Sinopsis:

Una crisis creativa obliga a un pintor a refugiarse en un hotelito escondido en mitad de la selva de Costa Rica con la intención de encontrar la inspiración perdida pintar pero no encuentra la tranquilidad que deseaba por la presencia de la impresionante directora del establecimiento junto con la de una divorciada deseando tener dueño. Pero lo que realmente alteró su existencia fue descubrir la alegría de la hija de la dueña bañándose con una amiga en una cascada.

Poco a poco descubre lo que esconden en su interior esas tres mujeres y al tiempo que plasma en sus cuadros la naturaleza del lugar y la personalidad de sus modelos, Mateo se plantea su vida, el sexo pero sobre todo sus sentimientos .

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Para que podías echarle un vistazo, os anexo los CUATRO PRIMEROS CAPÍTULOS:

1

Sabía antes de entrar que la reunión de esa mañana sería dura y que versaría en gran medida sobre la falta de inspiración que me tenía paralizado. Lo que no me esperaba fue que evitando cualquier tipo de prolegómeno, mi representante harto de esperar las obras con las que celebrar la exposición que tenía comprometida me soltara:
―Mateo tienes que olvidar de una vez a esa zorra y ponerte a pintar.
―Lo sé pero no puedo. No he perdido sólo a mi novia sino también a mi musa― repliqué molesto.
Sabía que Alberto tenía razón porque llevaba seis meses sin tocar un pincel pero es que me veía incapaz. Solo el pensar en ponerme frente a un lienzo me ponía de mala leche al saber que de hacerlo, perdería el tiempo por carecer de inspiración.
«Andrea lo era todo y ahora ya no está», murmuré en mi interior sin exteriorizarlo.
―Tienes que continuar con tu vida― contestó― no eres el primero ni el último al que han dejado y por ello como tu amigo te ruego que intentes borrarla de tu memoria.
―¡Cómo si fuera tan fácil!― protesté destrozado― Todo me recuerda a ella. Madrid, el barrio, mi casa.
―Joder, ¡pues vete a otro sitio! A la playa, al campo…― estaba respondiendo cuando de pronto se acordó de un pequeño pueblo del que le habían hablado por su belleza y que están situado en las faldas de un volcán: ― …o a un lugar fuera de España.
Por su tono supe que me iba a proponer un destino y adelantándome, le pregunté en qué había pensado:
―Uno de mis clientes ha remodelado un hotelito rural muy cerca del Turrialba y sé que si le pido que te haga un precio especial, lo hará encantado.
―¿Dónde eso? Te juro que no sé de qué hablas.
Mi agente a carcajada limpia, me soltó:
―En Costa Rica. El Turrialba es un volcán y por lo que sé, la zona es impresionante.
―¡Estás de coña!― repliqué.
Pero entonces sin dar su brazo a torcer, Alberto me describió la finca y los alrededores como una especie de edén paradisiaco alejado de la civilización y en mitad de la selva. Su entusiasmo me convenció y antes de dejar que me echara atrás, llamó a su conocido y acordó que me quedara ahí durante tres meses a cambio de dos cuadros.
Con todo cerrado, me atreví a reconocerle que no me importaban las diez horas de viaje en avión ni las cuatro por carretera, lo que realmente me echaba para atrás es no estar cerca de Andrea por si se arrepentía y me podía volver.
―Estas idiota, esa puta ha cazado a ese ricachón y no va a soltarlo hasta que consiga su dinero― contestó encolerizado.
Asumiendo nuevamente que decía la verdad, llamé a una agencia de viajes y contraté el primer vuelo que saliera hacia San José.

Costa Rica era uno de los pocos países hispanoamericanos que no conocía y por eso al llegar me sorprendió no sólo su nivel de vida sino la alegría que parecía un rasgo común en todos sus habitantes
Aun así me pareció una ironía el lema con el que se publicitaban en el resto del mundo porque mientras se hartaban de decir “pura vida” en mi caso era “puta vida”.
Molesto con el universo y cagándome en los muertos de mi agente, recogí el todoterreno que había alquilado para mi estancia en esas tierras. Pero fue al meter la dirección de la hacienda a la que iba en el GPS cuando el ánimo se me cayó a los pies:
―Tres horas para recorrer setenta y cinco kilómetros― exclamé en el enorme Toyota de alquiler: ―Debe de estar mal― me dije tratando de auto convencer.
Desgraciadamente la realidad confirmó los negros augurios de ese siniestro aparato por qué a los diez kilómetros de la capital, la autopista terminó dando paso una pequeña y mal asfaltada carretera.
«Menuda mierda», protesté quince minutos después al comprobar en la pantalla que debía meterme en un camino de tierra y por ello haciéndome al arcén busqué otro trayecto.
