Sinopsis:

El pastor de la secta descubre que una de sus esposas le es infiel y en secreto la repudia. Para mantener las apariencias obliga a su hijo, nuestro protagonista, a casarse con ella. Aunque en un principio se niega, la amenaza de ser desheredado le obliga a consentir esa unión CON SU MADRASTRA….

TOTALMENTE INÉDITA, NO PODRÁS LEERLA SI NO TE LA BAJAS.

ALTO CONTENIDO ERÓTICO

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Para que podías echarle un vistazo, os anexo el primer capítulo:

Introducción

A raíz de mi llegada a Madrid mi vida cambió. Tres meses antes era solo un joven estudiante de provincias, cuyo único interés era vivir la vida y al que su madre había instalado contra su voluntad en una casa de huéspedes regentada por Doña Consuelo, una viuda que acababa de perder a su marido. La intención de mi jefa había sido buscar un sitio donde tuvieran a su hijo controlado. Lo que nunca previó fue que esa mujer y su hija vieran en mi presencia una señal de Dios y a mí, en particular, al hombre que había venido a sustituir al difunto.
Tardé poco en descubrir que la dueña del hostal era una fanática religiosa de una secta fundada por un tal Pedro, que veía en el sexo una forma de combatir los demonios que la consumían por dentro y qué desde que me vio poner los pies en su casa, asumió que mi misión en este mundo era exorcizarla a base de polvos. Por eso solo tuvieron que pasar un par de días para que esa cuarentona se convirtiera en una asidua visitante de mi cama.
Laura, su hija, fue un caso diferente. Tratada como criada, era incapaz de llevarle la contraria a su madre y aunque no era tan creyente, compartía con su progenitora una sexualidad desbordada, producto de los continuos abusos que había sufrido de manos de su padre muerto. En un principio, reconozco que quise convertir a esa rubia en otra putilla a mi servicio pero sus traumas y la manía que tenía de considerarme su padre, despertaron al hombre bueno que hay en mí y me negué a participar en sus juegos, deseando cortar tantos años de explotación paterna.
Esa buena acción llevó a la cría al borde de la depresión y fue entonces cuando su vieja pidió mi ayuda. A pesar de sus rarezas, Consuelo era una buena mujer y como su amante, me vi obligado a explicarle el siniestro comportamiento con el que su esposo había tratado a su propia hija.
La viuda al enterarse, escandalizada pero sobre todo avergonzada por no haberse percatado de lo que ocurría antes sus narices, fue a hablar con su retoño para pedirle perdón y buscar una solución a sus males. Fue al volver cuando me informó que las dos juntas habían llegado a una solución y que como la Iglesia en la que creían permitía la poligamia, habían decidido que lo mejor era que yo me casara con las dos.
Cómo podréis comprender, me negué a tamaño disparate pero ante su insistencia, esa viuda consiguió que me lo pensara. Todavía hoy desconozco si hubiese aceptado finalmente, si no llego a recibir la visita de D. Pedro y de sus tres esposas. Tras una breve discusión teológica, ese pastor me mostró los aspectos prácticos que tendría esa hipotética boda: Además de tener a mi disposición a dos hermosas mujeres, sería el administrador de una fortuna valorada en más de quince millones de euros.
Si la belleza madura de Consuelo y el inocente atractivo de Laura eran motivos suficientes, tener mi futuro asegurado con ese dinero fue el empujoncito que necesitaba para aceptar. Por ello con un apretón de manos, cerré el pacto con ese sacerdote y comprometí mi asistencia al enlace que tendría lugar esa misma noche.
Al llegar a la iglesia de esa secta me quedé impresionado con el lujo de esa construcción pero lo que realmente me dejó anonadado fue la veneración con las que sus fieles trataban al anciano. Lo creáis o no, lo consideraban un profeta casi a la altura de Jesucristo. Como no podía ser de otra forma, decidí obviar el fanatismo de esa gente y concentrarme que a partir de esa noche sería rico y tendría a dos estupendos ejemplares de mujer a mi servicio.
