– ¿Nombre?

– Julio.

– ¿Edad?

– … Treinta y nueve.

– Dudó al decirlo.

– Cumplo cuarenta en unos días.

– Digamos entonces que tiene casi cuarenta.

– Tengo treinta y nueve…

Asiente ligeramente, se acomoda un poco los lentes y vuelve a su bloc de anotaciones. Debo confesar que, a poco de conocerlo, mi psicoanalista comienza a caerme mal; no sé por qué, pero creo haber detectado un cierto deje de ironía en su gesto o bien un cierto aire de triunfo por haberme hecho pisar el palito: a nadie le gusta el cambio de década y, por lo tanto, uno busca prolongar los treinta y nueve lo más que puede, pero sí, la realidad es que ya tengo casi cuarenta. A propósito, él parece tener algo menos: tal vez unos treinta y cinco o treinta y seis. Retoma su interrogatorio:

-¿Estado civil?

Trago saliva antes de responder:

– Casado.

– Otra vez dudó.

Está a punto de que lo mande a la mierda en la primera sesión pues, en este caso, estoy seguro de que no fue una duda en realidad.

– Estoy casado – insisto.

– Pero algo lo perturba acerca de eso.

De todos los modelos posibles de psicólogo, éste es el que más detesto: el que, de manera odiosamente mecanicista, pretende sacar conclusiones de cada vacilación o cada mínimo carraspeo. Más allá de eso, tiene razón.

-Sí – respondo.

-¿Y es ése el problema que lo lleva a iniciar terapia?

-Básicamente no.

-¿Básicamente?

-Básicamente.

-¿Puede explicarse mejor?

Estoy a sólo un instante de preguntarle por qué carajo no infiere él mismo el contenido de mis palabras ya que hace gala de tanta perspicacia. Me contengo. No es bueno arrancar mal predispuesto en la primera sesión de una terapia.

-Mi… problema básico es la autoestima.

-Ajá.

Parece garabatear algo en su bloc. Me pregunto sinceramente si estará tomando nota de mis palabras o más bien apuntando sus primeras conclusiones a priori. Quizás, simplemente, dibuje… No agrega nada más y, al hacerlo, de algún modo me presiona a ampliar:

– Sí. Autoestima. Cargo con ese problema desde mis… doce años.

– Pero, de todas formas, cuando usted mencionó su estado civil y yo le pregunté si su problema tenía algo que ver con eso, usted respondió: “´basicamente no”

– Es que es así: no tiene relación directa.

– Seguimos en la misma línea, por lo que veo. Primero dice “básicamente no” y ahora dice que no tiene relación directa. Es fácil darse cuenta entonces que, de un modo indirecto, tiene algo que ver.

Puede ser odioso, pero hay que reconocer que el hijo de puta es bueno.

– Sí – reconozco, cabeceando -; de manera indirecta, sí.

Doy por sentado que su próxima pregunta va a apuntar justamente a mi matrimonio, pero me equivoco; parece medir el tiempo justo para todo.

-Usted dijo que su problema de autoestima comenzó a los doce años.

– Y es así.

-¿Por qué marca un momento de quiebre tan específico?

Mi mente viaja al pasado.

– Supongo que porque fue entonces cuando entró en mi vida Aurora.

– ¿Aurora?

– Sí.

– ¿Quién es?

– La chica que me cuidaba.

– Ajá. ¿Sus padres no estaban habitualmente en casa?

– Por lo general, no.

– Y contrataban a una chica para cuidarlo.

– Tal cual.

– Aurora…

– Aurora.

– ¿Qué edad tenía ella?

Mi cabeza hace cálculos, a la vez que sigue desempolvando recuerdos; increíblemente, los mismos están terriblemente vívidos e instalados en mi mente y, de hecho, así lo han estado durante todos estos años.

– Creo que… cuando comenzó a cuidarme, ella era menor: tendría unos dieciséis o diecisiete.

– Ajá. A juzgar entonces por sus palabras, Aurora cuidó de usted durante bastante tiempo.

– Seis años.

– ¿Seis? – me mira por encima de los lentes, con expresión de sorpresa.

– Sí, seis.

– Eso significa que lo cuidó hasta los dieciocho.

– Así es.

– ¿Y sus padres seguían contratando una chica para cuidarlo a esa edad?

– Sí… Sobre todo mi madre era una mujer muy conservadora, bastante pacata… y muy sobreprotectora.

La sorpresa de mi psicoanalista me lleva a reflexionar. No es difícil entender que un joven crezca con la autoestima tan baja cuando sus padres lo han sobreprotegido a tal punto.

– Bien. Ya volveremos sobre Aurora – dice, y me produce una cierta decepción, pues, para esta altura, quiero exorcizar los fantasmas relacionados a ella -. Ahora dígame por qué cree que todo esto tiene alguna relación con su matrimonio.

Una vez más trago saliva. Me mira. Aunque se mantiene serio, creo que se divierte; sí, hay algo sádico en médicos o psicoanalistas: en algún punto, creo que disfrutan de estar desnudando a sus pacientes, ya sea de manera literal en el primer caso o simbólica en el segundo.

– Verá… – comienzo a decir lentamente -. Tengo la sospecha de que mi esposa… desde hace algún tiempo… me engaña.

– ¿Sospecha o certeza?

Me está volviendo a arrojar al mismo corral que antes, al preguntarme sobre la edad.

– Sospecha… digamos, con altas probabilidades de certeza.

– ¿Edad de ella?

– Treinta y dos…

– ¿Es hermosa?

La pregunta me molesta. Lo miro con seriedad.

-¿Tiene eso que ver con la terapia?

– Absolutamente.

– Pues… sí, lo es.

– Punto interesante. ¿Por qué tan baja autoestima cuando fue capaz de seducir a una mujer hermosa y, de hecho, la tiene a su lado como compañera de vida más allá de que sospeche?

Sacudo la cabeza. No sé qué decir.

– ¿Hacia quién apuntan sus sospechas? ¿Lo conoce?

– Sí.

– ¿Amigo suyo?

– No.

