar mi polla entre los muslos de la chica, frotándola entre los mismos. Un estremecimiento de placer me recorrió al notar cómo ella apretaba con fuerza las piernas, para atrapar mi picha en medio y sentir bien mis refregones.
Ya no podía más. La orden que le iba a dar a la chica sería que se abriera de piernas que iba a follármela. Ya estaba bien de juegos.
Mis manos abandonaron las tetas de la chica y viajaron a su entrepierna, para palpar la cantidad de pelo que allí había.
Al notar mis manos en esa zona, la chica echó el cuerpo un poco hacia delante, apretando fabulosamente su culo contra mi pelvis. Yo, como loco por meterla en caliente ya, exploré la zona, verificando el volumen de vello. Había bastante.

Eres Marina – sentencié.

Un silencio sepulcral se extendió en el interior de la alberca, hasta que fue roto por una voz, una voz conocida que hizo que la sangre se me helara en las venas.

Has fallado.

Anonadado, liberé a mi presa y me despojé de la venda. Tras unos segundos en los que mis ojos se acostumbraron de nuevo a la luz, me encontré frente a frente con mi prima Andrea, completamente desnuda, que me miraba con expresión de sofoco en el rostro, ruborizada hasta las raíces del cabello.

Pe…pero ¿qué haces tú aquí? – balbuceé.

Las risas de Marina y Marta retumbaron en la alberca. Yo las miraba atónito, mientras ellas se hinchaban de reír a mi costa. No puedo decir que me enfadara, ni que me molestara, ni que me gustara… simplemente no sabía cómo reaccionar.

Vaya, primito – dijo por fin Andrea – Tan experto que yo te hacía en mujeres y no has sabido reconocerme.

Entonces la realidad se abatió sobre mí. Comprendí en qué consistía el plan que aquellas dos (tres en realidad) se traían entre manos. Había sido víctima de una broma orquestada por diablesas, decididas a pasar un buen rato a mi costa.
Pero no sólo a eso, allí había algo más, como demostraba el hecho de que Andrea se mostrara completamente desnuda ante mí sin rubor alguno y que se hubiese dejado meter mano hasta en el último rincón de su lozano cuerpo. Como decía un anuncio de televisión que vi hace unos años, siendo ya bastante mayor: “Cuate, aquí hay tomate”.

Bueno, os habéis salido con la vuestra – dije.
Sí – confirmó Andrea.
Veo que lo teníais todo estudiado.
Sí.
Y os habéis reído un rato de mí.
Oye, Oscar – me interrumpió Marta muy seria – Nosotras no queríamos…
No, no, si no pasa nada – dije – entiendo la situación.

Las tres me miraban fijamente.

Andrea deseaba participar en nuestros juegos y ésta os pareció una buena forma de lograrlo.

Marta y Marina, apartaron la mirada, un poco avergonzadas, pensando que me había enfadado. En cambio, Andrea se mantuvo con los ojos clavados en mí.

¿Y te ha molestado? – dijo.
En absoluto – respondí relajando el ambiente.
Lo suponía.

Los cuatro nos echamos a reír, conscientes de que lo mejor de aquella tarde estaba por llegar. Descuidadamente, me acerqué a Andrea y rodeé su cintura con un brazo, acariciando su trasero como quien no quiere la cosa.

Me ha encantado cómo apretaste los muslos sobre mi polla – susurré en su oído, haciéndola enrojecer.
¿Sabes? – me dijo – Sabía que esto sucedería antes o después.
Sí, yo también. Desde el día de la excursión…

Andrea me sonrió,

En cambio, esperaba que intentaras algo antes – dijo.
Es que tenía miedo de hacerte daño. Esperaba a que cicatrizasen tus heridas.

Ella, por toda respuesta, rozó levemente mis labios con los suyos.

Pero ahora te toca obedecer – me espetó con una sonrisa de oreja a oreja.
¡Mierda! Esperaba que no te acordaras – dije resignado.
No tendrás esa suerte.

Bueno. Ahora me tocaba a mí ver qué me habían preparado. Seguro que alguna putada.

Quiero que hagas que me corra – dijo Andrea.

Vaya, pues no.

Coño, Andrea, vas derechita al grano – dije yo, sorprendido, aunque encantado.
Pero, ¿no habíamos quedado en mandarle desnudo a la casa? – exclamó de pronto Martita.

Yo la fulminé con la mirada.

Ella manda, y si es eso lo que quiere… – dije.
Pues sí – se mantuvo firme mi prima mayor.
Aunque, la verdad, no me esperaba que fueras tan directa.

Andrea, enrojeció un poco antes de contestar:

¿Y qué pasa? Tanto que he oído hablar de tus habilidades…
Que te apetece, probar si es verdad… – terminé yo por ella.
Eso – coincidió ella.
Y además, has ganado tú, así que tengo que hacer lo que me ordenes.
Eso.
Y si lo que quieres es un buen orgasmo… pues no se hable más.
Efectivamente.
Que para eso eres tú la que manda ahora.
Así es – seguía asintiendo mi prima.
Y estás cachonda perdida por el sobeteo de antes y te apetece correrte ya.
Así e…. ¡NIÑO! – gritó Andrea escandalizada.

Las otras dos y yo nos partimos de risa.

¡Iros a la mierda! – vociferó mi prima, aunque se veía que no estaba enfadada, sólo un poco avergonzada.
Vale, pues tus deseos son órdenes – concluí – ¿Y cómo quieres que sea la cosa?

Mientras decía esto, daba saltitos, para que la cabeza de mi pene asomara fuera del agua.

Como tú quieras, pero sin usar “eso” – dijo ella apuntando a mi instrumento.
Vale. Como desees.

La verdad es que mi estado de calentura había bajado un tanto. El susto al encontrarme con Andrea había contribuido a relajarme un poco. Además, era consciente de que ahora no me enfrentaba a dos hembras hambrientas, sino a tres y eso era todo un desafío, así que tenía que dosificarme.

Chicas, necesito vuestra ayuda – les dije a las otras dos.
¡Ah, no! De eso nada – exclamó Andrea – He dicho que seas tú, con ayuda no vale.
Tranquila, mujer – le dije – Es sólo para que te sujeten.
¿Cómo? Dijo ella sin entender.
Ven aquí.

Cogiéndola de la mano, la llevé al centro de la alberca. Empujándola suavemente hacia atrás hice que se tumbara y que quedara haciéndose “el muerto” sobre el agua.

Sujetadla por las axilas – les dije a las chicas – Que no se hunda.

Entendiendo por fin mis intenciones, Marta y Marina se colocaron cada una a un lado de Andrea, asiéndola por los antebrazos, manteniendo así su torso a flote.
Yo me agaché dentro del agua, dejando tan sólo la cabeza afuera, y me deslicé hasta quedar justo entre los muslos de Andrea. Alzando la vista, me encontré con su mirada, y me encantó lo que vi.
Estaba nerviosa, quizás hasta un poco asustada, pero excitada y caliente a más no poder. Agarrándola por la cintura, hice emerger su entrepierna, dejando reposar sus muslos sobre mis hombros, de forma que su femineidad quedó justo delante de mi boca.
Y procedí a reconciliar a Andrea con el género masculino.

¡AAAHHHHHH! – gimió mi prima cuando mis labios se posaron en su vulva.

Era la primera vez que me comía un coño dentro del agua, pues en mi anterior experiencia acuática (recuerden, con Marta, en el río), no se dio esa situación.
Al principio estaba todo muy… frío, debido al agua, claro, pero yo me esmeré en calentar convenientemente la zona, y les juro que pronto logré que el agua hirviera.
El coño de Andrea era jugoso, como el de su madre y su hermana, pero no pude deleitarme mucho con su sabor, debido al agua. Por esto mismo no puedo contarles si Andrea se mojaba mucho o no, pues ya estaba empapada, aunque puedo asegurarles que le encantaba lo que yo le hacía, a juzgar por los gemidos y grititos que profería.

¡Dios! ¡Qué bueno! Sigue, por ahí… ¡POR AHÍ!

Como usted mande.
Mis dedos continuaban explorando la intimidad de mi primita, aplicándose a su tarea con cariño. Mi lengua, juguetona y experta en esas lides, recorría la rajita de la chica sin dejar un milímetro por recorrer. En ocasiones, subía hasta su clítoris, que era absorbido por mis labios y acariciado por mi lengua; en otras bajaba lentamente, recorriendo la longitud de los labios vaginales de mi tierna prima.
La dueña de aquel coño se retorcía como si la estuvieran electrocutando. Yo, de vez en cuando, alzaba la mirada para contemplar su rostro, desencajado por el placer. Y no menos calientes estaban las otras dos, que contemplaban el espectáculo sin soltar los brazos de Andrea, deseosas sin duda de sustituir a la víctima de mis tratamientos.
Cuando noté que Andrea se aproximaba al clímax, elevé el ritmo de mis inquietos dedos, separando al máximo los labios de aquel chochito con los pulgares y hundí la lengua en su interior. Con los índices, froté el clítoris de Andrea con dulzura y pronto logré que mi prima alcanzara un espectacular orgasmo.

