DOMINADA POR MI ALUMNO 01:
INICIACIÓN:
Aún no comprendo cómo pasó. No entiendo cómo he podido acabar así. Nunca hubiera imaginado que guardase todo eso dentro de mí, ni sabía la clase de persona que podía llegar a ser.
Cuando escuchaba historias de ese tipo, pensaba que la gente que las contaba o bien mentía, o eran unos enfermos. Nunca soñé que nadie sería capaz de despertar esos sentimientos en mí, simplemente porque no creía que pudiese tenerlos.
Él ha despertado mi mitad más oscura, ha hecho aflorar desde lo más profundo de mi alma una mujer completamente distinta a la que creía ser.
Y me ha hecho hacer cosas que ni en mis más salvajes fantasías soñé con hacer…
Todo empezó hace un mes, con el curso ya a medias. Era el mes de Enero y acabábamos de reanudar las clases después de las vacaciones navideñas, con todo el mundo, profesores y alumnos, inmersos en esos tristes días que llaman de depresión post vacacional, una vez pasada la novedad de reencontrarte con los compañeros y comentar cómo hemos pasado las fiestas.
Para no presionar mucho a mis adormilados alumnos, habíamos dedicado la primera semana de clases a repasar los contenidos del trimestre anterior, con vistas a que los suspensos prepararan los exámenes de recuperación que pronto iba a convocar.
Llevo sólo un par de años dedicada a la enseñanza, pero en ese tiempo ya me he ganado reputación de ser bastante “hueso”. La verdad, no sé por qué, pues mis niveles de suspensos son muy similares a los de mis compañeros de claustro. Y es que una cosa es bien sabida, si un alumno es buen estudiante, las aprueba todas y si no lo es, aprueba aquellas que le da la gana (o en las que el profesor pasa la mano).
Lo único que se me ocurre que justifique mi fama de dura es que obligo a mis alumnos a llamarme “Señorita Sánchez” o profesora, pues dada mi propia juventud, no quiero que se tomen demasiadas confianzas llamándome por el nombre pila.
Yo procuro no regalar los aprobados e intento que mis alumnos trabajen y, en general, creo que lo consigo bastante bien. El año pasado, todos los alumnos que aprobé pasaron el examen de selectividad sin problemas, por lo que estoy bastante orgullosa del nivel de mis clases. No regalo nada, pero el que trabaja conmigo aprueba sin problemas.
Pero este curso tenía conmigo a la excepción… Jesús Novoa.
No entendía qué le pasaba a este chico. Obtenía magníficos resultados en todas las asignaturas del curso, lo mismo que en años anteriores. Y así fue con mi asignatura los primeros meses, pero en los últimos exámenes se había producido una debacle en sus resultados, lo que le había llevado a suspender el primer trimestre.
Extrañados, mis compañeros de claustro me habían interrogado sobre las malas notas de Jesús, con expresiones de desconcierto en el rostro. ¡Joder! A ver si se creían que yo le tenía manía al muchacho. No sé por qué, pero llegué incluso a mostrarles los exámenes, para que comprobaran que el chico de veras había suspendido. Me molestó mucho hacerlo, pues parecía que estaba justificándome ante los demás. Vale que yo era la profesora más joven (e inexperta) del claustro, pero estaba segura de estar haciendo un buen trabajo.
Fue precisamente esa molestia la que provocó que comenzase a prestarle especial atención a Novoa. Me di cuenta de que el chico se pasaba las clases mirándome con disimulo, escribiendo continuamente en su cuaderno, aunque tenía la sensación de que no estaba tomando apuntes precisamente.
Cuando Jesús se daba cuenta de que yo le miraba, apartaba los ojos con rapidez, clavando la vista en su pupitre y volviendo a su cuaderno. Eso sí, nunca noté que se ruborizara.
Tanta miradita y tanto secretito me dio las primeras pistas de lo que pasaba en realidad. No era la primera vez que me pasaba eso con un alumno, por lo que me sentí bastante segura de poder manejar la situación. Y además, para ser completamente sincera, he de reconocer que, en lo más hondo, me sentí un poco halagada con el comportamiento del chico.
Era obvio que Jesús se sentía atraído por mí y eso inflamó un poco mi ego. Está mal que yo lo diga, pero a mis 26 años soy una mujer bastante atractiva; cuando me arreglo bien, soy capaz de hacer que cualquier hombre vuelva la vista para mirar cómo me alejo. Pero últimamente mi vanidad andaba un poco de capa caída, pues las cosas no iban del todo bien con mi novio; por eso, al notar que un chico me encontraba atractiva, me sentí secretamente halagada.
De todas formas, no vayan a pensar que hice algo para acrecentar su interés, no cambié un ápice mi forma de comportarme ni con él ni con sus compañeros. Pero claro, había que encontrar solución al problema, pues no podía permitir que un buen estudiante echara por tierra su futuro suspendiendo una asignatura que sería fácil para él si no se hubiese encoñado con la profesora.
