El caso del perro violador. Capítulo 2.
¿Dónde podía estar Tris Backwell?, pensó Elsa, mirando por la ventana de su despacho. Estaba atardeciendo. Le daba en la nariz que la criada estaba escondida, asustada; el registro de su casa así lo demostraba, pero, ¿quién más la perseguía?
Le había prometido a Ava algún resultado en un par de días, pero no tenía nada aún. Tendría que pasar el nombre de Backwell a todos sus contactos. Eso llevaría algo más de tiempo y dinero. Pero antes de llamar a Ava y darle la mala noticia, quería husmear un poco en el antiguo empleo de Tris. No le había sido muy difícil averiguar la dirección y que la joven viuda de llamaba Lana Warner, no Walter, como le dijo Bike. Era la viuda de un excéntrico y misógino multimillonario, Jonathan Warner III.
Según los ecos de sociedad, Jonathan Warner, de cincuenta y cinco años, se casó con la joven actriz Lana Stillson, cinco años atrás, en segundas nupcias. Warner se había quedado viudo tras naufragar su yate cerca de las islas Maldivas, con una hija de diez años, Isabelle. La muerte de su esposa, también una rica heredera, elevó la fortuna de Warner cuantiosamente. Lana Warner tuvo que firmar una serie de contratos prenupciales, para casarse. Se comentaba que Isabelle heredaría una gran fortuna cuando cumpliera los veinticinco años.
La pregunta que quemaba la lengua de Elsa era… ¿Por qué una viuda con ese patrimonio se iba a hacer amiga de una criada? No era lógico.
Decidió hacer una visita inmediatamente. Salió de su despacho, le indicó a Johanna que cerrara todo y dónde pensaba ir. En el callejón trasero, un Ford Focus, normal y corriente, de color gris perla, le esperaba. Desplazarse a Tarzana, a esas horas, no supondría demasiadas dificultades.
La mansión era digna de elogio, al menos, vista desde fuera. Al menos, contó siete tejados en diversos planos; eso daba unas cuantas alas de edificio entrecruzadas. También, desde las alas más exteriores, se alzaban un par de torreones de un extraño estilo victoriano, recubiertos de piedra cobriza. Era diferente a las construcciones que solían levantarse en Los Ángeles. La tarjeta de visita de la detective no garantizó una rápida atención y Elsa esperó como media hora, hasta que el ama de llaves, que parecía tener la misma edad que la mansión, la llevó ante Lana Warner.
En cuanto la vio, Elsa pensó en aquello dela ViudaNegra.La señora Warner era el prototipo perfecto. Rubia, de pelo muy corto y magníficamente retocado, y hermosa. El traje pantalón, granate oscuro, que llevaba no dejaba adivinar demasiado de su cuerpo, pero, a ojo de buen cubero, Elsa pensó que tenía delante una mujer de bandera. Lástima que la señora no hubiera seguido una fructífera carrera en los estudios. Estrechó su mano, de unos dedos finos y largos, muy cuidados.
―           Señorita Burke, ¿qué puedo hacer por usted? – le preguntó con una estudiada dicción que, seguramente, le había costado un buen pellizco.
―           Deseaba hacerle un par de preguntas sobre una antigua empleada suya, Tris Backwell.
―           ¿Qué le ocurre?
―           Necesito encontrarla para dirimir un asunto de propiedad legal, nada serio pero, no responde a las llamadas y no está en casa.
―           Que extraño, ¿no?
―           Pues si. He sabido que durante el tiempo en que ella trabajó en esta casa, mantuvieron una buena amistad.
La señora enarcó una ceja, finamente depilada, como si se sorprendiera de que Elsa supiera ese dato.
―           Tanto como una buena amistad… Tris era una mujer solitaria y se amoldó bien a esta casa. Pasaba mucho tiempo aquí, conmigo. Lo prefería a estar en su piso, a solas. Tuvimos ciertas charlas sobre intimidades, pero no más allá.
―           Comprendo – respondió Elsa, clavando sus claros ojos en los de la señora, del color de la miel.
“No debe de tener más de veintisiete o veintiocho años. ¡Qué pedazo de braguetazo dio esta mujer!”, pensó, en ese instante.
―           Después de trabajar casi diez años para mí, se despidió sin dar más explicaciones, renunciando a sus derechos. Solo aceptó un magro finiquito.
―           ¿Cuánto hace de eso?
―           Unos tres o cuatro meses. Me pidió que le diera buenas referencias. Se las dí, pero me enfadé muchísimo. En ese momento, pensaba que algunas de mis amigas le habían ofrecido más que lo que ganaba, pero no ha sido así. No he vuelto a saber nada de ella. ¿Quiere que mire la fecha exacta de cuando se marchó?
―           Se lo agradecería mucho, señora Warner – sonrió Elsa.
La señora salió de la pequeña salita donde la había recibido y Elsa, pensando en que no iba a conseguir mucho más, se paseó por ella, mirando cuadros y jarrones, hasta llegar a la ventana.