¡ME CORROOOO…..! – aullaba mi prima.

Sus muslos se cerraron sobre mis oídos, impidiéndome oír el resto de sus alaridos. Sus caderas sufrían espasmos, mientras oleadas de placer recorrían su maravilloso cuerpo. Yo me quedé allí, aguantando sus culetazos, sin dejar de lamer y estimular aquel delicado coño.
Por fin, los espasmos fueron remitiendo y Andrea se relajó, circunstancia que aprovecharon las otras dos para soltar sus brazos a la vez, con lo que el torso de mi prima se hundió como un plomo, mientras yo mantenía sus piernas fuera del agua.
Ayudada por mí (tras descabalgar sus caderas de mis hombros) Andrea emergió escupiendo agua, que había tragado por la inesperada inmersión.

¿Se puede saber qué coño hacéis? – les dijo – ¡Casi me ahogo!
Pues te aguantas – respondió Marta – Que ya me dolían los brazos de sujetarte mientras te lo pasas bien tú solita.
Serás…
Venga, chicas, dejadlo ya – intervine – que aquí hay para todas.

Nueva ahogadilla por bocazas.
No me importó, pues lo que quería era relajar el ambiente.

¿Te ha gustado? – le pregunté a Andrea en voz baja.
Ha sido la ostia – dijo ella sonriente.

Esta vez fue Marina la que nos interrumpió.

Venga, Oscar, ven aquí que te vende de nuevo.

Mi hermana se acercaba a mí con la venda, dispuesta a continuar con el juego.

Yo paso, Marina – dije – Qué coñazo quedármela siempre yo. Además, tardo mucho en atraparos.
Tiene razón – dijo Marta.
¿Entonces qué hacemos? ¿Follar y listos? – insistió mi hermana.
Yo me apunto – intervino Andrea.
Entonces, ¿para qué hemos venido aquí? – siguió Marina – ¿No habíamos quedado en pasar una tarde divertida?
Pues juguemos a otra cosa – dije.
¿A qué?
Por lo que veo, queréis un juego de órdenes ¿no?
Sí. Por ejemplo.
A ver, a ver…

Me acerqué al borde e, izándome con las manos, salí de la alberca. En menos de un segundo encontré lo que estaba buscando: una piedra pulida de unos cinco centímetros de diámetro.
De un salto, volví a zambullirme en el agua, llevando la piedra en la mano.

¿Qué es eso? – dijo Marina interesada.
Una piedra.
¿Y qué hacemos con ella?
Mirad. Nos ponemos todos pegados al borde de la alberca, mirando hacia fuera. Uno de nosotros lanza la piedra hacia atrás, sin mirar. Contamos hasta cinco y nos lanzamos en su busca. El que la encuentra puede ordenar lo que quiera a quien quiera.

Las chicas se miraron entre ellas asintiendo. A todas les parecía una buena idea.

Lo de la “gallinita” estuvo bien antes, por lo de la sorpresita y eso, pero ahora se haría un poco pesado ¿verdad? – dije sonriendo.
Sí – coincidió Marina – Buena idea. Parece que sirves para algo más que para…
Hacerte aullar de gusto – concluí.

Ahogadilla al canto. Me iban a matar.
Por fin todos de acuerdo, nos colocamos todos junto al borde, mirando al exterior. La encargada de arrojar la piedra sería Andrea, que había ganado el primer juego.

Sin trampas ¿eh?
No mires.
No mires tú.
Silencio, que voy.

Allí estábamos, los cuatro primos con el culo al aire discutiendo por cómo se tiraba una piedra.

¡CHOF! – resonó en la alberca.
¡Uno, dos, tres, cuatro y cinco! – contó Andrea.

El chapuzón de los cuatro fue simultáneo, pero yo, con la experiencia de antes, aproveché el muro para impulsarme, saliendo como una flecha. Buceé pegado al fondo, con los ojos muy abiertos, hasta que mi mano tropezó con la piedra.
Había ganado.

¡Has hecho trampas! – exclamó Marta.
¿Por qué?
¡Te has impulsado!
¿Y está prohibido?

Enfurruñada, mi prima no tuvo más remedio que aceptar mi victoria. Para que no se perdiera, dejé la piedra sobre el poyete que había junto al borde de la alberca.

Bueno, bueno – dije simulando reflexionar – mi esclava será…….. ¡Marta!

Con una sonrisilla de triunfo, mi prima se aproximó a mí, convencida de que la había elegido a ella porque la deseaba primero. Y no es que no fuera así, es que me apetecía vengarme un poco.

¿Qué quieres que haga? – dijo ella, segura de que en breves instantes iba a estar follando como loca.
Quiero que, desnuda como estás, vayas al otro lado de la casa, al cuarto de las herramientas, y te traigas un clavo del bote que está en la estantería.
¿Estás loco? ¡Me van a ver!
¿Y no es eso lo que tenías planeado que hiciera yo?

Recordando las palabras que se le habían escapado antes, Marta no supo qué responder. Atrapada, no tenía otra opción más que claudicar.

¿Y no te basta con ir hasta la casa? Era lo que íbamos a ordenarte a ti.
No, no – negué.
¿Puedo llevarme una toalla?
Entonces, ¿qué gracia tiene?
Pero…
Mira, si no quieres, no lo hagas y en paz – sentencié – Seguimos jugando nosotros tres y tú miras. Si quieres, te encargas de arrojar la piedra y nosotros la buscamos.
La piedra te la voy a arrojar a ti a la cabeza – dijo ella un poco enfadada.
El juego es el juego…

Derrotada, mi prima se aproximó al borde. Impulsándose como yo había hecho antes salió de la alberca, no sin antes obsequiarnos el espectáculo de un primer plano de su magnífico trasero.

¡Ese culito! – grité yo observándola alejarse hacia la casa.

Andrea, Marina y yo la vimos desaparecer rodeando la casa.

Mira que eres cabrito – dijo mi hermana.
Venga ya. ¿No ibais a hacerme lo mismo?
Como gane Marta, te vas a acordar del jueguecito – dijo Andrea.

Pasaron un par de minutos hasta que vimos aparecer a Martita doblando la esquina de la casa. Andando de puntillas (pues iba descalza) regresó rápidamente hasta la alberca. A medida que iba aproximándose pudimos ver que iba ruborizada de la cabeza a los pies. Se contaban por cientos las veces que había visto ponerse colorada a Marta, pero sin duda esa fue la vez que más intenso era el rubor.
De un salto, se arrojó al agua, mientras yo admiraba lo buena que estaba mi prima en su desnudez. Ni siquiera el frescor de la alberca logró hacer disminuir el rubor de mi primita.

¿Lo has cogido? – pregunté.

Ella abrió la mano, mostrando un clavo en su palma.

Bien hecho – dijo Marina – ¿Cómo te ha ido?
En mi vida he pasado más vergüenza.
Venga ya – dije – no será para tanto.
¿Que no? ¡Al salir del cuarto de las herramientas me he topado de bruces con Antonio!
¿En serio? – exclamó mi hermana entusiasmada – ¿Y qué ha dicho?
¿Tú que crees? Se ha quedado petrificado. Y yo he salido disparada hacia aquí. Como venga me muero de la vergüenza.
No vendrá – dije bastante seguro – Sin duda se imagina lo que está pasando aquí.
¡Madre mía, qué vergüenza! ¡Cómo voy a volver a mirarle a la cara!
No te preocupes – la tranquilicé – Además mira el magnífico regalo que le has hecho. Le has mostrado tu escultural belleza al muchacho. Seguro que se pasará años soñando con tu divina hermosura…
Sí, tú hazme la pelota, que como gane yo ahora te vas a cagar…

Andrea me palmeó la espalda, compadeciéndome.
Por fortuna, volví a ganar yo… Y esta vez, mi orden fue de otra índole.

Bueno, Andreíta, te toca a ti – dije mostrando la piedra que tanta suerte me estaba trayendo.
Dime – dijo mi prima, arrastrada ya por completo al juego.
Verás, quiero ponerme caliente a tope y como me encanta ver a dos chicas haciéndose “cositas” quiero que le hagas a tu hermana lo que yo te hice antes.

Lo que había dicho era verdad, siempre me ha excitado ver a mujeres montándoselo, pero la razón secundaria de mi orden era calmar un poco a Martita, cuya victoria en el juego yo temía bastante.

No, eso no lo voy a hacer – dijo Andrea.
¿Cómo que no? – exclamó Marta adelantándoseme – ¡Yo he hecho lo que me han mandado!
Que no, que no lo hago. Pídeme otra cosa. Es que no quiero hacer esas cosas con mujeres.
Vamos, tonta – intervino mi hermana, conciliadora – Si no pasa nada…
Si yo no digo que pase nada malo… Es sólo que no quiero hacer algo como eso.

Yo observaba a Andrea analizando la situación. Percibí que si forzaba la situación y la presionaba, lograría que ella lo hiciera, pero lo haría a disgusto. Las inclinaciones lésbicas de mi prima brillaban por su ausencia.