Decidí coger el toro por los cuernos, por lo que pensé en obligarle a que me enseñara lo que escribía en clase, pero no me atreví, pues si resultaba ser lo que me imaginaba, no ganaría nada poniéndole en evidencia ante sus compañeros y haciéndole pasar vergüenza.
Sabía que lo mejor era tener una charla con él, pero no acababa de decidirme, pues sabía, por experiencias previas, que esas situaciones solían ser bastante embarazosas y no me apetecía comerme un marrón de ese calibre nada más volver de las vacaciones.
Pero algo había que hacer.
No sé cómo sucedió, pero, poco a poco, el problema de Jesús fue llenando mi mente. Día tras día él seguía observándome subrepticiamente en clase y yo continuaba retrasando el momento en que debía enfrentarle y poner fin a aquello, pero no me decidía a hacerlo.
Comencé a pensar en él incluso en mi casa, mientras hacía la comida o limpiaba el polvo. Pero lo que creo que agravó la situación fue la ausencia de Mario, mi novio.
Mario es piloto, por lo que pasa bastante tiempo fuera de la ciudad, volando a lejanos países. Al principio de nuestra relación me parecía una profesión maravillosa, llena de romanticismo y aventura, y con la posibilidad de volar gratis a exóticos destinos durante las vacaciones.
Pero, a medida que nos estabilizamos como pareja, fui descubriendo el lado malo de tener a tu novio siempre por ahí de viaje. ¿Estará bien? ¿Vendrá otra vez enfermo por haber comido en Nueva Delhi? ¿Me será fiel? ¿Se estará follando a esa azafata con la que siempre anda?
Y lo más jodido… Si se pasa dos semanas sin aterrizar en la ciudad… ¿quién me folla a mí?
Pues sí, señores, pienso que, en todo lo que sucedió después, una buena parte de culpa la tuvo la frustración y la insatisfacción sexual que sentía. De hecho, en ese momento llevaba cerca de un mes sin ver a Mario, con el único consuelo de MC.
MC (que significa Made in China, como pone en la base) es un consolador de unos 25 centímetros, negro bragao, de unos 200 gramos de peso, que me meto en el coño con una frecuencia directamente proporcional a la duración de los viajes de mi novio el piloto.
Y precisamente estaba en plena faena con MC cuando me di cuenta de que el rostro que ocupaba mi mente mientras me lo clavaba no era el de Mario… sino el de Jesús.
Pero, ¿qué cojones me pasaba? (que llevaba un mes sin echar un kiki) ¿Estaba loca? (no, sólo cachonda) ¡Era un alumno! (sí, uno bastante guapo, por cierto) ¡Menor de edad! (ya tenía 17, casi 18) ¡Y yo tenía novio! (sí, uno a 10000 kilómetros de distancia)…
Además, ni siquiera estaba segura de que Jesús estuviese realmente encaprichado de mí. A lo mejor era otra cosa y yo me había estado montando la película.
Enfurecida conmigo misma (pero extrañamente caliente), rebusqué en la mesilla hasta encontrar mi otro amiguito. Un consolador más pequeño que MC, pero con un motorcito que lo hacía vibrar, que me ponía el clítoris a mil por hora. En más de una ocasión Mario había usado este juguete cuando practicábamos sexo. Sin embargo, siempre se había negado a usar a MC, creo que un poco acomplejado por la magnitud del instrumento (no me extraña).
Todavía muy caliente, me hundí bien a MC en el coño (no entero, no seáis bestias), lo suficiente para sentirme llena por completo. Encendí entonces el vibrador y me dediqué e frotarme el clítoris con el marchoso aparatejo, mientras MC continuaba su labor de horadar mis entrañas.
Mis ojos estaban clavados en la foto que había en mi mesilla, en la que aparecía Mario, elegantemente vestido con su uniforme de piloto mientras miraba a la cámara con expresión de latin lover.
Continué masturbándome lentamente pero con intensidad, hundiendo poco a poco el consolador en mi interior mientras las vibraciones me atravesaban el clítoris, subían por mi columna y enviaban enloquecedoras señales de placer a mis sentidos. Por fin, mi mente se centró en el hombre apropiado y pude así alcanzar un buen orgasmo con la imagen de mi querido Mario bailando en mis retinas…. Mario… Mario… Vuelve pronto…. Jesús Novoa…
¡Mierda! De la mañana siguiente no pasaba. Tenía que solucionar el problema de mi alumno de una vez por todas. Y rezar para que Mario volviera pronto y me diera un buen repaso…
A la mañana siguiente me costó levantarme, pues no había pasado buena noche. Hice la cama y preparé la ropa para el día, un suéter de lana y una falda gris, algo no demasiado sexy debido a la fastidiosa tarea que tenía que afrontar.
Me desnudé y fui a ducharme, dándome cuenta entonces de que seguía un poco cachonda. Mis senos estaban duros como rocas mientras el agua caliente resbalaba sobre ellos y se deslizaba por mi plano vientre, hasta perderse entre mis muslos. Un poco atontada, cogí la ducha de teléfono y enchufé el chorro directamente sobre mi coño, provocando que me pusiese más caliente todavía.