Fue inútil, a mi destino solo se podía acceder por la ruta que me había marcado inicialmente.
«Solo quedan cincuenta kilómetros», pensé mientras arrancaba.
El hijo de perra de Murphy se rio de mí y lo que había empezado mal, empeoró al caer un diluvio universal que ralentizó más si cabe mi paupérrimo ritmo.
«¡No puede ser!», amargamente protesté cuando tuve que poner las reductoras tras una advertencia del vehículo al deslizarse peligrosamente en una curva, «¡Voy a menos de veinte kilómetros por hora!».
La situación no era preocupante.
«Tienes gasolina, agua y teléfono. Estas en un país conocido por su seguridad y lo máximo que te puede ocurrir es quedarte tirado», mascullé de mal humor justo cuando de improviso la lluvia terminó y un sol de justicia apareció entre los árboles.
Con nuevos bríos afronté el resto del camino, bríos que se fueron convirtiendo en hastío con el paso del tiempo hasta que cuatro horas y diez minutos después de salir del aeropuerto, llegué a mi destino.
―¡Qué maravilla!― exclamé al contemplar la hacienda en la que iba a pasar esos tres meses.
Y no era para menos porque nadie me había dicho que era un palacio tipo colonial solo comparable con el impresionante entorno en el que estaba situado.
Acababa de apagar el todoterreno cuando mi sorpresa se incrementó al observar que del interior de esa mansión salía una diosa.
«¿Quién será?», me pregunté babeando mientras esa belleza se acercaba meneando su trasero.
Pocas veces había contemplado algo tan sensual ni tan bello como esa desconocida bajando las escaleras. Su pelo incrementaba el atractivo de unos ojos tan negros como la noche. Pero fue al verla sonreír cuando mi corazón amenazó con detenerse.
«Debe de ser de mi edad», dije para mi mientras trataba de recuperar la respiración, calculando que debía rondar los treinta y tantos.
Ajena al exhaustivo escrutinio al que la estaba sometiendo, alargó su mano mientras me decía:
―Soy Soledad, la directora de “El Quemado”. Usted debe ser Mateo Cienfuegos, el famoso pintor.
Azorado por ese inesperado piropo, negué esa fama mientras estrechaba su mano y entonces cometí un error del que no tardé en arrepentirme, intenté saludarla a la manera española, es decir con un beso en la mejilla.
―¿Qué tipo de mujer cree que soy?― espetó al sentir que invadía su espacio vital.
A pesar de mis disculpas, la cordialidad había desaparecido de su rostro siendo sustituida por una frialdad que me hizo entumecer.
―Tiene su habitación lista, sígame― comentó con tono gélido sin esperar a que recogiera las maletas.
Convencido de haber mancillado de alguna forma el honor de esa mujer tomé mi equipaje y corriendo por los pasillos, la seguí sin intentar otra conversación que la habitual entre un gerente de hotel y un huésped. De forma que en silencio dejé que me mostrara el cuarto que me había preparado sin expresar la satisfacción que me produjo la intensidad de la luz que se colaba por las ventanas.
«Es un sitio ideal para pintar», sentencié mientras profesionalmente Soledad me enseñaba la enorme cama King Size con la que estaba dotada esa habitación.
Tampoco me llamaron la atención ni el lujoso jacuzzi del baño añejo ni el despacho reservado para mi uso porque estaba obnubilado observando los diferentes colores del paisaje selvático que se divisaba desde sus ventanas.
―Todo lo que ve es parte de la finca― con voz gélida me espetó la morena al ver el poco caso que hacía a su explicaciones.
―Es imposible―alcancé a decir mientras me hacía una idea de la complejidad que sería plasmar esas tonalidades en un lienzo.
Soledad malinterpretó mi respuesta y con una mezcla de orgullo y desdén replicó:
―El Quemado abarca mil quinientas hectáreas de bosque tropical. Pocas fincas en el país pueden comparársele por la riqueza de sus maderas y la diversidad de su fauna.
Como artista me la sudaba el aspecto económico o medio ambiental de ese paisaje, estaba fascinado con su belleza. Por eso no me digné a contestarla y sacando por primera vez en meses mi cuaderno de dibujo, me puse a dibujar un primer bosquejo de esa vista.
―La cena es a las ocho. Por favor sea puntual― dijo con aspereza al comprobar que me había olvidado de su presencia.
Hoy comprendo que esa monada hubiese dado por supuesto que era un cretino pero ese día estaba tan alucinado por mis ganas de pintar que no comprendí que me había portado como un maleducado.