Está bien – concedí – Cambio de esclava. Marina encárgate tú.
¡De eso nada! – chilló Marta – le toca a Andrea ser la esclavaaaaaa…

Mi hermanita se había deslizado subrepticiamente detrás de Marta, y sibilinamente, realizó un ataque por la retaguardia, metiéndole mano a Marta directamente en la entrepierna.

¡Quietaaaaa! – chillaba riendo Martita – ¡Le toca a Andreaaaaa!
¿Y qué más te da? – respondía mi hermana – Mientras te coman bien el coño…

En pocos segundos adoptamos la postura de antes, sólo que esta vez era Marta la que recibía las atenciones y Marina quien se las procuraba.
Le estaba muy agradecido a Marina por la actitud conciliadora que estaba manteniendo, pues aún recordaba con desagrado los antiguos enfrentamientos entre ella y nuestra prima por causa mía, y yo notaba que Marta andaba un poco revolucionada esa tarde.
Marina se mostraba como una más que digna discípula de su hermano, demostrando que en el arte de comer coños no tenía nada que envidiarme. Martita se retorcía como una lagartija, disfrutando a más no poder de la lengua de Marina, que le daba sonoros chupetones entre las piernas.
Ver aquel maravilloso espectáculo me calentó notablemente tal y como deseaba. Me empalmé como un mulo de nuevo y deseé, entonces sí, haber pedido ser yo el objetivo del tratamiento.
Viendo que mi prima estaba en el punto máximo de excitación, acerqué mi erección a su rostro, a ver si en el frenesí de la situación, se animaba y me daba una chupadita. Por desgracia, no hubo tiempo para ello, pues Marina la condujo a un brutal orgasmo en un tiempo record.

¡UAAAAHHHHH! ¡ME CORROOOOO! – gritaba Marta, sin importarle ya que Antonio la hubiera visto, que la oyeran en la casa o en veinte kilómetros a la redonda.

Cuando se relajó tras el orgasmo, Andrea la soltó como le había hecho ella antes, pero yo, deseoso de congraciarme con Marta, la sostuve fuera del agua. Un brillo peligroso refulgió en los ojos de Marta mientras miraba a su hermana, lo que me inquietó un poco.
Y fue ella quien ganó la siguiente partida.

Vaya, vaya…. Así que ahora me toca a mí – dijo triunfante.

Los tres la mirábamos esperando alguna barrabasada.

Andrea, esclava – dijo Marta – Si no quieres comer coño… vas a comer polla.
Viva la madre que te parió – pensé.

Andrea simplemente se encogió de hombros, aceptando la tarea que se le había impuesto. Aquel instante más que ninguna otra cosa, me indicó hasta que punto había estado mi prima pensando en acostarse conmigo.

¿Y cómo lo hacemos? – preguntó – ¿Lo sujetáis vosotras? Es que el agua le llega hasta el pecho si se queda de pié y debajo del agua me voy a ahogar.
Espera – dije.

Me dirigí al poyete y, ayudándome con las manos me icé, sentándome encima. De esta forma quedaba sentado justo al borde, mirando al interior de la alberca, con los pies dentro del agua y mi entrepierna…. A una altura óptima.

¡Vaya! – exclamó mi hermana – se ve que esta última orden te ha gustado. ¡Qué rapidez para colaborar!
¿Y tú que crees? – respondí – ¡Lleváis horas torturándome! ¡Estoy a punto de reventar!

Era verdad. Tenía la polla super tiesa, dura como un palo pegada a mi ingle. Si me concentraba, podía hasta notar el bombeo de sangre por el interior de mi miembro.

Bueno – dijo Andrea comenzando a caminar lentamente hacia mí – Tendréis que explicarme un poco cómo hacerlo…
¿No… no lo has hecho antes? – balbuceé.
Sí…. Una vez… – respondió mi prima mirándome a los ojos – pero no fue muy bien…

Entonces recordé las palabras de Ramón en el establo, de las que se desprendía que mi primita le había practicado sexo oral al muy bastardo la noche que pasaron en su casa.

Oye, Andrea… – dije sin muchas ganas – Si esto no te apetece…

Ella me sonrió y negó con la cabeza.

Vamos – dijo dulcemente – Esto es sólo un juego. Se trata de pasarlo bien.

Mientras decía esto, acariciaba mis muslos desnudos con las manos, provocando que un escalofrío me recorriera la columna.

¿Y qué tengo que hacer?

Entonces intervino su hermana.

Agárrala así por el tronco – dijo haciéndole una demostración – Y después comienza a lamerla despacio.

Andrea intercambió su mano con la de Marta, con lo que empecé a ver estrellitas de placer. Aunque estábamos empapados de agua, su mano, increíblemente caliente, agarró mi polla con tal inexperiencia que a punto estuvo de hacer que me corriera. Y cuando acercó su boquita… Dios…
Lentamente, comenzó a lamerla, deslizando su lengüita desde la base hasta la punta, donde, obedeciendo las instrucciones de las otras, trazaba círculos alrededor del glande.
Marta y Marina, se habían colocado cada una a un lado mío, apoyadas en el muro, dándole indicaciones a Andrea. Aprovechando la cercanía (y por distraerme, que siempre es bueno) me apoderé de una teta de cada una, comenzando a acariciarlas. Ellas, tras dudar un segundo, decidieron que no les desagradaba que las sobase un poco, así que me dejaron hacer.

Así, así, humedécela bien.
Acaríciale los huevos, que le gusta.
Métetela poco a poco en la boca…

A mí, todo lo que decían me parecía bien.
Pronto Andrea fue cogiéndole el ritmo al asunto y se atrevió a introducirse la punta de mi torturado cipote en la boca. Sentir sus dulces labios ciñendo mi hombría hizo que un nuevo ramalazo de placer me recorriera, por lo que sin poder evitarlo, apreté un poco las manos, estrujando lo que sostenía en ellas, provocando sendos grititos de sorpresa y dolor en las otras dos chicas.

¡Oye! – dijo mi hermana – ¡Tranquilo!
¡Eso! – coincidió Martita – ¡A ver si le digo a Andrea que lo que tiene que hacer es darte un mordisco, que con lo entregada que está a su tarea igual obedece y todo!

Era verdad, Andrea iba poco a poco dejándose llevar por la excitación, incrementando el ritmo sobre mi polla. Se veía que no le hacía los mismos ascos a comerse un rabo que a enrollarse con otra chica. Yo estaba a punto de caramelo, loco de calentura, pero no quería acabar aún. Y lo peor era que durante toda la operación Andrea no dejaba de mirarme a la cara, como si quisiera asegurarse de que lo que me estaba haciendo me gustaba.

A…Andrea – para – susurré – Si sigues así me voy a correr…
¿Y no se trata de eso precisamente? – dijo ella sacándose mi trozo de la boca un segundo, pero sin dejar de lamerlo.
Es que… quiero proponeros una cosa…

Lo que fuera con total de alargar aquel momento.
 

A ver, ¿qué quieres?
Querría… que me la chupaseis las tres a la vez.

Las tres me miraron como si me hubiese vuelto loco. Menuda tontería por cierto, no sé por qué se escandalizaban, allí, los cuatro follando en familia.

No, no – dijo Marta – El juego no es así…
Por favor chicas. Me encantaría que lo hicierais…
Sí, claro, ya lo supongo.

La verdad es que no tenía esperanza de convencerlas, sólo pretendía que Andrea interrumpiera sus maniobras para tratar de calmarme un poco y alargar la formidable mamada que me estaban haciendo.

Venga, chicas – dije sin pensar – Si lo hacéis seré yo después vuestro esclavo.

Las tres se callaron, mirándose entre sí.

¿Te la quedarás tú? ¿Sin tener que buscar la piedra?
En serio – respondí vislumbrando la posibilidad de salirme con la mía.

Total, qué mas me daba. Con tal de que todas las órdenes fueran como la última…

Por mí vale – dijo mi hermana.
Gracias, Dios – pensé.
Y por mí – dijo Andrea – Total, yo ya se la estaba chupando.

Marta aún me torturó unos segundos antes de acceder.

Vaya, vaya – dijo – Al final siempre te sales con la tuya ¿eh?

Yo le guiñé un ojo, arrancándole una sonrisa.
Andrea volvió a situarse entre mis muslos, con la cara cerca de mi polla. Las otras dos, una desde cada lado, se inclinaron hasta que pude sentir el aliento de las tres beldades sobre mi erección. Seguro que cuando me muera voy al infierno, sobre todo porque soy tan pecaminoso que imagino el paraíso justo como ese momento.
Sin decir nada, aunque perfectamente coordinadas, las tres iniciaron la tarea de llevarme al cielo. Andrea, en el centro, se encargó de chuparme y lamerme las bolas, actuando simplemente por instinto, pues nadie le dijo que lo hiciera.
Las lenguas de Marta y Marina, bailaban a lo largo del tronco, jugueteando entre ellas a la vez que ensalivaban bien mi falo. Alternándose, iban engullendo la punta de mi miembro, sin tragarlo por completo, para no estorbar las maniobras de sus dos compañeras.
Mirarlas era la locura, las tres criaturas más preciosas de la creación allí enfrascadas en chupármela, pero es que cerrar los ojos tampoco servía de nada, pues el sonido de los lametones y chupetones resonando en el interior de la alberca era incluso más excitante.
A nadie le extrañará si digo que no aguanté aquella tortura (bendita tortura más bien) ni dos minutos. Moviendo espasmódicamente un brazo, avisé a mis concubinas de la inminencia de la eyaculación, pero Andrea, poco ducha en estas lides, no se dio cuenta de la urgencia de mi mensaje, así que los primeros lechazos le dieron directamente en la cara.
Sorprendida, se apartó sujetando mi erupción con la mano, de forma que un par de disparos salieron disparados hacia arriba, en busca del anochecer.