Pensé en salir de la ducha y buscar a MC para que me aliviara un poco, pero andaba muy justa de tiempo (no me gusta madrugar) y tenía clase con los de segundo a primera hora, por lo que no podía retrasarme.
Un poco frustrada, salí de la ducha y me sequé, regresando al cuarto a vestirme. Me puse la ropa interior, funcional, cómoda, ninguna de las exquisiteces que reservaba para Mario y me enfundé unos panties, muy apropiados para el frío de la época. Acabé de vestirme y me di cuenta de que era muy tarde, por lo que no tuve tiempo de desayunar siquiera, así que salí disparada al garaje donde cogí el coche.
Mientras conducía, me sentía nerviosa, inquieta, no sé si por la perspectiva de la inevitable charla con Jesús o porque aún andaba medio cachonda.
Posteriormente, y a tenor de lo que pasó después, he pensado que fue un error no hacerme una paja en la ducha y haber aliviado así un poco mi calentura. Quizá, si lo hubiera hecho, las cosas no habrían salido como finalmente salieron. Pero, pensándolo fríamente, dudo que una simple paja hubiera cambiado mucho el resultado final.
Llegué por los pelos a clase, sin poder pasar por la sala de profesores, aunque no había problema pues llevaba todos los papeles en mi maletín.
La mañana era jodida, pues tenía clase todas las horas, sin huecos de descanso, excepto el recreo. Durante esa media hora, aproveché para comprar uno de esos sándwiches de cartón de las máquinas expendedoras con el que matar un poco el hambre hasta la hora de salir y recobrar además algo de energía de cara al mal rato que iba a pasar con Jesús.
Por fin, llegó la hora de ir al aula de Novoa, donde, para más inri, me tocaba una clase doble de dos horas. Cuando comencé con la materia, pude sentir la mirada del chico fija en mí con más intensidad que otros días. Aturdida, me concentré en las explicaciones, tratando de expulsar de mi mente la imagen mí misma masturbándome soñando con la cara del chico. Y peor era cuando miraba directamente al muchacho, pues siempre le descubría con los ojos clavados en mí, para, a continuación, inclinarse sobre su cuaderno a escribir.
Tenía que acabar con aquello de una vez, no estaba concentrada en la clase y desde luego no iba a permitir que una tontería semejante influyera en mi trabajo.
Escribí unos ejercicios en la pizarra y les di diez minutos para resolverlos, que yo aproveché para despejar mi cerebro paseando entre las mesas y ayudando a los alumnos que me lo pedían.
Inconscientemente (o quizás no tanto) me mantuve alejada de Jesús, vagando por la otra punta de la clase. Cuando pasaron los diez minutos, pedí un voluntario para salir a la pizarra y ante la avalancha habitual de candidatos, tuve que coger la lista para escoger uno.
Entonces se me ocurrió darle una última oportunidad a Jesús. Si salía y lo resolvía correctamente, el asunto no era tan grave como creía y podría darle unos días más de margen, hasta que llegase el examen de recuperación y entonces ya se vería.
Como ven, una forma de evitar enfrentar el problema como cualquier otra.
–         A ver, Novoa – dije soltando la lista de alumnos sobre mi mesa – Sal a hacer el problema.
Sin embargo, mi gozo en un pozo. Jesús salió a la pizarra y se quedó allí medio alelado, sin saber cómo meterle mano al asunto. Esbozó unos números al pié de las ecuaciones pero no supo continuar, mientras me echaba disimuladas miraditas por el rabillo del ojo.
Tras un par de minutos sin hacer adelantar nada, le di permiso al chico para que volviese a su asiento. Me extrañó un poco que no se mostrase más avergonzado por no haber sabido resolver el problema, él que era un estudiante de matrícula, lo que para mí fue la primera señal de que algo no iba bien. Resignada, solté un suspiro y pronuncié las palabras que me había estado resistiendo a decir:
–         Jesús, al final de la clase quédate un momento. Quiero hablar contigo.
Un murmullo se levantó entre los alumnos, señal inequívoca de que un compañero se ha metido en un lío. El resto de chicos se reían por lo bajo, contentos, al parecer, de ver al empollón de la clase metido en dificultades.
Jesús, cabizbajo, se dirigió a su asiento y justo entonces me pareció ver una leve sonrisilla en sus labios. Segunda señal de que algo estaba jodido.
Una vez afrontada la situación y dado el primer paso para solucionarla, mi espíritu pareció librarse de un gran peso, con lo que pude impartir el resto de la clase con relativa normalidad.
Por fin, a las 14:30 sonó el timbre y los alumnos se apresuraron a recoger sus cosas, para salir disparados como todos los días.
–         Hey, hey, hey – grité para hacerme oír por encima de la barahúnda – No os olvidéis de que el miércoles de la semana que viene es el examen de recuperación. Ya sabéis los que tenéis que presentaros, pero si alguno de los aprobados quiere subir nota, tiene hasta este viernes para avisarme.
La verdad es que no sé si me escucharon, pues todos se largaban a toda prisa sin hacerme ni puto caso.