Es más absorto en el dibujo, se me pasó el tiempo sin darme cuenta y ya habían dado las ocho y media cuando caí en que llegaba tarde.
«Joder, va a pensar que lo he hecho a propósito».
No me equivocaba por que al llegar al comedor, el cabreo de Soledad se masticaba en el ambiente. Y por segunda vez en esa tarde tuve que disculparme. Como en la ocasión anterior, no sirvió de nada porque esa morena no me quiso escuchar y si me hablo fue para preguntar lo que quería de cenar.
«Menudo cabreo tiene la condenada», murmuré para mí mientras le contestaba que algo ligero porque estaba agotado.
La costarricense me miró sin rastro de compasión y pasando mi comanda a una de las camareras, me dejó solo cenando sin despedirse.
―Hasta mañana― alcancé a escuchar antes de verla desaparecer por la puerta…

2

El cansancio del viaje me hizo caer rendido sobre la cama y aunque mi intención era quedarme trabajando hasta las diez para recuperarme del Jet-Lag, en cuanto puse mi cabeza sobre la almohada me dormí. Por primera vez en meses, mi sueño fue profundo y sin altibajos, de forma que el amanecer me encontró descansado y con ganas de pintar. Mirando el reloj, comprendí que tenía que hacer tiempo durante dos horas:
«Puedo dar una vuelta por la zona hasta que a las siete abran el comedor», pensé mientras ataba los cordones de mis zapatillas. Ya listo cogí una cámara de fotos y salí de esa mansión.
Los dieciocho grados de temperatura a esa hora me hicieron temer que una vez avanzase la mañana, el calor se haría insoportable. Por ello me alegró haber salido tan temprano y sacando mi móvil, comprobé que funcionaba el navegador. Tras lo cual sin miedo a perderme, me adentré en la selva a través de una senda que nacía a pocos metros del hotel.
El verde esmeralda de esa arboleda me engulló sin permitir que mi vista se extendiera a lo lejos pero eso en vez de molestarme, me cautivó al descubrir una variedad de flores y plantas de indudable belleza y que a los que los ojos de un europeo parecían de otro planeta.
«Son increíbles», murmuré para mí mientras fotografiaba todo lo que tenía a mi alcance.
Nada quedó sin ser inmortalizado, desde un enorme hormiguero a unas primorosas orquídeas fueron objeto de mi teleobjetivo. Cuando después de una hora mi entusiasmo amenazaba con decaer, de improviso vi que se abría un hueco en esa floresta y al cruzarlo, me encontré de bruces con el paisaje más cautivante que jamás había contemplado. Confieso que me quedé anonadado al observar esa cascada y la pequeña laguna que se formaba a sus pies.
―No puede ser cierto― murmuré frotándome los ojos incapaz de creer que algo tan extraordinario pudiese existir.
Parecía el resultado del trabajo del genio de un paisajista. Dos enormes jacarandas con sus flores rojas eran el marco de entrada a ese paraíso. Conteniendo la respiración no fuera a desaparecer, me acerqué a comprobar esas cristalinas aguas. Ya en la orilla comprendí que ese lago rebosaba de vida al ver los perfiles plateados de multitud de peces.
«Esto merece por si solo una exposición», resolví mientras guardaba en mi teléfono la localización exacta de ese emplazamiento para poder volver pertrechado con todo lo necesario para plasmarlo en lienzo.
Deseando coger mis pinceles, busqué el camino de vuelta al hotel y para mi sorpresa, descubrí que estaba a menos de un kilómetro.
«Debo de haber estado dando vueltas a su alrededor», asumí mientras me orientaba.
Diez minutos después, estaba entrando por la puerta cuando me topé con la directora. Estaba tan feliz por el provecho de mi paseo que, al ver que me miraba con cara avinagrada, me hizo gracia y queriendo vengar el modo en que me trataba, la saludé diciendo:
―Cuando ayer la conocí, creí que nada podía competir con su belleza pero me equivoqué: ¡El Quemado es todavía más bello!
Aunque mi ataque contenía implícito un piropo, no preví que esa bruja se pusiera colorada y menos que saliera huyendo por la escalera sin decir nada.
«¡Qué tía más rara!», zanjé sin darle mayor importancia.
Tras lo cual, me dirigí al comedor a desayunar opíparamente para así no tener que parar por hambre si tal y como esperaba me daban las horas pintando. Afortunadamente María, la camarera regordeta de la noche anterior, me informó que me habían preparado un desayuno típico costarricense con gallo pinto, huevos, plátano maduro, carne en salsa y tortillas.
―¿Nada más?― comenté muerto de risa porque al contrario que en ese país, mi costumbre era tomar únicamente un café y como mucho unas tostadas
La morena cazó al vuelo que iba de broma y sonriendo de oreja a oreja, replicó:
―Primero acábeselo y luego hablamos.