Se me dibuja una sonrisa al responder, pues esta vez entiendo que es él quien ha caído en la trampa de la obviedad; durante un instante, el imbécil cree haberse encontrado con el clásico caso de infidelidad con el mejor amigo.

– ¿Amigo de ella?

– Tan amigo como se puede considerar a un amante.

– ¿De dónde lo conoce?

– ¿Ella o yo?

– Ella.

– Del grupo de tango.

– ¿Tango? ¿Ella baila?

– Sí, asiste a un lugar dedicado a eso.

– ¿Hace mucho que asiste?

– Comenzó hace… hmm, poco menos de un año, convencida por una amiga.

– Típico.

– ¿Perdón?

– Nada. ¿Y la persona de quien usted sospecha es su compañero de baile?

– Sí. No sé si siempre lo fue, pero desde hace algunos meses lo es.

– ¿Y cómo llega usted a conocerlo?

– Porque, obviamente, he ido a verla bailar a algún que otro evento.

– -Ah… y ella se lo presentó.

– Sí.

– ¿Edad?

– ¿De él?

– Sí.

– Hmm, no lo sé; tal vez unos veintisiete.

– Ah, joven…

– Menor que ella, sí.

– Y menor que usted, quizás unos doce años.

No sé por qué remarca tan especialmente ese punto, pero asiento con la cabeza.

¿Su esposa tiene buenas piernas? – pregunta, de sopetón.

La pregunta me descoloca y me hace remover en mi silla. Mi mirada vuelve a ser severa.

-¿Perdón…?

– Su esposa, ¿cómo se llama?…

– Laura.

– Laura. ¿Tiene buenas piernas?

– No entiendo. ¿Por qué lo pregunta?

– Las bailarinas de tango suelen tenerlas.

– ¿Y hace eso a la terapia?

– Usted está aquí para tratar de desentrañar su propio mundo, Julio, un mundo ante el cual, según lo que se desprende de sus propias palabras, se siente poco. Por algo habló de baja autoestima. Por lo tanto, todo aquello que nos ayude a entender mejor su entorno, nos va a ayudar también a que usted sepa más sobre usted mismo.

No me convence, pero lo dice de un modo tan seguro y consistente que pareciera no haber lugar a esquivar la respuesta.

– Sí – respondo -, tiene buenas piernas.

– Y el atuendo clásico de las bailarinas de tango ayuda a resaltar ese encanto, ¿verdad?

– Sí – contesto de mala gana.

– Me refiero a… bueno, usted ya sabe, vestido cortísimo, medias de red…

– Tenga por seguro que sé perfectamente cómo se visten – le interrumpo, con fastidio.

– Sí… así lo supongo. Y dice usted que los vio bailar.

– Tal cual.

– El tango es una danza muy sensual.

– Ya lo sé; no necesito que me lo señale.

– ¿Y qué sintió al verlos bailar entre sí?

– Obviamente… celos… y algo de rabia.

– ¿Fue viéndolos bailar cuando pasó a suponer que entre ellos había algo?

– Sí… hmm, bueno, en realidad algo después…

– ¿Algo después?

– Claro. El evento era un certamen en el cual las parejas competían. Mientras esperaban el dictamen del jurado, las parejas se ubicaron una junto a la otra sobre el escenario. Y en ese momento… noté que él la tenía tomada por el talle…

– Es lógico. Eran pareja de danza. No podía esperarse que permaneciese a la espera del veredicto sin siquiera tocarla.

– Lo sé, pero… en un momento noté que él deslizaba su mano por la espalda de ella y… la apoyaba sobre su cola.

– ¿Desde dónde los veía usted?

– Desde mi mesa… en el salón.

– ¿A qué distancia?

– No lo sé; tal vez unos diez metros.

– Y estaba ubicado de frente a ellos.

– Tal cual.

– ¿Cómo pudo, entonces, ver la mano de él deslizándose sobre la cola de ella?

– El movimiento era bien claro – respondo, con un deje despectivo -: cualquiera podía darse cuenta que le acariciaba el trasero.

– Acaba de decir que le apoyó una mano sobre la cola. Ahora resulta también que se la acariciaba.

– ¡Lo hacía!

– ¿No será, Julio, su propia paranoia la que lo lleva a ver cosas que no son?

Es la primera vez en la sesión que arroja alguna duda sobre mis sospechas de infidelidad. En lugar de consolarme y evaluarlo positivamente, siento furia, pues yo sé bien lo que he visto y me indigna que este imbécil pretenda adjudicar todo a mi imaginación.

-Yo vi lo que vi – digo, con acritud -; no intente convencerme de otra cosa.

– No intento convencerlo de nada; sólo trato de cubrir todas las posibilidades. ¿El sujeto es atractivo?

-Sí, lo es – respondo, con pesar.

– ¿Qué fue lo que más le impactó de él?

Lo miro confundido. ¿Qué está sugiriendo? De pronto me invade el terror de que ahora pretenda llevar la sesión hacia una discusión en torno a mi sexualidad: otro lugar común en los psicoanalistas; yo no vine a eso.

-¿Impactar? – pregunto.

-Sí, algún detalle en él: su físico, su musculatura, sus ojos, no sé… hmm, su elegancia…

– Su bulto.

Esta vez es él quien acusa recibo; me mira ostensiblemente sorprendido.

– ¿Perdón?

Súbitamente lamento haber dicho lo que dije; me salió del alma, sin pensar, pero ahora ya es tarde para arrepentimientos y no queda más remedio que hablarlo.

– Sí, el bulto entre las piernas mientras bailaba. Destacaba particularmente entre todos los bailarines.

Frunce la boca y revolea los ojos.

– ¿Para tanto?

– Sí; me llamó tanto la atención que me puse a recorrer con la vista a los asistentes para ver si a todos les llamaba la atención.

– ¿Y era así?

– Sí, particularmente a las damas.

– Pues debía ser un bulto bastante generoso entonces. ¿Lo escudriñaban las damas que estaban solas o…?

– Casi no las había – le corto -; prácticamente estaban todas en pareja: con sus esposos, sus novios o sus vaya a saber qué.