Todos menos Jesús.
Cuando el último alumno hubo salido hice de tripas corazón y me volví para enfrentarme con Jesús. Yo tenía una idea bastante clara de por dónde iba a ir la conversación e, ilusa de mí, pensaba que lo tenía todo controlado.
Recogí todas mis cosas y las guardé en el maletín, mirando por el rabillo del ojo a Jesús, que también había recogido y aguardaba sentado en su pupitre.
Decidida a no echarme atrás, aunque todo aquello me diera vergüenza, me acerqué a Jesús y me senté encima de la mesa de al lado, con los pies encima de la silla de Arturo, su compañero de pupitre.
–         Bueno – dije suspirando – Creo que ya sabes por qué te he hecho quedarte.
El chico simplemente asintió con la cabeza.
–         Jesús, no comprendo qué te pasa – mentí – Eres un estudiante excelente y sin embargo te has hundido en mi asignatura. Tus notas han ido a peor y has acabado suspendiendo. Jesús, mírame.
El alzó la vista y clavó sus ojos en los míos…
–         ¿Qué es lo que te pasa? ¿Por qué te va tan mal en mi clase? ¿Es culpa mía? ¿No entiendes cómo explico?
Dije eso como una pequeña trampa, sabedora de que, si lo que yo pensaba era cierto, él reaccionaría defendiéndome, lo que sería un buen indicio de lo que sucedía. No me equivoqué.
–         ¡No! ¡Señorita Sánchez! ¡No es culpa suya! ¡Es culpa mía! ¡No logro concentrarme! – exclamó con vehemencia.
Yo sonreí mentalmente al ver confirmadas mis sospechas; ahora sólo tenía que conseguir que admitiera que se sentía atraído por mí para poder soltarle el discurso que llevaba días ensayando, que me sentía muy halagada, pero que no podía ser, que él era muy joven… ya saben, el rollo típico en estos casos.
Pero, no sé por qué, lo que salió de mi boca fue:
–         Llámame Edurne, que ahora estamos solos…
¿Qué coño me pasaba? ¿Por qué había dicho eso? ¡A saber qué podría pensar el muchacho al otorgarle tanta confianza! ¡Así le iba a librar de su encaprichamiento por los cojones!
Un poco avergonzada, le miré a los ojos y el brillo que aprecié en el fondo de su mirada hizo que me estremeciera de la cabeza a los pies. Azorada, aparté la vista de él, arrepintiéndome inmediatamente por semejante muestra de debilidad, sintiendo que aquella mirada escondía mucho más de lo que sospechaba.
Intenté tranquilizarme y recuperar el control de la situación, fingiendo que nada había pasado.
–         ¿Y bien? – le dije – Puedes confiar en mí. Cuéntame cual es el problema y buscamos una solución. Estoy segura de que a un chico tan inteligente como tú debe pasarle algo para no aprobar mi asignatura…
–         Señorita Sánchez – dijo compungido – Es que… no puedo decírselo.
¡Bien! El que siguiera tratándome de usted, unido al hecho de que se mostrase avergonzado me devolvió gran parte de mi aplomo. Después de todo era posible que todo saliera bien, el chico se mostraba razonable y violento por la situación, con lo que recobré la confianza en poder manejar a aquel adolescente encoñado.
Seguimos con el tira y afloja un rato más, yo tratando de sonsacarle una confesión para largarle el discursito y él resistiéndose a admitir que su problema es que estaba encaprichado de su profesora.
Yo estaba más relajada, conduciendo la conversación hacia el terreno que me convenía, pero, aún así, me pilló un poco de sorpresa cuando él, de sopetón, lo admitió.
–         Lo que me pasa es que estoy enamorado de usted, señorita Sánchez.
Me quedé paralizada un segundo. Bueno, ya estaba, ya lo había dicho. Ahora podría soltarle el rollo y aconsejarle que visitara al psicólogo de la escuela… que se encargara él del problema.
Le miré y me quedé parada un segundo, pues, en vez de encontrarme con un rostro avergonzado y todo rojo, me encontré con un chico bastante seguro de si mismo que me miraba con cierto… descaro. Otra señal de que algo no iba como debía.
–         Caray, Jesús – continué – Me siento halagada… Pero tienes que entender que yo soy tu profesora y además eres muy joven para mí. Y esas serían razones suficientes para que no pueda pasar nada entre nosotros.
–         Pero…
–         Pero nada, Jesús. Y no sé si sabrás que tengo novio y que vamos a casarnos pronto – exageré.
–         Sí, un novio que nunca está en la ciudad y que la deja sola. Un imbécil así no se la merece… – me espetó secamente
Aquello me dejó perpleja.
–         ¿Y cómo sabes tú donde está mi novio? – le dije un tanto enojada.
–         Gloria me lo dijo – respondió.
Tenía lógica. El padre divorciado de Gloria (otra alumna) vivía en mi bloque y conocía a Mario.
–         Bueno – continué más tranquila – entonces sabrás que es piloto y es por eso que se ausenta.