¡Tía! ¿Lo has visto? – gritó Marta.
¡Por lo menos dos metros de altura! ¡Increíble! – respondió Andrea sin soltármela.
Nene, sí que andabas caliente ¿eh? – concluyó mi hermana dándome un cariñoso puñetazo en el brazo.

Cuando mi polla terminó de descargar, Andrea me la soltó y comenzó a lavarse en el agua.

¡Ajj! Me has puesto perdida.
Perdona, chica. ¿No viste que te avisaba de que te quitaras?
¡Ah! ¡Era eso! No sé Oscar, como hacías cosas tan raras, pensé que sólo era otra más.
Ay, hermanita, te queda tanto por aprender… – dijo Marta rodeando sus hombros con un brazo y dándole un sonoro beso en la mejilla.

Rompimos a reír mientras Andrea le devolvía el beso a su hermana. Me encantó que mi prima no se enfadara porque me corriera encima de ella. Pocas mujeres he conocido que no se cabreen si su primo les pega cuatro lechazos en la cara. Andrea era la mejor.
Nos quedamos jadeantes unos segundos, contemplando yo la belleza de las chicas, mirándose ellas unas a otras. Por fin, mi hermana rompió el silencio, y lo hizo con la fineza y buena educación que había adquirido últimamente:

¿Follamos ya? Vosotras os habéis corrido durante el juego, pero yo tengo el coño que exploto.
¡Ja, ja, ja! ¡Qué fina!
Sí, sí, lo que tú quieras, pero se está haciendo de noche y yo no he venido hoy aquí sólo para jugar a la gallinita ciega.
Tiene razón – dije, ansioso por continuar.
Tú como siempre – intervino Marta – Caliente como un mono. Fijaos, chicas, después del corridón que se ha pegado y ni siquiera se le ha bajado un poco.

Eso no era del todo cierto. Después de eyacular me había calmado un poco, ya no sentía la polla a punto de estallar, aunque era cierto que no se me había desempalmado mucho, manteniendo un estado de erección bastante notable. Qué quieren, en la flor de la vida y con aquellos tres monumentos… ¡para que se le baje la cosa a uno estaba el asunto!

¿Y a quién le toca? – dijo Andrea.
A mí, claro – respondió mi hermana – Yo aún no me he corrido.
¿Y qué? – dijo Marta – Se trata de un juego… Y si tú no has ganado…
¿Pero no habíamos quedado en organizar todo esto para mí? – dijo Andrea, confirmándome una vez más de que las chicas habían planeado aquella tarde al milímetro.
Venga, chicas – dije tratando de poner paz – Habrá tiempo para todas.
Tiempo sí – respondió Marina – ¿Pero aguantará esto lo suficiente para las tres?

Mientras decía esto me dio un ligero toquecito donde ustedes imaginan.

Estoy seguro de que sí, pero si no, haberlo pensado antes de organizarme esta encerrona – contesté un poco picado en mi orgullo masculino.
No sé yo – siguió Marina deseosa de tocarme las narices – Últimamente te he notado un poco… bajo de forma.
Uy, lo que me ha dicho – pensé.
Nena, tú aún no sabes hasta donde puedo llegar – alardeé – Soy capaz de follaros a las tres y llevaros al orgasmo sin llegar yo.
¡No te lo crees ni tú! – dijo Marina.
¿Qué os apostáis?
Si lo logras, follaremos siempre que quieras.
¿Qué tontería! Eso lo hacemos ya.
Pues es verdad – dijo Marina, dudando.
¿Para qué vamos a apostar nada? – dijo Marta – ¡Simplemente demuéstralo!
¡De acuerdo!
¿Y quién va primero?

Otra vez lo mismo.

Mirad – dije un poco harto – Podemos hacer otro juego.
Cuenta.
Yo me vendo los ojos y vosotras os ponéis cara a la pared, sin hacer ruido.
Y tú te acercas y escoges a una sin saber quién es – dijo Andrea.
Retiro lo que dije antes – dijo Marina – No es cierto que sirvas para algo más que para el sexo. Todas las ideas que se te ocurren son para lo mismo.
Vale, lo que tú quieras ¿lo hacemos?

Las tres estuvieron de acuerdo.

Venga, poneos de cara a la pared – dije empezando a organizar – Así, agarraos al borde e inclinaos, que el culo os quede en pompa.

Imagínense el cuadro, tres preciosidades ofreciéndome gustosas sus deliciosas nalgas. Sabiendo que así me excitaban, flotaban boca abajo agarradas al borde, para que sus culos surgieran de entre las aguas.

Oye – interrumpió Marina – Si estás mirando sabrás donde estamos cada una.
Ahora cuando me vende los ojos os cambiáis de sitio. Es que quería ver el espectáculo de vuestros espectaculares traseros.

Marina hizo ademán de ir a por mí, pero se lo pensó mejor y no lo hizo. Se ve que tenía ganas de un buen pollazo y no quería perder más tiempo.
Por allí flotando encontré la tela que usábamos de venda. La escurrí un poco y me la puse, tratando en serio de no poder ver nada.
En la oscuridad, escuché movimiento y risitas, que me indicaron que, efectivamente, las chicas estaban intercambiando sus posiciones. Mientras esperaba que me dieran el ok, yo me sobaba un poco la polla, avisándola de que pronto estaría de vuelta en el hogar.

¡Venga! – resonaron las voces de las tres chicas al unísono.
¡Allá voy!

Como un rayo, me acerqué al punto donde estaban las chicas. Con las manos estiradas, no tardé en tropezar con un trasero, que amasé con fuerza, a ver si podía arrancar algún sonido a su dueña que me indicara quien era.
Como no lo logré, lo sobé durante unos segundos, antes de palpar el aire a los lados, en busca de las otras dos grupas. Comprobé así que no había nadie a mi izquierda, así que me fui a la derecha para quedar justo frente al culo central, con una chica a cada lado mío.
Esta era la idea que tenía desde el principio, follarme a la de en medio y usar mis hábiles manitas en ir calentando a las otras dos, para facilitarme la tarea de llevarlas al orgasmo.
Palpando, situé mi nabo entre los muslos de la chica, sin llegar a penetrarla y comencé a estimular su rajita desde detrás, con la polla. Mientras, agarré los otros dos traseros con las manos y los atraje hacia mí, de forma que quedaran los tres juntos y el acceso fuera fácil.

Bueno, bueno – siseé – Vamos a empezar por éste de aquí.

Metí las manos bajo el agua y guié mi polla en busca de su objetivo. La primera afortunada no colaboraba mucho, limitándose a abrirse de piernas, lo que me hizo sospechar que era Andrea, la más inexperta de las tres.
Cuando la tuve en posición, empujé con firmeza pero sin violencia, penetrándola hasta el fondo.

¡AAAHHHHHHH! –gimió la inconfundible voz de mi prima mayor.
Vaya, Andrea, te ha tocado a ti – dije esbozando una sonrisa.
¡Zorra con suerte! – escuché la voz de su hermana.
Sí… sí… lo que tú quieras – gemía Andrea – ¡Esto es la leche!

Comencé un lento mete y saca, notando cómo aquel increíble coño se amoldaba a mi pene, sintiendo el intensísimo calor que desprendía a pesar de estar siendo penetrada bajo el agua.
Mientras, mis manos se habían perdido entre los muslos de las otras chicas, explorando sus ya bien conocidas intimidades. Ellas, sabedoras de mi habilidad con los dedos, se inclinaban al máximo ofreciéndome acceso franco a sus chochitos desde atrás.
Yo bombeaba y bombeaba, masturbaba y masturbaba, mientras en mi cabeza formaba imágenes de cosas poco excitantes, tratando de alargar al máximo mi propio orgasmo. Esa fue una de las veces que recordé con cariño el rostro de Ramón (y digo una de las veces porque a lo largo de mi vida he usado su careto para estos menesteres en más ocasiones).
Andrea se derretía bajo mi tratamiento, pero yo notaba que podía darle incluso más placer. El problema era que, al dedicarme a las tres a la vez, adoptaba una postura poco cómoda y, además, el agua actuaba como freno, dificultando mis culetazos.
Un poco decepcionado, me vi obligado a abandonar los coñitos de Marta y Marina, a pesar de sus protestas, y, agarrando bien a Andrea de las caderas, dedicarme enteramente a darle placer, follándomela con toda la habilidad que la naturaleza me había dado.

¡OH DIOS! – gemía ella al notar que mi polla redoblaba sus esfuerzos dentro de su coño.