– ¿Y aun así lo miraban?

– Más que mirarlo, lo devoraban con la vista; había que ver sus ojos libidinosos e incluso llegué a notar que a alguna le corría baba por…

– Julio – me interrumpe -; la paranoia, muchas veces, nos lleva a ver…

– ¡Yo sé que lo vi! – le corto, tajante -. ¡No me insista con esa estupidez de la paranoia!

Elevé demasiado el tono de voz. Por un momento me da la impresión de que se va a ofender o, tal vez incluso, a dar por terminada la sesión, pero no: ni se mosquea.

– ¿Y su esposa? – pregunta -… Laura dijo que se llamaba, ¿verdad?”

– Sí, Laura. ¿Qué hay con ella?

– ¿Lo miraba también?

– ¿Al bulto?

– Sí.

Me pongo evocativo; por un momento ya no estoy el consultorio sino en aquella cantina del barrio de La Boca.

– Verá… – comienzo a decir -; no sé si usted lo sabe, pero… cuando se baila el tango, la regla dice que no se mira a los ojos del compañero de baile.

– Jamás noté eso – dice, con sorpresa -. A decir verdad, no es que tenga visto tanto tango; sólo por televisión o…”

– En efecto: la mirada de la dama, particularmente, no debe estar en los ojos de su compañero sino algo más abajo…

– Entiendo, ¿qué tan abajo?”

– Digamos… en el mentón.

– ¿Y ella le miraba al mentón?

Trago aire y lo retengo por un rato antes de contestar.

– Bastante más abajo.

– ¿Le miraba el bulto?

Me da la desagradable impresión de que el tipo se está divirtiendo con mi historia; no obstante ello, le respondo:

– Sí.

– ¿Y él?

– ¿Y él qué?

– ¿En dónde tenía su mirada?

Otra vez hago silencio.

– En las tetas de ella – contesto finalmente.

– ¿Las tiene buenas?

Me remuevo en mi silla. Mis ojos se vuelven a inyectar en odio.

– ¿Qué?

– Si su esposa tiene buenas tetas.

– Creo que… esto se está yendo a cualquier lado.

– Le aseguro que no – me replica, impertérrito -, pero si así lo siente, es libre de irse y le cobraré sólo la mitad de esta sesión.

La oferta es tentadora, hay que decirlo, pero, a la vez, siento un fuerte deseo de saber hacia dónde quiere ir. Así que, a regañadientes, termino por responder:

-Sí, tiene buenas tetas. No muy grandes ni voluptuosas…

– Pero deseables – me interrumpe, en una actitud que ya raya en la insolencia.

– Sí, tal cual: deseables. ¿Es tan importante para la cuestión?

– Digamos que para entender cómo se sintió usted ante la situación primero debo visualizar el contexto en mi cabeza, así que cuantos más detalles me dé, mejor. De todos modos, dejemos por un momento a Laura y volvamos a su compañero de baile. ¿Tiene nombre?

– Me lo presentó como Nacho.

– Bien: Ignacio entonces. ¿Cómo se sintió al contemplar el bulto de Nacho?

Nuevamente me remuevo en la silla. ¿A dónde quiere llegar este estúpido? ¿Está acaso sugiriendo que soy homosexual? Intento, a pesar de todo, contar hasta diez y mantenerme tranquilo.

– No creo haberlo “contemplado” – replico, en actitud defensiva -; en todo caso lo he “notado” o me ha llamado la atención, pero no es que haya dedicado mi atención exclusivamente a…

– Déjeme a mí sacar las conclusiones correspondientes e indagar cuál era su verdadero interés en el bulto de ese hombre. Simplemente responda a lo que le pregunto…

Me muerdo el labio. Tengo el impulso de golpear mi puño cerrado contra cualquier cosa, pero me contengo. Tomo conciencia de que mis explicaciones sólo me muestran a la defensiva y eso no es bueno si lo que quiero es alejar dudas sobre una sexualidad de la cual, por cierto, no tengo dudas.

– Sentí mucha rabia… – digo finalmente.

– ¿Qué más?

– Celos…

– ¿Qué más?

– Envidia…

– ¿De quién?

Lo miro lleno de odio y en sus ojos creo hallar un destello de diversión.

– De él, por supuesto. ¿De quién va a ser?

– Volvamos sobre Aurora…

Sus súbitos cambios de tema me descolocan todo el tiempo.

– ¿Aurora? ¿Qué tiene que ver con esto?

– No tengo idea. Espero que me lo explique.

– Pues si usted no lo sabe, yo tampoco – echo un vistazo al reloj -. ¿Falta mucho para terminar la sesión?

– Eso no le concierne a usted. Aquí soy yo quien maneja los tiempos.

– Perfecto. Y a usted no le concierne la supuesta relación entre Aurora y…

– Le recuerdo, Julio, que fue usted quien sugirió que sus problemas de autoestima comenzaron a partir de la llegada de esa chica.

Mascullo rabia. Tiene razón.

– Es verdad – concedo.

– ¿Puede explicarme qué es lo que hizo esa joven para provocar un efecto a futuro tan nocivo sobre su autoestima?

Me está haciendo recordar situaciones traumáticas de mi niñez, pero, en fin, supongo que ése es precisamente su trabajo. Me quedo durante un rato tratando de procesar los recuerdos y, en la medida en que lo hago, me siento caer en un pozo.

– Ella… se complacía en humillarme.

– ¿Humillarlo?

– Sí. Ignoro la razón pero eso era lo que hacía. Parecía complacerse en degradarme públicamente.

. ¿Públicamente? ¿De qué modo? ¿Ante quiénes?

Se advierte en el tono de mi psicoanalista que está claramente interesado en el tema; lo que no logro determinar es si ello se debe a su trabajo o a un simple morbo.

– Lo hacía ante quien fuera que se le presentase la oportunidad de hacerlo, pero… sobre todo ante mis amigos.

– ¿Sus amigos? ¿Ello ocurría en su casa?

– Sí; era ella quien me insistía en que los invitase a venir.