–         ¡Si yo fuera su novio no la dejaría sola jamás! – exclamó infantilmente.
–         Claro, claro – asentí pisando terreno más firme – Pero tienes que entender que yo le quiero mucho y que no puedo corresponder a tus sentimientos.
Él apartó la mirada, aunque no parecía nada apesadumbrado.

–         Mira, no me malinterpretes – seguí – No pretendo despreciar tus sentimientos, pero, la experiencia me dice que lo que sientes en un simple encaprichamiento. Ya sé que no me crees, pero en serio, te juro que yo a tu edad pasé por lo mismo y cuando pase un poco de tiempo te fijarás en alguna compañera, saldrás con ella y te olvidarás de mí. Por ejemplo, la misma Gloria es muy atractiva ¿verdad?

–         Sí – respondió – Gloria está muy buena.
Esa simple afirmación y el tono en el que la dijo me inquietaron bastante, pero decidí que eran imaginaciones mías y seguí con la charla.
–         ¡Con lo guapo que eres seguro que no tienes problema para ligar! ¡Y además eres buen deportista! Y en cuanto arreglemos lo de tu suspenso… uno de los mejores estudiantes del centro. ¡Eres un partido magnífico!
Mierda. Había vuelto a meter la pata. ¿Por qué le echaba tantos piropos? ¡A ver si iba a pensarse que le encontraba atractivo!
Sin embargo, su respuesta volvió a descolocarme.
–         Yo no he dicho que me cueste ligar – me dijo muy seriamente – He tenido varias novias y con todas he tenido sexo.
Algo en su tono me asustó. No sé por qué, pero me sentí súbitamente azorada. Noté cómo la sangre afluía a mis mejillas, lo que hizo que me enfadara conmigo misma, pues me hacía perder el control de la situación.
–         Pu… pues entonces no te entiendo – balbuceé – Quizás sería mejor que hablaras con el consejero del centro…
–         Paso del psicólogo – dijo de nuevo con esa voz firme – Si fuera una tía todavía me lo planteaba.
¿Qué coño estaba pasando? De repente, parecía que estaba hablando con otra persona. Ya no era el chico tímido que confesaba avergonzado que estaba enamorado de su profesora, sino un hombre desnudando con la mirada a una mujer. Y ahora que lo pensaba bien ¿de veras fue en algún momento ese tímido alumno?
Un escalofrío recorrió mi columna a medida que me daba cuenta de la situación. Noté, sorprendida, que mis pechos estaban como rocas bajo mi suéter, pero, ¿por qué?
–         Mira, Jesús. Se está haciendo un poco tarde y tengo hambre. Si te parece continuamos la charla mañana. Podríamos llamar a tus padres – dije intentando meterle un poco de miedo.
–         Mi madre murió hace 3 años. Mi padre siempre anda de viaje y mi madrastra… bueno, si quiere llamamos a mi madrastra.
Otra vez ese tono amenazador.
–         Pero, señorita, creo que si charlamos un poco más podríamos solucionar mi problema…
–         ¿En serio? – dije estúpidamente.
–         Estoy seguro. Mire, ¿quiere saber cual es realmente mi problema?
–         ¡Claro! – respondí sin pensar, sólo por decir algo.
–         Que me paso sus horas de clase completamente empalmado y pensando en cómo sería tumbarla encima de su mesa y follármela.
Me quedé petrificada. El corazón me latía en los oídos, provocando que su voz me llegase como desde lejos.
–         ¿No me cree? – me preguntó – ¡Pues mire, si ahora mismo la tengo dura!
Mientras decía esto echó hacia atrás su silla, exponiendo ante mis atónitos ojos su entrepierna. No sé qué demonios pasó por mi mente pero, en vez de largarme de allí echando leches, clavé mi mirada en el notable bulto que había en su pantalón e, incomprensiblemente, mi cerebro comenzó a calcular el calibre del arma que se ocultaba en sus pantalones.
Por fin, mis neuronas reanudaron su funcionamiento y, levantándome de la mesa de un salto, me di la vuelta y fui hacia mi mesa, para recoger mi maletín y largarme. Traté de no acelerar el paso, intentando mantener una apariencia de normalidad y no demostrarle a Jesús lo turbada que me encontraba. El camino hasta la mesa se me hizo eterno, pero por fin llegué y recogí mi maletín. Me di la vuelta para enfrentarme con él una vez más, para decirle que iba a contárselo todo al director y tratar de recuperar así un poco de la dignidad perdida, pero, al hacerlo, me encontré de bruces con él, con lo que las palabras de amonestación murieron en mis labios.
–         Vamos, Edurne – me dijo con aquella sonrisilla que había empezado a temer – No te vayas, si ahora estamos solos. Y quiero que veas lo que te vas a perder si me rechazas.
Como un rayo, su mano salió disparada y me agarró por la muñeca. Con fuerza sorprendente, tiró de mi mano hasta apretarla contra el duro bulto de su entrepierna. Yo tironeé tratando de escapar de su presa, pero su garra era firme como el acero y no permitió que me separara ni un centímetro. Podía sentir la dureza de su pene a través del pantalón, apretándose contra el revés de mi mano.