La naturalidad de esa muchacha me gustó y entablando conversación con ella, me enteré que las tres cuartas partes de los hombres del pueblo más cercano trabajaban en la hacienda bajo el mandato de Soledad que además de dirigir el hotel, controlaba la gestión de toda la plantación.
―Los compadezco― comenté en plan de guasa.
María no entendió a qué me refería y al explicar que teniendo de jefa a ese témpano de hielo el trabajo allí debía ser un infierno, muy ofendida me replicó:
―Se equivoca con la patrona. Doña Soledad es una bendición para este pueblo. Desde que se quedó viuda, no solo ha sacado adelante la plantación que le dejó su marido sino que se ha convertido en el sostén de las mujeres pobres de la zona. Nadie sabe lo que hubiese sido de nosotros si ella no estuviera aquí.
La adoración con la que hablaba de su jefa me impactó al no concordar con la imagen preconcebida que tenía de esa mujer. De ser cierto lo que decía, me había equivocado totalmente con ella.
«La tiene en un altar», asumí y tratando de sacar más información de esa regordeta porque no en vano me acababa de informar que ella era “mi cliente”, decidí aprovechar su naturaleza charlatana. Por eso le pedí que disculpara mi torpeza porque había hablado sin saber y que hasta ese momento, nadie me había contado que Soledad había perdido a su marido.
Mi interés por su jefa no le pasó inadvertido y con todo lujo de detalles, me explicó que enviudó a raíz de un accidente de avioneta y que una vez sola, había conseguido salir adelante sin ayuda de nadie.
―¿Hace cuantos años ocurrió?― pregunté.
Se tomó unos segundos en contestar:
―Su hija era una niña por lo que debe de hacer unos diez años.
Que ese monumento de hielo fuera capaz de enfrentar con entereza una desgracia entraba dentro de mis esquemas pero que fuese madre no me lo esperaba.
«Menuda sorpresa», dije para mí cada vez más interesado.
Desafortunadamente, me quedé con las ganas de seguir averiguando cosas de ella porque desde la cocina llamaron a la camarera cortando de plano la conversación.
«No importa», pensé mientras salía hacia mi cuarto: «ya tendré tiempo de enterarme quien es realmente esa belleza».
Acababa de recoger todos mis bártulos cuando nuevamente me encontré con la dueña y señora de la hacienda pero en esta ocasión al verme con el caballete, el lienzo y demás instrumentos, me preguntó si iba a volver a comer. Al contestarla que no creía porque pensaba pasarme el día pintando, llamó a la cocina y les ordenó que me prepararan un almuerzo.
―Muchas gracias― respondí extrañado de su actitud, ya que aunque mantuvo en todo momento el rostro serio, creí adivinar una cierta cordialidad en su trato.
Lo más raro fue que una vez me trajeron esa bolsa con comida y agua, Soledad se dio cuenta que tendría que hacer dos viajes y sin preguntar mi opinión pidió a un mozo que me acompañara.
«Definitivamente esta tía es bipolar», murmuré mientras salía rumbo a la laguna…

3

Mucha gente puede suponer que pintar un cuadro es una tarea fácil pero no es así. Quién se haya enfrentado ante un lienzo en blanco sabe de lo que hablo. Antes de siquiera pensar en coger el pincel, el verdadero artista invierte horas en buscar lo que realmente quiere expresar en su obra. Docenas sino cientos de bocetos se realizan en papel intentando dar con el encuadre, la luz y la orientación justa antes de intentar plasmar su idea en tela.
Eso fue lo que me ocurrió ese día. Estaba tan entusiasmado con ese paraje salvaje que me pasé gran parte de la mañana intentando decidir con que parte de ese paraíso debía empezar. Las ideas se arremolinaban en mi mente y tan pronto comenzaba a hacer un bosquejo de los rayos de sol filtrándose a través de la espesura como de pronto cambiaba de objetivo y me ponía a dibujar una flor en particular.
«Tengo que centrarme», pensé al verme, tras una época de sequía, pletórico y con cientos de ideas.
Desgraciadamente todo a mi alrededor me resultaba digno de ser interpretado por mi arte y dejarlo para la posteridad. Por ello ya eran cerca de las doce cuando me di por vencido y decidí volver a coger la cámara para en la soledad de mi habitación analizar las imágenes y tomar la decisión de por dónde empezar. Recuerdo que estaba tomando una panorámica del lugar cuando escuché unas voces adolescentes acercándose y sin saber que me indujo a hacerlo, me escondí mientras maldecía su interrupción.