– Usted no quería hacerlo…

– Al principio sí: eran muchas las horas que transcurrían sin que mis padres estuviesen en casa y ello daba una excelente oportunidad para reunirse, juntarse y divertirse.

– ¿Y luego qué pasó?

– Lo que ya sabe.

– Yo no sé nada, sólo lo que usted me dice.

– Aurora.

– ¿Qué ocurrió con ella?

– Lo que ya le dije; se dedicaba a humillarme ante ellos.

– ¿Podría decirme más específicamente cómo lo hacía?

– Es que… no había un único modo; lo hacía de varias maneras.

– ¿Por ejemplo?

– Bien, verá: mi madre, sobreprotectora como era, le daba precisas instrucciones de que yo no debía bañarme solo, así que ella se encargaba de hacerlo…

– Pero eso no tiene nada de humillación pública, creo; doy por descontado que lo hacía en el cuarto de baño.

– Sí.

– ¿Entonces?

– Es que… eso fue lo que permitió que ella me viera desnudo.

Me mira con extrañeza; se acomoda los lentes una vez más.

– ¿Y qué es lo que vio?

Silencio. Apesadumbrado, bajo la vista hacia mi entrepierna.

– Mi… pito.

– ¿Se refiere a su pene?

– Tal cual.

– ¿Qué hay con él?

– Pues… digamos que lo contrario de lo que le comenté con respecto al bulto del compañero de tango de Laura.

Frunce el entrecejo y mira hacia el techo como si tratara de unir cabos; de pronto la expresión de su rostro se transforma: al parecer lo ha comprendido.

– ¿Usted… tenía un pene pequeño?

– Lo sigo teniendo…

– Está bien, pero supongo que en aquel momento y siendo aún un niño, era lógico que así fuese.

– Era demasiado pequeño, aun para mi edad.

– Ajá. Entiendo. Pero sigo sin darme cuenta de por qué eso podía constituir, para usted, una humillación pública. Era algo que sabían sólo Aurora y usted. ¿O lo hizo público?

– Desde el momento en que lo supo, se valió de eso para degradarme cada vez que pudo. Cuando mis amigos venían a casa, ella, por alguna razón, oficiaba como maestra de ceremonias o animadora. Nadie le había otorgado ese rol pero, sin embargo, era la que se encargaba de organizar los juegos y demás.

– ¿Y los demás le llevaban el apunte?

– Eran chiquillos, preadolescentes… y Aurora era una adolescente ya hecha y derecha, con los correspondientes atributos.

– Entiendo. Estaba buena…

– Al menos para la mirada de un chico de doce o trece años lo estaba…

– Y entonces la seguían ciegamente en todo: si Aurora les decía que se arrojasen a un pozo ciego, lo hacían. Bien, voy entendiendo; ahora: ¿qué fue lo que hizo entonces para, como usted dice, humillarlo frente a sus amigos?

– Se le dio por organizar un torneo para ver quién tenía el pito más largo.

Abre los ojos grandes y se toma de la silla como tratando de mantenerse sobre la misma.

– ¿Hizo eso?

– Sí, hacía eso.

– ¿Hacía? ¿Está diciéndome que lo hacía regularmente?

– Sí. Su argumento era que estábamos creciendo y que, por lo tanto, las mediciones podían cambiar de una semana a la otra; eso era cierto, desde luego, pero digamos que las posiciones en el “ránking” no cambiaban demasiado.

– El pito más largo seguía siendo el más largo y el más corto seguía siendo el más corto.

– Así es…

– ¿Quién resultaba siempre el vencedor?

– Lucas. Y era lógico. Nos llevaba un par de años al resto.

– ¿Y usted en qué posición estaba?

Bajo la cabeza.

– Siempre último.

– ¿Lejos?

– Sí.

– ¿Y cómo era que terminaban mostrando sus penes? ¿Aurora les hacía bajarse los pantalones?

– Sí, a todos menos a mí.

– ¿A usted? No entiendo…

– A mí me lo bajaba ella. Y no sólo eso: me dejaba siempre para el final.

Abre los ojos enormes, mostrando sorpresa; se le escapa una ligera sonrisa.

– Es decir: a una orden de ella, todos se bajaban los pantalones, menos usted…

– Así es.

– ¿Dónde estaba ella en ese momento?

– A mi espalda y tomándome por los bordes del pantalón.

– Y una vez que todos se habían bajado el pantalón para mostrar sus penes…

– Ella me bajaba el mío.

– ¿Qué ocurría cuando lo hacía?

– Inevitablemente, una estruendosa carcajada a coro.

– ¿Ella también reía?

– Sí.

– ¿Usted se sentía muy humillado?

– ¿Y a usted qué le parece?

– ¿Lo comentó alguna vez con sus padres?

– Nunca.

– ¿Por qué?

– No lo sé; creo que le tenía miedo a Aurora.

– ¿Lo amenazaba ella?

– En realidad, no. A veces me golpeaba por tonterías: ensuciar la alfombra y cosas así, pero jamás me advirtió acerca de guardar silencio.

– Y sin embargo usted lo hacía…

– Sí.

– Le temía.

– Ya le dije que sí.

– Volvamos a su esposa… o mejor dicho, a su compañero de baile: cuando usted percibió el bulto generoso que él tenía, le retrotrajo a la vergüenza que sintió en aquellos días.

– Tal cual.

– En ese caso, usted vio a cada uno de sus amigos representado en su esposa…

– No sé si le entiendo bien.

– Claro. Al igual que pasaba con sus amigos, ella tuvo, según usted, oportunidad de comparar.

– Ah, ahora entiendo. Sí, eso es lo que creo.

– Y por eso usted sintió vergüenza. Se avergonzó de su propio pene al saber que, tal vez, su esposa estuviera disfrutando de uno mucho mayor.

– Tal cual.

– E incluso pensó en la posibilidad de que ella, secretamente, pasara a reírse de usted…

– En efecto; es la sensación que tengo.

– ¿Usted siente que, con su pene tan pequeñito, no le puede dar a ella la satisfacción que desea?

Lágrimas acuden a mis ojos.