Yo miré a Jesús con expresión suplicante, encontrándome de nuevo con aquel brillo acerado en su mirada.
–         Jesús – dije con voz apagada – Suéltame e intentaré olvidarme de lo que ha pasado.
–         Ahí te equivocas, Edurne – me respondió – Precisamente lo que quiero es que no lo olvides.
Un nuevo escalofrío recorrió mi columna e hizo que mis pechos se estremecieran. No quería admitirlo, pero me sentía extrañamente excitada. Sin embargo, luché por volver a recuperar el control tratando de aparentar calma.
–         Te he dicho que me sueltes. Si no lo haces gritaré.
–         Hazlo si te place. A estas horas sólo queda el conserje en el colegio. Si te escucha y viene puedes contarle lo que quieras. Me expulsarán y saldremos los dos en los periódicos. ¡Alumno trata de abusar de su maestra! – se burló.
–         Exactamente.
–         Pues, adelante, ¡grita! – me desafió – Pero si vas a hacerlo, ¡que sea de verdad!
Mientras decía esto, su mano libre se disparó hacia delante y aferró con fuerza mi seno izquierdo. Debido a la sorpresa, pegué un respingo y dejé caer el maletín al suelo. No sé por qué, pero fue como si la última barrera de protección que me protegía de él cayera junto con el maletín.
Debía reconocerlo. Estaba excitada.
–         ¿Y bien? ¿No gritas? – me dijo mientras estrujaba con saña mi pecho – ¡No me extraña! ¡A juzgar por lo duras que tienes las tetas creo que hoy voy a salirme con la mía!
Su mano apretó con fuerza mi seno. Me dolía, pues el chico clavaba sus dedos sin piedad en la suave carne, pero también me gustaba… Podía sentir el calor que desprendía su mano apretando, notaba cómo sus dedos se hincaban en mi ser, arrancando los últimos vestigios de resistencia de mi alma. Ya era suya.
Y él lo sabía.
–         ¡Vaya! – exclamó – No dices nada… Pues si no hablas tendré que pensar que quieres que esto pase….
No dije nada.
–         ¡Estupendo! ¡Buena chica! – dijo riendo – Te has ganado un premio… ¡Agárralo con fuerza que enseguida te lo doy!
Yo sabía perfectamente a qué se refería, pero, aunque sentí un fuerte impulso de obedecerle, logré resistir un poco más. Aunque fue en vano.
–         ¡Te he dicho agarres tu premio!
Mientras decía esto, me retorció el brazo y el pecho a la vez, obligándome a darle la vuelta a la mano, de forma que la palma quedó apretada contra su erección.
–         ¡Que lo agarres, zorra!
Aquel insultó recorrió mi cuerpo como un rayo. Me gustó, ahora, viéndolo con perspectiva, he de reconocer que me gustó. Estaba excitada… más de lo que lo había estado en mucho tiempo… Sin casi darme cuenta, mis dedos ciñeron su erección por encima del pantalón, apretando y sobando el duro falo de aquel muchacho.
Ya no había vuelta atrás.
Con una sonrisa de triunfo en los labios, Jesús liberó mi mano, pero yo, medio hipnotizada, seguí sobándole la verga por encima del pantalón.
Con más delicadeza esta vez, sus dos manos se apropiaron de mis pechos, que fueron sobados y estrujados a conciencia, aunque sin hacerme daño como antes. A esas alturas yo estaba medio loca de excitación, mucho más que nunca antes.
No me di cuenta de dónde la sacó, pero, cuando me quise dar cuenta, vi que tenía una navaja en su mano. Pulsando un botón, hizo que la hoja surgiera del mango y el brillo de la misma hizo que tratara de retroceder, asustada. Pero él no me dejó.
–         ¡Tranquila, zorra! – me insultó – No voy a cortarte.
Y dijo la verdad. Lo que hizo fue rasgarme el suéter de arriba  abajo, dejando mis pechos al aire, cubiertos por el sostén.
–         ¡Sigue sobándome el nabo! – me ordenó.
Obedecí sin dudarlo mientras él usaba la navaja para cortar el sujetador por el punto en que se unían ambas copas. Al hacerlo, el sujetador saltó a los lados, dejando mis pechos al aire, bamboleando duros como rocas.
–         ¡Menudas tetas! – dijo Jesús silbando de admiración  – ¡Mejores de lo que esperaba!
Y volvió a sobármelas, no sin antes cerrar la navaja y guardarla en un bolsillo del pantalón.
–         ¡Qué duras las tienes, puta! ¡Sabía que esto era lo que a ti te gustaba! ¡Sabía que te iba la marcha!
No respondí. Mi mente racional pugnaba por encontrar una salida, por salir escopetada de allí a la comisaría más próxima… Pero no lo hice, porque, en el fondo, sabía que él tenía razón.
–         ¡Para ya, zorra! – dijo – ¡Lo haces tan bien que voy a correrme en el pantalón!