La boda en sí fue parecida a las católicas que tantas veces había asistido por lo que en un principio nada me alteró hasta que en mitad del sermón, Don Pedro anunció que estaba enfermo ante ese gentío y que desde ese momento me nombraba a mí como su sucesor. Imaginaros mi cara cuando lo escuché pero la cosa no quedó ahí y micrófono en mano, insinuó que yo era su hijo bien amado. Como nunca había conocido a mi progenitor, me quedé pensando en si era verdad y por ello al terminar la ceremonia, lo busqué.
Ese tipo, sin perder la compostura, me reconoció que él me había engendrado y que si había caído en esa casa de huéspedes había sido cosa suya en colaboración con mi madre, la cual me había prometido siendo niño que con la mayoría de edad conocería a mi padre.
Esa revelación me dejó perplejo y me sentí una puta marioneta en sus manos. Tras unos segundos en los que dudé si salir corriendo de ahí, le comenté que me resultaba imposible aceptar ser su sustituto porque entre otras cosas era agnóstico.
Fue entonces cuando soltó una carcajada y bajando la voz, susurró en mi oído que me lo pensara ya que además de disponer de cientos de mujeres entre las que elegir para que formaran parte de mi harén, con ese “peculiar” oficio mis ingresos anuales superarían el medio millón de euros. Soy joven pero no tonto y por ello no tuve que pensármelo mucho para olvidarme de cursar Ingeniería Industrial y convertirme en un estudioso de Teología.
Despidiendo a mi padre, el pastor de esa iglesia y mi futuro profesor, fui a cumplir con mis deberes conyugales pero Consuelo, que sabía que esa noche era primordial para su hija, me pidió que la dejara quedarse en el banquete que había montado en nuestro honor.
Una vez con Laura y en la que ya era por derecho mi casa, descubrí dos cosas que marcarían el rumbo de mi vida en un futuro: la primera es que tras esa fachada de zorra manipuladora, se escondía una tierna amante necesitada de cariño y la segunda que reconozco me puso los pelos de punta, que esa secta creía en el levirato por lo que si finalmente moría don Pedro, como su heredero tendría que adoptar a sus esposas como mías…

Capítulo 1

Esa mañana seguía dormido cuando entre sueños, sentí que una dulce humedad se apropiaba de mi pene. Rápidamente vino a mi mente, el recuerdo de la noche anterior y el modo tan pleno con el que Laura se había entregado a mí. Asumiendo que era ella, deseé comprobar hasta donde llegaba su calentura y por ello, mantuve mis ojos cerrados como si no fuera consciente que mi joven esposa me estaba haciendo una mamada.
Sus manos todavía indecisas comenzaron a recorrer mi cuerpo desnudo mientras su pene cada vez más duro era absorbido una y otra vez por su boca. La maestría de sus labios era tal que parecían conocer cada centímetro de mi piel.
«Es toda una experta», pensé poniendo en duda su afirmación que mi miembro era el primero que había visto y es que la lengua de esa novicia se concentró en lamer los puntos sensibles de mi verga como si realmente lo hubiese hecho multitud de veces.
Durante un par de minutos y a pesar que entre mis piernas crecía una brutal erección, seguí disimulando hasta que sacándosela del fondo de la garganta, comenzó a mordisquear mi capullo con sus dientes. Esa caricia la conocía y por ello supe de mi error aun antes de oír a Laura saludar a su madre, muerta de risa:
― Se nota que has llegado con ganas de follarte a mi marido.
Doña Consuelo, la mayor de mis esposas, recriminó la procacidad de su hija diciendo:
―No seas vulgar. Jaime es también mío y debo complacerlo. Cuando una esposa cumple con su deber, es una forma de agradecer a nuestro señor por habernos mandado alguien que nos cuide y tú deberías hacer lo mismo.
Ni siquiera abrí los ojos, era una discusión entre ellas dos y no debía intervenir, no fuera a ser que saliera escaldado. Lo que no me esperaba fue que tomando sus palabras literalmente, la menor de mis mujeres se incorporara sobre el colchón y dijera:
―Tienes razón, échate a un lado que yo también quiero santificar mi matrimonio.