– Sí, eso es lo que siento.

– ¿Usted le ha planteado a ella acerca de sus sospechas de infidelidad?

Niego con la cabeza.

– ¿Por qué no? – me pregunta, encogiéndose de hombros.

– Por temor…

– ¿Temor a qué? Laura no es Aurora…

– Temor a lo que pueda llegar a decir o a argumentar en su defensa…

– ¿Por ejemplo?

– Que mi pequeño miembro no puede darle satisfacción.

– ¿La cree capaz de decirle algo así?

– No lo sé, pero ante la duda no planteo el tema.

– Prefiere quedar con la duda indefinidamente…

– A veces es mejor.

– Además de reírse, ¿lo humillaba Aurora de alguna otra forma al enseñar a todos su pitito?

Cierro los ojos y cuento hasta diez para no insultarlo ni levantarme ni golpearlo. ¿Por qué tiene que decir “pitito”? Desde hace ya algún rato pareciera haber dejado atrás ciertos códigos profesionales o, lo que al menos uno piensa a priori que deberían serlo. De todas formas, me siento en necesidad de hablar el tema Aurora pues es la primera vez que lo charlo con alguien en años.

– Me lo… zamarreaba… mientras hacía voces que parecían querer sonar infantiles o bien imitar a personajes de caricatura o algo así.

– ¿Sólo ante sus amigos hacía esas cosas?

– Con el tiempo… me hizo invitar a más gente.

– ¿Ejemplo?

– Bueno… había una chica en el barrio, a la vuelta de la esquina, de quien Aurora sabía bien que yo estaba enamorado.

– ¿Cómo lo sabía? ¿Era su confesora?

– No hacía falta ser demasiado avispada para darse cuenta de cómo me ponía yo cuando la veía.

– Ajá… Entonces Aurora le dijo que la invitase, ¿es así?

– Tal cual.

– ¿Va a decirme que también le bajó el pantalón delante de ella? ¿A título de qué? Lo que quiero decir es que no es lo mismo que con sus amigos; allí no había lugar para competencia alguna.

– En realidad lo hizo estando todos; simplemente repitió la competencia y a ella le tocó ser espectadora privilegiada.

– Y así lo humilló también delante de ella.

– Sí…

– Pero usted sabía que había altas probabilidades de que eso ocurriera: es decir, si Aurora quería a esa chica en la casa, no podía ser para ora cosa más que para humillarlo ante ella.

Lo miro, rojo en furia. Él permanece con los brazos en jarras a la espera de una respuesta de mi parte que, al parecer, debe considerar que se cae de madura.

. No, no lo sabía – digo, tajante.

– Yo creo que sí.

Juro que me falta poco para saltarle encima. Está queriendo decir que yo, en realidad, me sometía a esos juegos queriendo ser humillado. No obstante, hago el esfuerzo por mantenerme calmo y replico con firmeza, pero tranquilo:

– No, no lo sabía – insisto.

– Bien, no importa; ¿esa chica también se rio de usted?

– Hmm, creo que se sintió algo sorprendida o confundida; no dijo nada en realidad.

– ¿Volvió luego de eso?

– No.

– ¿Se siguió hablando con ella?

– En realidad no nos hablábamos demasiado ya antes de ese episodio; yo estaba enamorado de ella, pero mucho lugar no me daba…

– ¿Y después de eso?

– Menos que menos…

– Lógico.

– ¿Perdón?

– ¿Fue la única vez en que Aurora lo humilló ante mujeres?

– No; volvió a hacerlo ante amigas, compañeras de colegio.

– ¿Lo obligó también a invitarlas?

– Suena raro decir que me obligó…

– Pero en la práctica fue lo que hizo.

– Sí. En la práctica, sí…

– ¿Y cómo reaccionaron ellas al verle con el pantalón bajo?

– Rieron a carcajadas.

– Claro, estaban en grupo; eso desinhibe. Julio, voy a pedirle algo…

– ¿Qué vuelva la próxima semana?

– Quedan aún unos minutos de sesión; es otra cosa en realidad. ¿Se podría poner de pie?

Mi confusión es absoluta. Lo miro sin entender, pero él, simplemente, gesticula con la palma de su mano izquierda hacia arriba, conminándome claramente a pararme. Hago lo que me dice.

– Ahora bájese el pantalón – me dice, de sopetón.

Es como un golpe en pleno pecho; no esperaba algo así: es psicoanalista, no médico.

– ¿P… perdón?

– Necesito saber qué tan fundamentadas estaban todas esas burlas y humillaciones de las que usted era objeto.

O sea, está claro: el tipo quiere ver si mi miembro, ése del cual hace rato que le vengo hablando, es justo merecedor de tanta mofa. La situación es de lo más incómoda y sólo pienso en irme.

– ¿Es… necesario? – pregunto.

– Absolutamente. Y ya sabe que puede dar por terminada la sesión e inclusive la terapia cuando no se sienta a gusto.

De pie en el centro del consultorio, vacilo durante algún rato. Sí, él tiene razón: yo puedo perfectamente marcharme cuando así lo desee; sin embargo, soy consciente de que, por primera vez en años, estoy desentrañando traumas de infancia y adolescencia, lo cual es motivo suficiente para no querer cortar lo que ya empecé. No hay tanto problema, después de todo, en enseñarle lo que quiere ver. Así que, lentamente, me desabrocho el pantalón y me lo bajo a la mitad de los muslos.

– También el calzoncillo – me dice él, en lo que ya para esta altura es obvio. Hago lo que me dice, dejando así mi pitulín al aire; no puedo evitar bajar la cabeza al piso con vergüenza.

– Acérquese un poco – me dice, mientras se acomoda por enésima vez los lentes; ignoro si en ese acto hay también algo de burla. De hecho, yo estoy bastante cerca de él, de modo tal que para hacer lo que me pide, sólo recorro un paso. No sé: la sensación que me deja es que me hace acercar como un modo de dejarme en claro que mi pito no se puede visualizar bien a la distancia.