Los culpables resultaron ser dos crías de la zona que venían a bañarse en la laguna. Juro que su presencia me parecía un sacrilegio, una mancha que echaba por tierra la naturaleza impoluta de ese edén. Por ello en un principio no me fijé en la indudable belleza de sus cuerpos juveniles cuando despojándose de la ropa se pusieron a nadar en bikini alterando irremediablemente el entorno.
Todo eso cambió cuando ajenas a estar siendo observadas por un forastero, las chavalas se dejaron llevar por la inocencia que daban sus pocos años y comenzaron a jugar a mojarse la una a la otra. La alegría que transmitían con sus risas me pareció adorable y aprovechando que tenía en mi mano la cámara, comencé a retratarlas discretamente.
Sintiéndome un voyeur utilicé mi teleobjetivo para buscar el enfoque y fue entonces cuando me percaté que eran dos bellezas de mujer y que había encontrado las musas que llevaba tantos meses añorando.
«Son la dulzura personificada», murmuré mientras iba acercándolas en la pantalla e inconscientemente me centraba en el contraste de la blancura casi nívea de la que parecía más joven y la piel morena de la mayor.
Obsesionado con ellas, no paré de fotografiar sus cuerpos compitiendo mientras se hacían aguadillas sin tener constancia en ese momento de la brutal sensualidad que trasmitían esos pechos al rozarse entre ellos.
Las intrusas estuvieron jugando más de media hora en esas cristalinas aguas hasta que ya cansadas decidieron tomar el sol sobre una piedra. La primera en salir de la laguna fue la rubia y al hacerlo me quedé casi sin respiración al observar la perfección de sus curvas.
«¡Es preciosa!», exclamé en silencio mientras grababa en mi memoria y en la de la cámara el caminar de esa leona de larga melena clara, «debe tener veinte años».
Con mi corazón bombeando a mil por hora, admiré desde mi escondite su impresionante trasero sin dejar de pulsar el botón que sin desearlo esa noche me permitiría revisar hasta la extenuación la gloriosa sensualidad de sus nalgas.
«No he visto nada igual», certifiqué aproximando la imagen como si la tuviese a escasos centímetros de mi cara.
No tardé en pasar de la dureza de sus glúteos a la exuberancia de sus senos y con auténtico frenesí, capturé el discurrir del profundo canal que discurría entre ellos mientras mi conciencia me pedía que parara porque era insano la atracción que estaba sintiendo por esa muchacha recién salida de la adolescencia.
Dejando al lado esos reproches, continué inmortalizando el busto de la desconocida dejando patente que tanto tiempo en el agua había endurecido sus pezones.
«¡Quien los tuviera en la boca!», sentencié ya totalmente excitado al soñar que algún día serían míos.
Estaba todavía salivando con esa imagen cuando la morena salió del agua. La diferencia de edad con su amiga no fue óbice para que mi propia calentura me azuzara a buscar captar la sensualidad que transmitía y sin pensármelo dos veces, con el zoom busqué el lado más erótico de la recién llegada.
Ignorando mi presencia, la muchacha me lo puso fácil porque mientras trataba de encontrar postura en la roca me deleitó con unas instantáneas en las que parecía ir a abalanzarse sobre su compañera. Sabiendo que estaba infringiendo todo tipo de moral, me concentré en sus gruesos labios y en el exotismo de sus ojos negros antes de pasar a fotografiar sus pechos.
Más pequeños que los de la rubia me parecieron igualmente atractivos debido a que por su edad y su tamaño la gravedad no había hecho estragos en ellos.
«Parecen los cuernos de un toro», mascullé para mí al comparar su delicada forma con los pitones de esa bestia.
Deslizando mi objetivo por su cuerpo comprobé la ausencia de grasa abdominal pero reconozco que me quedé obnubilado al contemplar el modo en que su cintura se ensanchaba para dar entrada a sus caderas. Temiendo no tener otra oportunidad, perpetué su trasero centrándome en la forma en que el estrecho bikini desaparecía entre sus nalgas mientras ese primoroso ejemplar de raza mestiza se daba la vuelta para que el sol terminara de secarle la espalda.
«Alberto se va a quedar alucinado cuando le mande los primeros bocetos», pensé mientras seguía tomando fotos de mis inesperadas modelos, «siempre me ha dicho que mis cuadros adolecen de falta de pasión».
Al cabo de un rato las dos crías se dieron cuenta de la hora y cogiendo su ropa, desaparecieron de mi vista. Ebrio de emoción esperé un tiempo prudencial antes de volver al hotel por temor a toparme con ellas y que sospecharan que había descubierto su guarida secreta.