Inclinándome, deslicé mis manos por su espalda y las llevé hasta sus formidables pechos, asideros naturales para las manos del hombre en situaciones como esa. Amasándolos, jugueteé con sus sensibles pezones, duros como rocas, mientras mi polla seguía martilleando sin piedad aquel tierno coñito.
Mientras follaba, comencé a escuchar gemidos procedentes de las otras dos, así que, imaginando que había algún tipo de espectáculo, me despojé de la venda y las miré, sin dejar de follarme a Andrea. Viva el ritmo.
Las chicas, dejadas a medias por mis inquietos dedos, habían decidido terminar la tarea ellas solitas, y como últimamente lo hacían todo juntas, estaban siguiendo con la costumbre, masturbándose la una a la otra mientras se besaban lujuriosamente en la boca.
Aparté la mirada de las dos ninfas, sabedor que semejante espectáculo sólo serviría para adelantar mi orgasmo, y me concentré en darle placer a mi prima mayor. Deslicé una de las manos hasta su entrepierna, mientras la otra seguía jugueteando en sus senos, y froté su vulva a la vez que la penetraba con mi sable.
Andrea gemía y gemía, olvidadas por completo sus dudas acerca de los hombres, demostrando que se pueden curar muchas enfermedades con una buena inyección.
Noté la inminencia de su orgasmo, así que agarré sus tetas con las dos manos y la incorporé, quedando su espalda pegada a mi pecho, sin dejar de darle pollazos. Desde atrás, le mordí suavemente la oreja, arrancándole un gritito de sorpresa y placer, y, ayudado por el agua que hacía que ella pesase menos, le di unos últimos culetazos que la catapultaron al orgasmo más violento de su vida (hasta ese momento).

¡AGGGHHHHHH! ¡DIOSSSSSSS! ¡SÍ, AHÍ, ASÍIIIIIIII! – aullaba Andreíta.

Mientras, yo trataba de serenarme, pues el coño de mi prima apretaba increíblemente mi polla. Además, la chica sufría unos leves espasmos en las caderas, que acentuaban el rozamiento, lo que era demasiado placentero.
Con tristeza, deslicé mi pene fuera de su funda, y dejé que el frío del agua calmara un poco mis ánimos. Juro, que, a pesar de estar sumergida, escuché las protestas de mi polla, que preguntaba que por qué demonios la sacaba de allí dentro, con lo bien que se estaba. Mientras, y para alargar la corrida de mi primita, no dejé de frotar su clítoris con una mano, describiendo delicados círculos, mientras la otra jugaba con sus pechos y mi boca le daba tiernos besitos en el cuello.
Por fin, una vez la abandonó la electricidad del orgasmo, Andrea se derrumbó en mis brazos, sin fuerzas, hundiéndose en el agua. Yo la sostuve y, acercando mi rostro al suyo, la besé con auténtico cariño.
Escuché entonces unos grititos procedentes de mi hermana.

¡SÍ, AHÍ, AHÍ, JUSTO AHÍIIIIIII!

Aquello me indicó que mi hermanita había obtenido por fin su tan ansiado orgasmo, y claro, eso fue fundamental en la elección de mi siguiente víctima. Si Martita aún no se había corrido, es que debía de estar a punto.
Dejando con delicadeza a Andrea, me dirigí rápidamente a donde estaban las otras dos, antes de que Marina reiniciara su trabajito sobre mi prima. Agarrándola con cierta rudeza, arranqué a Marta de las garras de mi lujuriosa hermana, y la llevé hasta el borde de la alberca, donde hice que se sujetara.
En otras circunstancias, estoy seguro de que Marta habría protestado por mi forma de tratarla, pero en ese instante íbamos tan calientes que daba igual.
Con habilidad, repetí el ritual que había realizado con su hermana. Su coño echaba literalmente fuego, como siempre y ella separó bien las piernas, deseosa de ser penetrada.
Con más experiencia que Andrea, fue Marta la que se encargó de apuntalar bien mi polla entre sus labios vaginales, facilitándome al máximo la penetración.

UUMMMMM – gimió cuando la clavé por completo.
Eres, preciosa – susurré en su oído mientras comenzaba a follármela – Eres la mujer más hermosa que he visto en mi vida.

Yo sabía que a Marta le encantaba que le echase piropos, por lo que decirle cosas dulces contribuiría a excitarla, acortando el tiempo de llevarla al orgasmo. Además, no estaba diciendo ninguna mentira, pues para mí Marta… siempre fue especial.
Sin parar de decirle cosas bonitas, seguí follándomela dulcemente, sintiendo cómo ella apretaba los muslos para ceñir con más fuerza mi pene. Además, sentí cómo su mano se deslizaba entre sus piernas, acariciándome el miembro mientras la penetraba.
¡Mierda! Martita era de las tres, la que mejor me conocía y se había propuesto que yo perdiera la apuesta. Pronto comenzó a mover sus caderas lentamente, en el ritmo que sabía a mí más me gustaba.
Era increíble follar con ella, parecía haber nacido sólo para darme placer y sabía exactamente cómo hacerlo. Yo también la conocía bien, así que pronto me rendí a sus encantos, comprendiendo que iba a ser imposible no correrme con aquella diosa.
Liberado al fin de ataduras, incrementé mis esfuerzos, dedicado únicamente a sentir a Marta, que se había convertido en todo mi universo, deseoso tan sólo de darle placer, conciente de que ese era también su único deseo.
Nos amamos durante unos minutos más, sintiéndonos hasta lo más profundo, olvidado todo lo que nos rodeaba.
Sentí que mi orgasmo se acercaba y sentí que el de ella también. Girando el torso, su boca buscó la mía, fundiéndonos en un tórrido beso, mientras mis manos acariciaban sus pechos, duros como rocas.

A la vez… a la vez cariño…. – farfulló su boca contra la mía.

Coordinados, amoldamos nuestros cuerpos al ritmo del otro, tratando de sincronizar nuestros orgasmos. Sabiendo que iba a estallar, traté de sacársela de dentro a Marta, pero ella trató de retenerme en su interior, para que depositara toda mi carga dentro de su ser.
Asustado, la empujé suavemente, logrando por fin sacarla. Y lo hice justo a tiempo, pues justo en ese instante alcancé el clímax. Marta, que estaba a punto ya, ahogó un gemido de frustración y dándose la vuelta, me abrazó con fuerza apretando su cuerpo contra el mío, frotando mi rezumante nabo contra su sexo.
Bastaron unas cuantas caricias para que ella alcanzara su propia cima, corriéndose lánguidamente mientras yo la estrechaba entre mis brazos.
Tras unos segundos de éxtasis, Marta se incorporó con una sonrisa triunfante en los labios, aunque yo creí leer ¿decepción? En el fondo de su mirada.

Ja, ja – rió – Te has corrido. No has logrado aguantar.
Te lo dije – intervino mi hermana antes de caer en la cuenta – ¡Eh! ¿Y yo qué? ¿Te has follado a estas dos y ahora me vas a dejar a mí tirada?

Antes de responder me sumergí por completo en el agua, emergiendo al poco, limpio de sudor y con la cabeza despejada. Aún le daba vueltas a lo que había hecho Marta ¿serían imaginaciones mías? ¿qué era lo que pretendía?

Oye, Oscar, que te estoy hablando – dijo Marina salpicándome agua, interrumpiendo mis pensamientos.
Perdona – respondí alzando la vista – Estaba despejando la mente.
Sí, sí. Pero ¿ahora qué pasa conmigo?

Volviendo a la hermosa realidad que esa tarde me rodeaba, exhibí una sonrisilla pícara de las mías.

Tú tranquila, hermanita. Un poco de estímulo y en seguida estoy contigo.
¿Estímulo? ¿Qué clase de estímulo? – dijo mi hermana acercándose, con una sensual expresión en la cara.
No sé. Habrá que pensar algo – respondí siguiendo el juego – ¿No se te ocurre nada?
¿Serviría algo como esto?

Tras decir esto, Marina se zambulló en el agua, buceando hasta donde yo me encontraba. De pronto, noté cómo mi polla era agarrada por su inquieta mano, y tras unos segundos de caricias era engullida por su ardiente boca.

¡Coño! – exclamé sorprendido.
¿Qué pasa? – dijo Andrea, que comenzaba poco a poco a despertar de su letargo.
Na… nada malo – balbuceé – Aquí, tu prima que está jugando un poco…. ¡AAHHH!

Ahora me tocaba a mí gemir de placer. Mi hermanita me estaba practicando una soberbia felación submarina. La muy guarra, no tardó ni un minuto en devolver su vigor a mi cansado miembro y les aseguro que, en ese tiempo, no salió a respirar ni una vez.

¡Joder, qué tía! – exclamó Andrea – ¿Se habrá ahogado?
N… no… – atiné a decir – Os aseguro que todavía se mueve.

Las otras dos soltaron risitas nerviosas, cortadas por mi hermana que surgió de entre las aguas dando un salto, salpicando a todo el mundo.

¡Tenías razón! – exclamó triunfante – ¡Sólo necesitabas un poco de estímulo!