Me estudia la entrepierna con detenimiento durante algún rato, lo cual contribuye a aumentar mi nerviosismo. Intento descubrir en la expresión de su rostro si se está divirtiendo o, simplemente, siente lástima, pero nada: no trasunta sensación alguna. Luego baja nuevamente la vista hacia el bloc de notas y garabatea algo: ¿qué carajo puede estar anotando? ¿Pito corto? Por lo pronto, mi nerviosismo sigue en aumento y las piernas comienzan a temblarme.

– ¿Me subo el pantalón? – pregunto.

– No. Quédese así – responde, sin dejar de anotar ni levantar la vista del papel -. Le hago una pregunta, Julio: ¿tiene usted sexo normal con su esposa?

Bien; su rostro no dejó traslucir nada al ver mi miembro, pero con esta pregunta me termina de confirmar que lo que ha visto en mí es, en efecto, un pene bien pequeño.

– No… sé qué es lo que define como normal.

– ¿La encuentra satisfecha luego de tener relaciones?

Otra vez me comienza a rodar una lágrima. Carraspeo antes de responder:

– No sé qué decir…

– Eso significa que no – dictamina él, siempre manteniendo el tono profesional (aunque no sé si los códigos) -. ¿Le practica sexo anal?

La pregunta es tan embarazosa que no puedo responderla; sólo niego con la cabeza. Él levanta la vista de sus notas ante mi silencio y, cuando me clava la vista, vuelvo a negar.

– ¿Porque ella no quiere? – me pregunta.

– Al contrario – respondo, con pesar -: ella sí quiere.

– Pero con esa pequeñez apenas puede hacerle cosquillas en la cola, ¿verdad?

Cada vez es más gráfico en sus comentarios y, ahora sí, siento claramente que me ridiculiza. Asiento con la cabeza.

– ¿Lo intentó? – me repregunta.

– ¿El sexo anal?…

– Sí.

– Sí.

– ¿Y cómo funcionó?

No contesto; mantengo la vista baja y me muerdo el labio inferior. Durante algún rato, permanezco buscando las palabras justas, pero no las encuentro, así que mi silencio termina por ser la más clara respuesta. Él asiente con la cabeza y vuelve a su bloc de notas.

– ¿Era su pequeño pene el único motivo de humillación permanente por parte de Aurora? – me pregunta.

– N… no… había también otros.

– ¿En relación con su anatomía?

– Sí.

– ¿Ejemplo?

– Mi cola…

– ¿Qué pasa con ella?

– Bien, es que… – se me quiebra la voz -, yo iba creciendo y veía que a otros chicos les salía vello por todo el cuerpo y a mí no.

– Aurora se dio cuenta de eso, ¿verdad? De hecho, lo bañaba a diario.

– No sólo se dio cuenta, sino que se encargó de hacérmelo sentir.

– ¿También lo sometió a juegos de comparación con sus amigos?

– Tal cual.

– ¿Qué edad tenía usted para entonces?

– Unos… quince o dieciséis.

– Ups, bastante grande; ¿y aún lo seguía bañando ella?

– Ya le dije que sí…

– Bueno, y dígame: ¿los hacía desnudarse a todos para así dejar en evidencia que a usted no le había salido vello corporal?

– Hmm, no nos hacía desnudar exactamente, sino… mostrar la cola.

– Entiendo: usted no tenía vello en la cola, ¿verdad?

– Sigo sin tenerlo… – digo, con la mayor vergüenza.

– A ver, gírese.

Lo miro con cara de pocos amigos; su rostro sigue sin trasuntar nada y se cae de maduro que lo único que espera de mí es que haga lo que me está ordenando (porque, sí, literalmente es así: me ordena). Avergonzado al punto de lo indecible, me giro y le muestro mis nalgas. En eso siento que una mano de él se apoya sobre mi carne y doy un respingo.

– Lindo culito… – me dice, al tiempo que me entierra las uñas al punto de hacerme casi gritar; aun así, busco permanecer en mi sitio -. ¿Y qué decía Aurora al respecto?

– Que… yo… tenía un… culo muy femenino, casi de chica.

– Y tenía razón. Perfectamente redondeado y terso, sin vello alguno.

Realmente me cuesta creer lo que oigo y… siento. No sé qué clase de psicólogo le toca las nalgas a sus pacientes; de hecho, ya ahora ni siquiera me toca: me acaricia abiertamente. Quiero despegarme, rehuir del contacto, pero, sin embargo, parece como que me tuviera sujeto por la cola sin dejarme mover. Es una sensación, desde luego, ya que todo lo que hace es apoyar su mano sobre mi nalga… y acariciarme con total descaro.

– ¿Y cómo reaccionaban el resto al ver su cola? – me pregunta, sin dejar de tocarme.

– Reían… se burlaban… me chiflaban como si yo fuera una chica, algunos incluso me tocaban…

– ¿Tal como yo lo estoy haciendo ahora?

Trago saliva; me corren gotas de sudor por la frente.

– Sí, tal cual.

– Y a usted le gustaba, ¿verdad?

– ¡No! – exclamo, colérico.

Mi brusquedad al responder lo deja en silencio por algunos segundos; sin embargo no da la sensación de haberse amilanado; me sigue recorriendo la carne del mismo modo que hace rato lo viene haciendo.

– Es que… – dice, finalmente -; la verdad es que el suyo es un culito bien de nena y muy apetecible. Era lógico que quisieran tocarlo. ¿Y qué hacía Aurora ante eso?

– Nada… Sólo los dejaba hacer.

– Y usted también…

Giro la cabeza por sobre mi hombro, inyectado en furia. Lo miro con ojos llenos de ponzoña, pero él no parece inmutarse demasiado; no deja de acariciarme y, por el contrario, esboza una ligera sonrisa.

– No se ponga nervioso, Julio. Es mi trabajo rastrear posibles manifestaciones del inconsciente de cuya existencia el paciente nunca se haya percatado.

– ¡Inconsciente una mierda! – bramo -. ¡Yo no soy puto!

Vuelve a sonreír:

– Si usted lo dice…

A cada momento lo detesto más. Ese deje de burla en su odiosa sonrisita está a punto de hacerme perder los estribos de un momento a otro.