Ya en mi habitación descargué la memoria en el ordenador y comencé a revisar los cientos de instantáneas que había hecho esa mañana. Reconozco que pasé por alto todas aquellas que plasmaban la belleza del lugar y estudié con detalle en las aparecían mis musas. Excitado, obsesionado y ciego de lujuria repasé una por una, deleitándome en el erotismo que manaba de sus juegos y eligiendo una me puse a plasmar mi idea sobre un papel.
Incomprensiblemente ese día todo me salía bien y al cabo de dos horas había rellenado dos cuadernos con dibujos subidos de tono de mis “princesas”. Particularmente estaba encantado con uno en el que había trasformado el inocente momento en el que la morena estaba acomodándose al lado de su amiga en una alegoría del amor lésbico entre dos mujeres, dotando al modo en que miraba a la rubia de un deseo tan brutal como prohibido.
«Por este tengo que empezar», me dije tras comprobar la fuerza onírica que tendría para los que una vez terminado lo contemplaran.
Sin más dilación, tracé el primer bosquejo sobre el lienzo.
Jamás he sido partidario de la pintura rápida y mis cuadros eran reflejo de ellos. Mi gusto por el detalle me hacían acercarme peligrosamente al hiperrealismo y solo el aspecto onírico que impregnaba a mis obras lo alejaban de ese tipo de arte. Aun así a la hora de cenar ese trozo de tela había dejado de ser blanco y cualquiera que conociera a esas chavalas las hubiera reconocido de inmediato. Por ello antes de dirigirme al comedor y temiendo que un indiscreto echara un ojo a mi creación preferí taparlo, no fuera a ser que me causara problemas con la gente del lugar.
Mi satisfacción era inmensa al sentirme nuevamente un artista y no un fracasado. Quizás por ello, al llegar al restaurante y ver a el gesto poco amigable de doña Soledad no me importó. Es más queriendo demostrarle lo poco que me afectaba su sequedad, me atreví a decirle con tono divertido:
―Señora, ¿algún día me va a permitir retratarla? Es una pena que el resto del mundo no conozca el tesoro que esconde esta hacienda.
Como siempre había ocurrido, observé que al oír mi piropo sus mejillas adquirían sin querer una tonalidad rojiza antes de darse la vuelta ignorándome.
«Aunque era broma, no me importaría pintarla», me dije al girarme y ratificar que la indudable belleza madura de su rostro iba acompañada por unas posaderas que lejos de afearla, realzaban su atractivo.
«Dios debió pensar en mí el día en que repartió tantos dones entre las mujeres de esta zona», murmuré mentalmente mientras elegía una mesa alejada de la entrada…

4

Estaba mirando la carta cuando María llegó y con su desparpajo habitual comentó que si tenía hambre tenía la obligación de probar el “casado” que había preparado la cocinera.
―Prefiero las casadas― respondí en plan de guasa sin prever que la camarera soltara una carcajada que retumbó en toda la sala.
Los otros huéspedes se nos quedaron mirando tratando de averiguar el motivo de las risas de esa morena. Aunque solo fueron unos segundos, me pareció una eternidad el tiempo que esa mujer tardó en recobrar la compostura y por eso cuando me explicó que el casado era un plato costarricense compuesto por un montón de ingredientes, estaba tan cortado que ni siquiera la escuché.
―Me parece bien― respondí deseando que desapareciera rumbo a la cocina y dejar de ser el centro de las miradas.
A pesar de ejercer una profesión en la que la intercomunicación con los clientes es básica, soy bastante tímido y por eso cuando me atreví a mirar a mi alrededor, me sorprendió observar que una cuarentona de buen ver me sonreía. Al comprobar que era a mí devolví la sonrisa sin mayor intención que ser educado pero esa castaña interpretó ese gesto como una invitación y cogiendo su bolso, se acercó hasta mi mesa.
―Soy Patricia― dijo extendiendo su mano hacia mí.
No queriendo cometer dos veces el mismo error evité saludarla con un beso en la mejilla, únicamente se la estreché y mientras veía que se sentaba sin haber sido invitada, me soltó:
–Mateo, desde que Soledad me contó que iba a quedarse con ella su pintor favorito, tenía ganas de conocerte.
―¿Y eso?― contesté intrigado por el supuesto fervor que la dueña de todo ese paraje sentía por mi pintura.
Aprovechando que le había dado entrada con mi pregunta, se relajó en su silla mientras me comentaba:
―Durante nuestro último viaje a España, acudí con Sole a una exposición grupal de pintura y mi amiga se quedó tan impresionada con sus cuadros que se compró uno.
Deseando saber cuál era, le pregunté si sabía su título:
―Ni idea― respondió pero entonces sacando su móvil me dijo: ―Creo que tengo un selfie en el que sale.