Defendiendo cada una sus derechos, mi pobre pene, mis huevos y la totalidad de mi cuerpo se vieron zarandeados por esas dos gatas. Cada una quería su porción de terreno y no se ponían de acuerdo. Aguanté estoicamente hasta que una de las dos me arañó involuntariamente con sus uñas cerca de la entrepierna y temiendo por mis partes nobles, decidí intervenir y de muy mala leche les grité:
―¿Se puede saber qué coño hacéis?
Madre e hija dejaron de discutir al momento, aunque no por ello dejaron de mostrar su cabreo con sendas miradas cargadas de reproche. Supe que debía de cortar por lo sano esa actitud y por ello, recordando las enseñanzas de él que era mi padre, les pregunté cuál era el problema.
La cuarentona de inmediato comenzó a protestar diciendo que ella se había autoexcluido para que Laura tuviera su noche de bodas y que por lo tanto, le tocaba a ella disfrutar de mis caricias.
«Tiene lógica», asumí en silencio.
Pero entonces la más joven de mis esposas echa una furia rebatió sus argumentos diciendo que entre ellas habían acordado que si un día era una, la primera en satisfacer a su marido, al día siguiente el turno era para la otra.
Dando por sentado que ambas tenían parte de razón, comprendí que debía de imponer unas reglas que las dos se vieran obligadas a cumplir en un futuro o mi vida sería un desastre y abusando de sus irracionales creencias, me inspiré en las Sagradas Escrituras para decir:
―Tal y como planteáis el asunto, decidir de quien tiene más derecho es complicado por lo que no me queda otra que adoptar una decisión salomónica y como no pienso ni quiero partir mi pene en dos, como vuestro marido, he resuelto no tocaros ni dejaros que os acerquéis a mí hasta que lleguéis a un acuerdo que se mantenga en el tiempo.
Consuelo me replicó, casi llorando, que el deber de una buena sierva del señor era cuidar de su marido. Su hija uniéndose a su madre, la secundó recitando unos versículos de la biblia:
―Está escrito: “No os neguéis el uno al otro, a no ser por algún tiempo de mutuo consentimiento, para ocuparos sosegadamente en la oración”.
Reconozco que me pasé dos pueblos pero no me pude contener al oír esa cita y soltando una carcajada, repliqué:
―Vosotras rezad porque si me entran las ganas, no os preocupéis por mí, me haré una paja.
Mi falta de devoción las indignó y creyendo que era una prueba que les ponía, nuevamente se pusieron a discutir entre ellas mientras se achacaban la una a la otra la culpa que llegado el caso me tuviera que masturbar teniendo dos mujeres obligadas a hacerlo. Dándolas por imposibles, me levanté de la cama y me fui a desayunar.
Veinte minutos después, volví al cuarto y no encontrando a ninguna, comprendí que todavía no habían llegado a un pacto.
«Mientras no se maten entre ellas, debo dejarlas que entre ellas lo arreglen», pensé y por eso, me vestí y me fui a ver a don Pedro.

Mi padre vivía en una mansión dentro de los terrenos de la iglesia y por eso no me extrañó que al llegar me pararan un par de sus feligreses y me pidieran que les bendijera. Aunque me sentí ridículo haciéndolo, no me quedó más remedio que imitar lo que le había visto hacer a mi viejo y posando mis manos sobre sus cabezas, recité en silencio una plegaria. Habiendo cumplido con mi papel de heredero del “profeta”, toqué en su puerta.
Quien me abrió fue Judith, la segunda esposa que tenía la edad de Consuelo.
―¿El Pastor?
Con su gracejo caribeño, me informó que don Pedro todavía no se había levantado. Interesándome por él, preocupado le pregunté si había recaído. La cubana, muerta de risa, contestó que no pero que tras mi boda, estaba tan contento que se empeñó a cumplir con todas sus esposas.
«Joder con el anciano, todavía funciona», dije para mí.
La mulata me debió de leer los pensamientos porque, con una sonrisa de oreja a oreja, comentó:
―Debimos decirle que no pero insistió tanto que una tras otra nos satisfizo a las tres― y siguiendo con la guasa, se dio una palmada en el trasero mientras me decía: ― A su edad no es bueno tantos esfuerzos.
Descojonado por cómo esa cuarentona me había insinuado que la había tomado por detrás, no pude dejar de curiosear en la vida privada de mi progenitor y directamente la pregunté cada cuanto “santificaba” su matrimonio.