Ésta daba a un gran patio interior, donde se ubicaba el garaje, el cual, en este momento, tenía la puerta alzada y alguien lavaba, en el interior, un gran 4×4 rojo y negro. Parte del agua a presión salía fuera del garaje, en dirección a la alcantarilla central del patio. Agua que arrastraba gran cantidad de polvo rojizo del desierto.
Elsa no prestó más atención más que la casual. El chofer estaba lavando el vehículo tras una salida al desierto, quizás a uno de los ranchos de la zona. La señora regresó con una anotación que entregó, junto con una gran sonrisa.
―           Aquí tiene, señorita Burke. Hace exactamente catorce semanas que Tris dejó esta casa.
―           Muy agradecida, señora Warner, y disculpe las molestias una vez más – Elsa le entrega una de sus tarjetas, más como rutina que por otra cosa.
―           Encantada de ayudar, querida – responde, dejando la tarjeta sobre el escritorio.
La vieja ama de llaves ya estaba esperando, como si la hubieran avisado por telepatía.
Al pasar bajo la gran escalinata que subía al primer piso, desde el vestíbulo, Elsa entrevió unas zapatillas deportivas subir a toda velocidad. Le pareció que pertenecían a una chica joven, pero no pudo ver nada más. ¿La hijastra Isabelle? Se encogió de hombros y se subió a su coche.
DIARIO DE BELLE: entrada 3/ fecha: 14-4-…
¡Al fin! El tedio de esta puta casa se ha roto. ¡Aleluya!
Al anochecer ha llegado una mujer. He sabido por Ruth que es una detective privada. ¡Dios, que morbo! ¿Qué habrá venido a hacer aquí? He intentando escuchar lo que hablaban Lana y ella, pero no he podido acercarme. Casi estuvo a punto de pillarme al salir. Tuve que subir corriendo las escaleras. Sin embargo, he podido echarle un buen vistazo cuando se subía al coche. Sus ojos son impresionantes, casi violetas…
Creo que me he quedado pillada. ¡Quiero volver a verla! Pero no sé nada más de ella. Tengo que sonsacar a Lana como sea.
Fin de entrada.
Elsa desayunaba en su cafetería favorita, dos días después de visitar a Lana Warner. El Kat’s Corner, en Sunset, fue su primer refugio al llegar a Los Ángeles. Desde entonces, solía pasar una o dos veces al día, para tomar algo y saludar a Katherine, la dueña.
Hablar de Katherine era hablar de un torbellino. De ascendencia criolla, llevaba casi veinticinco años detrás de su enorme fogón, con su negro y grueso rostro siempre sudoroso. Según ella, si no sudaba no era feliz. Pesaba cerca de los ciento treinta kilos y, aunque nunca decía su edad, seguro que había cumplido los cincuenta. La tarta de melocotones de Kat era la mejor que jamás hubiera probado Elsa, y sus tortitas mañaneras, una verdadera tentación. Para colmo, era uno de los pocos locales de Los Ángeles que servía auténtico café colombiano.
En ese lugar tan especial, Elsa recibió una llamada que le quitó el apetito. El teniente O’Hara, su antiguo compañero, la citó en la Quebrada Doone, en el desierto, donde es ubicaban las antiguas minas cerradas. Habían encontrado un cadáver y suponían que era el de Tris Backwell. Le pasó las coordenadas para su GPS y Elsa dejó el desayuno a medias.
Casi una hora más tarde, Elsa llegó al sitio indicado. Se encontró con una ambulancia y varios coches patrulla. El teniente O’Hara agitó la mano desde una abierta boca de mina. El calor empezaba a escocer.
―           Me alegro de verte, Jim – dijo ella, mientras le besaba la rasurada mejilla.
―           Y yo a ti, Elsa, aunque no son las mejores circunstancias.
―           Es trabajo, Jim, no te preocupes.
Entraron en la mina. Al menos se estaba fresco allí dentro, pensó. El equipo forense estaba en pleno proceso y se habían instalado varios focos que permitían discernir todos los detalles.
―           El cuerpo lo descubrió uno de esos locos buscadores de oro, que invaden las minas clausuradas. La descripción coincide con tu mensaje. Los forenses creen que no ha muerto aquí, que la arrojaron dentro. Se ha encontrado rodadas y se han hecho unos moldes – explicó su ex compañero.
―           ¿De qué ha muerto?
―           Le han roto el cuello. Sabremos más con la autopsia.
―           ¿Puedo verla?
―           Espera que hable con el equipo.
Elsa le vio alejarse. Jim era uno de los pocos tipos que ella respetaba de verdad y con el que nunca compitió. Era un adusto irlandés, fuerte y cabezota, al que le quedaban pocos años para jubilarse. Estaba casado y tenía tres hijos. Elsa era madrina del más pequeño, quien ahora andaba ya por los quince años. Jim O’Hara estuvo a punto de perder también su placa, tratando de ayudarla cuando la suspendieron. Elsa tuvo que ponerse muy seria para que su compañero pensara en su familia y se retrajera en su declaración. Gracias a él, Elsa seguía teniendo muchos amigos en el departamento.