Tras revisar unos segundos en su teléfono, lo encontró y pasándomelo, dijo con voz pícara:
―Siempre me ha parecido un poco fuerte.
Reconozco que me quedé pasmado al enterarme que esa mujer había sido la valiente que se había atrevido a comprar la que consideraba mi obra más erótica hasta el momento y que no era otra que el retrato de mi ex novia desnuda llamándome desde la cama.
«¡Qué curioso!», musité mentalmente al no cuadrarme que encima tuviese el valor de colgarlo en el salón de su casa, teniendo en cuenta el lujo de detalles con el que había plasmado tanto el cuerpo de mi musa como mi trasero.
Estaba todavía pensando en ello cuando la indiscreta mujer me preguntó quién era la modelo.
―Alguien de mi pasado que amé― respondí escuetamente.
―Soledad siempre ha dicho que le entusiasma porque se nota el amor con el que el autor pintó a la muchacha y que más que una invitación de ella para llevarlo a la cama, era la expresión inconsciente del deseo del artista por ser amado.
―Yo no lo hubiese expresado mejor― repliqué confirmando de ese modo que esa interpretación era la correcta en vista a como habíamos terminado.
Fue entonces cuando Patricia dejó claras sus intenciones cuando me preguntó si aceptaba encargos. Antes de contestar observé que bajo su blusa habían emergido dos pequeños volcanes y recreando mi mirada en ellos quise saber qué tipo de cuadro deseaba que le pintara.
Sin ningún tipo de rubor, la mujer respondió:
―Quiero un retrato mío desnuda antes que la edad haga mella en mi cuerpo.
Azuzado por la expresión llena de lujuria de sus ojos, no pude negarme. Es más sabiéndome al mando, le hice saber que de aceptar y aunque estaba abierto a sugerencias, sería yo quien eligiera el modo de plasmarla en el lienzo.
Recibió mis palabras con alegría y tras cerrar conmigo el precio, me prometió total libertad diciendo:
―Te juro que no pondré objeción alguna a tus deseos. Por tener un cuadro pintado por ti, soy capaz de modelar atada a una cama.
―Tomo nota― contesté de broma suponiendo que había sido una exageración de su parte.
Pero entonces la cuarentona se descubrió ante mí al insistir en el tema:
―¿En serio me pintarías amordazada e indefensa?
Adivinando que más que un deseo era una necesidad, quise saber si tras esa fachada de dama se escondía una sumisa y por eso arriesgándome a que montara un escándalo, acercando mi boca a su oído susurré:
―Ese tipo de encargo, tiene un coste extra. Si quieres algo así, quítate las bragas y dámelas.
El gemido que salió de su garganta afianzó mi impresión de hallarme ante una mujer esclava de una sexualidad desaforada y no queriendo que se lo pudiese pensar, le exigí que me las diera inmediatamente.
―¿Aquí?― respondió con los ojos como platos llena de pavor.
Pero al ver que me mantenía firme en mi postura, maniobrando por debajo del mantel se las quitó y disimuladamente me las dio. Decidido a forzar su claudicación y que se revelara como una hembra necesitada de dueño, cogí esa coqueta prenda entre mis dedos y extendiéndola sobre la mesa, insistí:
―¿Te gustaría que las oliera?
Con la respiración entrecortada dudó unos instantes y tras mirar a su alrededor y comprobar que nadie nos miraba, dijo con su voz cargada de emoción al saber que con ello firmaba su rendición:
―Me encantaría.
Satisfecho que hubiese caído por voluntad propia en mis garras, decidí usar el poder que ella misma me había entregado al decir:
―Todo en la vida tiene un precio: quiero verte masturbándote mientras lo hago.
Confieso que me sorprendió la facilidad con la que aceptó mi orden pero aún más que en su rostro apareciera una sonrisa mientras me decía:
―Será un placer, amo― tras lo cual escondiendo su mano de la vista de todos, se acomodó en la silla y comenzó a tocarse.
La llegada de la camarera con nuestros platos la puso a prueba y nuevamente demostró que quería estar a la altura porque en ningún momento hizo ademán de sacarla sino que incluso me percaté que incrementaba la velocidad con la que torturaba su sexo.
―Muchas gracias, María― comenté a la camarera al advertir que miraba alucinada tanto a mi invitada como a la prenda de encaje que lucía al lado de mi tenedor.
Esperé un momento a que se fuera y con una sonrisa de oreja a oreja, comenté a mi inesperada adquisición:
―¿No tendrás ninguna duda que se ha dado cuenta de lo que hacías?