―Menos de lo que me gustaría… dos o tres veces por semana.
Haciendo cuentas, si multiplicaba esa cantidad por las mujeres de mi padre, eso suponía que el setentón era capaz de echar ¡más de un polvo diario! Pero no fue eso lo que me perturbó sino saber que una vez que faltase, yo al menos debía mantener su ritmo y si a esas tres le sumaba las mías, mi pobre pene se vería en problemas para follar a tantas y tan frecuentemente. La expresión de mi cara debió de ser tan evidente que adivinó mi problema y muerta de risa, me dijo:
―Cada una somos diferentes, ahí donde la ve, Raquel sufre de insomnio y cuando no puede dormir le ruega a nuestro esposo que le regale un poco de su néctar. En esas noches da igual a quien le toque, es la primera en… “comulgar”.
―¿Y es frecuente que le pase?
Descojonada, respondió:
― Todas las noches pero Don Pedro solo acede a complacerla noche sí, noche no.
«¡Qué caradura!», pensé. Aunque me hacía gracia el eufemismo que usaba para no decir “hacerle una mamada”, no pude más que alucinar al comprender que solo entre ellas dos le exigían eyacular casi a diario y ya escandalizado, tuve que averiguar cuantas veces Sara, la veinteañera, requería las atenciones de mi pobre viejo.
―¡Esa es la más devota! Ora con don Pedro en cuanto puede. Al menos una por día y si el Pastor no está en condiciones, viene a mi habitación y reza conmigo.
«¡La madre que las parió! Aunque se alivien entre ellas, tienen al anciano consumido. ¡Son tres putas de lo peor!», sentencié preocupado porque me veía incapaz de mantener esa frecuencia.
Como mi padre estaba indispuesto, estaba a punto de volverme a casa pero entonces Raquel apareció y me pidió que la acompañara. Dado que esa rubia era la favorita de mi padre y su primera mujer, la obedecí y junto ella, entré en un despacho. De inmediato, encendió un ordenador y mirándome a los ojos, me explicó que su marido le había ordenado mostrarme los números de la “iglesia” para que me fuera familiarizando con su obra. Aunque mi viejo me había anticipado los enormes beneficios que daba, nada me contó sobre la labor con los desfavorecidos que realizaban y por eso cuando su mujer me fue detallando lo que habían gastado en alimentos y demás ayudas, reconozco que no supe que decir.
«Han repartido más de dos millones y eso solo durante lo que va de año», recapitulé y por vez primera admití que además de un buen negocio, ese tinglado cumplía una labor social.
Durante más de dos horas, actuando como una financiera de primer nivel, Raquel desmenuzó todos y cada una de las fuentes de ingresos, recalcando también los fines a los que se dedicaban los fondos. Por ello mi idea preconcebida que mi viejo era un golfo y un estafador cambió y comprendí que a pesar de ser un putero, había fundado una gran ONG bajo el paraguas de unas creencias.
Al terminar su exposición, Raquel cerró el portátil y me miró. Por su rostro supe que iba a decirme algo importante y por eso esperé que empezara. Os juro que por mi mente habían pasado muchas cosas pero jamás me imaginé que esa mujer me dijera.
―Tu padre es un santo y debemos intentar que nos dure muchos años. Es demasiado orgulloso para decírselo personalmente por lo que me ha pedido que le diga que necesita su ayuda.
Como no podía ser de rápidamente me ofrecí a arrimar el hombro en lo que fuera. Fue entonces cuando ese supuesto modelo de rectitud me dijo sin ningún tipo de rubor que tendría que hacerme cargo de algunas labores. Creyendo que se refería a algo relacionado con su labor pastoral, accedí sin pensármelo, diciendo:
―Cuenta conmigo. Aunque necesito unas cuantas lecciones, me puedo ocupar de parte de su trabajo con los creyentes.
Ni siquiera pestañeó cuando quiso sacarme de mi error diciendo:
―Lo que su padre necesita es algo más personal. Como usted sabe anda delicado de salud y aunque quiera ya no puede aguantar el ritmo de actividad al que nos tenía acostumbradas.