El teniente le hizo una seña para que se acercara. Elsa estuvo muy pendiente de donde pisaba, aunque esa zona ya parecía haber sido examinada. El cadáver yacía boca arriba, aún con los ojos abiertos y secos por el polvo. Sacó su móvil y editó la foto de Tris Blackwell. Para ella no hubo dudas. Se trataba de la misma mujer.
O’Hara también asintió pero sabía que su amiga no podía identificar el cuerpo, pues no era familiar, ni siquiera conocida, de la víctima. Al menos, sabían que se trataba de ella.
―           No llevaba nada sobre ella – indicó.
Elsa miraba el suelo y las paredes. Todo cubierto por el maldito polvo rojo del desierto. Polvo rojo… ¿Dónde había visto ella un 4×4 cubierto de polvo rojo? ¡Ajá! En la mansión victoriana Warner.
Sentada al volante de un viejo Buick del 92, Elsa esperaba mascando chicle. El coche quedaba medio oculto tras uno de los altos setos de la valla de la mansión. Con pericia, rastreó antes la zona, descubriendo donde estaban situadas las cámaras y los sensores de alarma. Esperaba la hora de la cena, cuando cesaba casi toda la actividad en aquel lugar alejado de vecinos. Mientras tanto, rumiaba cuantos detalles la había llevado de nuevo allí.
Elsa no creía en las casualidades y allí había muchas. Tris se había cambiado el nombre, usando el de una persona muerta. Había dejado un trabajo estable y de confianza para irse con otra persona, a la que había robado después de más de una década de estar limpia. La habían perseguido, matado, y arrojado al desierto, y, ahora, uno de los coches de su antigua patrona había estado también en el desierto. Demasiadas cosas sin sentido y relacionadas indirectamente. Para ella era demasiado.
Un despolarizador de campos – un recuerdo de su etapa de comandos – interfirió durante tres segundos en los sensores y cámaras, en un radio de quince metros. Suficiente para que Elsa saltara la valla y el seto y alcanzara la seguridad de un murete cercano. De ahí al patio central, un paseo. El garaje ahora estaba cerrado, pero no supuso demasiados problemas para sus expertas manos.
El 4×4, un Jeep casi nuevo, estaba sobre los elevadores. Le habían cambiado los neumáticos. Los cuatro, totalmente nuevos.
“Vaya, vaya. Alguien no se fía de las huellas que haya podido dejar.”, sonrió para si. Buscó en las rendijas de las puertas, detrás de la placa de la matrícula, y en el tubo de escape. Se miró el dedo a la luz de la linterna. Polvo rojo. No era ninguna prueba definitiva, ni incriminaría a nadie, pero, el simple hecho de haber cambiado las ruedas para ocultarlas, era un signo de culpabilidad. Alguien de la mansión estaba en el ajo. Solo tenía que averiguar quien…
Volvió a casa más contenta. Había abierto un nuevo frente.
Elsa entró en el vestíbulo de su inmueble. Comprobó el buzón. Publicidad y facturas. Tomó el ascensor para subir al ático, doce plantas por encima, y, al encontrarse ante la puerta de su apartamento, dispuesta a abrir con la llave, sintió que no estaba sola.
Se giró de repente, echando mano a su Beretta, oculta en su cintura. Había alguien, oculto en el pequeño rincón donde se abría la puerta de acceso a la otra azotea del inmueble, la de la comunidad. Avanzó con cuidado, la pistola preparada en su firme mano.
―           ¡Sal de las sombras! ¡Deja que te vea! – ordenó en voz alta.
Lentamente, del oscuro rincón, surgió una figura esbelta, cubierta por la capucha de la sudadera. Unos jeans, rajados por las rodillas, y unas deportivas de cara apariencia, completaban su indumentaria.
―           ¡Más afuera! No veo tu rostro…
Al dar un par de pasos más, la luz del pasillo incidió plenamente sobre el intruso y Elsa se quedó con la boca abierta. Se trataba de una chica, y muy joven, por cierto. Parecía asustada, perdida…
―           ¿Qué haces aquí? – preguntó más suavemente la detective, bajando su arma.
La joven no dijo nada, pero alargó la mano, algo temblorosa, y le entregó una tarjeta. Elsa, con asombro, comprobó que era la suya propia, Burke Investigations.
―           ¿Quién te la ha dado?
Un encogimiento de hombros. Elsa repartía muchas tarjetas, por todas partes. Aquella chiquilla parecía en problemas y alguien que la conocía la podría haber enviado. Sin embargo, no había mucha gente que conociera su apartamento.
―           ¿Cómo sabías dónde vivo?
―           Internet… el registro de la propiedad no tiene buenos cortafuegos – responde, con una voz muy melodiosa y dulce.
―           Así que tenemos a un hacker…
Un nuevo alzamiento de hombros.
―           ¿Cómo te llamas? – preguntó Elsa, guardando su arma.
―           Belle…
―           ¿Belle qué?
―           Solo Belle.
―           Está bien, solo Belle, ¿Por qué me buscas?
―           Me persiguen…
―           ¿Quién?
―           Unos tipos… colombianos…
―           A ver, ¿por qué tengo que sacarte las palabras con sacacorchos?