Yo, agradecidísimo por la nueva experiencia que acababa de disfrutar, abracé a Marina con fuerza, besándola apasionadamente, quedando mi palpitante falo atrapado entre nuestros cuerpos.
Sin dejar de morrearla y sobarla por todas partes, fui deslizando las caderas hacia abajo, frotando nuestros sexos, decididos a penetrarla allí mismo. Ella, entendiendo mis intenciones, colaboró lo mejor que pudo, abriéndose el coño con una mano mientras me abrazaba con la otra, de forma que, a trancas y barrancas, conseguí metérsela a mi hermanita sin dejar de abrazarnos.

¡AAAAHHHHHH! – gemimos al unísono.

Permanecimos quietos un segundo, sintiendo el calor del otro, fundiéndonos en unos solo. Muy despacio, noté que las caderas de Marina comenzaban a danzar sobre mí, moviéndose con mi polla bien clavada en su interior.
Poco a poco, fuimos aumentando el ritmo del baile, dejándonos llevar por la pasión y el desenfreno, alzándola yo como mejor podía con los brazos y dejándola caer, para que se clavara una y otra vez en mi hombría.
Marina disfrutaba como loca, pero yo estaba cada vez más cansado, pues prácticamente todo el esfuerzo lo hacía yo, pues la muy pécora había cruzado sus piernas detrás de mí, de forma que yo era el único que estaba de pié sobre el fondo de la alberca, teniendo que sostener el peso de los dos.

¿Cambiamos de postura? – sugerí, dando un pequeño paso y trastabillando.
¡NO! ¡NO TE PARES! ¡NO TE PARES! – aullaba mi hermana.

Inesperadamente, la ayuda llegó por el flanco.
Viendo que Marina, debido a la calentura acumulada de toda la tarde estaba un poco descontrolada, las otras dos decidieron echarme un cable.
Agarrando cada una un brazo de Marina, la separaron de mí, repitiendo la postura que empleé antes para comerle el coño a Andrea. Marina quedaba “tumbada” sobre el agua, sujeta por los brazos por las chicas y por mí mismo por las caderas, quedando yo justo entre sus muslos.
Sin desclavarla en ningún momento, inicié un frenético mete y saca. En realidad, yo no movía el trasero, sino que empujaba y tiraba del cuerpo de Marina, que se deslizaba sobre el agua, mientras mis pies permanecían firmes en el suelo. Era lo más parecido a hacerse una paja usando una mujer en vez de la mano.
Marina fue afortunada. Iba tan caliente (y yo estaba tan cansado) que logré hacer que se corriera al menos tres veces antes de conseguir acabar yo. Ella chillaba y chillaba, disfrutando hasta el éxtasis, mientras yo me dedicaba simplemente a follar y follar, intentando tan sólo acabar de una vez, así de agotado estaba.
Por fin, y sabiendo que mi hermanita no me dejaría en paz hasta que yo no me hubiera corrido, noté mi propia erupción subiendo desde los testículos. Hábilmente, se la saqué del coño y la dejé apoyada sobre su ingle, corriéndome directamente sobre su estómago.
No hubo disparos espectaculares esta vez, sólo unos cuantos lechazos que mancharon su nívea piel, destacando uno de ellos que acertó en pleno ombligo, llenándolo de semen. Marina, medio idiotizada, metió su índice dentro, sacándolo lleno de leche, que contempló estúpidamente, como preguntándose cómo había ido a parar eso allí. Justo ese momento fue aprovechado por nosotros tres para soltarla y dejar que se hundiera, como habían hecho antes con Andrea.
Yo también me sumergí, para aliviar el cansancio de mis cansados músculos y me quedé flotando, haciéndome el muerto. Pude escuchar cómo las chicas discutían divertidas por el último remojón, hasta que después de unos minutos, Andrea dijo:

Jo, chicos. ¿Os habéis dado cuenta? ¡Ya es de noche!
Es verdad. Ni hemos merendado, ni nada – corroboró mi hermana.
Anda, que no se deben estar riendo ni nada las criadas en la casa.
No creo – intervine – Seguramente sienten envidia por no poder estar aquí conmigo.

Última ahogadilla de la noche.
Cuando salí escupiendo resoplando, pude ver que las chicas estaban recogiendo sus bañadores, que estaban flotando desperdigados por allí y comenzaban a vestirse.

¿Cómo? – dije sin pensar – ¿Ya os vais?
Claro, hijo – dijo Marina – Empieza a hacer frío y total, tú estás ya derrengado, así que ¿para qué nos vamos a quedar?
Sí, y es que somos demasiado para él. La próxima vez tendremos que buscarnos a otro más – dijo Marta, provocándome una extraña desazón.
Podrías decírselo a Antonio – dijo Andrea – Total, ya te ha visto en pelotas…

Todas rieron, pero yo, no.

¡Calla, guarra! – exclamó Martita – ¡No me lo recuerdes! ¡Qué vergüenza!
Pues yo tengo hambre.

Mientras se vestían, no paraban de cotorrear, olvidándose al parecer de mí, que permanecía flotando, recuperando fuerzas. Mentalmente, repasaba los increíbles acontecimientos de aquella tarde, sintiéndome pleno, más vivo que nunca.
Las chicas terminaron de vestirse y fueron saliendo de la alberca. Yo las oía discutir, buscando la cesta de la merienda y los demás trastos que habían traído, alumbradas por la luz de la luna, que brillaba en el cielo.
Poco a poco, sus voces se fueron alejando y yo me quedé allí solo, flotando, contemplando las estrellas, hasta que una voz me sacó de mi ensimismamiento.

¿No vienes?

Me incorporé en el agua y me pues en pié, contemplando a Marta que me miraba desde el borde. Sin decir nada, me acerqué a ella, quedando apoyado en el muro, junto a ella.

Tranquila – dije – quiero estirar un poco los músculos. Enseguida voy.

Ella pareció dudar un segundo y estar a punto de marcharse. Por fin, se decidió a hablar.

Oye, Oscar.
Dime.
En cuanto a lo de esta tarde…
¿Sí?
Siento… siento haberte engañado para traerte a esta trampa.

Benditas trampas.

Anda ya, tonta.
Es que… parecías molesto porque te hubiésemos engañado.
¿En serio? – dije un poco sorprendido.
Yo… te conozco, y sé que lo que a ti te gusta con las chicas es que todo salga conforme a lo que has planeado, y que Andrea se presentara de improviso…
Vamos, Marta. Cómo me voy a enfadar por eso.
Ya. Claro. ¡Qué tonta! Con lo guapísima que es Andrea – dijo Marta súbitamente molesta, apartando la mirada.

Yo así su barbilla e hice que volviese a mirarme y sin soltarla le dije:

¿Recuerdas lo que te decía antes, mientras hacíamos el amor?

Ella afirmó con la cabeza.

Era verdad hasta la última sílaba.
Mentiroso.
Mírame a los ojos, Marta. Eres la chica más preciosa que conoceré en toda mi vida.

Acercando mi rostro al suyo, la besé dulcemente, siendo correspondido con fuerza por mi prima.
Nuestros cuerpos quedaban separados por el muro, contra el que estábamos apoyados, besándonos durante largos y maravillosos minutos. De pronto, noté que mi dureza volvía a la vida, apretándose contra el borde de la alberca. Sabedor de que aquella era la única mujer en el mundo con la que siempre tendría ganas de hacer el amor, decidí terminar la noche del mejor modo posible: junto a ella.

Ven – le susurré tomando su mano ya atrayéndola hacia mí.

Ella, sin resistirse, pasó por encima del muro y volvió al agua.

¡Ufffff! – siseó – ¡Ahora está fría!
Yo te daré calor.

Abrazándola, volvimos a besarnos, poniendo el alma en aquel beso. Mis manos acariciaban su cuerpo, cada curva, cada recoveco, cada hueco eran perfectamente conocidos por mí, y yo los exploraba, acariciándolos.
Sin encontrar resistencia, desabroché los botones del bañador de Marta, perdiéndose mis manos en su interior, acariciando sus excelsos senos. Mis labios abandonaron los suyos, y sin dejar de desnudarla se prendieron en sus pezones, erguidos y orgullosos, dulces. Mi lengua jugueteó con ellos, mientras su ropa por fin se deslizaba de su cuerpo, cayendo sobre el agua.
Volvimos a besarnos y noté como sus manos devolvían mis caricias, sobando una de ellas mi enardecido miembro, apretándolo, torturándolo, volviéndolo loco de deseo.
Con firmeza, empujé su cuerpo hacia atrás, hasta que su espalda reposó contra el muro. Yo apretaba mi erección contra su cuerpo, loco por poseerla de nuevo, excitado hasta niveles infinitos. Aquella mujer sabía sacar de mí hasta el último aliento.
Besándonos, con nuestros gemidos de placer resonando en el silencio de la noche, acompañados tan sólo del cri-cri de los insectos nocturnos, elevé uno de sus muslos con mi mano, sujetándolo junto a mi cintura, para que su rajita se ofreciera a mí bien abierta.
Una vez más fue ella la encargada de guiar mi pene hasta la posición idónea, de forma que lo único que tuve que hacer fue empujar suavemente para convertirnos de nuevo en un único ser.