– Explíqueme eso de que Aurora “los dejaba hacer” – me pregunta.

– Pues… simplemente no hacía nada al respecto – respondo mientras vuelvo a girar mi mirada hacia el frente -; por el contrario, los conminaba e invitaba a tocarme.

– Interesante. ¿Y algo más?

– A veces me… obligaba a inclinarme para facilitarles su labor.

– ¿Lo obligaba?

– Sí.

– Ella no lo obligaba, Julio.

– Sí lo hacía.

– ¿De qué modo? ¿Lo amenazaba en alguna forma?

– No.

– Entonces no lo obligaba, Julio.

Resoplo. Tomo aire. Una vez más, busco mantenerme calmo para responder.

– Quizás no me obligaba, pero ella…

– ¿Perdón?

– ¿Hmm?

– ¿Qué dijo?

– ¿Cuándo?

– Recién…

– Estaba por decir que ella era bastante mayor que yo y…

– No le pregunto qué estaba por decir, sino pidiéndole que repita lo que dijo…

Otra vez resoplo.

– No entiendo adónde va…

– Me pareció que usted dijo que quizás ella no lo obligaba…

– Sí – concedo, a regañadientes -; precisamente, estaba diciendo que ella quizás no me obligaba, pero…

– Quizás no lo obligaba – repite, como si me hiciera eco; giro mi cabeza nuevamente por sobre el hombro y lo veo anotando algo en su bloc. Cuando menos, dejó de tocarme, pero me intriga sobremanera el saber qué escribe; luego vuelve su atención hacia mí -. Adelante, prosiga…

El muy maldito está poniendo a prueba mi paciencia, pero también mis defensas. No sé si lo mejor es largarme de allí o seguirle la corriente.

– Bien… – digo, en voz baja y luego de aclararme la garganta -: lo que le… decía es que… Aurora era mayor que yo; mis padres le habían otorgado el trabajo de cuidarme y yo no podía contradecir mucho su voluntad.

– Lo está diciendo bien: sus padres le habían dado el trabajo de cuidarlo, no de disponer por usted.

– Pero… tácitamente le habían dado ese poder.

– Usted se lo dio…

El sudor sigue perlando cada vez más mi frente.

– Como sea… – digo finalmente, en lo que termina por ser una claudicación -; a esa edad, ella para mí era enorme, inmensa… y no entraba dentro de mi mente el contradecirla.

– Ya para ese entonces usted no era un niño; me acaba de decir que era un adolescente.

– Sí, lo era pero… la imagen de ella me quedó marcada desde mis doce años y, por lo tanto…

– Se supone que al entrar en la pubertad, se comienza a reaccionar contra lo instituido y, de manera muy particular, contra las imágenes que nos retrotraen a la infancia.

Lo odio, pero insisto: hay que conceder que el tipo es bueno en lo suyo.

– Sí, puede ser… o no, no lo sé…

– Volvamos a su culo – vuelve a apoyar su mano sobre mi nalga y doy un nuevo respingo -. ¿qué más hacía Aurora que lo humillara?

La cabeza me da vueltas; hurgo en el pasado una y otra vez y desempolvo recuerdos que preferiría mantener allí, encerrados. Sin embargo, me debato entre la doble necesidad de callar y hablar; después de todo, necesito de una vez por todas arrancar los fantasmas de mi pasado.

– En ocasiones… recuerdo haberme sentido algo afiebrado. Cuando eso ocurría, mi madre, antes de irse, le encomendaba especialmente a Aurora que me controlase.

– ¿Cómo?

– Pues… debía tomarme la fiebre cada tanto.

– Ajá. ¿Y cómo se relaciona eso con la humillación? Y con su cola, je…

Es la primera vez que le oigo reírse: fue sólo un “je”, pero ya se halla un paso por encima de las mordaces y sutiles sonrisitas que le había captado antes. Maldito imbécil, ¿acaso lo está disfrutando?

– Es que… mi madre le dejaba encargado a Aurora que debía tomarme la fiebre colocándome el termómetro en…

Esta vez el tipo se ríe abiertamente y sin ningún reparo.

– ¿En la… colita? – me pregunta, con la voz entrecortada por la risa.

– Tal cual… – respondo, apenas en un susurro mientras las lágrimas vuelven a rodar por mis mejillas.

– Bien. Y supongo que Aurora cumplía con lo encomendado…

– Más de la cuenta…

– ¿Más de la cuenta?

– Sí

– Explíquese, por favor.

– A veces… ni siquiera hacía falta que me tomara la temperatura. Ésa era una instrucción específica que mi madre le daba cuando yo me encontraba afiebrado, pero Aurora lo convirtió en rutina…

– ¿Le metía el termómetro en el ano todos los días?

– Sí… – mi voz ya es un débil hilillo.

– No entiendo. Es decir… entiendo que, en sí, es humillante, pero me dio la impresión de que usted hablaba de humillación pública y no privada…

– Lo hacía delante de mis amigos

– ¿Sus amigos? – pregunta el psicoanalista, lleno de incredulidad.

– Sí. Y mis amigas también.

– ¿Cómo era eso?

– Lo hacía a propósito – digo, entre sollozos -. Ella… esperaba a que ellos llegaran para venir a tomarme la fiebre. No había ninguna necesidad de hacerlo.

– ¿Y lo hacía a la vista de todos? ¿No lo llevaba aparte? ¿A su cuarto o al baño?

– No, jamás. Siempre a la vista de todo el mundo. Me hacía colocar boca abajo en el sofá que se hallaba en el medio del living.

– ¿Qué hacían sus amigos? O sus amigas…

– Reían a más no poder, desde ya. Ella, inclusive, a veces se marchaba para hacer algo en la cocina y me dejaba allí, largo rato sobre el sofá con el termómetro enterrado en la cola.

– A la vista de ellos.

– Claro…

– ¿Qué hacían ellos?

– Reían… todavía más; se burlaban de mí con absoluta crueldad. O jugueteaban con el termómetro en mi cola: me lo introducían aun más adentro… o imitaban una penetración… o bien lo hacían girar en círculos dentro de mi orificio anal.