La joven, en ese momento, se echó a llorar en silencio. Las lágrimas se derramaban, mansas y abundantes, por sus mejillas. Inexplicablemente, un profundo estado de tristeza envolvió a Elsa, en aquel corto pasillo. Se vio inmediatamente derrotada por aquellas lágrimas.
―           Está bien, está bien… Entremos en mi apartamento. Al menos te quedarás esta noche…
La joven sorbió y retrocedió hasta el rincón, de donde sacó una bolsa de lona. Elsa se echó a un lado, tras abrir la puerta, y la invitó a pasar. La jovencita se quedó plantada en mitad de la gran estancia, contemplando todos los detalles. El apartamento era totalmente funcional, la única decoración se encontraba en los cuadros – pósters, más bien – que colgaban en las paredes, y en unos anaqueles con algunos libros, cerca de la cama.
El apartamento era un gran estudio, todo integrado en una gran y bien iluminada habitación. Cocina, sala de estar y dormitorio, todo en uno. La gran cama bajo un gran ventanal, la pequeña cocina en el otro extremo, una mesa oval y extensible entre ellas, con seis sillas de diseño, un pequeño escritorio con cajoneras, al lado de la cama, que servía de mesita de noche, y un gran armario empotrado en la pared aún no mencionada. Ese era el nido de Elsa, donde descansaba y se sentía a salvo. La otra habitación que quedaba, era el baño. Un amplio baño bien acondicionado, con un caro jacuzzi y una ducha terapéutica, entre sus comodidades.
―           Chulo – musitó la joven, avanzando hacia la puerta acristalada de la gran terraza.
―           ¿Has cenado algo, Belle?
―           No, señorita Burke.
―           Llámame Elsa… — dijo la detective, sacando comida preparada del frigorífico y girándose. Su boca se abrió, sorprendida.
La jovencita se había quitado la sudadera, sin dejar de mirar la noche, a través de los cristales de la terraza. Su larga cabellera parecía casi blanca, en contraste con el cielo negro que la rodeaba. Debajo de ella, su fino rostro cobraba en esplendor diferente, como si estuviera, al fin, completo. Elsa se dijo que era deliciosa. No guapa, sino eso mismo, deliciosa, comestible, tentadora como un dulce.
―           Espero que te gusten los fríjoles con carne. Es lo único que tengo para calentar.
Belle giró los ojos hacia ella y sonrió. La bandeja de corcho estuvo a punto de caerse de las manos de Elsa. ¿Cómo no la había visto antes? Esos ojos, esa sonrisa… Una mirada limpia y directa, más azul que el propio cielo, en unos ojos grandes y bordeados de unas pestañas y unas cejas casi albinas. Algunas pecas salpicaban su nariz y mejillas. Los blancos dientes, parejos y perfectos, se mostraban con franca sinceridad, como si emitieran simpatía y alegría.
―           No te preocupes, Elsa… Como de todo, como una buena cerdita – se río entre dientes.
Elsa se recobró de la dulce impresión y metió toda la bandeja en el microondas. Mientras contemplaba, como una tonta, la bandeja dando vueltas a través del cristal de la portezuela, pensaba en que nunca la ha habían golpeado así, emocionalmente hablando, claro. Belle no debía de tener más de dieciocho años, era apenas una niña, pero solo mirarla ya le dolía, como si le abrasaran el pecho.
Cuando se sentaron a la mesa, intentó serenarse y, de paso, averiguar más del problema de la chiquilla. Pero, por mucho que quería, sus ojos no dejaban de posarse en los pujantes senos que Belle resaltaba contra su blanca camiseta. Con todo, se apercibió del pavor que la joven sentía cada vez que la interrogaba. Retorcía sus manos, dándole información con cuentagotas. No quería dar nombres algunos y no quería que la policía metiera las narices. Elsa solo sacaba en claro que unos tipos colombianos la perseguían para llevarla de vuelta y que ella se había escapado.
Elsa no la presionó más, dejando que se calmara. La mantendría alejada de la calle durante unos días, hasta que confiara más en ella y pudiera darle más detalles. Una vez que Elsa supiera de lo que se trataba, buscaría una mejor solución. Tomada esta decisión, la detective sonrió y cambió el estilo de sus preguntas, intentando que Belle se integrase.
DIARIO DE BELLE: Entrada 6 / Fecha: 17-4-…
Todo ha salido mejor de lo que pensaba. Encontrar la tarjeta de Burke Investigations sobre el escritorio de Lana fue esencial. Ni quisiera tuve que preguntarle nada. Tampoco fue demasiado difícil entrar en los archivos del Registro Municipal del condado, y encontrar un ático a nombre de Elsa Burke. Tener tantos amigos en la red sirve para algo, jajaja…
Tenía la información que necesitaba. Solo me quedaba escapar. Pensé que no sería capaz de desafiar a Lana, pero, finalmente, lo hice. Huí de la mansión, me escapé de mi cárcel…
Las dudas me asaltaron muchas veces mientras esperaba el regreso de Elsa. ¿Era buena idea presentarme en su casa? ¿Me rechazaría? ¿Llamaría a la policía? Estaba perdida si lo hacía. Confiaba en la historia que había montado y en mi improvisación. Siempre me ha funcionado esa faceta. No sé por qué, pero puedo representar casi cualquier papel que adopte, por necesidad, sin haberlo premeditado…
Sin embargo, encontrarme frente a frente con la que podría ser mi salvadora, me cautivó, debo reconocerlo. No estaba preparada para estar tan cerca de ella, bajo la atención de esos ojos violáceos… No supe qué responderle, así que tomé el atajo más fácil. Me eché a llorar, con esa facilidad que Dios me ha dado. Contemplé, fascinada, como su dureza se derrumbaba y me acogió en su casa.