Lo creáis o no, todavía seguía pensando que hablaba de temas de administrativos y por ello, no tuve reparo en insistir que no tenía inconveniente en cumplir con lo que él quisiera aunque eso supusiera quedarme hasta tarde.
Al darse cuenta que no había sabido como plantear el problema para que yo me enterara, esa cincuentona decidió que no podía seguir perdiendo el tiempo y entrando al trapo, me soltó:
―No sé si sabes que cuando él muera, tú ocuparás su lugar con nosotras, sus tres esposas…
―Lo sé― intervine cortándola al temer el rumbo que estaba tomando la conversación.
Molesta pero sabiendo que no había marcha atrás, me miró con ira y sin darme tiempo a huir, reveló a lo que había venido, diciendo:
―El pastor quiere que te anticipes y que le liberes, asumiendo desde ya la mayor parte de sus responsabilidades como marido.
Alucinado por lo que me acababa de decir, quise defenderme recordando a esa mujer que el adulterio estaba prohibido pero entonces y sin alterarse, contestó:
―Don Pedro sabía que eso iba a contestar y por eso me pidió que le recitara parte “Eclesiástico 3” ― tras lo cual sacando una biblia, leyó: ―La ayuda prestada a un padre no caerá en el olvido y te servirá de reparación por tus pecados.
No sabiendo donde meterme, contesté francamente aterrorizado:
―Haber si lo entiendo, ¿me está diciendo que si me acuesto con cualquiera de vosotras cometo un pecado pero como lo hago para ayudar a mi padre, mis errores serán perdonados?
―Así es. Sé que es difícil de comprender pero si alguien tan santo como su padre afirma que sería licito, ¿quién somos sus esposas para opinar lo contrario? ―la expresión expectante de esa madura me hizo dudar si era realmente una petición de su marido o era en realidad su propia necesidad la que hablaba.
No sabiendo a qué atenerme, comprendí que al final de cuantas solo estaba acelerando lo inevitable y que si me negaba quien iba a sufrir las consecuencias era el corazón maltrecho del padre que acababa de conocer. Al no verme capaz de soportar la culpa de sentirme responsable de su muerte antes de tiempo, pregunté:
―¿Quiénes sois las que necesitáis comulgar más a menudo?
Que directamente le preguntara si ella también necesitaba saciar su lujuria, la hizo sonrojar y totalmente colorada, evitó mi mirada al contestar:
―Las tres
Se notaba que estaba pasando un mal trago con esa conversación pero cuando estaba a punto de dejar de insistir para no incrementar su vergüenza, descubrí que bajo su camisa habían aparecido como por arte de magia dos relevadores bultos. El tamaño de los mismos fue prueba suficiente para vislumbrar hasta donde llegaba la urgencia de esa mujer y olvidando que era mi madrastra, resolví comprobar los límites de su lujuria diciendo:
―¿Te apetece que te dé de comulgar ahora mismo?
Raquel no se esperaba esa pregunta por lo que tardó unos segundos en comprender a qué me refería. Cuando lo hizo, sus pezones crecieron todavía más y completamente aterrada quiso evitar ser ella la primera en convertirse en adúltera, diciendo:
―¿No sería mejor que consolara a Sara? Ella es más joven y por tanto más necesitada.
―No― contesté disfrutando de su nerviosismo― eres la favorita de mi padre y por tanto debes de ser tú quien peque antes que ninguna.
Se quedó paralizada al asumir que nada podía hacer para convencerme. En su retorcida mente había supuesto que dedicaría mis esfuerzos a las más jóvenes, dejando para ella sola las menguadas fuerzas de su marido. Al percatarme de sus planes, decidí chafárselos desde el principio. Acercándome a su silla, me puse detrás ella y metiendo mis manos por dentro de su escote, me apoderé de sus pechos mientras le comentaba que aún no había descargado esa mañana.
Raquel no pudo evitar que un suspiro se le escapara al sentir la caricia de mis dedos en sus gruesos pezones pero al escuchar que mis huevos estaban llenos, fue cuando realmente se puso cachonda y comenzó a gemir como una loca.
Por mi parte, os tengo que reconocer que me sorprendió la dureza de esas dos ubres ya que erróneamente había supuesto que debido a su edad, esa madura debía de tenerlos caídos. Por ello y queriendo confirmar mis sospechas, los saqué de su encierro ante el espanto de esa mujer.