– ¿Las chicas también le hacían eso?

– Ellas eran, justamente, quienes más se ensañaban. Y mostraban un morbo muy espe…

De pronto doy un salto hacia adelante; acabo de sentir un objeto largo y fino intentando entrar en mi orificio. Al girarme, me encuentro con que el tipo me mira sonriente mientras sostiene el bolígrafo en su mano: es eso lo que acabo de sentir en mi retaguardia. Mi rostro se tiñe de odio:

– ¿Qué… hace?

– Le informo, Julio: para que usted pueda resolver sus problemas de autoestima, es imprescindible desenterrar todos los traumas del pasado. Y la mejor forma de hacerlo es reconstruyendo el marco en el cual esos traumas aparecieron. Si tuviera un termómetro aquí, se lo metería en el culo ya mismo; le puedo asegurar que nos sería muy útil. Pero no habiendo termómetro, bueno es un bolígrafo, así que le pido que me deje continuar con mi trabajo.

Crispo los puños. Estoy perplejo y no puedo dar crédito a lo que oigo: definitivamente, ésta no es la idea que tengo de una terapia ni, mucho menos, este sujeto representa la imagen que tengo de lo que debe ser un psicoanalista. Mis piernas tiemblan y no puedo controlarlo. Echo un vistazo a mi reloj.

– Creo que… estamos pasados de hora – digo -; sería mejor ir terminando por hoy…”

– Déjeme a mí el decidir cuándo se termina la sesión –me replica, tajante -. Además, no hay nadie después: el suyo es el último turno, así que no se preocupe; podemos estirarnos. Y por otra parte… mírese un poco. ¿Adónde piensa ir así?”

Al principio no entiendo a qué se refiere; sólo veo que señala hacia mi entrepierna. Bajo despaciosamente la vista y me encuentro con que mi pene, diminuto e insignificante… ¡está erecto! Muero por la vergüenza y busco cubrirme inmediatamente con las manos aunque, claro, ya no tiene sentido. ¡Con tanto toqueteo, sumado al bolígrafo en mi cola, este hijo de puta me ha hecho parar la verga! Lo miro de reojo y apenas por debajo de las cejas: luce una expresión algo divertida en su rostro.

– ¿Ya se calmó, Julio? – me pregunta, aunque bien sabe que mi aparente calma es en realidad frustración y resignación -. Ahora, ubíquese en el diván por favor.

Era raro que no me lo hubiese indicado antes. De hecho, al entrar yo ya había notado la presencia del mueble icónico del psicoanálisis, pero sé que hay profesionales que lo usan y otros que no; como él no me había dicho nada al respecto, di por sentado que era, más bien, de los que, justamente, tienen el diván sólo por cuestiones ornamentales o, tal vez, por considerar que la presencia del mueble les ayudaba a provocar una buena impresión inicial en sus clientes. Sin embargo, nunca esperé que me saliera con eso de ir al diván cuando ya la sesión lleva largo rato comenzada.

Él tiene razón: por pequeño que sea mi bulto bajo el pantalón, no puedo ir así a ningún lado así a ningún lado en caso de pretender hacerlo. Opto entonces por hacer lo que está pidiendo… u ordenando: camino los pocos pasos que me separan del diván y, una vez ante el mismo, comienzo a girar mi cuerpo de tal modo de dejarme caer de espaldas.

– No – me interrumpe, en seco -: colóquese boca abajo.

Es la primera vez que oigo una cosa así. Lo miro lleno de incredulidad.

– ¿B… boca abajo?- balbuceo.

– Sí – me responde, y en lo breve de su respuesta siento que me está diciendo que no tiene por qué explicarme sus decisiones.

Hago, desde luego, un amago por subirme el pantalón, ya que me turba sobremanera el hecho de quedar sobre el diván con mi culo expuesto para él; sin embargo, me detiene en el acto:

– Mantenga el pantalón bajo. Y el calzoncillo también.

No parece haber lugar para discusión posible y mi poca capacidad de resistencia ha quedado prácticamente anulada desde el momento en que descubrí mi pene erecto. Me acomodo, justamente, tratando de introducirlo entre dos almohadones para que así no me sea tan incómodo el estar boca abajo. No puedo ver al psicoanalista, pero oigo sus pasos: se acerca. De pronto, siento otra vez el frío contacto de un objeto delgado y alargado hurgando en mi entrada anal; juega un poco allí, como describiendo círculos y, finalmente, entra. Se me escapa un involuntario gemido mientras el bolígrafo va ingresando hasta que me da la impresión de que está enterrado en su casi totalidad.

– ¿Así era como Aurora le tomaba la temperatura? – me pregunta; sigo encontrándole un deje divertido en el tono de su voz.

– Sí. S… suponiendo que eso fuera un termómetro, sí: tal cual.

– ¿Se siente ahora transportado a ese momento?

Silencio: no respondo; la realidad es que sí.

– Y usted dice que a veces Aurora se marchaba y lo dejaba así, en presencia de sus amigos.

– Sí… eso era lo que hacía.

– ¿Hasta qué edad ocurrió eso?

– Hasta mis dieciocho años, cuando Aurora dejó de trabajar con nosotros.

– ¿Qué ocurrió? ¿La despidieron?

– Nunca lo supe; supongo que yo era ya lo suficientemente grande como para cuidarme por mí mismo.

– Entiendo. ¿Y no volvió a saber de ella?

– No.

– ¿Le hubiera gustado?

Silencio.

– ¿Lamentó que ella fuera despedida?

Silencio.

– ¿La extrañó durante todos estos años?

Silencio, silencio y más silencio…Dicen que el que calla otorga: yo lo hice tres veces, pero el hecho de no haber respondido de manera decidida con la negativa, ya es en sí mismo un dato que me atormenta. Al menos Pedro, según se dice, negó a Cristo tres veces, pero no guardó silencio: yo ni siquiera tengo esa dignidad… O bien mis defensas ya prácticamente no existen.

CONTINUARÁ

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