¡Menuda casa! ¡Es una leonera! ¡Me gusta mucho! Es como mi cuarto, pero a lo grande. Nada de florituras, ni adornos tontos. ¡Desde esa terraza se tiene que ver el mar!
Por un momento, creo que se fijó en mí, en profundidad. Al menos, eso creo. Sentía sus ojos clavados en mí y no hablábamos ninguna de las dos. Solo me miraba y sonreía, casi con flojera, pero creo que yo estaba haciendo lo mismo. ¿Será bueno eso? ¿Será que nos hemos hecho amigas?
Hemos estado hablando mucho tiempo, después de cenar. Al principio, quería saber más cosas de por qué me perseguían, pero creo haber jugado bien mi papel, y darle largas. Después hemos hablado de cine, de cómics, de moda, incluso de chicos… Es superinteligente y muy dura. A su lado, me siento a salvo, intocable… ojala sea cierto…
Nota: cuando me ha preparado el sofá para dormir, me he sentido decepcionada. ¿Acaso quería dormir con ella? Aún no lo sé…
Fin de entrada.
Elsa no se concentraba en su trabajo. Su mente volvía, una y otra vez, a su apartamento, en donde había dejado a Belle durmiendo en el sofá. No sabía cómo debía proceder con ella. Tenía dieciocho años, por lo que llamar a Asuntos Sociales estaba descartado. ¿La policía? No la protegería eficientemente contra un grupo colombiano sino implicaba, al menos, al departamento fiscal, y la joven no parecía dispuesta a soltar gran cosa, asustada. Así que, ¿qué opciones le quedaban? ¿Mantenerla con ella? Bueno, sonriendo, Elsa pensó que por ella no había ningún problema, pero no era ético, ¿o si?
Todo dependía de lo que Belle le explicara, pero, sin duda, para ello necesitaría unos pocos días. “Está bien, no tengo prisa. Puedo tenerla en casa unos días más, hasta que me lo cuente todo”, se dijo Elsa, en el momento en que Johanna entraba.
―           Ahí fuera hay un tipo con mala pinta preguntando por ti. Dice que se llama Bike… — le comunicó la secretaria mulata.
―           ¿Bike? – se sorprendió Elsa. – Hazle pasar.
El hermano de Tris Backwell parecía en verdad afligido. Vestía con ropa arrugada pero, al parecer, limpia.
―           ¿Qué sucede, Bike? – le preguntó la detective, señalándole una de las sillas.
―           Vengo de identificar a mi hermana – dijo con voz mustia.
―           Lo siento, Bike. Me enteré ayer.
―           Gracias. He venido a entregarle esto – dijo, sacando un DVD, en su funda de plástico duro, del bolsillo trasero del pantalón.
―           ¿Qué es eso?
―           No lo sé. No lo he visto. Tris vino hace unos días y me lo entregó para que se lo guardara. Me dijo que si le pasaba algo, lo llevara a la policía. Me dio un costoso pendiente de zafiro, digamos como pago. Yo no quiero tratos con la poli, pero usted investigaba a mi hermana, así que puede que le sirva de algo…
―           Está bien, Bike, puede ser una prueba para su caso. Déjame que le eche un vistazo y ya te diré algo – dijo Elsa, tomando el DVD. ¿Tendría la suerte de que fuera el DVD robado a Ava Miller?
Acompañó a Bike a la puerta y se quedó de pie, mirando el disco, pensativa. Tenía que visionarlo para comprobarlo, no había más remedio. No podía devolvérselo a Ava, sin saber si era el que había perdido, o bien la confesión de Tris, por ejemplo.
Lo introdujo en el lector de su torre, y lo primero que comprobó es que no tenía firma electrónica. No era el DVD original, sino una copia, pero, sin duda, era el disco sustraído. “Vale, se dijo, no estás cometiendo ninguna falta hacia tu cliente. No estás visionando el original, es solo una copia que no has elaborado tú”. Un primer vistazo le hizo comprender que el caso nunca fue tan simple como se lo pintaron.
En el vídeo, apareció Ava Miller, junto a otras dos mujeres, una japonesa, de su edad, más o menos, y una mujer de mediana edad, muy elegante. Se encontraban en una especie de sótano, con el suelo acolchado y plastificado. En un tono oscuro. La grabación era excelente y estaba editada y montada, pues se superponían al menos cuatro planos de cámaras. Los rostros se veían perfectamente, y las cámaras parecían especiales, para grabar con baja iluminación. Las mujeres hablaban entre ellas y fumaban. No había audio, pero Elsa las vio reír y bromear, como si tuvieran una buena amistad entre ellas.