―¡Están operadas!― exclamé al comprobar que la firmeza que demostraban solo era posible si habían pasado por las manos de un cirujano.
Raquel asintió avergonzada y me reconoció que mi padre había insistido en que la remozaran por completo. Sus palabras me hicieron intuir que la operación había ido más allá de colocarle las tetas y francamente interesado, le exigí que se desnudara ante mí:
―Soy la mujer de tu padre― protestó ante mi exigencia.
Mi carcajada resonó en sus oídos e imprimiendo un suave pellizco en sus areolas, le dije:
―Eso no te importó cuando me informaste que era mi deber el compensar con mi carne vuestras carencias.
El tono duro que usé y la certeza que de no obedecer se autoexcluiría del trato, forzó la sumisión de Raquel. Temblando como si fuera una primeriza, se puso en pie y con la cabeza gacha, comenzó a desabrochar su falda mientras la observaba.
En cuanto dejó caer esa prenda, acredité el buen trabajo que el médico había realizado también en su trasero y llamándola a mi lado, usé mis yemas para testar la dureza de esas nalgas.
―Tienes un culo de jovencita― sentencié.
La estricta rubia me agradeció el piropo sin moverse, lo que me dio la oportunidad de profundizar en ese examen, separando sus dos cachetes. Ante mí apareció un rosado agujero al que de inmediato quise comprobar si estaba acostumbrado a ser usado sometí y sin pedir su opinión, introduje un dedo en su interior.
―No seas malo― murmuró con patente deseo al experimentar que comenzaba a jugar con su entrada trasera.
Que no solo no se opusiera sino que en cierto modo aprobara mis métodos, azuzó el morbo que me daba estar jugando con mi madrastra e incrementando la presión sobre ella, llevé mi otra mano hasta su entrepierna donde descubrí un poblado bosque pero también que su coño rezumaba una densa humedad.
«Esta zorra está caliente», me dije mientras insistía en estimular ambos agujeros con mayor intensidad.
En un principio los suspiros de la madura eran casi inaudibles pero con el paso de tiempo, se fueron incrementando siguiendo el compás con el que mis dedos la estaban masturbando.
―Ummm― sollozó al sufrir en sus carnes los embates del placer al que le estaba sometiendo su teórico hijastro.
Mi pene se contagió de la calentura de esa madura y como si tuviese vida propia, con una brutal erección presionó las costuras de mi pantalón. Sin nada que me retuviera, me bajé la bragueta liberando al cautivo. Raquel que había seguido mis maniobras, se quedó embelesada al verlo aparecer. Y refrendando con hechos lo que me había dicho Judith respecto a su obsesión por el semen, me rogó si podía recibir mi bendición. No tuve problema en interpretar que estaba usando una figura retórica y que lo que realmente quería preguntarme era si podía mamármela.
―Toda tuya― reí al tiempo que ponía mi verga a su disposición al sentarme con las piernas abiertas en una silla.
Los ojos de esa cincuentona brillaron al obtener mi permiso y puesta de rodillas, fue gateando hasta donde yo me encontraba sin dejar de ronronear. A pesar de sus años Raquel tenía, además de un par de apetitosos melones, un par de viajes y por ello cuando acercó su mano a mi entrepierna, todo mi ser estaba deseando comprobar in situ que es lo que sabía hacer.
―¡No tendrás queja de esta vieja! ¡Te lo juro!― exclamó en voz baja al coger mi pene entre sus dedos.
Al oírla estuve tentado de humillarla pero con mis hormonas a plena actividad, me quedé callado cuando, acercando su cara a mi miembro, sacó su lengua y se puso a recorrer con ella los bordes de mi glande. Para facilitar sus maniobras, separé mis rodillas y acomodándome en mi asiento, la dejé hacer. La madura al advertir que no ponía ninguna pega, me miró sonriendo y besando mi pene, me empezó a masturbar.
Quise protestar cuando usó sus manos en vez de sus labios pero entonces esa rubia incrementó la velocidad de su paja, desbaratando mis recelos. Para entonces me daba igual que parte de su cuerpo usara, necesitaba descargar mi excitación y más cuando sin dejar de frotar mi miembro, me dijo:
―¡Dame tu néctar y yo me ocuparé de ordenar los turnos de tus otras siervas!