¡UMMMMMMMM! – susurraba Marta en la noche.

Mis labios, que no habían abandonado los suyos, siguieron besándose y nuestras lenguas comenzaron a hacerse el amor, al igual que hacían nuestras caderas un poco más abajo. Los dos nos movíamos a un mismo ritmo, en una compenetración casi mágica que provocaba el máximo de placer en ambos.
Marta enroscó la pierna que yo sostenía alzada, rodeando mi trasero, de forma que se ofrecía a mí al máximo, entregándome su cuerpo. Mientras, su otro pié permanecía apoyado en el fondo, junto con los míos, para evitar que el peso de ambos tuviera que ser soportado sólo por mí. Era perfecto.
Yo seguí penetrándola, amándola hasta con la última fibra de mi ser. En la noche estrellada sólo existía ella, olvidadas todas las demás, en mi cabeza sólo tenía cabida Marta.
Mi mente recordaba los maravillosos momentos que habíamos pasado juntos, en la ciudad, cuando andaba colada por Ramón, nuestra primera experiencia en el coche, la vez en el río, cuando por fin hicimos el amor… y la mañana en que ella se me declaró, sabedora de que no podía ser correspondida y aún así…. entregándome su amor.
Conociéndonos el uno a otro, notamos la proximidad del clímax de nuestra pareja. Entonces Marta rodeó mi cintura con su otra pierna, no queriendo liberarme, manteniéndome dentro de si.
Y esta vez no dudé, si era eso lo que ella quería, pues así sería. Descubrí además que yo también lo deseaba, quería terminar en su interior, signo máximo de que aquella chica representaba para mí más que ninguna otra. Pero esta vez no sería como la anterior, en mi cuarto, pues sería algo deseado por ambos, símbolo de la profunda unión que sentíamos.
Y llegó. Fundidos en uno solo alcanzamos el orgasmo a la vez, elevando nuestros cuerpos y espíritus hasta el placer infinito. Fue el orgasmo de mi vida, acabar allí, dentro de Marta, sentir cómo mi esencia se derramaba en su interior, mientras la de ella se vertía sobre mí, uniéndonos.
Pura magia.
Exhaustos, permanecimos abrazados, sin dejar de besarnos, y fue entonces cuando noté que nuestro beso había durado desde poco después del instante en que ella entró al agua. Era la primera vez que tenía sexo con alguien sin que mis labios se separaran de los suyos.
Sonriendo abrazados, nos deslizamos por el agua, que ya no estaba fría, si no que era un elemento más de la extraordinaria perfección del momento. Ni siquiera un extraño ruido que resonó fuera de la alberca pudo perturbar la felicidad que sentíamos.
Ella se dio la vuelta, de forma que su espalda reposó contra mi pecho mientras seguíamos nadando lentamente. Yo la besaba en el cuello y la nuca, sin más ideas sexuales en mente, sólo demostrándole cariño.
Oímos voces procedentes de la casa, aunque no les prestamos mucha atención, pues en el universo estábamos sólo nosotros. Y me decidí.

Yo también te quiero – le susurré continuando lo que nos dijimos días atrás.

Ella se puso tensa y se dio la vuelta rápidamente, mirándome con los ojos como platos.

¿Qué has dicho?
Que yo también te quiero.
¿De verdad?
Sí. Y aunque lo nuestro no pueda ser, aunque nunca podamos casarnos, tú serás siempre para mí la mujer de mi vida.

Riendo, Marta se abalanzó sobre mí, besándome con furia. Creí incluso vislumbrar lágrimas de felicidad en sus ojos, aunque no podría asegurarlo, pues al caerme encima nos hundimos hasta el fondo.
Sin dejar de besarnos, emergimos, momento en el que una voz me heló la sangre en las venas.

¡Oscar!
¡Mi madre! – exclamé.
¡Tu madre! – coincidió Marta.

Como un rayo me incorporé y corrí hasta el borde, asomándome fuera en dirección a la casa. Comprendí que el ruido de antes era el motor del coche que regresaba, y las voces, las de los criados y mi familia que se saludaban.
Mi madre estaba peligrosamente cerca de la alberca y se acercaba con paso decidido. Aterrado, miré a mi alrededor, sin saber dónde meterme y fue entonces cuando noté que Marta no estaba.

¡Niño! ¿Pero cómo estás todavía ahí metido?

Mi madre llegó junto a la pared de la alberca y miró dentro.

Ho… hola mamá – dije dándole un beso en la mejilla.

Por el rabillo del ojo vi un fugaz movimiento. Fijándome mejor, vi a Marta, que camuflada entre los árboles, se dirigía veloz hacia la parte trasera de la casa, sin duda para entrar por la puerta de atrás sin que la vieran.
Rezando para que así fuera, entretuve a mi madre lo mejor que pude, para que no mirara a sus espaldas.
Cuando vi a Marta desaparecer detrás de la casa, solté un suspiro de alivio, relajándome.

Venga, sal de ahí que vas a coger una pulmonía.
Enseguida mamá – remoloneé para dar más tiempo a mi prima – Déjame un ratito más…
¡Ahora! – dijo ella en el tono que no permitía réplicas.

Caminé hacia el borde, sintiendo el frío del agua entre mis piernas. ¡El frío! ¡Me había olvidado de que estaba desnudo!
Miré a mi alrededor y vi mi bañador por allí flotando. Afortunadamente, se me ocurrió una buena idea.

Acércame una toalla, mamá. Que fuera hace frío.
¿Dónde están?
Ahí detrás.

Mientras ella cogía la toalla, yo me puse el bañador como una centella y salí de la alberca. Ella me rodeó con la toalla y me frotó vigorosamente, mientras me besaba en la coronilla.

Este crío… – murmuró – Me va a matar a disgustos.

Nunca supe a qué se refería.
Abrazados, regresamos a la casa mientras ella me contaba cómo le había ido el día. Yo no le conté el mío.
Por la noche, de madrugada, me colé en el dormitorio de Martita… Teníamos mucho de qué hablar.
EPÍLOGO:
Bueno, querido lector, este es el final de mi crónica. No el de mi historia, está claro, pero sí del periodo de mi vida que quería relatar. Y es que, con la herencia de Casanova, fueron incontables las mujeres con las que he estado a lo largo de mi vida, pero en ningún periodo de la misma disfruté de una situación como la de aquella casa, donde transcurrió mi niñez. Donde me hice hombre.
Así pues, si lo que buscas son escenas de sexo, no sigas leyendo, porque a partir de aquí no encontrarás más. Solamente deseo contaros un poco qué paso con la gente que aparece en estas historias con el devenir de los años.
 