Al rato, entró un sujeto con los pelos canos, sonriendo. Mostró cuatro dientes de oro, dos arriba y dos abajo. Llevaba, del brazo, una chica esposada y amordazada, con una mordaza profesional, de esas con una bola blanda.  Con la otra mano, tiraba de un collar al que estaba encadenado un gran dogo. El sujeto parecía fuerte y acostumbrado a lidiar con estos fardos. Arrojó a la chica prisionera al suelo, con un gesto de placer, y entregó la cadena del perro a la mujer de más edad. Después. Inclinándose, se retiró.
Elsa sentía sus nervios tensos. Tenía un mal pálpito.
La chica de la mordaza no debía de tener más de veinte años, y estaba muy asustada. Las tres mujeres presentes se reunieron a su alrededor. En ese momento, el audio de la grabación comenzó, y las mujeres desnudaron a su víctima, entre risas y soeces comentarios. También le quitaron la mordaza, lo que le indicó a Elsa que aquel sitio estaba insonorizado o aislado. Las manos de las tres acariciaban y untaban una especie de crema sobre los senos, flancos, nalgas y sexo de la chica maniatada por las esposas. El perro pareció excitarse con el olor de la crema. La mujer mayor explicó que era esencia de carne picada con otros ingredientes, para atraer la atención del perro. La chica oriental palmeó, entusiasmada.
Ava acercó el perro con cuidado, tironeando de su cadena. Le controlaba para que no se abalanzara sobre la joven prisionera. El can se hartó de lamer a la joven, por todas partes, durante mucho tiempo, ocasionándole varios orgasmos brutales. Mientras, las tres chicas, ya desnudas, se amaban entre ellas, disponiendo más pruebas para la prisionera. La rociaron con un spray que prácticamente volvió loco al perro. Elsa pensó que eran feromonas de perra en celo.
Fue una verdadera violación canina, como mordiscos incluidos. Ni siquiera se acercaron las mujeres verdugo. Contemplaron, extasiadas, como el gran perro la penetraba, mientras la chica intentaba apartarse, hacerse un ovillo. Pero el perro, quizás acostumbrado a esta práctica, la mordía, la arrastraba, hasta tenerla a su disposición. Seguramente le desgarró el coño cuando apareció el gran nudo en su miembro. La chica lanzaba gritos estremecedores, sin que apiadara lo más mínimo a las otras.
Cuando todo acabó, el hombre de los dientes dorados volvió a entrar, se llevó al perro de la cadena, y a la chica inconsciente al hombro. Elsa no supo qué pensar. Aquello parecía ser un crimen, un delito monstruoso, o bien una prueba de iniciación, quizás. No podía estar segura. ¿Y si no eran víctimas, sino algo parecido al rito de una secta?
El DVD tuvo una breve parada y comenzó con una escena parecida, salvo que la prisionera era otra chica distinta, con más edad. Las tres mujeres del sótano eran las mismas – Elsa las apodó las brujas –, pero una de ellas llevaba un peinado diferente, así como sus prendas parecían indicar que había habido un cambio de estación. El mismo ritual, aunque en esta ocasión, también hubo fustazos para la prisionera. Y siguió otra víctima, y luego otra…
Elsa no pudo soportar presenciar más escenas de esas y decidió dejarlo para el día siguiente. Su estómago no aguantaba más mierda de esa.
Ava no era ninguna mosquita muerta. ¡Claro que quería recuperar su DVD! ¡Podrían condenarla por eso!
Aún sin decidirse qué hacer, Elsa decidió ganar un poco de tiempo. Llamó a Ava, diciéndole que habían encontrado a Devon Sudesky muerta, en una mina del desierto, y que su casa había sido toda registrada. El tono de Ava era de mucha inquietud; estaba asustada. Con súbita inspiración, Elsa le confesó a su cliente un dato falso que la acabó desquiciando. Le informó que un amigo de la policía le había soplado que varios testigos habían visto huir de la casa de Sudesky, a un tipo sospechoso. Al parecer tenía varios dientes de oro. Elsa pudo escuchar el gritito de sorpresa de Ava, al otro lado de la línea.
Cuando colgó, Elsa se replanteó el caso. La llegada del DVD lo había sacudido todo, cambiando los parámetros. No disponía del original, que era lo que pedía su cliente. Tampoco sabía dónde estaba o quien lo tenía. Por otra parte, ahora que conocía su contenido, no podía ser cómplice de esas bestiales violaciones.
Podía entregar la copia a la policía, pero era algo que no le satisfacía nada. Era su caso, no el de ellos…
Con la llamada a Ava, había comprobado que ella no sabía nada del asunto. Pareció realmente sorprendida. ¿Quizás una de sus socias criminales actuó sin su conocimiento, recuperando el DVD? Debía averiguar quienes eran las otras dos brujas.