Yo solté su verga, con el corazón latiendo con fuerza de expectación por lo que iba a suceder.
–         ¡Date la vuelta! ¡Y apóyate en el escritorio!
Con la cabeza ida, obedecí, quedando de espaldas a él con las manos apoyadas sobre mi mesa. Él se situó a mi espalda y, empujándome, me obligó a inclinarme, haciendo que mi trasero quedara en pompa.
–         ¡Saca más el culo! – exclamó haciéndome obedecer.
Medio sonámbula por la excitación, aguardaba expectante su siguiente paso. Miré hacia abajo y vi los moratones que habían comenzado a aparecer sobre el seno que me había estrujado. No tuve tiempo de lamentarme, pues enseguida me levantó la falda por encima de la figura y me dio un seco azote en el culo, aprovechando para amasar con ganas la nalga.
–         ¡Vaya mierda de bragas que llevas! – me espetó inesperadamente – ¡Y encima con panties! ¡Al que inventó esta mierda deberían colgarlo por los huevos!
Con rudeza, sus dedos se engancharon en la tela del panty y lo rasgaron violentamente. De un tirón, me bajó las bragas hasta los tobillos, dejándome desnuda e indefensa.
No sé por qué, supongo que porque estaba acostumbrada a practicar el sexo de otra forma, pero lo cierto es que me sorprendí mucho cuando, de repente, noté cómo situaba la punta de su pene en la entrada de mi vagina y con fuerza, comenzó a penetrarme desde atrás.
–         ¡Espera! ¡Espera! – acerté a decir – ¡Más despacio!
No me hizo ni caso. Sentí cómo su dura barra se abría paso como un émbolo entre los labios de mi vagina, separándolos con violencia y enterrándose hasta el fondo en mis entrañas.
Mi cuerpo experimentó un fuerte espasmo ante la súbita intrusión, lo que al parecer gustó mucho a Jesús.
–         ¡Joder, cómo aprietas, puta! – me gritó – ¡Esto sí es un coño y lo demás son tonterías!
Sin poder ni hablar, sentí como su poderoso falo me llenaba por completo, llegando a profundidades que nunca antes había alcanzado nadie… ni siquiera MC. Con el cuerpo tenso al máximo, sentí cómo mis entrañas se derretían de placer y experimenté el más violento orgasmo que jamás había tenido. Mi coño se inundó todavía más, provocando que cada embestida de aquel émbolo produjese un chapoteo que me excitaba todavía más. Podía sentir cómo mis propios líquidos resbalaban entre mis muslos, hasta mojar lo que quedaba de mis panties. Ante mis ojos, cerrados con fuerza, estallaron luces de colores e incluso creo que perdí el sentido durante unos segundos.
Pero a Jesús no le importó, concentrado únicamente en su placer personal continuó bombeando y bombeando, agarrado a mi cintura y usándola como asidero para que sus pollazos fueran más certeros.
Derrotada y sin fuerzas, me derrumbé sobre la mesa, permitiéndole que hiciese lo que quisiera conmigo.
El émbolo humano siguió horadándome sin piedad, y sucesivos orgasmos fueron asaltándome como fogonazos, dejándome devastada sobre la mesa, mero instrumento para que Jesús metiera la polla.
Por fin, el chico llegó al clímax. No sé si por precaución o porque le dio por ahí, pero lo cierto es que no se corrió dentro como me temía. Justo antes del orgasmo, me sacó la polla del coño y me soltó.
Como él ya no me sujetaba, mis piernas no pudieron sostenerme y caí de culo al suelo. Jesús, de pie a mi lado, me agarró por el pelo y tiró hacia atrás, para que mi cara quedara a su merced. Se pajeó la polla un par de veces hasta que se corrió, haciéndolo directamente sobre mi rostro, mi pelo y mis tetas, que quedaron pringosas de semen.
Cuando hubo vaciado los testículos y satisfecho por fin, se guardó la ahora fláccida verga en el pantalón y se sacudió la ropa, tremendamente orgulloso de la hazaña realizada. Yo, sin fuerzas, sentía cómo su pegajosa leche se deslizaba en gruesos pegotes sobre mi piel, formando regueros semen que me quemaban como tizones.
Jesús, tras mirarme unos segundos, miró su reloj y me dijo con tono impertinente:
–         Uf, señorita Sánchez, ¡qué tarde es! ¿Sería tan amable de llevarme en coche a mi casa?
No tuve fuerzas ni para contestar, así que sólo asentí con la cabeza.
–         ¡Muchas gracias! – exclamó él, fingiendo que yo tenía elección – ¡Pues vamos!
Con delicadeza (por primera vez en todo aquel episodio), Jesús me ayudó a incorporarme. Sorprendentemente, mis piernas me sostuvieron. Compungida, eché un vistazo a mis destrozadas ropas.
De pronto, Jesús se arrodilló a mi lado y agarró mis bragas, que seguían en mis tobillos.
–         ¡Quítate esta cosa tan fea! – me dijo.