Como recordaréis, inicié mi historia en el 29, cuando tenía 12 tiernos añitos, abarcando estos capítulos casi un año de mi vida, mi periodo de iniciación por así llamarlo. Los años siguientes fueron continuación de estos, con las mujeres de la casa deseosas de complacerme y de ser complacidas, por lo que seguir la narración se limitaría a contar los diferentes encuentros que tuve con las chicas, cosa que se volvería pronto repetitiva para el lector (no así para los actores principales, claro).
Cuando crecí un poco, mi campo de actividades creció también, con frecuentes visitas al pueblo y a la ciudad por mi parte, con el objetivo en mente que todos ustedes conocen.
También fueron años felices, en los que mi relación con Marta maduró. Los dos sabíamos que no podríamos estar juntos, y al mismo tiempo, lo estábamos. Ella sabía que era imposible tratar de cortarme las alas, así que me daba libertad, sabedora de que, aunque no fuera la única en mi alcoba, sí lo era en mi corazón.
Estos años de felicidad se vieron súbitamente truncados en el 36, cuando Francisco Franco se levantó en África contra el Gobierno legítimo de la República, iniciando uno de los periodos más tristes de la historia de España: la Guerra Civil y los posteriores casi 40 años de dictadura.
Mi abuelo, a pesar de pertenecer a la clase rica, era un republicano convencido y gastó buena parte de su fortuna en financiar al ejército gubernamental. Mi padre, por una vez completamente de acuerdo con el viejo, se alistó como oficial, siendo herido de metralla en Córdoba.
El abuelo, hombre inteligente, pronto comprendió que el bando fascista tenía todas las de ganar, pues contaba con apoyos internacionales, y sobre todo, con la pérdida de la supremacía aérea de la República tras la batalla de Brunete.
Así pues y tras haber regresado mi padre a casa, comprendimos que allí no nos podíamos quedar, pues el abuelo tenía muchos ricachones como enemigos en la zona (por líos de faldas) y todos ellos comenzaban a mostrar su lado nacionalista a medida que la balanza se inclinaba a favor de los sublevados.
Habiendo oído noticias sobre los fusilamientos masivos de republicanos, la familia decide pasar a Francia, donde la familia del difunto marido de tía Laura nos ayudaría.
Discretamente, el abuelo comenzó a liquidar muchas de sus propiedades, enviando a Francia todo el dinero que pudo. Por fin, una noche y montados en el coche y en un camión (que el abuelo adquirió al triple de su valor) abandonamos derrotados la casa donde tan buenos años pasé.
Nos acompañaban Mrs. Dickinson, que seguía al cargo de nuestra educación, y su prometido, Nicolás, íntimo de mi abuelo. Margarita, cuya tía había muerto un par de años antes, también se vino y por supuesto Brigitte, que regresaba a su hogar.
La sorpresa fue María, pues poco antes de la partida mi abuelo anunció su intención de casarse con ella. Cosa extraña fue que mi padre no pusiera muchos reparos a la boda, no sé si porque sabía que no serviría de nada discutir o porque le parecía bien. La misma noche en que se casaron fue la de nuestra partida. Esta boda me reveló por fin el misterio que ocultaba María, por qué estuvo dispuesta a dejarse chantajear por un mocoso: porque quería casarse con el abuelo.
Ofrecimos a todos los demás miembros del servicio que nos acompañaran, pero todos tenían familia y no quisieron. Mi abuelo les entregó una generosa cantidad de dinero a cada uno, y, con tristeza, nos separamos de aquellos auténticos amigos. A la mayor parte de ellos no volví a verlos jamás.
En Francia rezábamos todos los días para que los Nacionales fueran derrotados, pero no fue así. Franco triunfó. No podíamos volver a casa. Resignados tratamos de rehacer nuestra vida allí, pero pronto una nueva amenaza se extendió por Europa como una sombra: Hitler.
Nadie podía prever la extraordinaria rapidez de la expansión nazi, pero cuando entraron en Francia tuvimos todos la sensación de experiencia ya vivida. Y escapamos otra vez.
Desesperados, cruzamos el Atlántico en un carguero lleno de emigrantes, hasta llegar a Argentina. En esos años oscuros, el don del abuelo y mío nos sirvió de mucho, pues siempre contábamos con la ayuda de alguna mujer bien dispuesta (aunque me dé vergüenza reconocerlo) y así, poco a poco, reflotamos el negocio familiar.
El abuelo y mi padre fundaron una ganadería de vacuno y un establo que gozó de cierto renombre, aunque allí, en las amplias extensiones argentinas, no disponía de tantos blancos femeninos como me hubiera gustado.
En 1942, con 25 años de edad (un poco mayor) mis padres me enviaron a una universidad norteamericana, a estudiar derecho, donde disfruté de un periodo de bastante actividad.
Por fin, la guerra acabó y regresé a casa a celebrarlo (y menuda celebración tuve con Marta y las chicas, que me habían echado mucho de menos, y eso que Andrea y Marina se habían echado novio en la región).
Mi abuelo Isidro (no he querido revelar su nombre hasta el final) murió un par de años después, dejando un prometedor negocio en marcha y una familia en el exilio.
Andrea y Marina se casaron, tuvieron hijos, e incluso así, seguí tirándomelas de vez en cuando, sin que los imbéciles de sus maridos (ni sus amantes) se enteraran.
Brigitte y Margarita, que también se habían venido desde Francia, permanecieron en el servicio durante años (placenteros años), hasta que conocieron a un par de jóvenes afortunados que les robaron el corazón.
Tía Laura permaneció soltera y se hizo famosa en la región por su “ligereza de cascos”, aunque con lo buena que estaba, nadie se lo reprochaba.
Juan y Helen se casaron, y con una pequeña dote que les dio mi abuelo iniciaron su propio negocio de transportes, con lo que la sociedad entre nuestras dos empresas fue muy próspera. Tuvieron 5 hijos, dos chicas, que estaban buenísimas y que yo me calcé a la primera oportunidad, y tres chicos que según la leyenda compartían el mismo don que su padre. Aún resuenan en la pampa los gritos de Helen Dickinson cuando a su marido le apetecía hacerlo por el culo. Menudo par.
Mis padres dirigieron el negocio durante mi periodo des estudios, pero en cuanto lo concluí, delegaron todo en mí, dejándome a la cabeza de la empresa. Acompañado estuve en esos menesteres por mi abuelita, María, que tenía una cabeza increíble para el comercio, así que mientras yo me encargaba del aspecto legal (y de las negociaciones, habitualmente con las esposas e hijas de aquellos con quienes hubiera debido negociar), ella se encargaba del comercial, convirtiendo aquella pequeña explotación en un floreciente negocio.
Ni Marta ni yo nos casamos jamás. Ella toleró mis continuos escarceos, esperándome pacientemente en casa. Jamás se quejó, ni me pidió nada, sabiendo que no importaba con quien estuviera yo, pues, al final, siempre acababa retornando a sus brazos. Ahora, en la vejez, me arrepiento de no haberla tratado mejor.
Marta, me dio dos hijos varones (de lo que me alegro, pues, a pesar de todo lo que yo había hecho, no me hubiera gustado tener un chico y una chica que hubieran acabado como Marina y yo). Ambos poseen el don y continúan al frente de la empresa.
Uno de los momentos más felices de mi vida fueron las iniciaciones que llevé a cabo con ellos dos. Es curioso, pero, a pesar de los años, recordé exactamente las palabras que me había dicho mi abuelo y se las repetí.
En 1975, Franco murió, cuando yo rozaba los 60 años. La fiesta que organicé aún es recordada por la gente en la región. Poco a poco, vimos cómo la democracia regresaba con pasos vacilantes a España.
Por fin, en el 80, me animé a regresar a la patria, junto con Marina, Marta y Andrea, para visitar nuestra tierra.
Fue bastante triste, pues todo había cambiado.
Hicimos averiguaciones sobre el paradero de la gente que dejamos atrás. En el pueblo, aun había quien nos recordaba, así que nos pasamos unos días visitando a gente que quería saber qué había sido de nosotros.
Con alborozo, fuimos recibidos en casa de Vito y Mar, que vivían prácticamente puerta con puerta. Se habían casado y tenían hijos (vergüenza me da decir que una noche me beneficié al hija veinteañera de Vito, Dios era tan caliente como su madre).
Nos contaron que, por desgracia, las tropas nacionales habían entrado en el pueblo, cometiendo toda clase de tropelías. Loli, tristemente, fue violada y asesinada por los fascistas.
Afortunadamente, los demás habían tenido destinos más afortunados.
Tomasa, que no era tan tonta como parecía, se había liado con un mando de los nacionales, y había entrado a su servicio. Por lo visto el tipo era un viejo verde y le encantaba zumbarse a la encantadora criadita, aunque aquella mujer fue demasiado para él y poco después de casarse (bien por ella), había muerto con una gran sonrisa en el rostro, convirtiéndose Tomasa de golpe y porrazo en una hacendada viuda.
Por lo visto, la chica no olvidó jamás a sus amigas y de vez en cuando venía a visitarlas al pueblo, ayudándolas con dinero o con lo que podía. Había muerto unos años atrás, de un infarto.
Luisa, que ya era mayor en mis tiempos, había muerto muchos años atrás, convertida por lo visto en una auténtica devora pimpollos. Los jóvenes de la villa que deseaban iniciarse en ciertas lides, no tenían más que pasarse por su casa, que ella muy a gusto les daba unas lecciones.
Antonio ya no estaba en el pueblo. Por lo visto había entrado en el servicio de Blanquita Benítez, convirtiéndose en su amante más habitual. Habían marchado a la capital, a casa del marido de Blanca, un rico hombre de negocios que tenía que agachar la cabeza para pasar por las puertas…. No sé si me entienden.
Le visité en una escapadita, alegrándonos mucho con el reencuentro. Incluso tomé café con él y con Blanca, charlando sobre los viejos tiempos.
Me contaron que Juan había muerto años atrás, trabajando como bracero en el campo.
Me enteré también de que Ramón había muerto en la guerra, siendo oficial de los fascistas. Las malas lenguas dicen que fue una bala de su bando la que le mandó al otro barrio. No me extrañaría mucho…
En cuanto a otros personajes, como Noelia o Néstor… ni idea, nunca supe qué fue de ellos.
Tras un mes de estancia en el pueblo, y tras visitar los restos de nuestra casa (cuyos terrenos pertenecen ahora a un cacique nacionalista hijo de la gran puta del que prefiero no acordarme…) regresamos a nuestro nuevo hogar.
Hace dos años Marta nos dejó a mí y a sus hijos y se fue al cielo, porque estoy seguro de que, a pesar de sus pecados, alguien tan bueno y tan paciente como ella tiene el paraíso ganado.
Como ya nada me retenía en Argentina, regresé a España, y me alojé en una casa de reposo de lujo, a pocos kilómetros de mi antiguo hogar. La elegí por la cercanía, pero también porque, cuando la visité para decidirme, vi un puñado de jóvenes enfermeras que…
Y aquí estoy, ultimando estas líneas, cansado pero contento por dejar constancia escrita de algo de mi vida. Estoy pensando en mandarles este relato a mis hijos, para que lo conserven, total, ellos saben quien es su madre y sin duda imaginan todo lo demás.
Bueno, les dejo, que esta noche viene a visitarme Lucía, una linda enfermerita que han contratado recientemente. El otro día, fingiendo estar a punto de morirme, conseguí que me hiciera una dulce pajita mientras me bañaba. Hoy quiero conseguir algo más.
Ya les contaré…
Oscar Talibos
Valencia, 21 de Marzo de 2008.
FIN
 
TALIBOS
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