Otra pregunta sin respuesta, ¿qué pintaba Lana Warner y su 4×4 en todo esto?
En vez de almorzar en Kat’s Corner, como hacía a menudo, Elsa volvió a su piso, con comida envasada por la propia Katherine. Belle estaba en el apartamento, sola y aburrida seguramente. Cuando Elsa abrió y llamó a la joven, nadie respondió. Dejó los envases sobre la encimera y miró en la terraza.
Belle estaba recostada en la tumbona, con los auriculares de su iPod en los oídos, tomando el sol. Elsa se acercó. La jovencita estaba descalza y vestía un sucinto top azul cielo y una minifalda blanca, que apenas le cubría, en aquella posición, la ropa interior. Elsa tragó saliva al contemplar aquellas piernas perfectas, totalmente depiladas y morenas. Era como si atrajeran sus dedos…
Carraspeó para llamar la atención de Belle y, cuando esta se quitó los auriculares y la miró, dijo:
―           He traído pollo frito y tortas de gambas, ¿te apetece?
Belle se levantó de un salto y le dio un beso en la mejilla. La chiquilla era tan alta como ella, aunque mucho más esbelta. Corrió al interior, dejando que Elsa se divirtiera con los movimientos de la faldita. Cuando entró, Belle ya estaba poniendo los platos en la mesa.
―           ¡Que buena eres conmigo! – le dijo, poniendo cubiertos y servilletas.
―           No importa. ¿Qué has hecho hoy? ¿Te has aburrido, aquí, sola? – le dijo Elsa, sentándose y abriendo los distintos envases.
―           No, que va. He despertado, he desayunado, y he chateado un buen rato. He hecho la cama y he barrido el piso. Después me he duchado en esa cosa tan chula que tienes ahí dentro, y he tomado el sol. ¿Sabes que tienes un vecino mirón en aquella torre de apartamentos? – dijo señalando al norte.
―           ¿El gordo calvo? – preguntó Elsa, mordiendo un crujiente muslo de pollo.
―           ¡El mismo!
―           Es Bernard. Inofensivo. Le dejo mirar cuanto quiere y así me vigila el piso. Ya ha impedido que me roben dos veces.
―           ¡Genial! – se rió con fuerza la joven.
―           ¿Qué haces durante el día? ¿Estudias? ¿Trabajas? – le preguntó Elsa, intentando entablar una conversación más seria.
―           Me hacían fotos como modelo.
―           ¿En una agencia?
Belle meneó la cabeza.
―           Posaba con ropa juvenil para catálogos, también bañadores.
―           Eso es divertido, ¿no? – sonrió Elsa, mordisqueando una de las tortitas de gambas.
―           No, más bien aburrido. Ponte esto, ponte así, quítatelo, ahora esto… sonríe, mueve el brazo, vuelve a cambiarte…
―           Ya veo – la cortó Elsa, cuando empezó a demostrarlo con gestos. — ¿Y tus padres?
Belle se puso seria. Finalmente, musitó:
―           Mi padre es finlandés, marino. Hace dos años que no le veo. No parece tener prisa por volver con su familia. Mi madre siempre está por ahí… ya sabes…
―           No, no lo sé. ¿Es comercial?
―           No, puta – sonrió la joven.
Elsa casi escupió el bocado. Le dio un trago a la botella de agua.
―           ¡Coño! ¡Que directa has sido! – comentó cuando recuperó la compostura.
―           ¡Jajaja! ¡Tenías que haberte visto la cara!
―           ¿En serio es prostituta?
―           No, al menos, no lo creo. Pero si está todo el día fuera, desde hace un tiempo. Trabaja para los colombianos. No quiere decirme lo que hace.
―           Y ahora ellos te persiguen… ¿Has visto a tu madre desde entonces?
―           No.
―           ¿Puede ser que sea por algo que haya hecho tu madre?
Belle encogió los hombros mientras rebusca la última alita que queda.
―           Bueno, aquí estás a salvo, de momento.
―           ¿Siempre has sido detective privado? – preguntó Belle, de repente.
―           No, va para tres años. Antes fui sargento de policía, y antes de eso soldado…
―           ¡Vaya! ¡No te gusta aburrirte!
―           No, absolutamente – sonrió Elsa.
―           ¿Has matado a gente?
―           Esa no es una pregunta para una jovencita tan bella – la recriminó la detective.
―           ¿De verdad crees que soy bella? – hinchó el pecho Belle.
―           Creo que demasiado – suspiró Elsa.
DIARIO DE BELLE: Entrada 2 / Fecha: 18-4-…
Me ha vuelto a dejar sola. Ha regresado a su oficina. Ha intentado sondearme de nuevo mientras almorzábamos, pero he vuelto aún más sólida la historia que inicié anoche. Creo que resistirá unos días más.
Me lo he pasado muy bien esta mañana. He fisgoneado cuanto he querido. Elsa tiene una caja fuerte dentro del armario y también un armero blindado. Como armario solo ocupa la mitad. Solo hay ropa funcional, casi masculina, pero también hay un par de vestidos bonitos, quizás para sus citas.