Y yo le hice caso. Alzando primero un pie y después el otro, permití que el chico me librara de mis cómodas bragas de algodón. Tras hacerlo, volvió a levantarme la falda, echando un buen vistazo debajo.
–         ¡Joder, que bien puestecito que lo tienes todo! – exclamó mientras me sobaba el trasero y mi dolorida entrepierna.
Un nuevo escalofrío recorrió mi columna, incapaz de resistirme al dominio de aquel chico.
Como pude, me libré de los restos de mi suéter y mi sostén, quedando con las tetas al aire. Aprovechando la tela del jersey, me limpié los restos de semen de la cara y las tetas, con el dolor dibujado en la cara mientras aseaba el pecho que Jesús había maltratado.
Cuando terminé, el chico esperaba a mi lado para entregarme mi propio abrigo, que estaba colgado en el perchero cerca de la puerta. Me lo abroché hasta arriba, para disimular que, menos la falda, iba completamente desnuda debajo.
Por fortuna, no nos encontramos con el conserje al salir del centro, pues el tipo no estaba en su puesto. Cualquier otro día me habría enfadado ante semejante negligencia y le habría buscado para llamarle la atención, pero para eso estaba la cosa.
Renqueante, llegué junto a mi coche y accioné el mando para abrir las puertas, permitiendo que Jesús ocupara el asiento del copiloto.
Me indicó donde vivía y arranqué. Yo esperaba que, durante el trayecto, se dedicara a humillarme más todavía o intentara alguna otra canallada, pero permaneció en silencio, limitándose a darme indicaciones para llegar a su casa.
Cuando llegamos frente a su bloque, detuve el coche y esperé a que se bajara, pero él aún tenía algo que decirme.
–         Vamos a ver, Edurne. Como ya te habrás imaginado, todo esto formaba parte de mi plan para lograr echarte un polvo.
Un poco más recuperada, me di cuenta de que tenía fuerzas para contestarle.
–         ¿Has llegado incluso a suspender la asignatura para eso?
–         ¡Claro! Con tal de follarme  a un pedazo de coño como tú, bien merece la pena hacer un pequeño sacrificio.
No supe qué contestar.
–         ¿Te acuerdas de Ángel Ríos?
Por supuesto que sí. El curso anterior tuve una charla con él idéntica a la que esperaba tener con Jesús. Sólo que no acabó igual.
–         Pues eso – continuó – Me contó que había estado encoñado contigo y que tú le habías dado una charla en vez de llamar a los padres. Que eras muy guay, que si patatín que si patatán, y eso me dio la idea para quedarnos a solas. Total, puedo recuperar tu asignatura con la gorra.
–         Y te has salido con la tuya – concluí resignada.
–         Pues claro. Nena, a las zorritas como tú las huelo a dos kilómetros – dijo – No sé si será la forma en que os movéis, o cómo habláis, pero lo cierto es que detecto a las putas a las que les va la caña como si tuviera un radar.
No respondí. En lo que a mí se refería, debía reconocer que era verdad.
–         Pues eso. Ahora todo depende de ti.
Me quedé estupefacta. ¿Qué coño decía?
–         Si quieres – continuó – Lo dejamos aquí y sanseacabó. Pero, si lo prefieres…
–         ¡¿Qué cojones dices?! – exclamé con rabia – ¡Si prefiero el qué! ¡Me has violado, hijo de puta!
–         ¿Violado? – exclamó él con genuina sorpresa – Te he dado duro, que no es lo mismo. Si hubieras querido largarte, podrías haberlo hecho.
–         ¡Tenías una navaja!
–         En ningún momento te he amenazado con ella y no digas lo contrario porque tú sabes que digo la verdad.
De nuevo no supe qué decir.
–         Bueno, resumiendo. Si no te apetece, lo dejamos aquí y punto. Si quieres puedes echarte flores en el claustro de profesores cuando mis notas mejoren, diciendo que ha sido gracias a tu habilidad como maestra.
Sería hipócrita el hijo de puta.
–         Pero, si te ha gustado… y yo sé que te ha gustado… – dijo con sorna – El próximo día ven a clase con este colgante en el cuello. Eso sí, a partir de ahora tienes que usar ropa interior sexy, nada de panties ni esa mierda de bragas de vieja.
Estaba atónita por la desfachatez de aquel chaval. No podía creerlo. Estaba tan aturdida (o eso me dije a mí misma) que no acerté a rechazar el colgante que me tendía. Como una boba, me quedé mirando el brillante objeto. Era un corazón de acero atravesado por una espada, pequeñito, hasta podría haberme gustado de haberlo visto por ahí.
Furiosa apreté la mano sobre el colgante, dispuesta a tirárselo a la cara. Pero él no esperó mi respuesta y abrió la puerta del coche. Antes de bajarse, acarició mis senos por encima del abrigo, con firmeza, pero sin la violencia de antes, provocando que un nuevo temblor de placer recorriera mi cuerpo.
Cuando quise darme cuenta, Jesús se alejaba del coche y entraba en su portal, dejándome sola, al borde de las lágrimas…. Y caliente como una perra.
Continuará.
                                                                                TALIBOS
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