―Sé que me ha visto― contestó con un brillo en sus pupilas que me hizo saber que la había excitado el hecho de ser pillada en esa situación tan incómoda.
Dando por sentado que además de sumisa, esa mujer era exhibicionista, premié su desempeño llevando sus bragas a mi nariz. Ese gesto fue el detonante de su placer y mordiendo sus labios para no gritar, se corrió ante la presencia del que sabía que sería su dueño mientras durara mi estancia en esa región.
El silencioso orgasmo de la castaña azuzó mi lado dominante, por ello mientras dejaba de olisquear esa prenda y me la guardaba en el bolsillo, dejé caer que me gustaban las putas sin pelos en el coño. Ese insulto claramente dirigido a ella no la importó y temblando todavía de placer, contestó:
―Esta misma noche me lo afeitaré para que no tenga queja.
Habiendo conseguido todo lo que me proponía la dejé descansar y cambiando de tema, le pregunté de qué conocía a la dueña de esa hacienda.
―Amo, la conozco desde niñas. Fuimos juntas a la misma clase.
Que siguiera dirigiéndose a mí con ese apelativo cuando claramente había dejado de comportarme como tal, me intrigó y al preguntárselo, Patricia contestó:
―Usted es el primero en conocer mi secreto, ni siquiera mi ex marido lo sabe y para mí es una liberación poderle llamar así.
―¿Estás divorciada?
―Gracias a Dios así es, no sabe lo aburrido que era vivir con un hombre que no ejerciera como tal y que tuviese que ser yo quién llevara las riendas de todo.
Descojonado por esa respuesta, repliqué:
―Conmigo las únicas riendas que llevarás serán las de tus bridas cuando te monte.
Esa nada sutil promesa desbordó a la mujer y comportándose como una verdadera lunática, me pidió permiso para volver a masturbarse.
―Ahora vamos a comer, tengo hambre― respondí advirtiendo por primera vez la barbaridad que me habían puesto para cenar ya que en mi plato no solo había arroz con frijoles sino también plátano, col e incluso carne.
Poniendo un puchero, aceptó mi orden y se puso a cenar con apetito mientras me miraba con una devoción que jamás había visto en ninguna de mis parejas. Por mi parte, la amistad de esa mujer con doña Soledad me tenía confundido y empecé a valorar si la rudeza con la que me trataba no escondería una personalidad parecida a la de su amiga.
«No puede ser», medité mientras saboreaba el estupendo pero excesivo platillo, «no hubiese sido de sacar una hacienda como esta adelante».
A partir de ese momento, decidí que debía intentar acercarme a esa enigmática mujer para descubrir cómo era y sabiendo que de conocer que Patricia se había entregado a mí, nunca se produciría ese acercamiento, la ordené que no se lo dijera y que frente a los demás, se comportara normalmente.
―Así lo haré, amo― prometió.
Curiosamente, a partir de ese momento, la castaña me hizo caso y desmelenándose, me demostró que era una mujer lista y divertida con la que pasé una hora muy entretenida mientras terminábamos de cenar. Solo al llegar el postre y acercarse el momento de decir adiós, me pasó su dirección en un papel diciendo:
―Mañana su sucia putita esperará ilusionada que su dueño la pinte en su casa.
―¿Solo pintarte?― pregunté soltando una carcajada.
Bajando sus ojos en plan coqueto, contestó:
―Si tiene tiempo y ganas me encantaría que me obligara a entregarme a usted.
Tras despedirme de ella en el hall del hotelito, subí directamente a mi habitación. Al llegar y ver en el reloj que era temprano, el estado de ebullición de mis neuronas fue productivo porque en vez de abocarme a rememorar el día haciéndome una paja, decidí sacar el cuadro que tenía a medias y ponerme a pintar. Me consta que la dosis de testosterona que me había inyectado en vena tuvo bastante que ver con la sensualidad con la que exageré el tamaño de los pezones de la morena. Juro que no fue mi intención pero mientras perfilaba los músculos de mi involuntaria modelo, los dibujé en tensión dando la impresión visual que era una pantera lista para lanzarse sobre su presa.
En cambio a la rubia la dibujé durmiendo y relajada ajena a que en breves momentos iba a ser despertada violentamente por la lujuria de su amiga. En ella mi pincel resaltó la palidez de su piel y solo me permití añadir unas gotas sobre su pecho que ir en concordancia con su empapado pelo.
Eran casi la una de la madrugada cuando alejándome dos pasos del cuadro, lo miré complacido al saber sin ningún género de dudas que era de lo mejor que nunca había pintado y decidí dejarlo hasta el día siguiente antes de darle fin al firmarlo.
«Tiene fuerza, potencia, sensualidad», sentencié y cerrando los ojos me dormí…

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