No he pensado en ello. ¿Qué clase de hombres le gustará a una mujer tan independiente y tan dinámica? Intentaré averiguarlo esta noche…
Me he decidido a hacerle la cama, a barrer y quitar el polvo. Ya que soy su invitada, al menos contribuiré con algo.
Saberme observada en la terraza, me ha puesto muy caliente. He estado oteando con los prismáticos que encontré en el armario. El tal Bernard me puso realmente frenética. Le imaginaba desnudo y sentado en la silla, mirando por los grandes binoculares con trípode que podía ver delante de él. Le imaginaba masturbándose mientras me espiaba. Uff, eso me puso a cien y me dejé llevar. Metí mis manos bajo la mini de andar por casa y me di un gustazo, sabiendo que me estaba viendo. Lo extraño que me corrí pensando en las tetas de Elsa, esos senos pletóricos y macizos que tiene…
Dios, vuelvo a ponerme cachonda…
Fin de entrada.
Cenaron y charlaron un buen rato. Esta vez, Elsa no quiso preguntarle nada sobre sus problemas. Belle parecía interesada en la vida sentimental de Elsa: con quien había salido, si se había casado alguna vez, que pensaba hacer en el futuro…
Elsa acabó contándole que había asumido su condición homosexual desde muy jovencita, pero que sus profesiones y la vida que había llevado, en general, con tantos viajes y traslados a bases diferentes, no le habían permitido encontrar una relación estable. Así que se había acostumbrado a revolotear de flor en flor, sin compromisos.
Belle le confesó que no había estado con nadie, en serio. Había tonteado con algunos chicos, y pasado a “segunda base” con un par de tíos, pero nada más. Tampoco había probado con una mujer, le dijo, poniendo ojitos y riéndose.
Elsa contestó que ya tendría tiempo, que aún era muy joven. Cuando recogieron la mesa, Elsa la envió al cómodo sofá y ella se fue a la cama. Ambas se quedaron despiertas un buen rato, Belle escribiendo en su pequeño portátil rosa; Elsa repasando notas en el suyo, sentada en la cama, en camiseta y braguitas.
La detective había pasado una tarde muy entretenida, repasando la vida social de Ava Miller, remontándose casi diez años atrás. Buscaba, entre las fotografías de las fiestas sociales y eventos, los rostros de aquellas dos mujeres que la acompañaban en el sótano acolchado. Finalmente, las había encontrado, muy dispersas, sin apenas vínculos. La oriental tenía la edad de Ava, se llamaba Sariko Takanaka, y era la nieta del presidente de la poderosa corporación Yanoko, con delegación en Los Ángeles. La mujer de más edad era Ana María Solana, la esposa del cónsul argentino, en la ciudad.
Sin duda, dos amigas de su círculo social, con las mismas aficiones. Ambas tenían medios y poder para ocuparse de Tris Backwell, en cualquier momento. Elsa se dijo que debía descubrir más y, por ello, decidió seguir mirando el DVD en el portátil. Le quitó el sonido para no alertar a Belle y siguió a partir de donde lo dejó anteriormente.
Dos víctimas más, con la misma tradición, pero no con el mismo final. La segunda tuvo mala suerte y el dogo le clavó los colmillos en el cuello. Sin duda, le perforó la carótida y se desangró en minutos. Las mujeres, desnudas, observaron como perdía toda su sangre, de pie sobre ella. La esposa del cónsul se estuvo masturbando mientras la chica agonizaba.
Elsa tuvo que parar el disco, asqueada por tanta perversión.
Miró a Belle, quien estaba de bruces, escribiendo en el pequeño teclado, con una sonrisa en los labios. El reflejo de la pantalla llenaba sus ojos de brillos traviesos. Al igual que Elsa, dormía en braguitas y con una camiseta. Mostraba sus nalgas con total desparpajo, como algo natural, y mantenía sus pies en alto y cruzados.
Elsa suspiró y volvió a su visionado. Estaba llegando al final de la grabación. Esta vez, el hombre de los dientes de oro, trajo una chica con la cara tapada. Por el tamaño y la esbeltez del cuerpo, Elsa supo que era una niña, de quizás catorce o quince años. Llevaba una capucha en la cabeza.
El hombre la entregó y les dijo algo a las mujeres. Elsa se dijo que después lo escucharía, con calma. Después, se marchó, dejándolas a sus anchas. Ava y sus amigas desnudaron a la chiquilla, que pataleaba y se agitaba, y, finalmente, le quitaron la capucha.
Cuando vio volar aquellos cabellos, lo supo; sintió un espeluznante pellizco en el corazón. La niña agitaba la cabeza y su rostro no quedaba bien encuadrado, hasta que Ana María, inclinándose sobre ella, le atizó un par de duras bofetadas.
Calmada la histeria, le quitaron la mordaza y Elsa le dio a la pausa, congelando su rostro en la pantalla. Alzó los ojos y miró a Belle. Reparó su perfil, su naricita respingona, sus ojos…
No había duda. Estaba segura. Se lo decían sus tripas.
La niña del DVD, la niña que iba a ser violada por el perro…
¡Era Belle!

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