Su promesa me tranquilizó porque de seguro en cuanto Sara y la mulata se enteraran, vendrían a por su ración de leche. Demostrando la puta que en realidad era, llevó la mano que le sobraba entre sus piernas y cogiendo su clítoris con los dedos, lo empezó a magrear con fiereza. Os juro que me quedé impresionado por la forma en que esa alegremente nos masturbaba a ambos. Debía llevar tanta la calentura acumulada que no tardé en observar que estaba a punto de alcanzar el orgasmo sin necesidad de que yo interviniera.
Supe que mi viejo la tenía bien educada al comprobar que el placer la estaba rondando y que era inevitable, esa guarra me pidió permiso para correrse.
―Hazlo.
Nada más escuchar que daba mi autorización, la madura se entregó a lo que dictaba su cuerpo y dando gritos colapsó ante mi atenta mirada. Ni que decir tiene que al verla estremecerse, me terminé de excitar y sin esperar a que terminara el clímax que la tenía dominada, cogiendo su cabeza, la obligué a embutirse mi miembro hasta el fondo de su garganta mientras le decía:
―¡Adúltera! ¡Comulga de una puta vez!
Mi improperio lejos de apaciguar su lujuria, la exacerbó y poseída por la necesidad de catar su pecado, buscó mi placer con ahínco, usando su boca como si de su sexo se tratara. La maestría con la que se metía y se sacaba mi pene de sus labios, me informó sin lugar a equívocos que era una mamadora experta por lo que aceptando que ella iba a ser la encargada de hacérmelas cuando viviera bajo mando, cerré mis ojos para concentrarme en lo que estaba mi cuerpo experimentando.
El morbo que fuera mi madrastra la mujer que me estaba regalando esa felación provocó que mi espera fuese corta. Al sentir que estaba a punto de explotar y que no iba a aguantar más, le dije:
―Bébetelo todo ¡Puta!
La favorita de mi viejo recibió mi orden con alborozo y metiendo mi pene en su boca, buscó mi semen con desesperación. No os podéis hacer una idea de la alegría que sintió al sentir la primera descarga sobre su paladar. Solo deciros que pegó un grito relamiéndose, para acto seguido disfrutar de cada explosión y de cada gota que salió de mi miembro hasta que consiguió ordeñar por entero mis huevos. Una vez comprobó que no salía más, usó su lengua para asear mi extensión a base de largos y sensuales lametazos que además de dejar mi polla inmaculada, tuvo como efecto no deseado que se me volviera a poner dura como una piedra.
Aunque suene raro, cuando al terminar le felicité por su habilidad y le insinué que iba a follármela, esa cincuentona sintió nuevamente que su cuerpo era sacudido por el placer y de improviso se vio sacudida por un segundo orgasmo todavía más brutal que el anterior. Al verla berrear como una cierva en celo, creí que era el momento de tomar lo que tarde o temprano sería mío. Por eso levantándome de la silla, puse mi erección entre los pliegues de su sexo pero cuando ya iba a hundir mi estoque en su interior, la rubia se separó bruscamente y casi llorando, me rogó que no lo hiciera.
―¿Qué diferencia hay con lo que acabamos de hacer?― susurré en su oído tratando de convencerla.
Fue entonces cuando con lágrimas en sus ojos, la favorita del pastor me soltó:
―Ya he tropezado en demasía. Por favor no incrementes mi pena, sumando a la lujuria el pecado del egoísmo.
―No te comprendo― insistí.
Completamente deshecha, la rubia comenzó a vestirse sin darme una contestación a su actitud y solo cuando ya estaba junto a la puerta, se dio la vuelta y me dijo con tristeza:
―Me encantaría sentirte pero no es posible, antes que pueda repetir, es el turno de las otras mujeres de tu padre.
Tras lo cual, me dejó solo, insatisfecho y con mi verga pidiendo guerra. Juro que estuve a un tris de llamar a la mulata para que me ayudara pero con el último rastro de cordura decidí que era mejor volver a casa y que de ese problema se ocupara cualquiera de mis dos esposas…

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